Aquellos que se aventuraban en el laberinto con el firme propósito de trazar un mapa, de intentar definirlo en forma de un número equis de hileras, giros a derecha e izquierda, longitudes y latitudes, grados y ángulos, radios y circunferencias, descubrían que allí las matemáticas no tenían aplicación. El laberinto se desplazaba bajo el compás, se deslizaba por debajo de la regla, desafiaba todo cálculo.
El gnomo, cuyo nombre (en la versión corta) era Acertijo, se negaba a oírlos. Entraba en el laberinto a diario, convencido de que aquél sería el día en que resolvería el misterio, en que cumpliría su Misión en la Vida y realizaría el mapa definitivo del laberinto de setos, mapa del que después haría copias para venderlas a grupos de excursionistas.
Con una pluma sujeta tras la oreja y otra clavada en la pechera de la túnica, de manera que parecía que le hubiesen atravesado el pecho con ella, el gnomo penetraba en el laberinto por la mañana y trabajaba febrilmente durante todas las horas de luz. Medía y contaba pasos, anotaba la altura del seto en el punto A, indicaba dónde convergía el punto A con el B, y acababa pringado de tinta y sudoroso. Al final de la jornada salía con cara radiante de satisfacción y ramitas de seto enganchadas en el cabello y en la barba, y mostraba, para ilustración del primer infeliz al que pudiera convencer de que echara un vistazo a su proyecto, un mapa del laberinto lleno de manchas de tinta y gotas de sudor.
Después se pasaba la noche copiando un borrador para que quedase perfecto, sin que faltase una ramita de un seto. A la mañana siguiente iba con el mapa al laberinto y volvía a perderse de inmediato e irremisiblemente. Se las arreglaba para hallar la salida más o menos a mediodía, lo que le dejaba horas de luz suficientes para volver a trazar el mapa. Y así un día y otro y otro... desde hacía un año aproximadamente.
Ese día, Acertijo se había ido abriendo paso a través del laberinto hasta, más o menos, la mitad. Se hallaba de rodillas, cinta métrica en mano, midiendo el ángulo entre zigzag y zigzag cuando reparó en un pie que se interponía en su camino. Estaba calzado con una bota que iba unida a una pierna, la cual a su vez iba unida a —según se alzaba la vista— un kender.
—Perdona —se disculpó cortésmente el hombrecillo—, pero me he perdido y me preguntaba si...
—¡Perdido! ¡Perdido! —Acertijo se incorporó con tal precipitación que volcó el tintero, de manera que dejó una gran mancha purpúrea en el herboso sendero. Sollozando, el gnomo se echó en brazos del kender—. ¡Qué gratificante! ¡Me alegro tanto! ¡Tanto! ¡No te lo imaginas!
—Vamos, vamos —lo consoló el hombrecillo mientras le daba palmaditas en la espalda—. No me cabe duda que lo que quiera que sea se arreglará. ¿Tienes un pañuelo? Toma, te presto el mío. A decir verdad es de Palin, pero supongo que no le importará.
—Gracias. —El gnomo se sonó la nariz.
Por lo general los gnomos hablaban muy, muy deprisa y comprimían todas las palabras, superponiendo unas sobre otras, en la creencia de que si uno no llegaba al final de la frase rápidamente, lo más probable era que no llegase nunca. Acertijo había vivido entre humanos el tiempo suficiente para aprender a expresarse con más lentitud y ahora lo hacía muy despacio y entrecortadamente, lo que daba pie a que los otros gnomos con los que se encontraba lo consideraran tonto de remate.
—Lamento haberme venido abajo de ese modo —gimoteó el gnomo—, pero como llevo trabajando tanto tiempo y hasta ahora nadie había tenido el detalle de perderse... —Acertijo empezó a lloriquear otra vez.
—Me alegra haberte sido de ayuda —se apresuró a decir el kender—. Y ya que me he perdido, me pregunto si podrías mostrarme la salida. Verás, acabo de llegar por medios mágicos. —El kender se sentía muy orgulloso de eso, así que lo repitió para asegurarse de que al gnomo lo impresionaba el detalle—. Medios mágicos que son muy, muy secretos y misteriosos, de lo contrario te los explicaría. En cualquier caso, los asuntos que me traen son extremadamente urgentes. Busco a Goldmoon, y tengo la impresión de que debe de encontrarse aquí porque pensé en ella con todas mis fuerzas mientras el proceso mágico se realizaba. Por cierto, me llamo Tasslehoff Burrfoot.
—Acertijo Solitario —se presentó el gnomo a su vez, y los dos se estrecharon la mano; así, Tas acabó de estropear el pañuelo de Palin al utilizarlo para limpiarse la tinta que el gnomo le había dejado en los dedos.
—¡Puedo mostrarte la salida! —aseveró, muy excitado, Acertijo—. He dibujado este mapa, ¿ves?
Henchido de orgullo y con un gesto ostentoso lo señaló para que Tasslehoff reparara en él. Trazado en un inmenso pergamino, el mapa estaba extendido sobre el suelo de manera que no sólo tapaba el sendero entre dos hileras de setos, sino que se doblaba por los extremos. Era más grande que Acertijo, un gnomo más bien menudo, de piel atezada, barba larga y rala que probablemente era blanca pero que ahora aparecía manchada de púrpura debido a que la arrastraba invariablemente sobre la tinta húmeda cuando se ponía a gatas encima del mapa.
Éste era bastante complicado, con muchas equis, flechas, «no entrar» y «giro a la izquierda aquí» garabateado en Común por todas partes. Tasslehoff contempló el mapa, levantó la vista y observó el extremo del sendero en el que se hallaban. La hilera de setos se abría y alcanzó a ver varias cúpulas cristalinas en las que se reflejaban los rayos del sol de manera que la luz se descomponía en arco iris. Dos inmensos Dragones Dorados formaban un grandioso arco de entrada. Los jardines estaban verdes y rebosantes de flores y por ellos paseaban y charlaban en voz baja personas vestidas con ropajes blancos.
—¡Oh, ésa debe de ser la salida! —exclamó el kender—. Gracias de todos modos.
El gnomo miró primero el mapa y luego lo que, sin lugar a dudas, era la salida del laberinto de setos.
—Maldición —masculló y empezó a pisotear el pergamino.
—Lo siento mucho —se disculpó Tas, que se sentía culpable—. Era un mapa realmente bonito.
Acertijo continuaba saltando sobre el pergamino.
—En fin, perdona pero tengo que marcharme —añadió Tasslehoff al tiempo que avanzaba palmo a palmo, cautelosamente, hacia la salida—. Sin embargo, después de que haya hablado con Goldmoon me encantará regresar y perderme de nuevo, si eso te sirve de algo.
—¡Ah! —gritó el gnomo mientras le daba una patada al tintero y lo lanzaba contra el seto.
Antes de salir, Tas echó una última ojeada a Acertijo, que había vuelto al principio del laberinto y se medía el pie con la cinta métrica como parte de los preparativos para anotar la distancia exacta entre el primer giro y el segundo.
El kender caminó un buen trecho, dejando muy atrás el laberinto de setos. Iba a entrar en un encantador edificio hecho de resplandeciente cristal cuando oyó pasos a su espalda y sintió una mano en el hombro.
—¿Qué te trae por la Ciudadela, kender? —inquirió una voz en Común.
—¿La qué? —dijo Tas—. Oh, sí, por supuesto.
Más que acostumbrado a sentir el peso de la mano de la ley sobre su hombro, no le extrañó que lo detuviera una joven alta, de expresión severa, que lucía una cota de malla plateada que le cubría el torso y la cabeza; sobre la cota vestía un tabardo con el símbolo del sol y llevaba una espada con vaina de plata ceñida a la cintura.
—Vengo a ver a Goldmoon, señora —respondió cortésmente Tas—. Y es un asunto urgente. Muy urgente. Si me indicas dónde puedo...
—¿Qué ocurre aquí, guardiana? ¿Algún problema?
Tasslehoff giró la cabeza y vio a otra mujer vestida con armadura, ésta de los Caballeros de Solamnia, que se encaminaba hacia ellos flanqueada por otros dos caballeros.
—No estoy segura, lady Camilla —contestó la guardiana al tiempo que saludaba—. Este kender ha solicitado ver a Goldmoon.
Las dos mujeres intercambiaron una mirada y a Tas le pareció que una sombra cruzaba fugazmente el semblante de la comandante.
—¿Qué quiere un kender de la Primera Maestra?
—¿La qué? —preguntó, extrañado, Tas.
—La Primera Maestra. Goldmoon.
—Oh, soy un viejo amigo suyo —explicó el kender, que tendió la mano—. Me llamo... —Dejó la frase sin terminar. Empezaba a estar harto de que la gente lo mirara de manera rara cada vez que decía su nombre. Retiró la mano—. Eso no tiene importancia. Si me indicáis dónde puedo encontrar a Goldmoon...
Ninguna de las mujeres contestó, pero Tas, que las observaba con gran atención, vio que la Dama de Solamnia dirigía una mirada de soslayo hacia la cúpula de cristal de mayor tamaño. Al momento dedujo que era allí donde debía ir.
—Parecéis estar muy ocupadas —dijo mientras se apartaba poco a poco—. Lamento haberos molestado. Si me disculpáis... —Y salió corriendo.
—¿Voy tras él, comandante? —oyó preguntar a la guardiana.
—No, déjalo —contestó lady Camilla—. La Primera Maestra siente debilidad por los kenders.
—Pero podría perturbar su soledad —argumentó la guardiana.
—Si lo hiciera, le daría treinta piezas de acero —repuso lady Camilla.
La comandante tenía cincuenta años y era una mujer atractiva, con una salud de hierro, aunque en su cabello negro había canas. De talante serio, gesto adusto y estoico, no parecía ser la clase de persona dada a exteriorizar emociones. Sin embargo, Tas la oyó suspirar tras decir aquello.
* * *
El kender llegó ante la puerta de la cúpula de cristal y se detuvo, esperando que alguien saliese para decirle que no debía estar allí. Salieron dos hombres con ropajes blancos, pero se limitaron a sonreírle y a desearle una buena tarde.
—Buenas tardes a vosotros, señores —contestó Tas, haciendo una reverencia—. Por cierto, me he perdido. ¿Qué edificio es éste?
—El Gran Liceo —contestó uno de ellos.
—Oh —dijo Tas con expresión enterada, aunque no tenía ni idea de qué era un liceo—. Cuánto me alegro de haberlo encontrado. Gracias.
El kender se despidió de los hombres y entró en el enorme edificio. Tras una minuciosa exploración consistente en abrir puertas e interrumpir clases, hacer innumerables preguntas y escuchar a escondidas conversaciones privadas, el kender descubrió que sus pasos lo habían llevado al Gran Salón Central, un lugar de reunión muy frecuentado por la gente que vivía, trabajaba y estudiaba en la Ciudadela de la Luz.
Al ser primera hora de la tarde, en el vasto recinto reinaba la tranquilidad, ya que había muy pocas personas leyendo o charlando en pequeños grupos. Por la noche estaría abarrotado debido a que se utilizaba de comedor para la Ciudadela y todo el mundo —maestros y alumnos por igual— se reunían allí para cenar.
Las estancias dentro de la cúpula de cristal resplandecían con el sol. Las sillas eran numerosas y cómodas, y en un extremo del inmenso salón había mesas alargadas. El olor a pan recién cocido llegaba de la cocina, que se hallaba en el nivel inferior. Las antesalas estaban al fondo, algunas de ellas ocupadas por estudiantes y sus maestros.
A Tasslehoff no le resultó difícil reunir información sobre Goldmoon. Todas las conversaciones que escuchó y la mitad de aquellas que interrumpió giraban en torno a la Primera Maestra. Al parecer, todo el mundo se sentía muy preocupado por ella.
—No puedo creer que los maestros hayan permitido que esto llegue tan lejos —decía una mujer a una visitante—. ¡Permitir que la Primera Maestra permanezca encerrada en su cuarto! Podría estar en peligro, o tal vez enferma.
—¿Ha intentado alguien hablar con ella?
—¡Por supuesto que lo hemos intentado! —La mujer sacudió la cabeza—. Nos tiene preocupados a todos. Desde la noche de la tormenta se ha negado a ver o hablar con nadie, ni siquiera con las personas más allegadas a ella. Por la noche se le deja comida y agua en una bandeja y por la mañana la bandeja está vacía, salvo por las notas en que nos asegura que se encuentra bien pero que nos ruega que respetemos su intimidad y no la molestemos.
«Yo no la molestaré —se dijo Tas para sus adentros—. Le contaré en tres palabras lo que ha ocurrido y luego me marcharé.»
—No podemos ir contra sus deseos —continuó la mujer—. La letra de las notas es de ella. En eso coincidimos todos.
—Pero eso no demuetra nada. Tal vez esté prisionera. Podría escribir las notas bajo coacción, en especial si teme que otras personas de la Ciudadela sufran daño por su causa.
—Pero ¿por qué motivo? Si alguien la tuviese como rehén, lo lógico es que hubiese pedido un rescate o hubiese planteado una demanda a cambio de su indemnidad, pero nadie nos ha exigido nada. Nadie nos ha atacado. La isla permanece todo lo tranquila que puede esperarse en estos días aciagos. Los barcos van y vienen. Llegan refugiados a diario. Nuestras vidas siguen con el mismo ritmo de actividad.
—¿Y qué pasa con el Dragón Plateado? —preguntó la otra mujer—. Espejo es uno de los guardianes de la isla de Schallsea y de la Ciudadela de la Luz. Suponía que el dragón, merced a su magia, sería capaz de descubrir si algo maligno se ha apoderado de la Primera Maestra.
—E indudablemente podría hacerlo, pero Espejo también ha desaparecido —explicó, desanimada, su amiga—. Alzó el vuelo en pleno auge de la tormenta y nadie lo ha visto desde entonces.
—En cierta ocasión conocí a un Dragón Plateado —comentó Tas, entrometiéndose en la conversación—. Era una hembra y se llamaba Silvara. Sin querer he oído lo que hablabais sobre Goldmoon. Es muy buena amiga mía y estoy terriblemente preocupado por ella. ¿Dónde dijisteis que se encuentran sus aposentos?
—En el último piso del Liceo, subiendo esa escalera —contestó una de las mujeres.
—Gracias. —Tas se encaminó en aquella dirección.
—Pero no se permite el paso a nadie —añadió la mujer en tono severo.
—Sí, claro. —El kender giró sobre sus talones—. Lo comprendo. Gracias.
Las dos amigas se alejaron sin dejar de conversar. Tasslehoff deambuló por la zona y admiró la escultura de un Dragón Plateado que ocupaba un lugar de honor en el centro del salón. Cuando las dos mujeres se perdieron de vista, Tas echó una ojeada alrededor. Tras comprobar que nadie se fijaba en él, empezó a subir la escalera.
* * *
Los aposentos de Goldmoon se hallaban en lo más alto del Gran Liceo; una escalera de caracol, de muchos cientos de peldaños, conducía hacia arriba a través de varios niveles. Era una ascensión larga, además de que los peldaños habían sido construidos para las largas piernas de los humanos, no las cortas de los kenders. Tas había empezado a subirlos con entusiasmo, pero después del escalón setenta y cinco se vio obligado a sentarse para darse un corto respiro.