—Los kenders sois frivolos e irresponsables —contestó Gerard con voz dura—. Corren malos tiempos. La vida es algo muy serio y debe tomarse con seriedad. No están las cosas para jolgorios y chirigotas.
—Pero si no hay alegría, los tiempos tienen que ser malos a la fuerza —argüyó Tas—. ¿Qué otra cosa podrías esperar?
—¿Cuánta alegría sentiste, kender, cuando supiste la noticia de que cientos de los tuyos habían sido asesinados en Kendermore por Malystrix, la gran Roja? —instó, sombrío, el caballero—. ¿Y cuando supiste que los que sobrevivieron fueron expulsados de su patria y ahora parecen estar bajo una especie de maldición y se los llama aquejados, porque conocen el miedo y portan espadas, en lugar de bolsas y saquillos? ¿Te reiste mucho cuando te contaron esas noticias, kender, y te pusiste a cantar?
Tasslehoff se frenó y giró sobre sus talones tan de repente que el caballero casi tropezó con él.
—¿Cientos? ¿Asesinados por un dragón? —Tas no salía de su asombro—. ¿A qué te refieres con que cientos de kenders murieron en Kendermore? No sé nada de eso. ¡Jamás me han contado algo semejante! No es verdad, estás mintiendo. No —rectificó, angustiado—. Retiro lo dicho. Tú no puedes mentir. Eres un caballero y, aunque no te caiga bien, estás obligado por el honor a no mentirme.
Gerard no dijo nada. Puso la mano en el hombro de Tas, le hizo darse media vuelta, y lo azuzó para que empezara a caminar otra vez.
Tas notó una extraña sensación rondándole el corazón; una especie de presión rara, como si se hubiese tragado una serpiente constrictora. Era una sensación incómoda y muy, muy desagradable. En ese momento supo que el caballero había dicho la verdad, que cientos de los suyos habían muerto de un modo horrible y doloroso. Ignoraba cómo había ocurrido, pero sabía que era cierto; tan cierto como que la hierba a lo largo del camino crecía, o que las ramas de los árboles se extendían sobre su cabeza, o que el sol brillaba a través de las verdes hojas.
Era verdad en este mundo donde el funeral de Caramon había discurrido de manera diferente a como él lo recordaba. Pero no era cierto en ese otro mundo, el del primer funeral de Caramon.
—Me siento raro —dijo Tas con un hilo de voz—. Como mareado. Como si fuera a vomitar. Si no te importa, creo que voy a guardar silencio un rato.
—Bendita la hora —comentó el caballero. Le dio un nuevo empujón y añadió:— Sigue andando.
Caminaron en silencio y, a media mañana, llegaron al puente de Solace, que se extendía sobre el arroyo del mismo nombre. La corriente era un riacho serpenteante que discurría al pie de los Picos del Centinela, siguiendo el sinuoso trazado de las estribaciones para, posteriormente, precipitarse con alegre ímpetu a través del Paso Sur hasta desembocar en el río de la Rabia Blanca. El puente era amplio a fin de facilitar la circulación de carretas y tiros de caballos, además de transeúntes.
Antaño, el cruce por el puente era gratuito, pero a medida que el tráfico se incrementaba, aumentaron los gastos para arreglos y mantenimiento. Las autoridades de Solace acabaron cansándose de desembolsar fondos del erario público para conservar el puente en buen uso, de modo que instalaron una barrera de peaje, atendida por un portazguero. La tarifa requerida era modesta; el arroyo Solace no era muy profundo y había puntos por los que su cruce resultaba practicable, de modo que los viajeros siempre tenían la alternativa de atravesarlo por otros vados a lo largo de la ruta. No obstante, las márgenes de la corriente eran empinadas y resbaladizas. Más de una carreta, cargada con mercancías valiosas, había acabado volcada en el agua, por lo que la mayoría de los viajeros preferían pagar el peaje.
El caballero y el kender fueron las únicas personas que lo cruzaron a esa hora del día. El portazguero estaba almorzando en la caseta. Había dos caballos atados en un soto de álamos que crecían a lo largo de la ribera. Un muchacho, con el aspecto y el olor de mozo de establo, roncaba en la hierba. Uno de los corceles era de capa negra, brillante como el azabache bajo la luz del sol. Se advertía que era un animal nervioso, ya que pateaba el suelo y daba tirones de las riendas de vez en cuando, como para probar si podía soltarse. La otra montura era una yegua pinta gris, de baja alzada, casi un poni, de ojos muy relucientes, que no dejaba de mover las orejas y aletear los ollares. Largos guedejones cubrían sus cascos casi por completo.
La serpiente constrictora que comprimía el corazón de Tas aflojó bastante su presión cuando el kender avistó a la pequeña yegua, que a su vez pareció observarlo con expresión amistosa, si bien un tanto traviesa.
—¿Es mía? —preguntó Tas con desmedido entusiasmo.
—No. Los caballos se han alquilado para el viaje, nada más —aclaró Gerard.
Dio una patada al mozo de cuadra, que se despertó y, mientras bostezaba y se rascaba, dijo que le debía treinta piezas de acero por los animales, las sillas y las mantas, diez de las cuales se le reembolsarían cuando los caballos fueran devueltos sanos y salvos. Gerard cogió su bolsa de dinero y contó las monedas. El mozo de cuadra —que se mantuvo lo más lejos posible de Tasslehoff— volvió a contarlas, desconfiado, y luego las guardó en una bolsa, que a su vez metió debajo de la camisa llena de paja.
—¿Cómo se llama la yegua? —quiso saber Tas.
—Pequeña Gris —
contestó el mozo de cuadra.
—Qué poco imaginativo —comentó el kender, fruncido el entrecejo—. Creo que a mí se me habría ocurrido algo más original. ¿Y cómo se llama el caballo?
—Negrillo —
dijo el mozo de cuadra mientras se hurgaba los dientes con una paja.
Tasslehoff soltó un sonoro suspiro.
El portazguero salió de la caseta y Gerard le pagó la tarifa del peaje. El hombre levantó la barreta, tras lo cual observó al caballero y al kender con gran curiosidad; parecía dispuesto a pasarse el resto de la mañana inquiriendo adonde se dirigían y por qué, pero Gerard se limitó a responder lacónicamente «sí» o «no», dependiendo de la pregunta.
Entretanto, aupó a Tasslehoff a lomos de la yegua, que giró la cabeza para mirar al kender y guiñó un ojo, como si compartiesen algún secreto maravilloso. Gerard colocó el misterioso paquete y el envoltorio de la espada en la grupa de su propio caballo y los ató a conciencia. A continuación tomó las riendas de la yegua de Tas, montó en su corcel y emprendió la marcha, dejando al portazguero con la palabra en la boca, plantado en el puente.
El caballero marchaba delante, sin soltar las riendas de la yegua. Tas se agarraba a la perilla de la silla con las manos esposadas. A
Negrillo
parecía gustarle tan poco la pequeña yegua como el kender al caballero. Quizás estaba resentido por el paso lento que se veía obligado a llevar para acomodarse al del otro animal, o tal vez era un caballo de talante severo al que ofendía cierta vivacidad exhibida por la yegua. Fuera cual fuese la razón, si el corcel negro sorprendía a la pinta trotando de costado por el puro placer de hacerlo o si sospechaba que podría sentirse tentada a detenerse para mordisquear los ranúnculos que crecían al borde del camino, giraba la cabeza y miraba a su jinete y a ella con expresión fría.
Habían recorrido unos ocho kilómetros cuando Gerard se detuvo, se irguió en los estribos y miró atrás y adelante en la calzada. No se habían encontrado con otros viajeros desde que habían cruzado el puente, y no se veía a nadie en el camino. El caballero desmontó y se quitó la capa, que enrolló y guardó en el petate. Vestía el negro peto decorado con la calavera y el lirio de la muerte de un Caballero de Neraka.
—¡Qué estupendo disfraz! —exclamó Tas, encantado—. Le dijiste a lord Vivar que irías como caballero y no mentiste. Sólo pasaste por alto especificar qué clase de caballero serías. ¿Tengo que disfrazarme yo también como un caballero negro? Quiero decir un Caballero de Neraka. ¡Oh, claro, ya entiendo! No me lo digas. ¡Voy a ser tu prisionero! —Tasslehoff se sentía muy orgulloso de sí mismo por su capacidad de deducción—. Esto va a resultar más diver... ¡Ejem! Va a ser más interesante de lo que esperaba.
—Esto no es un viaje de placer, kender —le reprendió Gerard con aire severo—. Tienes en tus manos tu vida y la mía, así como el éxito o el fracaso de nuestra misión. Debo de ser un necio por confiar algo tan importante en uno de tu clase, pero no me queda otra alternativa. Dentro de poco habremos entrado en territorio controlado por los Caballeros de Neraka, de modo que si se te ocurre hacer la menor alusión a que soy un caballero solámnico, me prenderán y me ejecutarán como espía. Pero antes de matarme me torturarán para descubrir lo que sé. Utilizan el potro para sacar información a la gente. ¿Alguna vez has visto a un hombre estirado en un potro, kender?
—No, pero vi a Caramon haciendo calistenia y me aseguró que era una tortura...
—Te atan las manos y los pies al potro —siguió Gerard como si no lo hubiese oído—, y entonces tiran en direcciones opuestas. Los brazos y las piernas, las rodillas y los codos, las muñecas y los tobillos se descoyuntan. El dolor es espantoso, pero lo bonito de esa tortura es que aunque la víctima padece terriblemente, no muere. Pueden tener a un hombre en el potro durante días. Los huesos nunca vuelven a encajarse adecuadamente, y cuando lo bajan del potro está tullido. Tienen que llevarlo al cadalso y sentarlo en una silla para poder ahorcarlo. Ésa será mi suerte si me traicionas, kender. ¿Lo has entendido?
—Sí, sir Gerard. Y aunque no te caiga bien, cosa que he de decirte que hiere mis sentimientos, no querría verte estirado sobre el potro. Quizás a alguna otra persona, ya que nunca he presenciado cómo se descoyunta un brazo, pero no a ti.
—Refrena tu lengua por tu propio bien y por el mío —insistió Gerard, al que no pareció impresionarle su magnánima manifestación.
—Lo prometo —dijo Tas mientras se llevaba las manos al copete y se daba un doloroso tirón que le arrancó lágrimas—.
Sé
guardar un secreto, ¿sabes? Conozco muchos, algunos muy importantes. También mantendré éste. Ten por seguro que lo haré o no me llamo Tasslehoff Burrfoot.
Eso pareció impresionar aún menos a Gerard, quien, con expresión agria, regresó a su caballo, montó y reanudó la marcha: un caballero negro conduciendo a su prisionero.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a Qualinesti? —inquirió Tas.
—A este paso, cuatro días.
Cuatro días. Gerard dejó de prestar atención al kender y se negó a responder una sola pregunta más. Estaba sordo a las mejores y más maravillosas historias de Tasslehoff y no se molestó en contestar cuando Tas sugirió que conocía un atajo estupendo a través del Bosque Oscuro.
—¡Cuatro días así! —exclamó el kender, que hablaba para sí mismo puesto que el caballero no le hacía caso—. No me gusta protestar, pero esta aventura se está volviendo terriblemente aburrida. En realidad no es una aventura en absoluto, sino más bien un afano, si es así como se llama; lo sea o no, encaja perfectamente en la situación.
La marcha prosiguió al paso cansino de la yegua, con el kender contemplando la perspectiva de cuatro jornadas sin nadie con quien hablar, nada que hacer, nada que ver excepto árboles y montañas, lo que habría resultado interesante si Tas hubiese podido pasar algún tiempo explorándolas, pero, como no era así, había visto árboles y montañas para hartar a cualquiera. Su aburrimiento llegó a tal extremo que, la siguiente vez que el ingenio mágico regresó a él apareciendo de repente en sus manos esposadas, Tasslehoff estuvo tentado de utilizarlo. Cualquier cosa le parecía mejor, incluso que el pie del gigante lo aplastara, que soportar un aburrimiento tan espantoso. Y lo habría hecho de no ser por la novedad de ir montado en la yegua.
En ese momento, el caballo negro giró la cabeza para mirar torvamente al otro animal. Tal vez existía algún tipo de comunicación entre corcel y jinete, porque Gerard también se volvió para mirarlos.
Con una breve sonrisa, el kender se encogió de hombros y le mostró el ingenio para viajar en el tiempo.
El caballero, cuyo gesto era tan frío e inflexible como el de la calavera del negro peto, se detuvo y esperó a que la yegua llegase a su altura. Arrancó bruscamente el objeto mágico de las manos de Tas y, sin pronunciar palabra, lo guardó en la alforja.
Tasslehoff suspiró de nuevo. Iban a ser cuatro días muy, muy largos.
El señor de la noche
La Orden de los Caballeros de Takhisis nació de un sueño de oscuridad y se fundó en una isla secreta y remota, en el extremo norte de Ansalon. Pero el cuartel general de la isla, el alcázar de las Tormentas, había sufrido graves desperfectos durante la Guerra de Caos. Las embravecidas aguas sumergieron completamente la fortaleza; algunos dijeron que a causa del dolor de la diosa del mar, Zeboim, por la muerte de su hijo, el fundador de la Orden, lord Ariakan. Aunque las aguas se retiraron, nadie regresó allí. El alcázar se consideraba un lugar demasiado lejano para que ser utilizado por los Caballeros de Takhisis, quienes salieron de la Guerra de Caos muy malparados, privados de su soberana y de su Visión, si bien con un contingente considerable, una fuerza a tener en cuenta.
Y por ello, una Dama de la Calavera, Mirielle Abrena, asistió al primer Consejo de los Últimos Héroes con la suficiente confianza en sí misma como para exigir que se concedieran tierras en el continente de Ansalon a los supervivientes de su Orden, a cambio de sus gestas heroicas durante el conflicto. El Consejo acordó que los caballeros conservaran los territorios que habían capturado, principalmente Qualinesti (como siempre, a pocos humanos les importaban los elfos), así como la comarca al nordeste de Ansalon que incluía Neraka y sus aledaños. Los caballeros negros aceptaron esa región, aunque partes de ella estaban malditas, y se lanzaron a la reconstrucción de la Orden.
Muchos de los asistentes a aquel Consejo albergaban la esperanza de que los caballeros se asfixiaran y perecieran con el aire cargado de azufre de Neraka, pero los caballeros negros no sólo no perecieron, sino que prosperaron. Esto se debió en parte al liderazgo de Abrena, Señora de la Noche, quien añadía a ese cargo militar el de gobernadora general de Neraka. Abrena implantó una nueva política de reclutamiento que no era tan exigente, restrictiva y selectiva como la antigua, de manera que los caballeros no tuvieron problemas en incrementar sus filas. En los oscuros días que siguieron a la Guerra de Caos, la gente se sintió sola y abandonada, y en Ansalon surgió con fuerza lo que podría llamarse el «ideal de superyó», cuyo precepto principal era «Nadie más importa. Sólo yo».