Y ahora, Konnal no podía prescindir de Glauco. Era su amigo, su consejero —el único consejero—, su hombre de confianza. La magia de Glauco era responsable de la colocación del escudo sobre Silvanesti, y el mago podía hacer uso de sus poderes para retirarlo en cualquier momento que quisiera. Retirar el escudo y dejar a los silvanestis a merced de los terrores del mundo exterior.
—Perdona, ¿qué decías? —El general Konnal dejó de pensar en los cisnes y prestó atención a Glauco, que no había dejado de hablar durante todo ese tiempo.
—Decía que no me estáis haciendo caso —respondió el otro elfo con una dulce sonrisa.
—No, lo siento. Hay algo que quiero saber, Glauco. ¿Cómo entró ese joven a través del escudo? —Bajó el tono de voz a un susurro, a pesar de que no había nadie cerca que pudiese escuchar—. ¿Acaso su magia está fallando también?
—No —fue la rotunda respuesta de Glauco, cuyo gesto se ensombreció.
—¿Por qué estás tan seguro? —demandó el general—. Respóndeme con sinceridad. ¿No has notado debilitarse tus poderes durante los últimos años? A todos los demás magos les ha ocurrido.
—A ellos puede ser, pero no a mí —dijo fríamente el hechicero.
Konnal observó fijamente a su amigo. Glauco evitó sus ojos y el general dedujo que el mago mentía.
—Entonces ¿qué explicación tiene ese fenómeno?
—Una muy simple —contestó, imperturbable, Glauco—. Que yo lo hice entrar.
—¿Tú? —La sorpresa del general era tan inmensa que gritó la palabra. Muchos invitados interrumpieron las conversaciones para volverse y mirarlos atentamente.
Glauco les dedicó una sonrisa tranquilizadora, agarró a su amigo por el brazo y lo condujo a una zona más recoleta del jardín.
—¿Por qué? ¿Qué planeas hacer con ese joven, Glauco? —demandó el general.
—Lo que tendríais que haber hecho vos —repuso el hechicero mientras se arreglaba las amplias mangas de la blanca túnica—. Poner a un Caladon en el trono. Os recuerdo, amigo mío, que si hubieseis proclamado Orador a vuestro sobrino, como os aconsejé, ahora no tendríamos un problema con Silvanoshei.
—Sabes perfectamente bien que Kiryn rehusó aceptar el puesto —replicó Konnal.
—A causa de una equivocada lealtad a su tía Alhana. —El mago suspiró—. He intentado aconsejarlo en ese asunto, pero se niega a escucharme.
—Y tampoco querrá escucharme a mí, si es eso lo que insinúas, amigo mío. Y he de añadir que ha sido tu insistencia en mantener el derecho de la familia Caladon al trono de Silvanesti lo que nos ha puesto en este brete. Yo mismo pertenezco a la Casa Real...
—Vos no sois un Caladon, Reyl —murmuró Glauco.
—¡Mi linaje es más antiguo que el de los Caladon! —espetó Konnal, indignado—. ¡Se remonta a Quinari, esposa de Silvanos! Tengo tanto derecho al trono como los Caladon. Puede que más.
—Lo sé, mi querido amigo. —Glauco posó su mano sobre el brazo de Konnal para apaciguarlo—. Pero tendríais grandes dificultades para persuadir a los Cabezas de Casas.
—Lorac Caladon hundió en la ruina a esta nación —prosiguió el general con acritud—. Su hija, Alhana Starbreeze, casi nos llevó de la ruina a la destrucción con su matrimonio con Porthios, un qualinesti. Si no hubiésemos actuado rápidamente para librarnos de esas dos víboras, Silvanesti habría acabado bajo la bota del idiota mestizo que nombraron Orador de los Soles, Gilthas, hijo de Tanis. ¡Y sin embargo la gente sigue insistiendo en que un Caladon debería sentarse en el trono! ¡No lo comprendo!
—Amigo mío, ese linaje ha reinado en Silvanesti durante cientos de años —adujo suavemente Glauco—. La gente aceptaría de buen grado a otro Caladon como gobernante, sin la menor objeción. En cambio, si os postuláis como candidato al trono, habría meses o incluso años de interminables discusiones y envidias, de investigaciones de linajes, puede que incluso surgiera algún rival para disputaros el trono. ¿Quién sabe si podría destacarse alguna figura poderosa que os deshancara del cargo y se hiciera con el control? No, no. De las posibles soluciones factibles, ésta es la mejor. Os recuerdo de nuevo que vuestro sobrino es un Caladon y que sería la elección perfecta. La gente vería con buenos ojos que Kiryn asumiera el puesto. Su madre, vuestra hermana, se emparentó con los Caladon al casarse. Es un arreglo que los Cabezas de Casas aceptarían.
»
Pero todo eso es ya agua pasada. Dentro de dos días, Silvanoshei Caladon llegará a Silvanost. Habéis dicho públicamente que apoyaríais a un miembro de la familia Caladon como Orador de las Estrellas.
—¡Porque tú me aconsejaste que lo hiciera! —protestó el general.
—Tenía mis razones. —Glauco echó una ojeada a los invitados, que seguían hablando; el tono de las voces había subido por la excitación. El nombre de Silvanoshei podía oírse ahora, llegando hasta los dos amigos a través de la noche estrellada—. Razones que algún día entenderéis, amigo mío. Debéis confiar en mí.
—De acuerdo, ¿qué me recomiendas que haga con respecto a Silvanoshei?
—Nombrarlo Orador de las Estrellas.
—¿Qué dices? —instó Konnal, estupefacto—. Ese... Ese hijo de elfos oscuros... Orador de las Estrellas...
—Calmaos, querido amigo —advirtió Glauco con tono apaciguador—. Seguiremos el ejemplo de Qualinesti en este asunto. Silvanoshei será rey sólo de nombre. Vos seguiréis como general de los Montaraces, conservaréis el control sobre todo el ejército. Seréis el verdadero soberano de Silvanesti. Y en el ínterin, Silvanesti tendrá un Orador de las Estrellas. La gente se sentirá jubilosa. La ascensión al trono de Silvanoshei pondrá fin al descontento que ha ido creciendo últimamente. Una vez logrado su objetivo, las facciones militantes entre nuestro pueblo, en especial los Kirath, dejarán de ocasionar problemas.
—No puedo creer que hables en serio, Glauco. —Konnal sacudió la cabeza.
—En mi vida he hablado tan en serio, querido amigo. A partir de ahora, la gente llevará sus cuitas y tribulaciones ante el Orador, en lugar de a vos. Quedaréis libre para encargaros de la verdadera tarea de gobernar Silvanesti. Alguien ha de ser nombrando regente, desde luego. Silvanoshei es joven, demasiado para semejante responsabilidad.
—¡Ah! —La expresión de Konnal se tornó avisada—. Empiezo a ver lo que tienes en mente. Supongo que yo...
Calló al ver que Glauco negaba con la cabeza.
—No podéis ser regente y general de los Montaraces —dijo el mago.
—¿Y a quién sugieres? —inquirió Konnal.
—Me ofrezco para el puesto. —Glauco inclinó la cabeza con elegante humildad—. Asumiré la responsabilidad de asesorar al joven rey. Mis consejos os han sido muy útiles de vez en cuando, creo.
—¡Pero tú no estás cualificado! —protestó Konnal—. No perteneces a la Casa Real. No has servido en el senado. Anteriormente eras un hechicero en la torre de Shalost —puntualizó bruscamente.
—Oh, pero vos mismo me recomendaréis para el cargo —adujo Glauco mientras ponía la mano sobre el brazo del general.
—¿Y qué alegaré para justificar esa recomendación?
—Sólo esto: les recordaréis que el Árbol Escudo crece en los Jardines de Astarin, los cuales están bajo mi supervisión. Les recordaréis que soy quien ayudó a plantarlo. Les recordaréis que soy el responsable de mantener el escudo operativo.
—¿Es una amenaza? —gruñó el general.
Glauco miró largamente a Konnal, que empezó a sentirse incómodo.
—Es mi sino que siempre se desconfíe de mí —dijo finalmente el mago—. Que se pongan en tela de juicio mis motivos. Muy bien, lo acepto como un sacrificio que hago al servicio de mi pueblo.
—Lo siento —se disculpó ásperamente Konnal—. Es sólo que...
—Disculpas aceptadas. Y ahora —continuó Glauco—, deberíamos hacer los preparativos para dar la bienvenida al joven rey a Silvanost. Declararéis fiesta nacional ese día. No repararemos en gastos. La gente necesita celebrar algo. Contrataremos a esa juglaresa que cantó esta noche para que entone algo en honor de nuestro nuevo Orador. ¡Qué voz tan bella tiene!
—Sí —aceptó, absorto, Konnal. Empezaba a pensar que el plan de Glauco no era tan malo, después de todo.
—Oh, qué lástima, amigo mío —dijo el mago mientras señalaba hacia el estanque—. Uno de nuestros cisnes se está muriendo.
Órdenes de marcha
El día siguiente de la batalla, Mina salió de la tienda con intención de hacer cola con los otros soldados que esperaban la comida. Al punto se vio rodeada por multitud de soldados y seguidores del ejército que querían tocarla para que les diese buena suerte o que deseaban ser tocados por la muchacha. Los soldados se mostraban respetuosos, casi sobrecogidos en su presencia. Mina habló con cada uno de ellos, siempre en nombre del único y verdadero dios. Pero el agolpamiento de hombres, mujeres y niños era abrumador y al ver que Mina estaba a punto de desplomarse por el agotamiento, sus caballeros, con Galdar a la cabeza, ahuyentaron a la gente. La joven regresó a la tienda; los caballeros se quedaron a guardar su reposo y el minotauro le llevó comida y bebida.
Al otro día, Mina celebró una audiencia formal. Galdar ordenó a los soldados que formaran en filas y la muchacha pasó entre ellos, dirigiéndose a muchos por su nombre y refiriéndose a su valentía en la batalla. Se marcharon encandilados, con el nombre de la joven en sus labios.
Tras pasar revista, visitó las tiendas de los místicos oscuros. Sus caballeros habían propagado la historia de cómo había devuelto el brazo a Galdar. Milagros de curaciones de ese tipo habían sido algo corriente antaño, en la Cuarta Era, pero no en la actualidad.
Los místicos de los Caballeros de Neraka, sanadores que habían robado los conocimientos de la curación de la Ciudadela de la Luz, habían sido capaces, años atrás, de realizar milagros curativos que rivalizaban con los que los propios dioses habían concedido a algunos mortales en la Cuarta Era. Pero, recientemente, los sanadores habían notado que empezaban a perder parte de sus poderes místicos. Todavía podían curar, pero hasta los conjuros más sencillos los dejaban exhaustos, casi a punto de desplomarse.
Nadie se explicaba esa extraña y grave circunstancia. Al principio, los sanadores culpaban a los místicos de la Ciudadela de la Luz, afirmando que habían encontrado un modo de impedir que los Caballeros de Neraka curaran a sus soldados. Pero muy pronto les llegaron informes de sus espías en la Ciudadela de que los místicos de Schallsea y otras poblaciones por todo Ansalon se enfrentaban al mismo fenómeno. También ellos buscaban respuestas pero, hasta el momento, en vano.
Abrumados por el gran número de heridos, obligados a conservar su energía, los sanadores prestaron auxilio a lord Aceñas y a su estado mayor en primer lugar, ya que el ejército necesitaba a sus oficiales superiores. Incluso entonces, no estuvo en sus manos hacer nada con las heridas graves; no podían devolver miembros amputados ni cortar hemorragias internas ni arreglar un cráneo partido.
Los ojos de los heridos se prendieron en Mina en el instante en que entró en la tienda de los sanadores. Incluso los que no veían por tener los ojos cubiertos con vendajes ensangrentados, volvieron su mirada ciega, instintivamente, en su dirección del mismo modo que buscaría el sol una planta que languidece en la sombra.
Los sanadores no interrumpieron su trabajo y simularon no haber advertido la aparición de Mina. Uno hizo un alto, sin embargo, para alzar la vista. Parecía a punto de ordenarle que se marchara, pero entonces vio a Galdar, que se encontraba detrás de ella y que había puesto la mano sobre la empuñadura de la espada.
—Estamos ocupados. ¿Qué quieres? —demandó groseramente el hombre.
—Ayudar —contestó Mina. Sus iris ambarinos recorrieron rápidamente la tienda—. ¿Qué es esa zona de ahí atrás, la que habéis separado con mantas?
El sanador miró de soslayo en aquella dirección. Se oían gemidos y lamentos detrás de las mantas que se habían colgado precipitadamente al extremo de la larga tienda.
—Los moribundos —respondió en tono frío, despreocupado—. No podemos hacer nada por ellos.
—¿No les dais nada para el dolor? —preguntó Mina.
—Ya no son de utilidad. —El sanador se encogió de hombros—. Andamos escasos de suministros, y los que hay son para los que tienen oportunidad de volver a la batalla.
—Supongo, entonces, que no os importará si les rezo mis plegarias.
El individuo resopló con desdén.
—No faltaba más. Ve a «orar» por ellos. Estoy seguro de que lo agradecerán.
—Sin duda lo harán —dijo gravemente la muchacha.
Se dirigió al fondo de la tienda, pasando ante hileras de camastros donde yacían los heridos. Muchos extendían las manos en su dirección o pronunciaban su nombre para que se fijase en ellos. Mina les sonrió y prometió regresar. Al llegar frente a las mantas detrás de las cuales yacían los moribundos, la muchacha las apartó, pasó y las dejó caer tras de sí.
Galdar se situó delante de las mantas, con la mano en la empuñadura de la espada y sin perder de vista a los sanadores. Simulaban ostentosamente no prestar atención, pero echaban ojeadas de soslayo hacia la zona aislada y después intercambiaban miradas.
El minotauro prestó oídos a lo que ocurría a su espalda. Se olía la peste de la muerte. Una rápida ojeada entre las mantas le bastó para ver a siete hombres y dos mujeres. Algunos yacían en catres, pero otros seguían tendidos sobre las toscas parihuelas en las que los habían transportado desde el campo de batalla. Sus heridas eran espantosas, al menos eso le pareció al minotauro en el rápido vistazo: carne abierta en tajos, órganos y huesos al aire. La sangre goteaba en el suelo y formaba charcos horripilantes. Un hombre tenía los intestinos desparramados como una grotesca sarta de salchichas. A una de las mujeres le faltaba la mitad de la cara, y el globo ocular le colgaba horriblemente por debajo de un vendaje empapado de sangre.
Mina se acercó al primero de los moribundos, la mujer que había perdido la cara. Tenía el otro ojo cerrado y su respiración era trabajosa. Parecía haber empezado ya el largo viaje. Mina puso la mano sobre la espantosa herida.
—Te vi combatir en la batalla, Durya —musitó la muchacha—. Luchaste con valentía, resististe con firmeza aunque los que estaban alrededor se batieron en retirada, presas del pánico. Debes suspender tu viaje, Durya. El único dios te necesita.
La respiración de la mujer se hizo más reposada. Su rostro destrozado se giró lentamente hacia Mina, que se inclinó y la besó.