—¿Era ése el dragón que mató a los kenders? —preguntó con un hilo de voz.
—No. Aquél era uno más grande aún. Una hembra Roja llamada Malys.
Un dragón aún más grande. Tas no podía imaginárselo y se disponía a decir que le gustaría ver a un reptil tan descomunal, cuando comprendió con absoluta certeza que, para ser sincero, no le apetecía nada.
—¿Qué demonios me pasa? —gimió, consternado—. Tengo que haber contraído alguna enfermedad. ¡No siento curiosidad! ¡No quiero ver un Dragón Rojo que podría ser más grande que Palanthas! No parezco yo.
Eso último desembocó en una idea sorprendente, tanto que Tas casi se cayó de la yegua.
—¡A lo mejor no soy yo!
Tasslehoff meditó sobre ello. Después de todo, nadie había creído que era él, salvo Caramon, que para entonces estaba bastante viejo y casi muerto, así que quizá su opinión no contaba. Laura había dicho que creía que Tasslehoff era Tasslehoff, pero probablemente sólo lo dijo por educación, de modo que tampoco ella contaba. Gerard había manifestado que era de todo punto imposible que fuese Tasslehoff, y lord Vivar había asegurado lo mismo; los dos eran Caballeros de Solamnia, lo que significaba que eran listos y seguramente sabían lo que decían.
—Eso lo explicaría todo —se dijo Tas, cada vez más alegre conforme lo pensaba—. Explicaría por qué nada de lo que me pasó la primera vez que asistí al funeral de Caramon ocurrió la segunda vez: porque no era a mí a quien le estaba pasando, sino a alguien completamente distinto. Pero, en ese caso —añadió, hecho un lío—, si no soy yo, ¿quién soy?
Reflexionó sobre aquello durante casi un kilómetro.
—Una cosa es segura —concluyó—. No puedo seguir llamándome Tasslehoff Burrfoot. Si topo con el verdadero, se enfadará por haber cogido su nombre, como me pasó a mí cuando descubrí que había otros treinta y siete Tasslehoff Burrfoot. Treinta y nueve, contando los perros. Supongo que tendré que devolverle el ingenio mágico de viajar en el tiempo. Me pregunto cómo habrá acabado en mi poder. Ah, claro. Se le debió de caer.
Tas taconeó a la yegua en los flancos. El animal saltó y trotó hasta llegar a la altura del caballero.
—Discúlpame, sir Gerard —empezó.
El caballero lo miró y frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres? —inquirió fríamente.
—Sólo quería decirte que he cometido un error —anunció con mansedumbre—. No soy la persona que dije que era.
—¡Menuda novedad! —gruñó Gerard—. ¿Quieres decir que no eres Tasslehoff Burrfoot, que lleva muerto varias décadas?
—Creía que lo era —contestó, melancólico. La idea le resultaba más difícil de admitir de lo que pensaba—. Pero el caso es que no puedo serlo. Verás, Tasslehoff Burrfoot era un héroe, no tenía miedo de nada. Y no creo que él hubiese experimentado esa sensación tan rara que tuve cuando el dragón nos sobrevoló. Pero sé lo que me pasa.
Esperó a que el caballero preguntara cortésmente, pero no ocurrió nada, de modo que Tas le dio la información por propia iniciativa.
—Tengo magnesia —anunció solemnemente.
—¿Que tienes qué? —dijo Gerard esta vez, aunque no lo hizo de un modo muy cortés.
—Magnesia. —Tas se llevó la mano a la frente para comprobar si podía sentirla—. No sé bien cómo coge magnesia la gente. Creo que tiene algo que ver con la leche. Pero recuerdo que Raistlin decía que una vez conoció a alguien que la sufría y que esa persona no podía recordar quién era o por qué estaba donde estaba o dónde había dejado las gafas o ninguna otra cosa. Así que debo de tener magnesia, porque ésa es exactamente mi situación.
Resuelto aquello, Tasslehoff —o, más bien, el kender que solía pensar que era Tasslehoff— se sintió muy orgulloso de saber que había llegado a una conclusión tan importante.
—Claro que —añadió con un suspiro—, mucha gente como tú, que espera que sea Tasslehoff, va a sufrir una triste desilusión cuando descubra que no lo soy. Pero tendréis que asumirlo.
—Intentaré sobrellevarlo —replicó secamente Gerard—. Y ahora, ¿por qué no haces un esfuerzo y lo piensas bien para ver si puedes «recordar» la verdad sobre quién eres?
—No me importaría recordar la verdad —repuso Tas—. Pero tengo la sensación de que la verdad no quiere recordarme a mí.
Los dos siguieron viajando a través de un mundo silencioso hasta que por fin, para alivio de Tasslehoff, se oyó un sonido, el sordo retumbo de las aguas violentas de un río que espumeaba y bullía, como ofendido por estar aprisionado entre sus rocosas riberas. Los humanos lo llamaban el río de la Rabia Blanca. Su curso marcaba la frontera septentrional del reino elfo de Qualinesti.
Gerard aflojó la marcha; al girar un recodo de la calzada tuvieron el río a la vista, una ancha corriente espumajosa que saltaba por encima y alrededor de negras rocas, brillantes por la humedad.
El día tocaba a su fin y los bosques se envolvían en la oscuridad que anunciaba la noche. Sobre el río seguía habiendo luz y el agua brillaba con el arrebol; merced a su reflejo avistaron a lo lejos un angosto puente que salvaba el río. Una barrera bajada protegía el puente, y los guardias vestían la misma armadura negra que llevaba Gerard.
—¡Ésos son caballeros negros! —exclamó, estupefacto, Tasslehoff.
—¡Baja la voz! —ordenó severamente Gerard. Desmontó, sacó la mordaza que llevaba guardada en el cinturón y se acercó al kender—. Recuerda que el único modo de que podamos ver a tu presunto amigo Palin Majere es que nos dejen pasar.
—Pero ¿por qué hay caballeros negros aquí, en Qualinesti? —preguntó Tas, que habló muy deprisa, antes de que Gerard tuviese tiempo de amordazarlo.
—Beryl gobierna el reino. Esos caballeros son sus supervisores. Hacen cumplir sus leyes y recaudan los impuestos y el tributo que los elfos pagan para seguir con vida.
—Oh, no —se lamentó el kender, que sacudió la cabeza—. Tiene que haber algún error. Los caballeros negros fueron expulsados por las fuerzas combinadas de Porthios y Gilthas, en el año...
Todo lo demás que dijo Tas quedó reducido a unos ruidos ahogados, ya que el caballero le puso la mordaza en la boca y se la ató con un nudo fuerte detrás de la cabeza.
—Sigue diciendo cosas así y ya no tendré que amordazarte. Todo el mundo pensará que estás loco.
—Si me contaras lo que ha pasado, entonces no tendría que hacer preguntas —argumentó Tas, que se había quitado la mordaza.
Gerard, exasperado volvió a ponérsela.
—Los Caballeros de Neraka tomaron Qualinesti durante la Guerra de Caos y han mantenido la nación bajo su control desde entonces —explicó mientras ataba el nudo—. Estaban dispuestos a ir a la guerra contra la gran Verde cuando ésta exigió que le entregaran el territorio. Beryl fue lo bastante lista para darse cuenta de que no precisaba luchar, que los caballeros le serían de utilidad, y formó una alianza con ellos. Los elfos pagan tributo, los caballeros lo recaudan y entregan un porcentaje, uno muy cuantioso, al dragón, y ellos se quedan con el resto. El dragón prospera. Los caballeros prosperan. Los que pierden son los elfos.
—Supongo que eso debió de ocurrir mientras tenía magnesia —comentó Tas, tras soltar uno de los extremos de la mordaza.
Gerard ató el nudo aún más fuerte y añadió, irritado:
—Se dice «amnesia», maldita sea. ¡Y cierra el pico de una vez!
Montó de nuevo en el caballo y los dos se encaminaron hacia el puente. Los guardias estaban alertas y probablemente esperaban su llegada, advertidos de su presencia por el dragón, ya que no parecieron sorprendidos al verlos salir de las sombras del bosque. Los centinelas eran caballeros armados con alabardas, pero fue un elfo, vestido con ropas verdes y reluciente cota de malla, el que les salió al paso para interrogarlos. Le seguía un oficial de los Caballeros de Neraka, el cual se quedó detrás del elfo, observando.
El elfo los miró a ambos, en particular al kender, con desdén.
—El reino elfo de Qualinesti está cerrado a todos los viajeros por orden de Gilthas, Orador de los Soles —anunció en Común—. ¿Qué os trae por aquí?
Gerard sonrió con sorna ante lo irónico de tal aserto.
—Traigo nuevas urgentes para el gobenador militar Medan —anunció y sacó del guantelete de cuero negro un papel muy manoseado que entregó con la actitud aburrida de quien ya ha hecho lo mismo muchas veces.
El elfo ni siquiera miró el papel; se limitó a pasárselo al oficial de los caballeros. El hombre le prestó más atención, lo examinó a fondo y luego hizo lo propio con Gerard. A continuación se lo devolvió a éste, que lo recogió y volvió a guardarlo dentro del guante.
—¿Qué asunto tienes que tratar con el gobernador militar Medan, capitán? —inquirió el oficial.
—Le traigo algo que quiere, señor —repuso Gerard, que señaló con el pulgar a Tas—. Este kender.
—¿Y por qué le interesa un kender al gobernador militar?
—Hay una orden de arresto contra este ratero, señor. Robó un artefacto importante a los Caballeros de la Espina, un ingenio mágico que supuestamente perteneció antaño a Raistlin Majere.
El elfo parpadeó al oír aquello, y miró a la pareja con mayor interés.
—No he oído nada sobre una orden de captura —manifestó el oficial, frunciendo el entrecejo—. Ni sobre un robo, dicho sea de paso.
—Eso no es de sorprender, señor, si se tiene en cuenta que están involucrados los Túnicas Grises —apuntó Gerard con una sonrisa irónica, al tiempo que echaba una ojeada furtiva en derredor.
El oficial asintió y enarcó una ceja. Los Túnicas Grises eran hechiceros; actuaban en secreto e informaban a sus propios oficiales, trabajando en la consecución de sus objetivos y ambiciones, los cuales podían coincidir, o no, con los del resto de la caballería. En consecuencia, despertaban un gran recelo en los caballeros guerreros, quienes veían a los Caballeros de la Espina con la misma desconfianza que los hombres de armas habían sentido desde hacía siglos por los que utilizaban magia.
—Hablame de ese delito —pidió el oficial—. ¿Dónde y cuándo se cometió?
—Como sabéis, los Túnicas Grises han estado rastreando el bosque de Wayreth en busca de la mágica y esquiva Torre de la Alta Hechicería. Fue durante esa búsqueda cuando descubrieron el ingenio. Ignoro cómo o dónde, señor, ya que no se me dio esa información. Los Túnicas Grises transportaban el objeto a Palanthas para estudiarlo más a fondo e hicieron un alto en una posada para pasar la noche. Fue allí donde se produjo el robo del artefacto. Los Túnicas Grises lo echaron en falta a la mañana siguiente, cuando se despertaron —añadió Gerard, que puso los ojos en blanco en un gesto significativo—. Este kender lo había robado.
«¡De modo que así es como lo conseguí! —se dijo para sus adentros Tas, fascinado—. Qué extraordinaria aventura. Lástima que no pueda recordarla.»
—Condenados Túnicas Grises —rezongó el oficial—. Borrachos como una cuba, a buen seguro, y mientras transportaban un objeto valioso. Típico de su arrogancia.
—Sí, señor. El delincuente huyó con el botín a Palanthas. Se nos ordenó que estuviésemos pendientes de un kender que podría intentar comerciar con objetos robados. Vigilamos las tiendas de productos mágicos y así fue como lo prendimos. Y ha sido un viaje largo y agotador para traer a este pequeño demonio hasta aquí, vigilándolo día y noche.
Tas procuró adoptar un aire muy feroz.
—Lo imagino —dijo, comprensivo, el oficial—. ¿Se recuperó el ingenio?
—Me remo que no, señor. Afirma que lo ha «perdido», pero el hecho de que lo sorprendiéramos en la tienda de productos mágicos nos hace pensar que lo escondió en alguna parte, con intención de recuperarlo cuando hubiese cerrado un trato. Los Caballeros de la Espina se proponen interrogarlo para sacarle dónde lo tiene oculto. De no ser por eso, naturalmente nos habríamos ahorrado las molestias. —Gerard se encogió de hombros—. Habríamos ahorcado a esta pequeña rata, simplemente.
—El cuartel general de los Túnicas Grises se encuentra hacia el sur. Todavía siguen buscando esa maldita torre. Una pérdida de tiempo, si quieres saber mi opinión. La magia ha desaparecido del mundo otra vez y, por mí, en buena hora.
—Sí, señor —contestó Gerard—. Tengo instrucciones de informar al gobernador militar Medan en primer lugar ya que el asunto está bajo su jurisdicción, pero si creéis que debo proceder directamente...
—Preséntate ante Medan antes, no faltaba más. Aunque no sea nada más que eso, se reirá un rato con esta historia. ¿Necesitas ayuda con el kender? Puedo prescindir de uno de mis hombres.
—Gracias, señor, pero como podéis ver está a buen recaudo. No preveo problemas.
—Continúa, pues, capitán —dijo el oficial, que indicó con un ademán que se levantara la barrera—. Una vez que hayas entregado a esa sabandija, vuelve por aquí. Abriremos una botella de aguardiente enano y me pondrás al corriente de lo que pasa en Palanthas.
—Así lo haré, señor —contestó Gerard al tiempo que saludaba.
Cruzó la barrera, seguido por Tasslehoff, atado y amordazado. El kender se habría despedido amistosamente agitando las manos esposadas, pero consideró que ese comportamiento no encajaba con su nueva identidad como salteador de caminos, ladrón de valiosos artefactos mágicos. Le gustaba bastante esa nueva personalidad y decidió que trataría de ser digno de ella. En consecuencia, en lugar de saludar con la mano dirigió una mirada feroz y ceñuda al caballero mientras pasaba ante él.
El elfo había permanecido plantado en el camino durante todo el rato, guardando un aburrido y deferente silencio. Ni siquiera esperó a que la barrera volviera a bajar para regresar a la caseta de guardia. El ocaso había dado paso a la noche y dentro habían encendido antorchas. Tasslehoff, que echó un vistazo por encima del hombro mientras la yegua pasaba por el puente de madera, vio agacharse al elfo bajo una antorcha y sacar una bolsa de cuero. Un par de caballeros se arrodillaron en el suelo y empezaron a jugar a los dados. Lo último que alcanzó a atisbar fue que el oficial se reunía con ellos, llevando consigo una botella. Pocos viajeros pasaban por esta ruta desde que el dragón patrullaba las calzadas. Su servicio de guardia debía de ser aburrido y solitario.
El kender indicó mediante un gruñido que le gustaría hablar sobre lo bien que les había ido en el puesto de guardia —en especial deseaba saber más detalles sobre su osado robo—, pero Gerard no le hizo ningún caso. No se alejó del puente a galope, pero, cuando ya estuvo fuera del alcance de la vista, azuzó a
Negrillo
para que acelerara el paso a un trote vivo.