Invadido por una sensación de humildad, el joven se acurrucó en la popa, sin moverse, sin hablar. Por primera vez fue plenamente consciente de la inmensa carga que había echado sobre sus hombros. ¿Qué podía hacer por ellos? ¿Qué esperaban de él? Demasiado, quizá. Más que demasiado.
Rolan echaba ojeadas hacia atrás de vez en cuando, preocupado, pero no pronunció palabra, no hizo comentario alguno. Siguió remando solo hasta que halló un lugar apropiado para varar el bote. Silvan salió de su ensimismamiento y saltó al agua para ayudarlo a arrastrar la canoa ribera arriba. El agua estaba helada y fue una agradable sacudida. El joven dejó que el Thon-Thalas se llevara sus preocupaciones y los temores sobre su propia incompetencia, contento de tener algo que hacer que lo mantuviese ocupado.
Acostumbrado a la vida al aire libre, Silvan sabía qué había que hacer para instalar un campamento. Descargó las provisiones, extendió los petates y empezó a preparar una cena ligera, compuesta de fruta y pan cenceño, mientras Rolan aseguraba el bote. Comieron en silencio casi todo el tiempo, Silvan porque seguía apabullado por la enorme responsabilidad que tan despreocupadamente había aceptado dos noches antes, y Rolan por respetar el mutismo de su soberano. Se acostaron temprano, envueltos en las mantas, y dejaron que los animales del bosque y los pájaros nocturnos velaran su sueño.
Silvan se durmió mucho antes de lo que esperaba. El ululato de un buho lo despertó en mitad de la noche y se sentó, sobresaltado, pero Rolan lo tranquilizó diciendo que el buho sólo llamaba a un vecino para compartir los chismorreos nocturnos.
Silvan permaneció despierto, escuchando la lastimera e inquietante llamada y su respuesta, un eco solemne en alguna parte distante del bosque. Estuvo en vela largo rato, contemplando el incierto brillo de las estrellas a través del escudo, mientras el
Cántico de Lorac
fluía veloz en su mente como la corriente del río.
... con las lágrimas de Lorac,
el rey subyugado por el Orbe
y por Cyan Bloodbane,
esbirro de Takhisis, servidor del Mal,
el único que detenta el poder.
En ese mismo momento, la letra y la música del canto se repetían en boca de una juglaresa, que cantaba para entretenimiento de los invitados a una fiesta en la capital elfa, Silvanost.
La velada se celebraba en los Jardines de Astarin, dentro del recinto de la Torre de las Estrellas, donde habría vivido el Orador si hubiese habido uno. El escenario era bellísimo. La Torre de las Estrellas estaba construida con mármol moldeado por la magia, ya que los elfos jamás cortarían ni dañarían de cualquier otro modo ninguna parte de la tierra, y, así, la Torre tenía la apariencia de algo fluido, orgánico, casi como si alguien la hubiese formado con cera derretida. Durante la pesadilla de Lorac, la Torre había sufrido una espantosa transformación, al igual que todas las demás estructuras de Silvanost. Los magos elfos trabajaron largos años en devolverle su forma original. Volvieron a poner miríadas de gemas en sus muros, que antaño capturaban la luz de la luna plateada, Solinari, y de la luna roja, Lunitari, y al irradiar esa bendita luz iluminaban el interior de la Torre, de manera que ésta parecía bañada en plata y fuego. Las lunas eran ya un recuerdo del pasado. Un único satélite brillaba sobre Krynn actualmente, y, por alguna razón que los sabios elfos no alcanzaban a entender, la pálida luz de esa luna solitaria relucía en cada gema como un ojo inmóvil que no proporcionaba iluminación alguna a la Torre; por ello, a los elfos no les quedó más remedio que recurrir a velas y antorchas.
Se habían colocado sillas entre las plantas de los Jardines de Astarin; las plantas parecían estar floreciendo y su fragancia impregnaba el aire. Sólo Konnal y sus jardineros sabían que las plantas del jardín no habían crecido en él, sino que los moldeadores de árboles las habían llevado de sus propios jardines, ya que nada crecía ni duraba vivo mucho tiempo en los Jardines de Astarin. Nada, salvo un árbol, un árbol rodeado de una mágica barrera, que era conocido como el Árbol Escudo, pues se decía que de sus raíces había brotado el escudo mágico que protegía Silvanesti.
La juglaresa entonaba el
Cántico de Lome
a petición de uno de los invitados. Terminó la canción con una nota triste, su mano rozando levemente las cuerdas del laúd.
—¡Bravo! ¡Bien cantado! Que la repita —clamó una voz musical, procedente de las últimas filas de sillas.
La juglaresa miró al anfitrión con incertidumbre. La audiencia elfa era demasiado cortés y bien educada como para demostrar abiertamente su horror ante tal petición, pero un artista aprendía a advertir el estado de ánimo del público merced a detalles sutiles, y la juglaresa reparó en las mejillas tenuemente sonrojadas y las azoradas miradas de soslayo dirigidas al anfitrión. Con una vez, era más que suficiente.
—¿Quién ha dicho eso? —El general Reyl Konnal, gobernador militar de Silvanesti, se giró en su asiento.
—¿No lo imaginas, tío? —repuso su sobrino, con gesto serio, desde el asiento que había detrás—. La misma persona que pidió que se cantara la primera vez. Tu amigo Glauco.
El general Konnal se levantó bruscamente, un gesto que ponía fin a la actuación musical. La juglaresa hizo una reverencia, agradecida de verse excusada de la ingrata tarea de tener que volver a interpretar esa canción. La audiencia aplaudió cortésmente, pero sin entusiasmo. Un suspiro general que podría expresar alivio se unió a la brisa nocturna que susurraba entre los árboles, cuyas ramas entrelazadas formaban un ralo dosel sobre los asistentes, ya que muchas hojas se habían caído. De las ramas colgaban lámparas de plata afiligranadas que alumbraban la noche. Los invitados abandonaron el pequeño anfiteatro y se trasladaron a una mesa, situada junto a un estanque reflectante, para cenar frutas confitadas y panecillos mantecados y beber vino frío.
Reyl Konnal invitó a la juglaresa a compartir el tentempié de última hora y la escoltó personalmente a la mesa. El elfo llamado Glauco, que había solicitado la canción, ya se encontraba allí, con una copa de vino en la mano. Hizo un brindis por la juglaresa y fue pródigo en elogios.
—Lástima que no se os permitiera cantarla de nuevo —añadió mientras dirigía una mirada de soslayo al general—. Jamás me canso de oír esa música. ¡Y la letra! Mi fragmento favorito es cuando...
—¿Puedo ofreceros algo de beber, señora? —preguntó el sobrino de Konnal, en respuesta a un codazo de su tío.
La juglaresa le dedicó una mirada agradecida y aceptó su invitación. El elfo la condujo a la mesa, donde fue recibida afablemente por los otros invitados. La zona de césped donde se encontraban Glauco y el general no tardó en quedarse vacía. A pesar de que a muchos de los invitados les habría gustado deleitarse con la presencia del encantador y atractivo Glauco y cumplir con su parte en los halagos a Konnal, saltaba a la vista que el general estaba furioso.
—No sé por qué te invito a estas fiestas, Glauco —dijo Konnal, echando chispas—. Siempre haces algo que me abochorna. ¡No contento con pedirle que cantara esa pieza, solicitas que la repita!
—Considerándolo bajo la perspectiva de los rumores que han llegado a mis oídos hoy, pensé que la canción sobre Lorac Caladon era muy apropiada —respondió lánguidamente el otro elfo.
Konnal asestó a su amigo una mirada cortante, fruncido el entrecejo.
—He sabido que... —Calló y echó un vistazo a sus invitados—. Ven, demos un paseo alrededor del estanque.
Los dos se apartaron de los otros invitados. Libres ahora de la coercitiva presencia del general, los elfos se reunieron en pequeños grupos, sus voces sibilantes por la contenida excitación, ansiosos por hablar de los rumores que eran la comidilla de la capital.
—No era necesario que nos apartásemos —observó Glauco mientras miraba hacia la mesa con las viandas—. Todo el mundo ha oído lo mismo.
—Sí, pero se refieren a ello como un rumor. Yo tengo la confirmación —añadió, sombrío, Konnal.
—¿Lo sabéis a ciencia cierta? —inquirió Glauco.
—Tengo mis fuentes de información entre los Kirath. El hombre lo vio, habló con él. Al parecer, el joven es la viva imagen de su padre. Es Silvanoshei Caladon, hijo de Alhana Starbreeze y nieto del difunto y no llorado rey Lorac.
—¡Pero eso es imposible! —manifestó Glauco—. Las últimas noticias que teníamos sobre el paradero de esa maldita bruja, su madre, eran que pululaba por el exterior del escudo y que su hijo se encontraba con ella. Nada ni nadie puede penetrar el escudo. —El elfo se mostró firme en su aserto.
—Entonces, su llegada debe de ser un milagro, como afirman —instó secamente Konnal mientras señalaba con un ademán a sus cuchicheantes invitados.
—¡Bah! Debe de tratarse de un impostor. Vaya, sacudís la cabeza. —Glauco contemplaba al gobernador con incredulidad—. ¡Os habéis tragado ese cuento!
—Mi fuente de información es Drinel. Como ya sabes, posee gran destreza con la sonda de la verdad —replicó el general—. No cabe duda. El joven pasó la prueba. Drinel vio en su corazón. Al parecer, sabe más sobre lo que le ha ocurrido que el mismo joven.
—Y ¿qué es lo que le pasó? —inquinó Glaucos, enarcando levemente su delicada ceja.
—La noche de la terrible tormenta, Alhana y sus rebeldes se preparaban para lanzar un ataque general contra el escudo cuando su campamento fue asaltado por ogros. El joven corrió a pedir ayuda a lo humanos de la Legión de Acero, prueba de lo bajo que ha caído esa mujer. Entonces le cayó cerca un rayo. El chico resbaló y rodó por un barranco. Perdió el sentido. Al parecer, cuando volvió en sí, se encontraba dentro del escudo.
Glauco se frotó el mentón con gesto pensativo. La barbilla era delicada, su rostro hermoso. Los ojos almendrados eran grandes y penetrantes. Cualquier movimiento que hiciera resultaba garboso, elegante Su cutis no tenía tacha, con la piel tersa y pálida. Sus rasgos estaban perfectamente formados.
A los ojos humanos, todos los elfos eran hermosos. Los sabios decían que eso explicaba la animosidad existente entre ambas razas. Los humanos, incluso los más agraciados, no podían evitar sentirse feos en comparación. Los elfos, que veneraban la belleza, veían gradación de hermosura entre su propia raza, pero ya fuese mayor o menor, siempre veían belleza. Y en una tierra de beldad, Glauco era el más hermoso.
En ese momento, la apostura de Glauco, su perfección, irritaban a Konnal lo indecible.
El general desvió la mirada hacia el estanque. Dos nuevos cisnes se deslizaban sobre la espejada superficie. Konnal se preguntó cuánto vivirían, confió en que duraran más que la pareja anterior. Se estaba gastando una fortuna en cisnes, pero el estanque parecía lóbrego y vacío sin ellos.
Glauco era un favorito de la corte, cosa extraña habida cuenta de que era el responsable de que muchos miembros de la corte elfa hubiesen perdido su posición, su influencia y su poder. Claro que nadie lo culpó jamás a él, sino a Konnal, el responsable de su destitución.
«Mas, ¿qué otra cosa podía hacer? —se preguntó el general—. Esas personas no eran dignas de confianza. ¡Incluso algunas conspiraban contra mí! De no ser por Glauco, quizá no me habría enterado nunca.»
Nada más introducirse en el séquito de Konnal, Glauco empezó a sacar a la luz algo malo de todos aquellos en quienes el general confiaba. A un ministro se lo había oído defender a Porthios. De otra, se contaba que antaño, cuando era joven, había estado enamorada de Dalamar el Oscuro. A otro se lo convocó para dar explicaciones por haber manifestado su desacuerdo con Konnal en relación con un asunto de impuestos. Y llegó el día en que el general cayó en la cuenta de que sólo le quedaba un consejero, y ése era Glauco.
La excepción era Kiryn, su sobrino. Glauco no ocultaba su afecto por el joven, lo halagaba, le compraba pequeños obsequios, reía de buena gana con sus chistes y lo colmaba de atenciones. Los cortesanos que buscaban el favor de Glauco le tenían una gran envidia. Por su parte, Kiryn habría preferido con mucho no ser santo de su devoción; desconfiaba de Glauco, aunque no habría sabido decir por qué.
Sin embargo, el joven no osaba pronunciar una sola palabra en su contra. Nadie osaba decir nada contra Glauco. Era un hechicero poderoso, el más poderoso habido jamás en Silvanesti, incluido el elfo oscuro Dalamar.
Glauco había llegado a Silvanost poco después de que empezara la Purga de Dragones. Dijo ser un representante de los elfos que servían en la torre de Shalost, un monumento erigido en la zona occidental de Silvanesti, donde yacía el cuerpo del druida Waylorn Wyvernsbane. A pesar de que los dioses de la magia se habían marchado, el encantamiento se mantenía en torno al ataúd de cristal en que el héroe de los elfos se conservaba como una reliquia. Con cuidado de no perturbar el descanso del muerto, los hechiceros elfos, desesperados por recobrar su magia, habían intentado tomar y utilizar parte del encantamiento.
—Tuvimos éxito —había informado Glauco al general—. Es decir —añadió con apropiada modestia—, lo tuve yo.
Por temor a los grandes dragones, que estaban diezmando al resto de Ansalon, Glauco había trabajado con los moldeadores de árboles para discurrir un medio que protegiese a Silvanesti de la rapacidad de los reptiles. Los moldeadores, actuando bajo la dirección de Glauco, habían hecho crecer el que se daría en llamar el Árbol Escudo. Rodeado por su propia barrera mágica a través de la cual nada podía penetrarla para dañarlo, el árbol se plantó en los Jardines de Astarin y allí fue objeto de gran admiración.
Cuando Glauco propuso al gobernador y general que se levantase un escudo mágico sobre todo Silvanesti, Konnal experimentó una abrumadora sensación de alivio y agradecimiento. Fue como si le quitasen un gran peso de encima. La nación quedaría protegida, verdaderamente a salvo. A salvo de dragones, ogros, humanos, elfos oscuros; a salvo del resto del mundo. Lo había sometido a votación de los Cabezas de Casas; la aprobación de la propuesta fue unánime.
Glauco levantó el escudo y se convirtió en el héroe de los elfos, algunos de los cuales hablaban ya sobre erigirle un monumento. Entonces las plantas de los Jardines de Astarin empezaron a marchitarse; llegaban informes de que árboles, plantas y animales que vivían en los límites de la barrera mágica también estaban pereciendo. Los habitantes de Silvanost y de otras poblaciones elfas empezaron a caer víctimas de una extraña enfermedad que parecía consumirlos hasta que morían. Los Kirath y otros rebeldes sostenían que era a causa del escudo. Glauco respondió que era una plaga traída al país por los humanos antes de instalar la barrera, y que sólo ésta impediría que el resto de la población sucumbiese.