Al abrazar dicho precepto, los caballeros negros demostraron gran perspicacia para encauzar su cumplimiento. No permitían gran cosa en cuanto a libertades personales, pero sí fomentaban el comercio y los negocios. Cuando Khellendros, el gran Dragón Azul, conquistó la ciudad de Palanthas, puso a los caballeros negros a su cargo. Aterrorizados ante la idea de que aquellos crueles señores saquearan su ciudad, los vecinos de Palanthas se quedaron sorprendidos al descubrir que, de hecho, prosperaban bajo su mandato. Y aunque los palanthianos pagaban impuestos por el privilegio, podían guardar lo suficiente de sus beneficios como para opinar que la vida bajo el gobierno dictatorial de los caballeros negros no era tan mala. Los caballeros mantenían la ley y el orden, sostenían una lucha constante contra el Gremio de Ladrones, y se habían propuesto librar a la ciudad de los enanos gullys que residían en las alcantarillas.
Al principio, la Purga de los Dragones que siguió a la llegada de los grandes reptiles consternó y enfureció a los Caballeros de Takhisis, que perdieron a muchos de sus propios dragones en aquella matanza. Lucharon en vano contra la gran Roja, Malys, y sus parientes. Muchos miembros de la Orden perecieron, al igual que muchos dragones cromáticos. El astuto liderazgo de Mirielle logró convertir en un triunfo lo que casi fue un desastre. Los caballeros negros cerraron pactos secretos en los que se acordaba que trabajarían para los dragones recaudando tributos y manteniendo la ley y el orden en las tierras gobernadas por los reptiles. A cambio, éstos les darían carta blanca para hacer y deshacer y dejarían de matar a sus dragones supervivientes.
Las gentes de Palanthas, Neraka y Qualinesti ignoraban el pacto hecho entre los caballeros y los grandes reptiles. Sólo veían que, una vez más, los caballeros negros les habían defendido contra un terrible enemigo. Los Caballeros de Solamnia y los místicos de la Ciudadela de la Luz sabían o sospechaban la existencia de ese acuerdo, pero no podían probarlo.
Aunque quedaban en las filas de los caballeros negros algunos que todavía se aferraban a las ideas de honor y sacrificio expuestas por el fundador, Ariakan, en su mayor parte pertenecían a la vieja guardia y se los consideraba anticuados, hombres desfasados que no habían sabido ajustarse a las circunstancias del mundo moderno. Una nueva Visión había sustituido a la antigua. Ésta se basaba en los poderes místicos del corazón, una técnica desarrollada por Goldmoon en la Ciudadela de la Luz y sustraída por varios Caballeros de la Calavera que se disfrazaron y entraron en el santuario a fin de aprender a utilizar esos poderes para sus propios fines ambiciosos. Los místicos de los caballeros negros salieron de allí dominando las artes curativas y, lo que era mucho más temible, la habilidad de manipular el pensamiento de sus seguidores.
Armados con la capacidad de controlar no sólo los cuerpos de quienes entraban en la caballería sino también sus mentes, los Caballeros de la Calavera ascendieron a los más altos rangos de la Orden. Aunque los caballeros negros seguían manteniendo de cara al público que la reina Takhisis iba a regresar, habían dejado de creerlo. Habían dejado de creer en todo salvo en su propio poder, y ello se reflejaba en la nueva Visión. Los Caballeros de la Calavera que dirigían la Visión eran expertos en escudriñar las mentes de los candidatos para descubrir sus más secretos terrores y explotarlos, mientras que al mismo tiempo les prometían sus más fervientes deseos, todo a cambio de una obediencia estricta.
El poder de los Caballeros de la Calavera creció tanto gracias al uso de la nueva Visión que los más allegados a Mirielle Abrena empezaron a mirarlos con desconfianza. En particular, advirtieron a la Señora de la Noche contra el líder de ese grupo, el magistrado, un hombre llamado Morham Targonne. Pero Abrena se mofó de sus advertencias.
—Targonne es un buen administrador —respondió—. Eso no os lo discuto. Pero, al fin y al cabo, ¿qué es un buen administrador? Nada más que un tenedor de libros con pretensiones. Eso es Targonne. Nunca me disputará el liderazgo. ¡Pero si se pone enfermo cuando ve sangre! Rehusa asistir a justas y torneos y se encierra en su pequeño y lúgubre despacho, absorto en sus debes y haberes. No tiene agallas para el combate.
Abrena tenía razón. Targonne no soportaba la batalla y jamás habría soñado disputar a Abrena el liderazgo en un combate honorable. Ver sangre le revolvía el estómago. En consecuencia, hizo que la envenenaran.
Como jefe de los Caballeros de la Calavera, Targonne anunció en el funeral de Abrena que era su legítimo sucesor. Nadie se opuso. Quienes podrían haberlo hecho —amigos y seguidores de Abrena— mantuvieron cerrada la boca para no ingerir la misma «carne en mal estado» que había acabado con su cabecilla. Con el tiempo, Targonne hizo que los mataran también, de modo que en la actualidad se hallaba bien afianzado en el poder. Él y los caballeros versados en el mentalismo —la disciplina de manipulación mental— usaban sus poderes para hurgar en los pensamientos de sus seguidores a fin de descubrir a traidores y descontentos.
Targonne provenía de una familia rica, con extensas propiedades en Neraka. Las raíces familiares se asentaban en Jelek, una ciudad al norte de donde antaño se alzaba la capital de Neraka. El lema de la familia Targonne era el del ideal de superyó, combinado con el igualmente importante ideal del «superbeneficio». Habían aumentado su poder y su riqueza con la ascensión de Takhisis, primero suministrando armas y pertrechos a los líderes de sus ejércitos, y después, cuando pareció que su bando perdería, suministrando armas y pertrechos a las fuerzas enemigas de Takhisis. Con el dinero obtenido gracias a la venta de armas, los Targonne compraron tierras, en especial los escasos y valiosos terrenos agrícolas de Neraka.
El vástago de la familia Targonne había tenido incluso la increíble suerte (él afirmaba que era presciencia) de sacar el dinero de la ciudad de Neraka sólo unos días antes de que el templo explotara. Después de la Guerra de la Lanza, durante los días en que Neraka era una país derrotado, plagado de grupos errabundos de soldados humanos, goblins y draconianos, él era el único que poseía las dos cosas que la gente necesitaba con más desesperación: grano y acero.
La ambición de Abrena había sido construir una fortaleza para los caballeros negros, al sur de Neraka, cerca de la ubicación del antiguo templo. Hizo que se dibujaran planos y puso a trabajar cuadrillas en la construcción. Era tal el terror que inspiraban el valle maldito y su espeluznante
Canto de los Muertos
que las cuadrillas no tardaron en huir. La capital se trasladó a la zona septentrional del valle de Neraka, un lugar que seguía estando demasiado cerca del extremo meridional para que algunos se sintiesen cómodos.
Unas de las primeras disposiciones de Targonne fue trasladar la capital. La segunda fue cambiar el nombre de la Orden. Estableció el cuartel general de los Caballeros de Neraka en Jelek, cerca de los negocios familiares. Mucho más cerca de lo que la mayoría de los caballeros imaginaba.
Jelek era entonces una ciudad sumamente próspera en la que bullía una gran actividad, localizada en la intersección de dos calzadas principales que atravesaban el país. Ya se debiera a un increíble golpe de suerte o a tratos astutos, la ciudad había escapado de los estragos de los grandes dragones. Mercaderes procedentes de todo Neraka, incluso del lejano Khur al sur, se apresuraron a viajar a Jelek para emprender nuevos negocios o para expandir los ya existentes. Siempre y cuando se pararan para pagar las tasas establecidas a los Caballeros de Neraka y ofreciesen sus respetos al Señor de la Noche y gobernador general Targonne, los comerciantes eran bienvenidos.
Si esa presentación de respetos a Targonne tenía un fondo frío y sustancial, así como un claro sonido tintineante cuando se depositaba, junto con otras demostraciones de deferencia, en el gran cofre de dinero del Señor de la Noche, los mercaderes se guardaban mucho de protestar. Quienes lo hacían o los que consideraban que las muestras de respeto verbales bastaban, descubrían enseguida que sus negocios sufrían graves y repentinos reveses de fortuna. Si persistían en sus ideas erróneas, por lo general se los encontraba muertos en la calle por haber resbalado de manera accidental y haberse clavado una daga en la espalda al caer.
Targonne proyectó personalmente la fortaleza de los Caballeros de Neraka que se alzaba, prominente, sobre la ciudad de Jelek. Hizo que se construyese en el promontorio más alto de la urbe, desde el que ofrecía una estampa imponente y dominaba la ciudad y el valle.
La fortaleza era práctica en configuración y estructura: innumerables cuadrados y rectángulos encaramados unos sobre otros, con torres esquinadas. Las ventanas que había, no muchas, eran aspilleras. Tanto la muralla exterior como la interior tenían un estilo sencillo, sobrio. Tan austera y severa era su apariencia que a menudo quienes la visitaban la tomaban por una prisión o una contaduría, si bien la presencia de las figuras de armadura negra patrullando por las almenas enseguida corregía su primera impresión, que, después de todo, no era muy equivocada. El primer subterráneo de la fortaleza albergaba una extensa mazmorra; dos niveles más abajo, y mucho más protegida, se encontraba la tesorería.
El Señor de la Noche Targonne tenía su cuartel general y su alojamiento en la fortaleza. Ambos eran de estilo sobrio, estrictamente funcional, y si la fortaleza se confundía con una contaduría, a su comandante se lo confundía a menudo con un funcionario. Cualquier visitante del Señor de la Noche era conducido a un despacho pequeño, sin apenas espacio, con las paredes desnudas y escaso mobiliario, para que esperara; en él, un hombrecillo calvo y con lentes, que vestía ropas sobrias pero de buena confección, trabajaba anotando cifras en un libro contable de gran tamaño.
Creyendo encontrarse en compañía de un funcionario de segunda fila que finalmente lo conduciría en presencia del Señor de la Noche, a menudo el visitante paseaba, intranquilo, de un extremo a otro del cuarto mientras su mente vagaba de un pensamiento a otro. Aquellas ideas eran atrapadas, como mariposas en una telaraña, por el hombre sentado detrás del escritorio. Utilizaba sus poderes mentales para escudriñar hasta el fondo la mente del visitante. Tras pasar un buen rato, durante el cual la araña absorbía información hasta dejar seca a su presa, el hombre alzaba la calva cabeza, atisbaba a través de las lentes y ponía al corriente al estupefacto visitante de que se hallaba en presencia del Señor de la Noche Targonne.
Pero el visitante que se encontraba en el despacho ahora sabía muy bien que el hombre de aspecto modesto que ocupaba el asiento frente a él era su señor y gobernador. Sir Roderick ocupaba el puesto de asistente de lord Aceñas, y aunque no se había entrevistado nunca con Targonne, lo había visto en ciertos actos oficiales de la Orden. El caballero permaneció firme hasta que el señor se diese por enterado de su presencia. Advertido sobre las habilidades mentales de Targonne, el caballero intentó mantener a raya sus pensamientos, aunque no tuvo mucho éxito. Antes incluso de que hubiese hablado, lord Targonne sabía ya gran parte de lo ocurrido en el asedio de Sanction. Sin embargo, no le gustaba hacer gala de sus poderes, de modo que pidió al caballero que se sentara con un tono afable.
Sir Roderick, que era un hombre alto y musculoso y podría haber alzado en vilo a Targonne por el cuello de la chaqueta sin apenas esfuerzo, tomó asiento en la otra silla que había en el despacho, al borde, tenso, rígido.
Tal vez debido al hecho de que había llegado a parecerse a lo que más amaba, los ojos de Morham Targonne semejaban dos monedas de acero: inexpresivos, brillantes y fríos. Al mirar aquellos ojos no se veía un alma, sino números y cifras en el libro contable de la mente de Targonne. Todo cuanto examinaban quedaba reducido a débitos y abonos, beneficios y pérdidas, pesado en la balanza, contado al céntimo y reflejado en una u otra columna.
Sir Roderick se vio a sí mismo reflejado en el brillante acero de aquellos ojos fríos y tuvo la sensación de ser trasladado a una columna de gastos superfluos. Se preguntó si sería cierto que aquellas lentes eran artefactos rescatados de las ruinas de Neraka y que daban a quien las llevara la capacidad de ver la mente de otros. Empezó a sudar bajo la armadura, a pesar de que en la fortaleza, con sus muros de macizos bloques de piedra, siempre hacía fresco, incluso durante los meses más calurosos del estío.
—Mi ayudante me ha informado que vienes de Sanction, sir Roderick —empezó Targonne con su voz de funcionario, modesta y agradable—. ¿Cómo va el asedio a la ciudad?
Habría que señalar en este punto que la familia Targonne poseía muchas propiedades en Sanction, las cuales había perdido cuando la ciudad cayó en manos del enemigo. Targonne había hecho de la toma de Sanction una de las prioridades de la Orden. Sir Roderick había ensayado su alocución durante el viaje de dos días a caballo desde Sanction a Jelek y estaba preparado para responder.
—Excelencia, he venido para informaros que en la mañana siguiente al Día del Solsticio Vernal se produjo un intento de romper el cerco de Sanction y ahuyentar a nuestro ejército. Los malditos Caballeros de Solamnia trataron de embaucar a mi comandante, lord Aceñas, incitándolo a atacar con la añagaza de hacerle creer que habían abandonado la plaza. Lord Aceñas adivinó el ardid y, a su vez, los atrajo a una trampa. Al lanzar un ataque contra la ciudad, lord Aceñas engatusó a los solámnicos para que saliesen a campo abierto. Entonces fingió una retirada. Los solámnicos se tragaron el anzuelo y persiguieron a nuestras fuerzas. En el tajo de Beckard, lord Aceñas ordenó a nuestras tropas que dieran media vuelta y opusieran resistencia. El enemigo sufrió una severa derrota, con muchos heridos y muertos. Se vieron obligados a retirarse tras las murallas de Sanction. Lord Aceñas tiene el placer de informaros, excelencia, que el valle en el que acampa nuestro ejército permanece a salvo y seguro.
Las palabras de sir Roderick entraron en los oídos de Targonne; sus pensamientos lo hicieron en la mente del Señor de la Noche. El caballero recordaba vividamente huir como alma que lleva el diablo delante de los arrasadores solámnicos, junto a lord Aceñas, quien, al dirigir el ataque desde la retaguardia, quedó atrapado en la desbandada. Y en otra parte de la mente del caballero había una imagen que Targonne encontró muy interesante y también inquietante. Era la de una joven con armadura negra, exhausta y manchada de sangre, que recibía homenaje y honores de las tropas de lord Aceñas. Oyó el nombre de la muchacha resonando en la mente de Roderick: «¡Mina! ¡Mina!».