Los guardianes del tiempo (43 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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—El plan autorizado solamente incluía acciones de otra naturaleza. Se iba a dar a la Sociedad una prueba de fuerza y después exigiríamos una negociación. Nada más. No tenía que haber muertes ni secuestros, y desde luego estaba fuera de lugar, no ya la voladura nuclear de sus instalaciones de Londres, sino incluso el atentado que han sufrido. Todo eso fue cosa de Veric y ni siquiera creo que el cardenal Aguirre estuviera al tanto…

—Qué fácil es echarle la culpa a los subordinados, sobre todo si han muerto.

—Le doy mi palabra de honor de que le estoy diciendo la verdad. He venido aquí para reconducir las cosas. Por lo poco que sabemos de ustedes, son una institución muy antigua y merecedora de respeto, por más que tengamos puntos de vista enfrentados. Le reconozco oficialmente que hemos cometido un error, un error enorme. Le pido humildemente su perdón y le invito al diálogo. Es todo lo que puedo hacer.

Carlos cruzó una mirada con su hermana. Nasarre era un hábil diplomático, sin duda.

—Acepto sus disculpas. Por favor, empiece por contarnos cómo han descubierto la existencia de nuestra organización.

Nasarre dudó un momento antes de responder, pero finalmente se decidió.

—Ustedes inyectan unas dosis insoportables de racionalismo en las personas, pero hay momentos en la vida en los que la razón no es suficiente. Hace un par de años, una persona de su organización, desesperada por una terrible enfermedad terminal, recuperó en sus últimos días de vida la fe que ustedes le habían arrebatado de joven, y acudió en busca de consuelo espiritual a su iglesia. No fue mucho lo que contó, pero el sacerdote alertó a su obispo, que casualmente es miembro de la Orden. Y por ese hilo llegamos al ovillo. Como ve, en los momentos más duros las personas recuperan la luz de la fe.

—Querrá usted decir que en los momentos de mayor debilidad psicológica las personas pierden la capacidad de razonar y se agarran hasta a un clavo ardiendo, como es natural. ¿Quién era?

—Françoise Querault.

Carlos y Mónica comprendieron entonces por qué aquella anciana francesa había rechazado el apoyo de la Sociedad y había roto la comunicación con los demás Sabios poco antes de morir. Su enfermedad había sido larga e insufrible. Ninguno de los dos pudo culparla por lo que había hecho. Durante décadas había sido una Sabia leal a la Sociedad, y su contribución en ideas, tiempo y esfuerzo nunca fue pequeña. Nadie habría imaginado que días antes de su muerte se convertiría en la novena traidora desde la época de los Fundadores.

Carlos reflexionó unos instantes y después miró fijamente a Nasarre.

—Usted nos invita al diálogo y nosotros, a pesar de todo lo ocurrido, aceptamos ese diálogo, señor Nasarre. Usted representa a su propia Iglesia, la mayor y más poderosa organización religiosa del planeta, y también a determinados sectores de las demás religiones…

—No, no. Aclaremos esto. Yo estoy aquí como representante de la Orden, que, como le acabo de explicar, es una entidad privada e informal, compuesta por personas físicas. Hombres, eso sí, muy influyentes en la más alta jerarquía de sus respectivas confesiones religiosas, pero que no las representan formalmente. Por tanto, dejemos a un lado a la Iglesia como tal, y a las demás religiones institucionales. La Orden es su único interlocutor.

—Como usted prefiera. El caso es que esa orden "informal" ha intentado asesinarnos formalmente a todos, pero ahora rectifica y prefiere dialogar. Bueno —dijo con marcada ironía—, pues sin duda es un avance, así que soy todo oídos. Usted dirá.

—Bien. Nuestros informes señalan que ustedes tienen localizado en Rumanía un antiguo arcón, procedente quizá de la Atlántida, y que sólo esperan a hacerse con su llave y con una estela egipcia relacionada. Creemos que cuando tengan esos dos objetos, que al parecer están en poder de Ceausescu, ustedes rescatarán el arca cumpliendo algún antiguo designio que no alcanzo a entender, y harán público su contenido. Hasta ahí, no hay nada que nos alarme en exceso. El problema viene a continuación. Cuando la Sociedad salga a la luz, hará público su archivo documental. Sabemos que ustedes poseen decenas de miles de documentos originales, acumulados a lo largo de los siglos, y que muchos de esos documentos contradicen la historia oficial del cristianismo y de las demás religiones principales. Su publicación provocará una aguda crisis de fe, desestabilizando el marco de valores de muchas sociedades, ya de por sí muy enfermo. Ustedes han sido, a lo largo de la Historia, la mano oculta que ha impulsado el ateísmo, el racionalismo… como lo quieran llamar. Ahora van a darle el golpe de gracia a las creencias de miles de millones de seres humanos, y eso es lo que no podemos consentir.

—¿Eso es todo? —preguntó Carlos con cierto desdén tras haberle escuchado pacientemente.

—¿Le parece poco?

—Pero, señor Nasarre, ¡¿de verdad han activado ustedes una secuencia de detonación nuclear en pleno centro de Londres por… por este motivo?! ¡¿De verdad han llegado a matar por ello?!

—¡Le repito que no apruebo los métodos del coronel Veric, y que no he sabido nada hasta esta misma madrugada!

—¡Sólo tenían que hablar con nosotros y tal vez habríamos alcanzado un acuerdo!

—Lo sé, señor Román, ahora lo sé. Por eso le propongo que lo intentemos de nuevo, que empecemos de cero, sin más violencia y con lealtad mutua. Le prometo que no se arrepentirá.

Una hora más tarde, dos agentes especiales de la Guardia Suiza acompañaban a la legación española a Margarida Duráo Figueira y recogían al cardenal Aguirre. Román y Nasarre habían acordado un pacto de no-agresión y la inmediata celebración de reuniones más amplias entre representantes autorizados de la Sociedad y de la Orden. El objetivo era establecer un marco de coexistencia que habría de incluir garantías de seguridad y confidencialidad para ambas partes, así como una larga moratoria respecto a la publicación de aquellos documentos de la Sociedad que afectaran directamente a las principales religiones. Carlos Román sabía que ese acuerdo no le iba a hacer ninguna gracia a los Sabios, pero tenía claro que la prioridad era no poner en peligro la Misión. El avance en ella era mucho más importante que la simultaneidad al dar a conocer los archivos históricos, cuando llegara el momento de que la Sociedad saliera por fin a la luz.

Antes de marcharse de la embajada, Nasarre recibió un sobre abultado. Lo abrió en el coche, camino del Vaticano, temiendo que se tratara de copias de los documentos más nocivos para su iglesia. Le asustaba, en realidad, que su propia fe pudiera tambalearse ante datos incuestionables. Pero encontró algo muy distinto. Por un lado, había un montón de fotos del cardenal Aguirre manteniendo relaciones sexuales con varios chaperos de la sauna zaragozana. Nasarre las miró con un gesto de asco. Por otro lado, había un conjunto de documentos mucho más importantes. En unas horas, la Sociedad se las había arreglado para hacerse con importantes paquetes accionariales y en algunos casos hasta con el control de empresas, bancos y aseguradoras del entorno de la Iglesia. También había comprado numerosas deudas del Vaticano y podía ejecutarlas en cualquier momento. La lectura era evidente: cualquier nuevo ataque contra la Sociedad provocaría el escándalo sexual de todo un cardenal y unas maniobras financieras capaces de poner al Vaticano en muy serios aprietos. Pero Nasarre estaba decidido a cumplir su palabra. Lo que ahora le preocupaba era cómo imponer la opción de la diplomacia a los miembros más radicales de la Orden.

Q
UINTA
P
ARTE
Capítulo 23

Sinaia, 4 de noviembre de 1989

Diana salió a la enorme terraza y miró a su alrededor. Todas las laderas estaban cubiertas por bosques densos, casi impenetrables. La diversidad de la flora era casi tan impresionante como la altura de los abetos que reinaban en esa envidiable masa forestal. Prácticamente ningún otro país del Viejo Continente albergaba en su seno tantas ni tan grandes extensiones de naturaleza virgen, auténticos santuarios para cientos de especies a punto de extinguirse en el resto de Europa.

Se entristeció al recordar cómo el oso pardo, la especie emblemática de su Asturias natal, casi había desaparecido. Apenas quedaban unos pocos ejemplares, pero en los Cárpatos rumanos abundaban todavía. ¡Si se pudiera llevar unas cuantas parejas a Asturias…! Respiró aquel aire puro y frío sin dejar de admirar la vegetación, llamativa incluso para una asturiana. "El pulmón verde de Europa", recordó haber leído sobre Rumanía en algún sitio. Muchas de las cumbres ya estaban cubiertas de nieve, y las estaciones de esquí de la zona se preparaban para abrir sus puertas a los turistas occidentales que, como cada año, iban a paliar un poco la desnutrición crónica de las reservas de divisas del régimen. Al fondo se distinguía el núcleo urbano de Sinaia, una elegante población de recreo situada en una de las zonas más bellas de los Cárpatos.

Por fuera, el imponente edificio neoclásico del hotel Palace conservaba toda la distinción de una época sepultada en la historia de Rumanía. Por dentro, sin embargo, la pésima gestión estatal y el mantenimiento prácticamente nulo habían dejado el establecimiento en unas condiciones lamentables: muebles agrietados, cortinas y sábanas raídas, agua caliente a ratos, luz mortecina, bichos, algún que otro ratón… se había eliminado a conciencia cualquier veleidad de confort burgués. La terraza aún estaba mojada por las últimas lluvias. El conjunto de mesas y sillas de metal, que en verano debía de estar lleno de turistas extranjeros y de miembros privilegiados de la nomenclatura, estaba ahora completamente vacío.

Respiró hondo y se limpió distraídamente las grandes gafas, anticuadas y sin reducción del cristal, que había encargado adrede en Madrid. Había dejado en España sus lentillas, sus joyas y toda su ropa a excepción de su inseparable gabardina gris. Tenía que parecer una ciudadana más de aquel país depauperado. Nada de vestidos a la moda ni otros lujos imperialistas. Volvió a entrar en la amplia recepción del hotel y se reunió con Cristian, que en ese momento salía del ascensor. Poco después circulaban por una carretera serpenteante que ascendía hasta el palacio real de Peles, del que se dice que fue el primer edificio de Europa con calefacción central.

La magnífica residencia de verano de la familia real, construida en la segunda mitad del siglo XIX, se había salvado por los pelos de convertirse en una de las viviendas principales de la pareja dictatorial, que pensaba "reformar" de arriba abajo el palacio. Horrorizados ante el seguro destrozo de aquel tesoro arquitectónico, los expertos consultados se inventaron mil y un problemas para evitarlo: que el palacio amenazaba ruina, que era un edificio "enfermo" y un peligro para la salud de quienes lo habitaran… Mientras tanto, escondieron en los sótanos del palacio y en varios museos algunas de las mejores obras de arte de Peles para protegerlas de la proverbial rapiña de los Ceausescu.

El tirano y su esposa eran dos consumados amigos de lo ajeno que se habían hecho famosos entre los responsables de protocolo de los países visitados: cuando terminaba su viaje oficial, siempre faltaba un jarrón, un candelabro, algún cuadro pequeño o un reloj de sobremesa. Pero, finalmente, los discretos avisos de una capital a otra terminaron por funcionar: ante una visita de los Ceausescu, los gobiernos anfitriones mandaban retirar todos los objetos valiosos de los aposentos destinados a los jefes de Estado extranjeros, dejando a su alcance, eso sí, algunas chucherías prescindibles que colmaran su vanidad cleptómana.

—Cristian, este lugar es maravilloso —acababan de visitar las mejores salas del palacio y salieron al exterior.

—Sí, es de lo mejor que tenemos. Ven, vamos a los jardines. Aquí es donde la reina Isabel escribió muchos de sus poemas. Su pseudónimo literario era Carmen Sylva.

Diana apenas llevaba unos días en Rumanía. Había entrado clandestinamente en el país el lunes 30 de octubre. El domingo 29 estuvo en Madrid siguiendo el escrutinio electoral con sus antiguos compañeros del CDS. Caras largas. Pese a una excelente campaña electoral, el resultado había sido muy decepcionante. De diecinueve escaños obtenidos en 1986, la formación suarista sólo pudo conservar catorce. Habría sido un buen resultado para un partido con menos ambiciones inmediatas, que se conformara con mantener una presencia parlamentaria influyente y capaz de completar mayorías. Un partido con vocación de avanzar poco a poco, trazando estrategias a largo plazo. Un partido libre de delirios de grandeza, de liderazgos personalistas y de prisas por alcanzar cotas de poder a cualquier precio. Incluso si hubiera sido un partido así, la mayoría absoluta del PSOE habría hecho poco relevante su función durante la próxima legislatura, pero habría sido una base sólida sobre la que construir un proyecto de futuro. En cambio, aquella pérdida de escaños desmotivó a los principales dirigentes, avivó las disensiones en el seno de un partido donde la democracia interna era una quimera, e inauguró la larga agonía del Centro Democrático y Social. Diana lamentó el resultado, sobre todo por las personas con las que había trabajado, algunas de las cuales sufrieron un auténtico mazazo. Pero también por el país. Se oteaba en el horizonte la rápida polarización de la política española en torno a dos grandes partidos que aspiraban a abarcar todo el espectro político fagocitando cualquier otra opción.

Sólo había estado una vez en Rumanía. En 1980, al cumplir diecisiete años, su padre la había llevado unos días a conocer Bucarest, el delta del Danubio y la costa del mar Negro, en un circuito organizado. Habían tenido ciertos problemas para que no se notara que ambos comprendían perfectamente el idioma. Una de las obsesiones de la Securitate era evitar que entraran en el país exiliados rumanos capaces de corromper la fe socialista de las masas. Por lo tanto se mantenía un férreo control sobre los extranjeros, no muy numerosos, que optaban por Rumanía como destino de sus vacaciones. Incluso los ciudadanos que recibían a algún amigo o familiar procedente del extranjero estaban obligados a alojarle en un hotel, reportar de antemano la visita a la policía política y someterse a todo tipo de controles e interrogatorios posteriores.

Como hiciera anteriormente su padre, Carlos Román se había preocupado por cultivar algunas relaciones con la diáspora rumana, personas que vivían sobre todo en Francia e Inglaterra, pero también en Madrid. Algunos se contaban entre los amigos más íntimos de la familia. Eso les permitía a él y a su hija practicar el idioma. Marcos, en cambio, nunca había tenido interés por las lenguas extranjeras y Leonor… bastante tenía con hablar un inglés nativo, un francés bastante bueno y, cómo no, la lengua de Aahtl. Los amigos del exilio rumano también les permitían mantenerse más o menos informados sobre los acontecimientos del país que abandonara, más de un siglo atrás, el fundador de su familia.

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