La chica estaba tendida en el suelo, aturdida. Estaba cubierta de sangre, pero Silvan no sabía si era suya o del portaestandarte, que yacía decapitado a su lado.
Temiendo que los caballos la pisotearan, Silvan ordenó a sus guardias, enfurecido, que se apartaran. Desmontó, corrió hacia ella y la levantó en sus brazos. La joven gimió y sus ojos parpadearon; inhaló, recobrando la respiración. Estaba viva.
—Yo la cogeré, majestad —se ofreció el jefe de la guardia.
Pero Silvan no la soltó. La montó en su caballo y él lo hizo detrás; después la rodeó firmemente con un brazo y asió las riendas con la otra mano. La cabeza de la muchacha reposaba sobre el plateado peto del elfo. Silvan jamás había visto un rostro tan delicado, tan perfectamente formado, tan bello. La sostuvo contra sí tiernamente, con ansiedad.
—¡En marcha! —ordenó y emprendió galope hacia el bosque, a buen paso, pero no tan deprisa como para correr el riesgo de lastimarla.
Pasó delante del minotauro, que estaba de rodillas junto a su espada enterrada, con la astada cabeza inclinada en un gesto de infinito desconsuelo.
—Soldados, ¿qué os proponéis? —demandó Silvan. Varios de los elfos empezaban a dirigir sus monturas hacia el minotauro, con las espadas enarboladas—. No es una amenaza para nosotros. Dejadlo en paz.
—Es un minotauro, majestad. Los de su raza siempre son una amenaza —protestó el jefe del grupo.
—¿Lo matarías aun estando desarmado y sin ofrecer resistencia? —instó severamente el joven monarca.
—Él no tendría ningún reparo en matarnos si la situación fuera a la inversa —argumento, sombrío, el oficial elfo.
—Es decir, que ahora nos hemos rebajado a la altura de las bestias —replicó fríamente Silvan—. He dicho que lo dejéis en paz, oficial. Hemos cumplido nuestro objetivo. Salgamos de aquí antes de que los demás se nos echen encima.
Ésa era una posibilidad, de hecho, más que probable. El ejército de los Caballeros de Neraka retrocedía ahora rápidamente y lo hacía en orden, manteniendo la formación de las filas. Silvan y sus caballeros se alejaron a galope del campo de batalla, el joven monarca llevando su trofeo entre los brazos con orgullo.
Llegaron a la sombra de los árboles; la muchacha rebulló y volvió a gemir antes de abrir los ojos.
Silvan se miró en ellos y se vio a sí mismo atrapado en el ámbar.
* * *
La chica era una cautiva dócil que no causó problemas y aceptó su suerte sin protestar. Cuando estuvieron de vuelta en el campamento, rechazó la oferta de ayuda hecha por Silvan. Se deslizó grácilmente por el costado del caballo del rey y dejó que la detuvieran sin ofrecer resistencia. Los elfos le pusieron manillas de hierro en las muñecas y grilletes en los tobillos, tras lo cual la condujeron a una tienda en la que sólo había un jergón de paja y una manta.
Silvan fue en pos de la prisionera, incapaz de abandonarla.
—¿Estás herida? ¿Mando llamar a los sanadores?
Ella sacudió la cabeza; no había dicho una sola palabra ni a él ni a ningún otro. También rechazó su oferta de agua y comida.
El rey se quedó parado ante la entrada de la tienda, sintiéndose indefenso y estúpido con su regia armadura. Ella, en contraste, encadenada y cubierta de sangre, se mostraba tranquila y segura de sí. Se había sentado cruzada de piernas en la manta, y miraba fijamente al frente. Silvan se marchó de la tienda asaltado por la desagradable sensación de haber sido él quien había caído prisionero.
—¿Dónde está Glauco? —demandó—. Quería interrogarla.
Pero nadie sabía dónde se había metido el hechicero, al que no se había visto desde el comienzo de la batalla.
—Hacédmelo saber cuando venga para interrogarla —ordenó el rey, que se dirigió a su tienda para quitarse la armadura.
Esta vez no se movió y permaneció callado; su escudero desabrochó las correas y le despojó de la armadura pieza a pieza.
—¡Enhorabuena, primo! —Kiryn entró en la tienda, agachándose para pasar debajo del paño de lona que hacía las veces de puerta—. ¡Eres un héroe! Después de todo, no tendré que escribir tu canción. ¡Tu pueblo ya la entona! —Esperó una contestación risueña y, cuando no hubo respuesta, observó atentamente a Silvan—. ¿Primo? ¿Qué pasa? No tienes buen aspecto. ¿Estás herido?
—¿La has visto, Kiryn? —preguntó Silvan—. ¡Fuera! —le gritó, irritado, al escudero—. ¡Márchate, puedo arreglármelas solo!
El escuelero hizo una reverencia y salió de la tienda. Silvan se sentó en el catre, con una bota puesta y la otra quitada.
—¿Te refieres a la prisionera? Sólo de refilón —contestó su primo—. ¿Porqué?
—¿Qué te ha parecido?
—Es la primera humana que veo y no la encuentro tan fea como se me ha hecho creer que son las personas de esa raza. Aun así, me resultó chocante en extremo. Misteriosa. Embrujadora. —Kiryn torció el gesto—. Por cierto, ¿es costumbre ahora entre las humanas afeitarse la cabeza?
—¿Qué? Oh, no. Tal vez sea costumbre entre los Caballeros de Neraka. —Silvan seguía sentado con una bota en la mano, mirando la pared de la tienda y viendo unos ojos ambarinos—. A mí me pareció hermosa. La mujer más bella que he visto en mi vida.
Kiryn tomó asiento junto a su primo.
—Silvan, ella es el enemigo. Por su causa, cientos de los nuestros yacen muertos o moribundos en ese campo de batalla anegado en sangre.
—Lo sé. ¡Oh, lo sé! —gritó el joven monarca mientras se ponía de pie. Tiró la bota a un rincón. Volvió a sentarse y tiró violentamente de la otra—. No me dirigió la palabra. No me dijo cómo se llama. Sólo me miró con esos extraños ojos suyos.
—Majestad. —Un oficial apareció en la entrada—. El general Konnal me ha pedido que os informe. La victoria es nuestra. Hemos ganado.
Silvan no contestó. Había dejado de tirar de la bota y de nuevo tenía la mirada perdida en el oscuro rincón de la tienda.
Kiryn se levantó y salió al encuentro del oficial.
—Su majestad se encuentra fatigado —dijo—. No me cabe duda de que se siente muy contento.
—Entonces es el único —repuso el oficial en tono cáustico.
La victoria era de los elfos, pero esa noche muy pocos en el campamento mostraban alegría. Habían frenado el avance del enemigo, lo habían hecho retroceder impidiéndole llegar a Silvanost, pero no lo habían destruido. Contaron treinta cadáveres humanos en el campo de batalla, no cuatrocientos como habían previsto. Echaron la culpa a una extraña niebla que se había levantado del río, una bruma húmeda, fría y gris que se quedó suspendida sobre la tierra en confusos remolinos que ocultaban un adversario al otro, a un compañero de otro compañero. En esa niebla el enemigo había desaparecido, simplemente, como si se evaporara o como si se lo hubiese tragado la tierra empapada de sangre.
—Que es probablemente lo que pasó —le dijo el general Konnal a sus oficiales—. Tenían preparada la huida de antemano. Se retiraron y, cuando se levantó la niebla, corrieron a su guarida. Están escondidos en cuevas, por alguna parte cerca de aquí.
—¿Con qué propósito, general? —demandó, impaciente, Silvan.
El rey se sentía irritado, de mal humor, agitado y desazonado. Había salido de su tienda, que de repente se le antojaba un lugar cerrado, sin aire, restrictivo, para ir a conferenciar con sus oficiales. Se había alabado el valor del rey. Indudablemente era el héroe del momento, tuvo que admitir incluso Konnal. A Silvan le importaban un ardite sus elogios; su mirada no dejaba de desviarse una y otra vez hacia la tienda donde la muchacha estaba prisionera.
—Los humanos no tienen víveres ni suministros —prosiguió—, y tampoco esperanza de conseguirlos. Se encuentran aislados y a estas alturas saben que no pueden tomar Silvanost. Si acaso, intentarán retroceder hacia la frontera.
—Saben que les cortaríamos la retirada si lo hicieran —adujo Konnal—. Con todo, tenéis razón, majestad. No pueden permanecer escondidos indefinidamente. Antes o después habrán de salir y entonces los atraparemos. Pero ojalá supiera —añadió, más para sí mismo que para los demás—, lo que traman. Porque en su acción hay un plan, eso es tan cierto como que estoy vivo y respiro.
Sus oficiales sugirieron varias teorías: los humanos se habían dejado llevar por el pánico y se habían desperdigado a los cuatro vientos; los humanos se habían metido bajo tierra con la esperanza de encontrar túneles que los conducirían de vuelta hacia el norte; etcétera, etcétera... Cada teoría contaba con oponentes, y los elfos discutieron entre sí. Cansado del debate, Silvan se levantó de repente y salió a la noche.
—Hay alguien que lo sabe —musitó—, y me lo dirá. ¡Tiene que hablar conmigo!
Se dirigió resueltamente hacia la tienda de la prisionera pasando ante las hogueras, alrededor de las cuales se sentaban los elfos con aire desconsolado, reviviendo la batalla. Los soldados se sentían amargados y disgustados por haber sido incapaces de aniquilar al detestado enemigo. Juraban que cuando amaneciera removerían hasta la última piedra para dar con los cobardes humanos, que habían huido para esconderse cuando resultó obvio que su derrota era inminente. Juraban que los matarían, a todos ellos.
Silvan descubrió que no era el único interesado en la prisionera. Glauco se encontraba delante de la tienda, pidiendo autorización al centinela para entrar. Silvan iba a adelantarse para darse a conocer cuando comprendió que Glauco no lo había visto.
El rey se sintió repentinamente interesado en oír lo que Glauco pensaba preguntar a la muchacha. Rodeó la tienda por detrás; la noche era oscura y no había ningún centinela por ese lado. Silvan se aproximó sigilosamente, con cuidado de no hacer ruido. Incluso contuvo la respiración.
Ardía una vela dentro de la tienda, en el suelo, y su luz proyectaba dos siluetas: la de la chica, con la suave curva de su cráneo afeitado y su esbelto cuello, y la del elfo, alta y erguida, sus blancos ropajes convertidos en negros por el contraste con la luz. Los dos se miraron sin cruzar palabra durante largos instantes y luego, de repente, Glauco reculó, se apartó de ella, acobardado, aunque la muchacha no le había hecho nada ni se había movido ni había levantado una mano ni había pronunciado palabra.
—¿Quién
eres? —demandó y su tono sonaba sobrecogido.
—Me llamo Mina —contestó ella.
—Y yo...
—No es preciso que me lo digas. Sé tu nombre.
—¿Cómo? —inquinó él, estupefacto—. No puedes saberlo. Nunca me habías visto.
—Pero lo sé —respondió tranquilamente la chica.
—Responde una cosa, bruja —instó Glauco, que había recuperado el control de sí mismo—. ¿Cómo atravesaste mi escudo? ¿Qué clase de hechicería utilizaste?
—Ninguna. No hubo magia. La mano del dios descendió y el escudo se levantó.
—¿Qué mano? —Glauco estaba furioso, creyendo que la muchacha se burlaba de él—. ¿Qué dios? ¡No hay dioses! ¡Ya no!
—Sí que hay. El Único —manifestó Mina.
—¿Y cómo se llama ese dios?
—No tiene nombre. No lo necesita. Es el único y verdadero dios.
—¡Mentira! Me dirás lo que quiero saber. —Glauco alzó la mano.
Silvanoshei esperaba que el hechicero utilizaría la sonda de la verdad, como había hecho con él.
—Sientes que tu garganta empieza a cerrarse —dijo Glauco—. Luchas para coger aire, pero no lo consigues. Empiezas a ahogarte.
«Eso no es la sonda de la verdad —se dijo Silvan—. ¿Qué está haciendo?»
—Te arden los pulmones, que parecen a punto de estallar —continuó Glauco—. La magia aprieta más y más hasta que pierdes el sentido. Pondré fin al tormento cuando accedas a decirme la verdad.
Empezó a entonar palabras extrañas, unas palabras que Silvan no entendía pero que supuso eran las de un conjuro. Alarmado por la seguridad de Mina, el rey se dispuso a acudir presto en su ayuda, a desgarrar la lona de la tienda con sus manos si era preciso para llegar junto a la muchacha.
Mina seguía sentada en el catre, sin hacer gestos bruscos, sin dar señales de ahogo, respirando con normalidad.
Glauco dejó de entonar la salmodia y la contempló estupefacto.
—¡Has eludido mi conjuro! ¿Cómo?
—Tu magia no surte efecto en mí —respondió Mina y se encogió de hombros; las cadenas que la retenían tintinearon como campanillas de plata—. Te conozco. Sé la verdad.
Glauco la observó en silencio, y aunque Silvan sólo veía su silueta, no le pasó inadvertido que el hechicero estaba furioso y, también, asustado. Salió bruscamente de la tienda.
Agitado, fascinado, Silvan rodeó la tienda hacia la parte delantera. Esperó en la oscuridad hasta que vio a Glauco entrar en la tienda del general Konnal, y entonces se acercó al centinela.
—Voy a hablar con la prisionera —dijo.
—Sí, majestad. —El centinela hizo una reverencia y se dispuso a acompañar al monarca.
—A solas —puntualizó Silvan—. Tienes permiso para dejar tu puesto.
El centinela no se movió.
—No corro peligro. ¡Está maniatada y encadenada! Ve a cenar algo. Yo me ocuparé de tu turno de guardia.
—Majestad, mis órdenes...
—¡Las revoco yo! —espetó, furioso, Silvan, pensando que estaba ofreciendo una imagen lamentable a la vista de aquellos ojos ambarinos—. Ve y lleva a tu compañero de guardia contigo.
El centinela vaciló un instante más, pero su rey había hablado y no osaba desobedecerle. Su compañero y él se alejaron en dirección a las lumbres de cocinar. Silvan entró en la tienda. Se quedó parado contemplando a la prisionera, sumergido en aquellos increíble ojos, cálidos y límpidos, que lo envolvieron.
—Quería saber si... Si te tratan bien... —¡Qué tontería!, pensó Silvan mientras las palabras salían, balbucientes, de su boca.
—Gracias, Silvanoshei Caladon —respondió la chica—. No necesito nada. Estoy al cuidado de mi dios.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Silvan, sorprendido.
—Por supuesto. Eres Silvanoshei, hijo de Porthios de la Casa Solostaran y de Alhana Starbreeze, hija de Lorac Caladon.
—¿Y tú eres...?
—Mina.
—¿Sólo Mina?
Ella se encogió de hombros y al hacerlo las cadenas de las manillas cerradas en sus muñecas tintinearon de nuevo.
El ámbar empezó a solidificarse en torno a Silvan, que sintió como si le faltase la respiración, como si fuera a caer víctima del conjuro asfixiante de Glauco. Se acercó a la muchacha e hincó una rodilla en tierra a fin de tener aquellos hermosos ojos a la misma altura de los suyos.