Los Caballeros de Neraka (62 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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—Llegaremos a Silvanesti al caer la noche —dijo Mina.

Galdar alzó la vista hacia ella con el corazón constreñido por el miedo y el sobrecogimiento.

—Da la orden de partir, Galdar. Yo marcaré el paso.

Desmontó y entregó las riendas de su montura a uno de los caballeros. Se situó al frente de la columna y, con una voz que era dulce y fría como la plateada luz de la luna, gritó:

—¡A Silvanesti! ¡A la victoria!

Empezó a marchar a paso ligero, con zancadas largas, a un ritmo vivo pero fácil hasta que sus músculos se calentaran con el ejercicio. Los hombres, que oían el avance arrasador de los ogros en retaguardia, no necesitaron de estímulo para ir en pos de ella.

Galdar descubrió que podía escapar a las colinas u ofrecerse voluntario para quedarse con el pelotón condenado a morir en retaguardia o seguir a la joven mientras alentase vida en él; la decisión era suya. Se situó junto a ella y recibió una sonrisa como recompensa.

—¡Por Mina! —gritó el suboficial Paregin; plantado ante las carretas, lanzó el grito de guerra al oír el tumulto de los ogros a la carga.

Asió con firmeza su espada y aguardó la muerte.

* * *

Ahora que las tropas no tenían carretas que les retrasaran, el ejército de Mina avanzó con gran rapidez, sobre todo con los gritos y aullidos de los ogros azuzándolo. Todos oían el ruido de la batalla a sus espaldas e imaginaban lo que estaba ocurriendo; seguían el desarrollo del combate por los sonidos. Chillidos jubilosos; los de los ogros al descubrir las carretas. Silencio. Los ogros saqueaban las provisiones y descuartizaban los cuerpos de los que habían matado.

Los soldados corrieron como Mina les había dicho que harían. Corrieron hasta la extenuación y entonces la joven los instó a correr más deprisa. Quienes se desplomaron fueron dejados atrás. Mina no permitió que nadie los ayudara y ello fue otro incentivo más para que los hombres mantuviesen las doloridas piernas en movimiento. Cada vez que un soldado creía que ya no era capaz de continuar, sólo tenía que mirar la cabeza de la columna para ver a la esbelta muchacha de aspecto frágil, equipada con peto y cota de malla, dirigiendo la marcha sin flaquear, sin parar para descansar, sin mirar atrás para comprobar si alguien la seguía. Su aguerrido valor, su espíritu indomable y su fe conformaban el estandarte que los impulsaba a seguir adelante.

Mina concedió únicamente a los soldados un breve descanso, de pie, para que echaran un trago de agua. No les permitió sentarse ni tumbarse por temor a que los músculos se les agarrotaran y fuesen incapaces de continuar. Los que desfallecieron quedaron tendidos donde habían caído para que siguieran a la columna cuando se recuperaran, si es que lo hacían.

Las sombras se alargaron. Los hombres seguían corriendo, con los oficiales marcando el ritmo del extenuante paso con canciones al principio, si bien después a nadie le sobraba un soplo de aliento para emplearlo en otra cosa más que en respirar. Sin embargo, con cada zancada se acercaban más a su destino: el escudo que protegía las fronteras de Silvanesti.

Galdar advirtió con alarma que las fuerzas de la propia Mina comenzaban a flaquear. La joven trastabilló en varias ocasiones y luego, finalmente, cayó. El minotauro se plantó a su lado de un salto.

—No —jadeó ella mientras apartaba su mano. Se incorporó, dio unos cuantos pasos vacilantes y volvió a caer.

—Mina, tu caballo,
Fuego Fatuo,
está ahí, listo para llevarte. No hay nada de vergonzoso en que vayas montada.

—Mis soldados corren —contestó débilmente—, así que correré con ellos. ¡No les pediré que hagan lo que yo no pueda hacer!

Intentó levantarse, pero las piernas no la sostenían. Con gesto severo, comenzó a avanzar a gatas por el camino. Algunos soldados lanzaron vítores, pero otros lloraron.

Galdar la cogió en brazos. Mina protestó, le ordenó que la soltara.

—Si lo hago, volverás a caer. Entonces serás tú quien nos retrase —argumentó el minotauro—. Los hombres no te abandonarán y no llegaremos a la frontera de Silvanesti al anochecer. La elección es tuya.

—De acuerdo —aceptó la muchacha tras un instante de amargo debate consigo misma y su debilidad—. Cabalgaré.

Galdar la ayudó a montar en
Fuego Fatuo.
Mina se derrumbó sobre la silla, tan agotada que por un instante temió ser incapaz siquiera de mantenerse sobre ella. Después apretó los dientes, enderezó la espalda y se sentó erguida.

Bajó la mirada hacia el minotauro; sus ojos ambarinos eran fríos.

—No vuelvas a desacatar mis órdenes, Galdar —dijo—. Puedes servir al Único tanto vivo como muerto.

—Sí, Mina —contestó en voz queda.

La muchacha asió las riendas y azuzó al caballo para que emprendiera galope.

* * *

La predicción que había hecho Mina se cumplió. El ejército de los caballeros alcanzó los bosques adyacentes al escudo antes de que se pusiera el sol.

—Nuestra marcha acaba aquí por esta noche —dijo la muchacha mientras bajaba del agotado caballo.

—¿Qué le ocurre a este sitio? —preguntó Galdar al observar los árboles muertos, las plantas descompuestas y los cadáveres de animales tendidos a lo largo del camino—. ¿Está maldito?

—En cierto modo, sí. Nos encontramos cerca del escudo —repuso Mina que contemplaba con atención cuanto la rodeaba—. La devastación que ves es la marca de su presencia.

—¿El escudo provoca la muerte? —inquirió el minotauro, alarmado.

—A todo aquello que toca.

—¿Y hemos de abrirnos paso a través de él?

—No podemos cruzarlo. —Mina se mostraba tranquila—. Ninguna arma puede penetrarlo. Ninguna fuerza, ni siquiera la magia del dragón más poderoso, puede romperlo. Los elfos a las órdenes de su reina bruja han arremetido contra él durante meses sin hacer mella alguna en su resistencia. La Legión de Acero ha enviado a sus caballeros, que lo han acometido sin resultado. Mira —señaló—. El escudo se alza justo delante de nosotros. Puede verse, Galdar. El escudo y, detrás de él, Silvanesti y la victoria.

Galdar estrechó los ojos para resguardarlos del resplandor. El agua reflejaba el fulgor rojizo del sol poniente y convertía al Thon-Thalas en un río de sangre. Al principio no alcanzó a distinguir nada, pero luego los árboles que tenía al frente ondearon como si se reflejasen en el agua enrojecida. El minotauro se frotó los ojos, achacando a la fatiga aquel efecto óptico. Parpadeó, miró fijamente y volvió a verlos ondear; entonces comprendió que lo que veía era una distorsión en el aire creada por el escudo mágico.

Se aproximó más, fascinado. Ahora que sabía dónde mirar se le antojó que vislumbraba el propio escudo. Era translúcido, pero con una transparencia oleosa, como una burbuja de jabón. Todo cuanto había dentro de él —árboles y rocas, arbustos y hierba— parecía trémulo e insustancial.

«Igual que el ejército elfo», pensó el minotauro y al punto interpretó aquello como un buen presagio. Empero, todavía tenían que traspasar el escudo.

Los oficiales hicieron detenerse a las tropas. Muchos hombres se desplomaron de bruces en el suelo tan pronto como se dio la orden de interrumpir la marcha. Algunos yacieron sollozando por falta de resuello o por el dolor de los espasmos musculares en sus piernas. Otros se quedaron tendidos en silencio y muy quietos, como si la maldición de muerte que aquejaba a los árboles alrededor también los hubiese afectado a ellos.

—En resumen —rezongó Galdar entre dientes al capitán Samuval, que estaba a su lado, jadeante—. De poder escoger entre atravesar ese escudo o luchar contra los ogros, creo que elegiría lo último. Al menos sabría a qué me enfrentaba.

—Has dicho una gran verdad, amigo —convino Samuval cuando recuperó el aliento suficiente para poder hablar—. Este lugar produce una sensación extraña. —Señaló con la cabeza el aire titilante—. Sea lo que sea que tengamos que hacer, cuanto antes nos pongamos a ello, mejor. Es posible que hayamos sacado alguna ventaja a los ogros, pero nos alcanzarán enseguida.

—Calculo que por la mañana —convino Galdar mientras se dejaba caer pesadamente al suelo. En toda su vida había estado tan cansado—. Conozco bien cómo operan las partidas de ogros. Saquear las carretas y masacrar a nuestros hombres los tendrá ocupados un tiempo, pero enseguida buscarán más diversión y más pillaje. Apuesto a que ya están sobre nuestro rastro.

—Y nosotros estamos demasiado agotados para ir a ninguna parte, aun en el caso de que tuviésemos a donde ir —dijo Samuval mientras se sentaba cansadamente a su lado—. No sé tú, pero yo ni siquiera tengo fuerzas para espantar a un mosquito, cuanto menos para arremeter contra un condenado escudo mágico.

Miró de soslayo a Mina, que era la única que continuaba de pie. La joven contemplaba intensamente el escudo o, al menos, miraba en esa dirección; la noche se cerraba sobre ellos con rapidez y ya no resultaba fácil distinguir la distorsión del aire.

—Creo que esto es el fin, amigo mío —susurró el capitán Samuval al minotauro—. No podemos entrar en el escudo y los ogros llegarán aquí por la mañana. Los ogros en la retaguardia, el escudo al frente y nosotros atrapados en medio. Tengo la sensación de que toda esa loca carrera no ha servido de nada.

Galdar no contestó. No había perdido la fe, pero estaba demasiado cansado para discutir. A buen seguro, Mina tenía un plan. No los habría conducido a un callejón sin salida para quedar atrapados en él y ser masacrados por los ogros. El minotauro ignoraba cuál sería ese plan, pero confiaba en la muchacha y tenía suficientes pruebas de las facultades de la joven y del poder de su dios como para creerla capaz de hacer lo imposible.

Mina se abrió paso entre los grises y muertos árboles y se encaminó directamente hacia el escudo. Las ramas podridas se desprendían alrededor; las hojas secas crujían bajo sus botas. Un polvo como ceniza caía sobre sus hombros y su rapada cabeza cual un manto gris perla. Caminó hasta que no pudo avanzar más, hasta que chocó contra un muro invisible.

La joven adelantó la mano, empujó el escudo y Galdar tuvo la impresión de que la insustancial y aceitosa burbuja tendría que ceder a su presión. La muchacha retiró la mano con presteza, como si hubiese tocado un espino y se hubiese pinchado. Al minotauro le pareció ver una ligera ondulación en el escudo, aunque también podría haber sido producto de su imaginación. Mina empuñó su maza y la descargó contra la mágica barrera. El arma escapó de entre sus dedos debido a la fuerza del impacto. Tras encogerse de hombros, Mina recogió la maza; habiendo confirmado los rumores sobre la impenetrabilidad del escudo, se volvió y regresó por el bosque muerto hasta donde estaba su ejército.

—¿Cuáles son tus órdenes, Mina? —preguntó Galdar.

Ella miró en derredor a las tropas desperdigadas sobre el suelo grisáceo como otros cadáveres más.

—Los hombres lo han hecho bien —dijo—. Están exhaustos, así que acamparemos aquí. Creo que es lo bastante cerca —añadió mientras se volvía a mirar el escudo—. Sí, debería ser suficiente.

Galdar ni siquiera se molestó en preguntar «¿Lo bastante cerca de qué?», pues ni siquiera tenía fuerza para hacerlo. Se incorporó con trabajo.

—Iré a organizar los turnos de guardia... —empezó.

—No —lo cortó Mina mientras ponía la mano en su hombro—. No habrá puestos de guardia esta noche. Todo el mundo dormirá.

—¿Sin centinelas? —protestó el minotauro—. Pero, Mina, los ogros nos persiguen...

—No nos alcanzarán hasta la mañana —volvió a interrumpirlo—. Los hombres deben comer si tienen hambre y después han de dormir.

«¿Comer qué?», se preguntó Galdar. Sus víveres llenaban ahora los vientres de los ogros. Aquellos que iniciaron la loca carrera cargados con paquetes de vituallas los habían tirado en el camino muchas horas atrás. Sin embargo, se guardó mucho de discutir con ella.

Tras reunir a los oficiales, comunicó las órdenes de Mina. Para sorpresa del minotauro, apenas hubo protestas ni argumentos. Los hombres estaban demasiado cansados; todo les daba igual. En cualquier caso, como dijo uno de los soldados, montar guardia no serviría de mucho. Los ogros se encargarían de despertarlos; despertarlos a tiempo para morir.

El estómago de Galdar resonó, pero el minotauro se encontraba demasiado agotado para buscar comida. Además, no probaría bocado de nada de aquel maldito bosque, eso por descontado. Se preguntó si la magia que había consumido la vida de los árboles actuaría del mismo modo sobre ellos durante la noche. Imaginó a los ogros llegando por la mañana para encontrarse únicamente con unos cadáveres secos. La idea lo hizo sonreír.

La noche era oscura como la muerte. Enredadas en las negras ramas de los esqueléticos árboles, las estrellas parecían pequeñas y débiles. Galdar estaba demasiado atontado por la fatiga para recordar si la luna saldría o no esa noche. Esperó que no lo hiciera. Cuanto menos viese aquel bosque fantasmagórico, mucho mejor. Pasó a trompicones sobre los cuerpos desmadejados de los soldados. Unos cuantos gruñeron y unos pocos lo maldijeron, y ése fue el único modo de saber que seguían vivos.

El minotauro regresó al lugar donde había dejado a Mina, pero la muchacha no se encontraba allí. La buscó pero no logró localizarla en la oscuridad y el corazón se le encogió con un miedo indefinible, como el que siente un niño al descubrir que está solo y perdido en la noche. Tampoco se atrevió a llamarla. Había en el silencio, profundo como el de un templo, algo de atroz que no deseaba alterar, pero tenía que encontrarla.

—¡Mina! —siseó con un susurro penetrante.

Rodeó un grupo de árboles muertos y la halló sentada sobre la rama desgajada que había caído de un gigantesco roble. Su rostro brillaba pálido, más luminoso que la luz de la luna, y el minotauro se extrañó de no haberla visto antes.

—Cuatrocientos cincuenta hombres, Mina —informó. Se tambaleó mientras hablaba.

—Siéntate —ordenó ella.

—Faltan los treinta que se quedaron con las carretas, y otros veinte que cayeron en el camino. Quizás algunos de ésos nos alcancen si los ogros no los encuentran antes.

Ella asintió en silencio y Galdar se sentó pesadamente en el suelo. Los músculos le dolían. Mañana estaría agarrotado y con agujetas, y no sería el único.

—Todos duermen ya. —Dio un tremendo bostezo.

—También tú deberías dormir, Galdar.

—¿Y qué me dices de ti?

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