Los Caballeros de Neraka (54 page)

Read Los Caballeros de Neraka Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
3.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

La señora Jenna de Palanthas había sido una poderosa hechicera Túnica Roja en los tiempos precedentes a la Guerra de Caos. Mujer de extraordinaria belleza, se decía que había sido la amante de Dalamar el Oscuro, pupilo de Raistlin Majere y antaño Señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas. Jenna se ganaba la vida dirigiendo una tienda de productos para magos en Palanthas. Su establecimiento había funcionado moderadamente bien durante la Cuarta Era, cuando la magia era un don concedido a la gente por los tres dioses, Solinari, Lunitari y Nuitari. Vendía el habitual surtido de ingredientes mágicos: guano de murciélago, alas de mariposas, azufre, pétalos de rosa (tanto enteros como pulverizados), huevos de araña, etc. Tenía una buena provisión de pociones y se sabía que poseía la mejor colección de pergaminos y libros de conjuros que sólo superaba la Torre de Wayreth, todo ello asequible por un precio, pero principalmente se la conocía por su colección de artefactos mágicos: anillos, brazaletes, dagas, espadas, colgantes, fetiches y amuletos. Tales eran los objetos exhibidos en estanterías y expositores. Tenía otros más potentes, peligrosos y poderosos que mantenía guardados para enseñarlos únicamente a clientes serios y siempre con cita concertada de antemano.

Cuando estalló la Guerra de Caos, Jenna se había unido a Dalamar y un Túnica Blanca en una peligrosa misión para ayudar a derrotar al destructivo Padre de Todo y de Nada, creador de los dioses. La hechicera jamás contó lo que aconteció en aquel terrible viaje. Lo único que Palin sabía era que, mientras regresaban, Dalamar fue herido gravemente y estuvo a las puertas de la muerte durante muchas semanas en su torre.

Jenna no se había apartado de su lado y lo había cuidado hasta el día en que salió de la oscura mole para no volver nunca más a ella, ya que aquella noche la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas quedó destruida por una explosión mágica. Nadie volvió a ver a Dalamar. Cuando ya habían pasado muchos años sin que el hechicero diese señales de vida, el Cónclave lo declaró oficialmente muerto. La señora Jenna abrió de nuevo su tienda de productos mágicos y se encontró con que estaba sentada sobre un tesoro oculto.

Con la magia de los dioses desaparecida, los desesperados hechiceros buscaron denodadamente cualquier medio de conservar sus poderes, y descubrieron que los objetos mágicos creados en la Cuarta Era retenían su poder. El único inconveniente era que en ocasiones dicho poder se tornaba imprevisible, y no actuaba como se suponía que debía hacer. Una espada mágica, en tiempos un artefacto del Bien, de repente empezaba a matar a quienes supuestamente debía proteger. Un anillo de invisibilidad le fallaba a su dueño en un momento crítico, con el resultado de que el perjudicado daba con sus huesos en una mazmorra de Sanction durante cinco años. Algunos decían que tal inestabilidad se debía a que los dioses ya no tenían influencia sobre los objetos, mientras que otros afirmaban que no tenía nada que ver con las deidades. En resumen, que los artefactos eran objetos difíciles de manejar.

Los compradores, sin embargo, estaban más que dispuestos a correr el riesgo, y la demanda de artefactos de la Cuarta Era subió más que las tortitas cocinadas en un ingenio mecánico a vapor inventado por los gnomos para tal menester. (De hecho, más que hacer subir la masa, lo que hacía era lanzarlas al aire.) Los precios de la señora Jenna subieron en consonancia con la demanda, así, a sus sesenta y tantos años, era una de las mujeres más ricas de Ansalon. Todavía hermosa, aunque su belleza había madurado, había mantenido la influencia y el poder incluso bajo el dominio de los Caballeros de Neraka, cuyos comandantes la encontraban encantadora, fascinante, misteriosa y complaciente. Jenna no hacía caso a quienes la tildaban de «colaboradora»; estaba sobradamente acostumbrada a bailar el agua a los extremos en contra del centro y viceversa, y sabía cómo engatusar al centro y a los extremos para que pensaran que cada cual estaba sacando la mejor tajada del asunto.

La señora Jenna era también una reconocida experta en artefactos mágicos de la Cuarta Era.

Palin no pudo ir a reunirse con ella de inmediato, ya que el grifo protestaba de nuevo por estar hambriento; de hecho, miraba al kender con ansia, obviamente considerando a Tas un buen bocado para abrir boca. El mago le prometió que le mandaría una pierna de venado y aquello contentó al grifo, que empezó a atusarse las plumas, complacido de haber llegado a su punto de destino.

Palin fue en pos del kender, que se abría camino alegremente entre los escombros, daba la vuelta a piedras para ver qué había debajo y lanzaba exclamaciones de júbilo ante cada hallazgo.

Jenna había estado paseando por el recinto de la escuela destruida. Despierta su curiosidad por lo que el kender había descubierto, se acercó para mirar.

Tas alzó la cabeza, contempló largamente a la hechicera y luego, con un grito de alegría, se incorporó de un salto y corrió hacia ella con los brazos abiertos.

Jenna extendió rápidamente los suyos ante sí, con las palmas de las manos hacia fuera. Surgió un destello de uno de los varios anillos que llevaba y Tas salió despedido hacia atrás, como si hubiese rebotado contra un muro de ladrillos.

—Manten las distancias, kender —advirtió ella en tono sosegado.

—¡Pero, Jenna! —gritó Tas mientras se frotaba la dolorida nariz y observaba el anillo con interés—. ¿No me reconoces? ¡Soy Tasslehoff! Tasslehoff Burrfoot. Nos conocimos en Palanthas durante la Guerra de Caos, hace sólo unos pocos días para mí, pero supongo que para ti han sido años y años porque ahora eres mucho más mayor. Mucho —repitió con énfasis—. Fui a tu tienda de artículos mágicos y... —Tas siguió parloteando.

Jenna mantuvo las manos extendidas hacia adelante; miraba al kender con aire divertido, como si fuera una agradable distracción. Obviamente no creía una sola palabra de lo que Tas decía.

Al oír pasos Jenna volvió la cabeza rápidamente.

—¡Palin! —Sonrió al verlo.

—Jenna. —El mago inclinó la cabeza con respeto—. Me complace que hayas podido venir.

—Querido, si lo que me diste a entender es cierto, no me lo habría perdido ni por todos los tesoros de Istar. Disculpa que no te dé la mano, pero estoy manteniendo a raya a este kender.

—¿Qué tal tu viaje?

—Largo. —Puso los ojos en blanco—. Mi anillo teletransportador —señaló un aro de plata con una enorme amatista engastada que lucía en el dedo pulgar— solía llevarme de un extremo del continente al otro en un suspiro. Ahora tardo dos días en viajar desde Palanthas a Solace.

—¿Y qué haces aquí, en la escuela? —preguntó Palin al tiempo que miraba en derredor—. Si buscas objetos mágicos, no te molestes. Salvamos todo cuanto pudimos.

—No, sólo daba un paseo. Pasé por tu casa —añadió, con una mirada maliciosa—. Tu esposa estaba allí y no le complació mucho verme. Ya que el recibimiento era un tanto frío, decidí dar una vuelta bajo el cálido sol. —También ella miró alrededor y sacudió la cabeza con tristeza—. No había venido aquí desde la destrucción. Hicieron un trabajo concienzudo. ¿No vas a reconstruirla?

—¿Para qué? —Palin se encogió de hombros; su tono sonaba amargo—. ¿De qué sirve una Escuela de Hechicería si ya no hay magia? Tas —dijo de repente—, Usha está en casa. ¿Por qué no vas y le das una sorpresa? —Se volvió y señaló un caserón que se entreveía tras los árboles que lo rodeaban—. Nuestra casa está allí...

—¡Lo sé! —contestó muy excitado el kender—. Estuve en ella la primera vez que asistí al funeral de Caramon. ¿Sigue Usha pintando cuadros preciosos como antes?

—¿Por qué no se lo preguntas directamente a ella? —instó, irritado, el mago.

Tas miró las ruinas, con aire indeciso.

—Usha se sentiría muy dolida si no vas a verla —agregó Palin.

—Sí, tienes razón —decidió Tas—. Por nada en el mundo le haría algo que le doliese. Somos grandes amigos. Además, siempre puedo volver después. ¡Adiós, Jenna! —Iba a tenderle la mano, pero lo pensó mejor—. Y gracias por lanzarme un conjuro. Hacía mucho que no me pasaba. Disfruté realmente con ello.

—Extraño hombrecillo —comentó la hechicera, que seguía con la mirada a Tas; el kender bajaba la ladera de la colina a todo correr—. Se parece mucho y se expresa como el kender que conocía como Tasslehoff Burrfoot. Cualquiera diría que es él.

—Lo es —afirmó Palin.

—Oh, vamos. —Jenna volvió la vista hacia él y lo observó con mayor detenimiento—. Por todos los dioses, creo que hablas en serio. Tasslehoff Burrfoot murió...

—¡Lo sé! —la interrumpió impacientemente el mago—. Hace casi cuarenta años. Lo siento, Jenna. —Suspiró—. Ha sido una noche muy larga. Beryl descubrió lo del artefacto y los Caballeros de Neraka nos tendieron una emboscada. El kender y yo escapamos con vida por poco, y el solámnico que me trajo a Tas no logró huir. Después, ya en el aire, nos atacó uno de los Verdes de Beryl, y sólo pudimos esquivarlo internándonos en una tormenta.

—Deberías dormir un poco —aconsejó Jenna, que lo miraba con preocupación.

—Me es imposible. —Palin se frotó los ojos enrojecidos e irritados—. Mi mente es un torbellino de ideas que no me deja descansar. ¡Tenemos que hablar! —añadió con un timbre de frenética desesperación.

—Para eso he venido, amigo mío. Pero al menos deberías comer algo. Vayamos a tu casa y bebamos un vaso de vino. Saluda a tu mujer, que también acaba de regresar de lo que, deduzco, ha sido un viaje terrible.

Palin se tranquilizó y sonrió débilmente a la hechicera.

—Sí, tienes razón, como siempre. Es sólo que... —Enmudeció, pensando qué decir y cómo decirlo—. Ése es el verdadero Tasslehoff, Jenna. No me cabe la menor duda. Y ha contemplado un futuro que no es el nuestro, un futuro en el que los grandes dragones no existen. Un futuro donde el mundo está en paz. Ha traído consigo el ingenio que utilizó para viajar a ese futuro.

Jenna lo miró escrutadora y largamente. Al ver que su expresión era absolutamente seria, sus ojos se oscurecieron y se estrecharon con interés.

—Sí —dijo por último—. Tenemos que hablar. —Lo cogió por el brazo y ambos echaron a andar—. Cuéntamelo todo, Palin.

* * *

La casa de los Majere era una construcción grande que había pertenecido a maese Theobald, el hombre que instruyó en la magia a Raistlin Majere. Caramon había comprado la casa tras la muerte del maestro, en recuerdo de su hermano, y se la había regalado a Palin y a Usha cuando se casaron. En ella habían nacido y crecido sus hijos, hasta que partieron en busca de aventuras. Palin había transformado el aula donde antaño el joven Raistlin dedicó horas y horas a sus lecciones en un estudio para su esposa, una retratista que gozaba de cierto renombre en Solamnia y Abanasinia. Él siguió utilizando el viejo laboratorio del maestro para sus estudios.

Tasslehoff había sido sincero al decir que recordaba la casa de su visita en el primer funeral de Caramon. La recordaba y no había cambiado en absoluto. Pero Palin, sí.

—Supongo que tener los dedos aplastados y deformados hace que se tenga una visión distorsionada de la vida —le decía Tas a Usha; los dos se encontraban en la cocina, sentados, y el kender daba buena cuenta de un gran cuenco de gachas de avena—. Ésa debe de ser la razón, porque en el primer funeral de Caramon, los dedos de Palin estaban bien y también lo estaba él. Se mostraba feliz y contento. Bueno, contento tal vez no, porque Caramon acababa de fallecer y nadie podía sentirse realmente contento. Pero en el fondo Palin era feliz. Así que cuando superara la tristeza, yo sabía que volvería a estar contento. Pero ahora es terriblemente desdichado, tanto que ni siquiera puede sentirse triste.

—Su... supongo que sí —musitó Usha.

La cocina era una estancia amplia, con el techo alto, rematado con vigas, y un enorme hogar ennegrecido por los largos años de uso. Una olla grande colgaba de una cadena negra en el centro de la chimenea. Usha se había sentado enfrente de Tas, al otro lado de una gran mesa de madera maciza que se utilizaba para cortar la cabeza a los pollos y cosas por el estilo, o eso era lo que Tas imaginaba. En ese momento estaba limpísima, sin cabezas de pollo desperdigadas en el tablero. Claro que sólo era media mañana y faltaba mucho para la hora de la comida.

Usha lo miraba de hito en hito, como todos los demás: como si le hubiesen crecido dos cabezas o tal vez como si no tuviese ninguna, como los pollos. No había dejado de observarlo así desde su llegada, cuando había abierto de golpe la puerta principal (acordándose de llamar después de haberlo hecho) y había gritado:

—¡Usha, soy yo, Tas! ¡El gigante todavía no me ha aplastado de un pisotón!

Usha Majere había sido una preciosa jovencita. «La edad ha realzado su hermosura, aunque —pensó Tas— no es exactamente la misma belleza que tenía cuando vine para el funeral de Caramon la primera vez.» Su cabello tenía el mismo matiz plateado, sus ojos eran del mismo color dorado, pero a éste le faltaba calidez, y el plateado adolecía de lustre. Parecía cansada, apagada.

«Y también es desdichada —comprendió de repente Tas—. Debe de ser contagioso, como el sarampión.»

—¡Oh, ahí llega Palin! —dijo Usha al oír abrir y cerrarse la puerta principal. Parecía aliviada.

—Y Jenna —farfulló Tas, que tenía llena la boca.

—Sí. Jenna —repitió la mujer con tono frío—. Quédate aquí si quieres, eh... Tas. Termina las gachas de avena. Hay más en la olla.

Ella se levantó y salió de la cocina, cerrando la puerta tras de sí. Tas se comió las gachas mientras escuchaba a escondidas, con interés, la conversación que se sostenía en el vestíbulo. Por lo general, no habría escuchado a escondidas la conversación de otras personas ya que era de mala educación hacer algo así, pero puesto que hablaban de él sin que estuviese presente, cosa que tampoco era muy cortés, se sintió justificado.

Además, a Tas empezaba a gustarle poco Palin. Esto hacía que se sintiese mal, pero no podía evitarlo. Había pasado bastante tiempo con el mago en casa de Laurana, contándole una y otra vez todo cuanto recordaba sobre el primer funeral de Caramon. Había añadido los consabidos adornos y aderezos, por supuesto, sin los cuales ningún relato kender se consideraba completo. Por desgracia, en lugar de entretener a Palin, esos adornos —que cambiaban de un relato a otro— parecieron irritarlo al máximo. Palin lo había mirado de un modo... No como si le hubiesen crecido dos cabezas, sino más bien como si se planteara arrancarle de cuajo la única que tenía para abrirla y ver qué había dentro.

Other books

The Fledge Effect by R.J. Henry
Ice Station Zebra by Alistair MacLean
Hooked Up: Book 3 by Richmonde, Arianne
The Prudence of the Flesh by Ralph McInerny
To Rule in Amber by John Gregory Betancourt, Roger Zelazny
How Not To Fall by Emily Foster
Books of Blood by Clive Barker
Marooned in Manhattan by Sheila Agnew