—¿Que la tone no existe ya? —Tas no salía de su asombro—. ¿La gran Torre de la Alta Hechicería de Palanthas? ¿Qué pasó?
—Ni siquiera tengo la convicción de que la hiciese saltar en pedazos —dijo Jenna, que continuó la conversación como si el kender no se encontrase presente—. Oh, sé lo que la gente comenta: que la destruyó por miedo a que el dragón Khellendros la tomara y utilizara su magia. Vi el montón de escombros que quedó. La gente encontró todo tipo de artefactos mágicos entre las ruinas. Compré muchos de ellos y los vendí más adelante, multiplicando por cinco el precio que había pagado.
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Pero sé algo que jamás le he contado a nadie: los artefactos mágicos verdaderamente valiosos jamás se hallaron. Ni rastro de ellos. Los pergaminos, los libros de hechizos que pertenecieron a Raistlin y a Fistandantilus y luego al propio Dalamar, también desaparecieron. La gente pensó que se habían destruido en la explosión. En tal caso —añadió con fina ironía—, la explosión fue muy selectiva, ya que sólo acabó con lo que era valioso e importante y dejó indemnes las bagatelas. —Dirigió una mirada calculadora a Palin—. Dime, amigo mío, ¿llevarías este artilugio a Dalamar si estuviese en tus manos hacerlo?
—Ahora que lo pienso, probablemente no —contestó el mago, que rebulló en su asiento con nerviosismo—. Si supiese que lo tengo, el artefacto no permanecería en mi posesión mucho tiempo.
—¿De verdad te propones utilizarlo?
—No lo sé. —Palin se mostró evasivo—. ¿A ti qué te parece? ¿Sería peligroso?
—Sí, mucho.
—Pero el kender lo usó...
—Si crees
lo que cuenta, lo utilizó en su propio tiempo —argumentó la hechicera—. Y era en la época de los dioses. El artefacto se encuentra ahora en el tiempo actual. Sabes tan bien como yo que la magia de los objetos de la Cuarta Era es inestable por naturaleza. Algunos actúan de modo perfectamente predecible y otros de un modo aberrante.
—Así que no lo sabré hasta que lo intente —adujo Palin—. ¿Qué supones que podría suceder?
—¡Quién sabe! —Jenna alzó las manos y los anillos de los dedos centellearon—. Sólo el viaje podría matarte. Existe el riesgo de que te quedes estancado en el pasado, sin posibilidad de regresar. Tal vez, de manera accidental, hagas algo que cambie el pasado y, como resultado, borres el presente. Podrías hacer estallar esta casa y todo cuanto hay en un radio de treinta kilómetros. Yo no correría el riesgo. No basándome en lo que cuenta un kender.
—Y, sin embargo, me gustaría volver a un tiempo anterior a la Guerra de Caos. Sólo como espectador. Quizá viera el momento en que el destino se salió del curso que debería haber seguido. Así sabríamos cómo desviarlo de nuevo hacia la dirección correcta.
—Hablas del tiempo como si fuese un caballo que tira del carro —comentó con sorna Jenna—. Que tú sepas, este kender se ha inventado esa absurda historia de un futuro en el que los dioses jamás nos abandonaron. Después de todo, es un kender.
—Pero no es un kender corriente. Mi padre le creyó, y él sabía un poco sobre viajar en el tiempo.
—Tu padre también dijo que había que llevar al kender y al ingenio a Dalamar —le recordó la hechicera.
—Opino que debemos descubrir la verdad por nosotros mismos —argüyó Palin, ceñudo—. Creo que merece la pena correr el riesgo. Considéralo desde este punto de vista, Jenna: si existe otro futuro, un futuro mejor para nuestro mundo, un futuro en el que los dioses no se han marchado, ningún precio sería demasiado caro con tal de conseguirlo.
—¿Incluso tu vida?
—¡Mi vida! —El tono del mago sonó amargo—. ¿Qué valor tiene para mí ahora? Mi esposa está en lo cierto. La antigua magia ha desaparecido y la nueva está disipándose. ¡No soy nada sin magia!
—Yo no creo que la nueva magia se esté acabando —manifestó con seriedad la mujer—. Y tampoco creo a quienes afirman que la estamos «agotando». ¿Acaso agotamos el agua? ¿Agotamos el aire? La magia es parte del mundo. No podemos consumirla.
—Entonces ¿qué le ocurre? —demandó, impaciente, Palin—. ¿Por qué fallan nuestros conjuros? ¿Por qué hasta el hechizo más sencillo requiere tanta energía que te obliga a descansar una semana después de ejecutarlo?
—¿Recuerdas la prueba a la que nos sometían en la escuela de magia? —preguntó Jenna—. Aquella en la que colocaban un objeto sobre la mesa y te decían que lo movieses sin tocarlo. Lo hacías, y entonces lo ponían sobre la mesa otra vez, pero detrás de un muro de ladrillos, y te ordenaban que lo movieses. De repente resultaba mucho más difícil. Como no podías ver el objeto, te era más difícil enfocar la magia en él. Tengo la misma sensación cuando intento lanzar un conjuro, como si hubiese algo delante, un muro de ladrillos, si quieres llamarlo así. Goldmoon me dijo que sus sanadores experimentaban algo parecido...
—¡Goldmoon! —exclamó Tas con ansiedad—. ¿Dónde está? Si hay alguien que pueda arreglar las cosas, ésa es ella. —Se puso de pie, como si fuera a correr hacia la puerta en ese mismo momento—. Sabrá qué hay que hacer. ¿Dónde está?
—¿Goldmoon? ¿Quién la ha sacado a relucir? ¿Qué tiene que ver con todo esto? —Palin miró malhumorado al kender—. ¡Por favor, siéntate y quédate callado! ¡No interrumpas el curso de mis pensamientos!
—Me habría gustado realmente verla —dijo Tas en voz baja, entre dientes, para no molestar a Palin.
—Tu esposa tiene razón —manifestó Jenna—. Vas a usar el ingenio, ¿verdad, Palin?
—Sí, así es —contestó mientras cerraba las manos sobre el objeto.
—¿Diga lo que diga?
—Diga lo que diga cualquiera. —La miró a los ojos; parecía azorado—. Gracias por tu ayuda. Sin duda, mi hermana te proporcionará un cuarto en la posada. Le mandaré aviso.
—¿De verdad crees que voy a marcharme y perderme todo esto? —preguntó Jenna, divertida.
—Es peligroso. Dijiste que...
—En los tiempos que vivimos, hasta cruzar la calle lo es. —Jenna se encogió de hombros—. Además, necesitarás un testigo. O, al menos —añadió como sin darle importancia—, hará falta alguien que identifique tu cadáver.
—Muchísimas gracias —contestó el mago, que se las arregló para esbozar una sonrisa, la primera que Tas veía en su rostro. Después respiró hondo y soltó el aire muy despacio. Sus manos, que asían el artefacto, temblaron—. ¿Cuándo lo intentamos?
—Qué mejor momento que el presente —dijo Jenna sonriendo.
Viaje al pasado
—Y ése es el verso —acabó Tasslehoff—. ¿Quieres que lo repita?
—No, lo he memorizado —contestó Palin.
—¿Seguro? —El kender parecía ansioso—. Tendrás que recitarlo para regresar a este tiempo. A menos que quieras que te acompañe —sugirió con entusiasmo—. Así podría traernos de vuelta.
—Me lo sé de memoria —repitió firmemente el mago. Y, de hecho, las palabras estaban grabadas en su mente; era como si pudiera ver sus trazos ardientes impresos en la retina—. Y no, no vendrás conmigo. Alguien debe quedarse aquí haciendo compañía a la señora Jenna.
—Y para identificar el cadáver —añadió Tas mientras asentía y tomaba asiento en la silla, tras lo cual empezó a golpear el travesaño con los talones—. Lo siento, se me había olvidado. Me quedaré. De todos modos, no estarás ausente mucho tiempo. A menos que no regreses —añadió como si se le acabase de ocurrir la idea. Se giró en la silla y miró a Jenna, que había llevado la suya hasta el extremo más alejado de la cocina—. ¿Crees realmente que estallará en pedazos?
Palin se propuso no hacer caso del kender.
—Entonaré las palabras mágicas que activan el ingenio. Si el conjuro funciona, creo que desapareceré de vuestra vista. Como dice el kender, no debería estar ausente mucho tiempo. No planeo quedarme en el pasado. Voy al primer funeral de mi padre, en el que, espero, podré hablar con Dalamar. Puede que incluso charle conmigo mismo. —Esbozó una sonrisa desganada—. Intentaré descubrir qué salió mal...
—No interfieras, Palin —advirtió Jenna—. Si descubres algo útil, regresa para informar. Tendremos que pensar largo y tendido antes de tomar medidas al respecto.
—¿Tendremos? —demandó Palin, frunciendo el entrecejo.
—Sugiero una reunión de los sabios —contestó Jenna—. El rey elfo Gilthas, su madre Laurana, Goldmoon, lady Crysania...
—Y mientras nosotros difundimos lo que hemos descubierto a lo largo y lo ancho del continente y esperamos a que todas esas personas se reúnan, Beryl nos mata y roba el ingenio —comentó con acritud el mago—. Lo utiliza, y todo se habrá acabado.
—Palin, estás hablando de cambiar el pasado —replicó severamente Jenna—. No tenemos ni idea de las consecuencias que tendría para quienes vivimos en el presente.
—Lo sé. Y lo entiendo. Regresaré para informar. Pero hemos de estar preparados para actuar rápidamente después.
—Lo haremos. ¿Cuánto calculas que estarás ausente?
—Según Tasslehoff, para mí transcurrirán cientos de días por cada segundo que pase para vosotros. Calculo que podré permanecer ausente una o dos horas de nuestro tiempo actual.
—Buena suerte en tu viaje —deseó en voz queda Jenna—. Kender, ven aquí y quédate a mi lado.
Palin asió el ingenio y se situó en el centro de la cocina. Las gemas titilaron y centellearon con la luz del sol.
Cerró los ojos y permaneció largos instantes en profunda concentración. Sus manos acariciaron el ingenio y el mago se deleitó con la sensación de la magia. Empezó a entregarse a ella, dejó que lo arrullara, que lo envolviera. Los años oscuros desaparecieron, alejándose como las olas del mar en la marea baja, dejando la recordada playa, suave y limpia, a la vista. Por un instante, Palin volvió a ser joven, rebosante de esperanza y expectativas. Las lágrimas nublaron sus ojos.
—Con el colgante asido en la mano entono el primer verso mientras giro la cara del ingenio hacia arriba, hacia mí. —Palin recitó las primeras palabras del conjuro—. «Tu tiempo es el tuyo propio.» —Siguiendo las instrucciones, giró la placa del artilugio—. A continuación, con el segundo verso, muevo la placa de derecha a izquierda. —Así lo hizo mientras recitaba el segundo verso—. «Pero a través de él viajas.» Y al recitar el tercer verso, la placa posterior cae para formar dos esferas conectadas por varillas. «Ves su expansión.»
Palin dio otro giro al ingenio y sonrió complacido cuando éste mudó de forma como estaba previsto. En la mano ya no sostenía una joya en forma de huevo, sino algo que semejaba un cetro.
—Con el cuarto verso, rota la parte superior en el sentido de las agujas del reloj y caerá una cadena. —Entonó el cuarto verso—. «Gira y gira en un movimiento continuo.»
La cadena cayó como Tas había anunciado que haría. El ritmo de los latidos del corazón de Palin se aceleró por la excitación y el júbilo. El conjuro estaba funcionando.
—El quinto verso me advierte que compruebe que la cadena se halla liberada del mecanismo. Según las instrucciones del sexto, sostengo el ingenio por las dos esferas y las rotó hacia adelante mientras recito el séptimo verso. La cadena se enroscará en el cuerpo principal del cetro, que sostendré sobre mi cabeza a la par que entono el último verso y evoco una imagen clara de dónde quiero estar y el tiempo en que quiero encontrarme allí.
Palin respiró hondo. Manipuló el ingenio de acuerdo con las indicaciones mientras recitaba el resto del cántico:
—«Que no se obstruya su flujo. Ase firmemente el final y el principio. Rótalos hacia adelante sobre sí mismos. Todo lo que se halla suelto quedará asegurado. El destino de ti dependerá.»
Sostuvo el ingenio encima de la testa y evocó una imagen de la Guerra de Caos, de su propia intervención en ella. La suya y la de Tasslehoff.
Con los ojos cerrados, se centró en la imagen y se entregó a la magia, se rindió a su señora de toda la vida. Ella le demostró su lealtad.
El suelo de la cocina se alargó, se arrolló en el aire. El techo se deslizó por debajo del suelo, los platos de los anaqueles se derritieron y resbalaron por las paredes, éstas se fundieron con el suelo y el techo, y todo empezó a dar vueltas sobre sí mismo, formando una enorme espiral. La espiral absorbió la casa y después el bosque que la rodeaba. Árboles y hierba se enrollaron en torno a Palin, y luego lo hizo el cielo, y la esfera en la que el mago era el centro empezó a girar, más y más deprisa.
Sus pies perdieron contacto con el suelo y se encontró flotando en el centro de un remolino, un caleidoscopio de lugares, gentes y acontecimientos. Vio a Jenna y a Tas pasar velozmente en el remolino, sus rostros un mero manchón, y luego desaparecieron. Se movía muy despacio, pero la gente que lo rodeaba se desplazaba a una velocidad vertiginosa, o quizás era él quien pasaba aceleradamente mientras ellos caminaban lentamente como si lo hicieran bajo el agua.
Vio bosques y montañas. Vio pueblos y ciudades. Vio el océano y barcos, y todos eran atraídos para formar parte de la gran esfera en el centro de la cual flotaba él.
La espiral desaceleró paulatinamente; el movimiento giratorio aminoró más y más la velocidad y Palin pudo ver a la gente y los objetos con mayor claridad...
Vio a Caos, el Padre de Todo y de Nada, un aterrador gigante con la barba y el cabello de fuego, irguiéndose por encima de la más alta montaña, su cabeza rozando la eternidad, sus pies plantados en lo más profundo del Abismo. Caos acababa de pisotear el suelo, probablemente matando a Tasslehoff pero infligiéndose a sí mismo un golpe mortal, ya que Usha cogería una gota de su sangre en la Gema Gris y lo expulsaría del mundo.
La rotación continuó y llevó a Palin Majere más allá de ese momento, hasta...
La negrura. La más absoluta e impenetrable negrura. Una negrura tan inmensa y profunda que Palin temió haberse quedado ciego. Y entonces vio luz tras él, un ardiente resplandor de fuego.
Miró hacia atrás, al fuego, y después hacia adelante, a la oscuridad. A la nada.
Asaltado por el pánico, cerró los ojos.
—¡Regresa antes de la Guerra de Caos! —masculló, medio asfixiado por el miedo—. ¡Regresa a mi infancia! ¡Regresa a la infancia de mi padre! ¡Regresa a Istar! ¡Regresa al tiempo del Príncipe de los Sacerdotes! ¡Regresa a la época de Huma! Regresa... Regresa...
Abrió los ojos. Oscuridad, vacío, nada.
Avanzó otro paso y comprendió que había cometido un error. Había dado un paso al precipicio.
Gritó, pero de su garganta no salió ningún sonido. El vendaval del tiempo se lo llevó. Experimentó la horrible sensación de caída que se siente en un sueño; su estómago acusó el vacío, el sudor le bañó el cuerpo. Intentó desesperadamente despertarse, pero le llegó la espantosa certeza de que jamás despertaría.