Los Caballeros de Neraka (35 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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¿Y qué ocurriría una vez que hubiesen llegado allí? ¿Cómo se proponía atravesar el escudo mágico que hasta el momento había frustrado todos los intentos de penetrarlo? Samuval no se lo preguntó; tampoco le preguntó cómo sabía las posiciones de las tropas de los ogros o que sostenían combates con la Legión de Acero y los elfos oscuros. Los Caballeros de Neraka habían enviado exploradores a territorio ogro, pero ninguno regresó vivo para informar de lo que había visto. El capitán no le preguntó a Mina cómo se proponía ocupar Silvanesti con un contingente tan reducido, una fuerza que estaría diezmada para cuando llegara a su destino. Samuval no le hizo ninguna de esas preguntas.

Tenía fe. No necesariamente en aquel dios único, pero sí en Mina.

13

El azote de Ansalon

Que el extraño acontecimiento que sorprendió a Tasslehoff Burrfoot ocurriera la quinta noche de su viaje a Qualinesti, bajo la custodia de sir Gerard, tenía su explicación en el hecho de que, aun cuando los días eran soleados y cálidos, muy adecuados para viajar, por el contrario durante las noches se nublaba y lloviznaba. Hasta la quinta. Esa noche el cielo se mantuvo despejado, la temperatura era cálida y la suave brisa llegaba colmada de los sonidos del bosque: grillos, buhos y algún que otro aullido de lobo.

Lejos, al norte, cerca de Sanction, Galdar el minotauro corría por la calzada que conducía a Khur. En el distante sur, en Silvanesti, Silvanoshei hacía su entrada en Silvanost como se había planeado, triunfal y a bombo y platillo. Toda la población de la capital elfa salió a darle la bienvenida y a mirarlo con maravillada sorpresa. Silvanoshei se quedó impresionado y desasosegado al ver los pocos elfos que quedaban en la ciudad. Sin embargo no lo comentó con nadie, y fue recibido con la adecuada ceremonia por el general Konnal y un hechicero elfo de blanca túnica, quien se granjeó de inmediato la simpatía del joven con sus modales encantadores.

Mientras Silvanoshei cenaba manjares elfos servidos en platos de oro y bebía vino espumoso en copas de cristal, y mientras Galdar masticaba carne seca sin hacer un alto en su marcha, Tasslehoff y Gerard tomaban su acostumbrada e insípida ración de pan cenceño y cecina, acompañada con agua corriente y moliente. Habían cabalgado hasta Gateway, donde pasaron ante varias posadas cuyos propietarios se encontraban en la puerta, con mala cara. Esos mismos posaderos se habrían negado en redondo a acoger a un kender antes de que el dragón cerrase las calzadas. Ahora, por el contrario, habían salido apresuradamente para ofrecerles alojamiento y comida por el insólito precio de una pieza de acero.

Gerard no les hizo el menor caso y siguió cabalgando sin dirigirles siquiera una mirada. Tasslehoff había soltado un profundo suspiro mientras dirigía una ojeada anhelante a las posadas que dejaban atrás. Cuando insinuó que una jarra de cerveza fría y un plato de comida caliente sería un cambio agradable, Gerard contestó que no y que cuanto menos llamaran la atención mejor para todos.

Así pues, continuaron hacia el sur siguiendo una nueva calzada que pasaba cerca del río y que, según Gerard, había sido construida por los Caballeros de Neraka para mantener las líneas de suministro a Qualinesti. Tas se había preguntado por qué los Caballeros de Neraka estaban interesados en abastecer a los qualinestis, pero dedujo que debía de tratarse de un nuevo proyecto que el rey Gilthas había establecido.

El kender y el caballero habían dormido al aire libre, bajo la llovizna, durante las últimas cuatro noches. La quinta noche hizo buen tiempo. Como era habitual, el sueño sorprendió al kender antes de que éste se encontrara preparado para recibirlo. Se despertó en mitad de la noche, con brusquedad, a causa de una luz que le daba en los ojos.

—¡Eh! ¿Qué es eso? —demandó en voz alta. Apartó la manta, se levantó de un brinco y empezó a sacudir al caballero por el hombro—. ¡Sir Gerard, despierta! —gritó Tasslehoff—. ¡Sir Gerard!

El hombre se despertó al instante y asió su espada.

—¿Qué pasa? —Miró en derredor, alerta a cualquier peligro—. ¿Has oído algo? ¿Has visto algo?

—¡Eso, ahí mismo! —Tasslehoff cogió la barbilla del caballero y señaló.

Gerard dirigió una mirada extremadamente severa al kender.

—¿Te parece gracioso?

—Oh, no. Me parecería gracioso si, por ejemplo, yo dijera «¡Cuidado, Gerard!», y tú «¿Qué pasa, qué has visto?», y yo «¡Esa hez de minotauro!», y tú «¡Canalla! ¿Dónde?», y yo comentara «Ahí mismo. Vaya, acabas de
pisarla».
Para mí, eso es gracioso. A lo que me refiero ahora es a esa luz extraña que hay en el cielo.

—Es la luna —replicó Gerard, prietos los dientes.

—¡No! —Tasslehoff no salía de su asombro—. ¿De verdad?

Volvió a mirarla. Tenía cierta semejanza con la luna: era redonda, se encontraba suspendida en el cielo, junto con las estrellas, y brillaba. Pero ahí terminaba todo parecido.

—Si ésa es Solinari —dijo al tiempo que observaba el satélite con escepticismo—, entonces ¿qué le ha pasado al dios? ¿Está enfermo?

Gerard no respondió. Volvió a tumbarse, dejó la espada al alcance de la mano y, agarrando el pico de la manta, se enrolló en ella.

—Duérmete —instó fríamente—, y no te despiertes hasta la mañana.

—¡Pero quiero saber lo de la luna! —insistió el kender, que se acuclilló junto al caballero, en absoluto amilanado por el hecho de que Gerard le diera la espalda, tuviese tapada la cabeza con la manta, y fuese obvia su irritación por haber sido despertado tan bruscamente sin motivo. Hasta su espalda denotaba exasperación—. ¿Qué ocurrió para que Solinari tenga ese aspecto pálido y enfermizo? ¿Y dónde está la preciosa Lunitari? Supongo que también me preguntaría dónde está Nuitari si pudiese ver la luna negra, cosa que no puedo, así que sería posible que se encontrara ahí y yo no lo sabría...

Gerard se giró repentinamente. Su cabeza asomó por el borde de la manta, dejando a la vista unos ojos nada amistosos.

—Sabes perfectamente bien que a Solinari no se la ha visto en el cielo desde el final de la Guerra de Caos. Y tampoco a Lunitari. De modo que déjate de estupideces. Voy a dormirme, y no quiero despertarme por nada que sea menos importante que una invasión de hobgoblins. ¿Queda claro?

Gerard volvió a darse la vuelta y a cubrirse la cabeza.

Tas siguió hablando hasta que oyó que el caballero empezaba a roncar. Le dio un empujoncito en el hombro, para probar, pero sin resultado. El kender pensó que quizá debería abrirle uno de los párpados para ver si dormía realmente o sólo fingía hacerlo, un truco que jamás le había fallado con Flint, aunque por lo general acababa con el iracundo enano persiguiéndolo por la habitación con un atizador.

No obstante, Tas tenía otras cosas en que pensar, así que dejó en paz al caballero y volvió a su manta. Se tumbó boca arriba, con las manos enlazadas debajo de la cabeza, y contempló la extraña luna que le devolvía la mirada sin la menor señal de reconocimiento. Eso le dio una idea a Tas, que apartó la vista de la luna y la dirigió a las estrellas, buscando sus constelaciones favoritas.

También habían desaparecido. Los astros que veía ahora eran fríos, distantes y desconocidos. La única estrella amistosa que había en el firmamento nocturno era una roja que brillaba intensamente, cerca de la extraña luna. Tenía un brillo cálido y reconfortante que aliviaba la fría sensación de vacío en la boca del estómago de Tas, cosa que por lo general significaba que necesitaba comer algo pero que el kender sabía ahora, tras años de correr aventuras, que era el modo en que su cuerpo le decía que algo no iba bien. De hecho, había sentido algo muy parecido cuando el pie del gigante se levantó sobre su cabeza.

Tas mantuvo la vista fija en la estrella roja y, al cabo de un rato la sensación de frialdad y vacío dejó de ser tan dolorosa. Justo cuando empezaba a sentirse más cómodo y había apartado de su mente las ideas sobre la extraña luna, las estrellas poco amistosas y el impresionante gigante, justo cuando empezaba a disfrutar de la noche, el sueño lo sorprendió y se apoderó nuevamente de él.

El kender deseaba seguir hablando sobre la luna al día siguiente, y lo hizo, pero sólo consigo mismo. Gerard no respondió a ninguna de las innumerables preguntas de Tasslehoff ni se volvió para mirarlo, limitándose a cabalgar al paso, con las riendas de la yegua de Tas asidas en la mano.

El caballero permaneció callado, aunque se mantuvo alerta, escudriñando constantemente el horizonte. El mundo entero parecía guardar silencio aquel día, una vez que Tasslehoff dejó de parlotear, cosa que hizo al cabo de unas dos horas. Y no porque se aburriera de hablar consigo mismo, sino por tener que responderse a sí mismo. No se cruzaron con nadie en el camino, e incluso los sonidos de otras criaturas vivas habían cesado. Ningún pájaro trinaba. Ninguna ardilla cruzaba corriendo la calzada. Ningún venado caminaba en las sombras del bosque ni huía al verlos, la blanca cola levantada en un gesto de alarma.

—¿Dónde están los animales? —preguntó Tas a Gerard.

—Escondidos —respondió el caballero; eran las primeras palabras que pronunciaba en toda la mañana—. Tienen miedo.

El aire no se movía, como si el mundo estuviese conteniendo la respiración por temor a ser descubierto. Ni siquiera se movían las hojas de los árboles, y Tas tuvo la sensación de que si hubiesen podido hacerlo, habrían sacado las raíces del suelo y habría echado a correr.

—¿De qué tienen miedo? —preguntó el kender con interés al tiempo que miraba alrededor, animado, esperando ver un castillo encantado o una mansión derruida o, al menos, una cueva espeluznante.

—De la gran hembra de Dragón Verde, Beryl. Nos encontramos en las llanuras del Oeste, así que hemos entrado en su territorio.

—Te has referido muchas veces a esa Verde, pero yo nunca había oído hablar de ella. El único Dragón Verde que conozco se llamaba Cyan Bloodbane. ¿Quién es esa Beryl? ¿De dónde vino?

—¿Quién sabe? —repuso, impaciente, Gerard—. Del otro lado del océano, supongo, junto con la gran Roja, Malystrix, y los otros ejemplares de su asquerosa especie.

—Bueno, pues si no es de por aquí, ¿por qué no va algún héroe y la ensarta con una lanza? —inquirió alegremente el kender.

Gerard frenó a su caballo y tiró de las riendas de la yegua, que trotaba detrás, con desgana, gacha la cabeza y tan aburrida como el propio kender. Llegó a la altura del corcel negro, sacudió la crin y miró, esperanzada, un rodal de hierba.

—¡No levantes la voz! —instó Gerard en tono bajo. Su aspecto era más severo que nunca—. Los espías de Beryl están por todas partes, aunque no los veamos. Está al tanto de todo cuanto ocurre en su reino, y hace una hora que entramos en él —añadió—. Me sorprendería mucho que no apareciese alguien a echarnos un vistazo... Ahí tienes. ¿Qué te decía?

Se había girado en la silla y oteaba atentamente hacia el oeste. Una gran mancha negra en el cielo crecía de tamaño a un ritmo constante, haciéndose más y más grande a cada momento. Mientras Tas observaba, vio cobrar forma a la mancha, con alas, una larga cola y un inmenso corpachón de color verde.

El kender había visto dragones antes, había cabalgado en ellos, había combatido contra ellos, pero jamás imaginó que vería un reptil tan inmenso como aquél. La cola parecía tan larga como la calzada por la que avanzaban; los dientes, alojados en las babeantes fauces, habrían podido pasar por las afiladas estacas de un fortín; los malignos ojos rojizos ardían con un fuego más intenso que el sol y parecían alumbrar con una luz cegadora todo aquello en lo que se posaban.

—Si tienes algún aprecio por tu vida o la mía, kender, no hagas ni digas nada —advirtió Gerard en un feroz susurro.

El reptil voló directamente hacia ellos al tiempo que movía la cabeza para estudiarlos desde todos los ángulos. El miedo al dragón cayó sobre ellos al igual que la sombra del reptil, ocultando la luz del sol y borrando todo vestigio de raciocinio y de cordura en sus mentes. La yegua se puso a temblar y a gimotear; el corcel negro relinchó de terror, corcoveó y coceó. Gerard se aferraba al aterrado animal, incapaz de calmarlo, presa del mismo terror. Tasslehoff miraba hacia arriba, boquiabierto. Experimentaba una sensación de lo más desagradable en la que se mezclaban una especie de retortijón en el estómago, un escalofrío en la espalda, un temblor de rodillas y manos sudorosas. A medida que la sensación le recorría el cuerpo, comprendió que no le gustaba en absoluto. Para rematarlo, notó un desagradable y paralizador frío en la cabeza.

Beryl los sobrevoló en círculo dos veces y al ver que sólo se trataba de uno de sus propios caballeros aliados con un kender prisionero, los dejó en paz y regresó volando perezosa y pausadamente a su cubil, mientras sus penetrantes ojos tomaban nota de todo cuanto se movía por su territorio.

Gerard se bajó del caballo y se quedó de pie junto al tembloroso animal, con la cabeza apoyada en el agitado flanco. Tenía el rostro extremadamente pálido y sudoroso y un temblor constante sacudía su cuerpo. Abrió y cerró la boca varias veces, y hubo un momento en que pareció a punto de vomitar, pero se recobró. Finalmente, su respiración se estabilizó.

—Me avergüenzo de mí mismo —dijo—. Ignoraba que pudiera experimentar un miedo así.

—Pues yo no estaba asustado —anunció Tas en una voz que parecía haberse contagiado del temblor de su cuerpo—. Ni pizca.

—Lo habrías estado si tuvieses un mínimo de sentido común —replicó Gerard.

—Lo que pasa es que, aunque en mis tiempos vi algunos dragones horrendos, jamás había visto uno tan...

La mirada torva de Gerard hizo que Tasslehoff dejase la frase sin terminar.

—Tan... imponente —rectificó el kender en voz alta, por si acaso alguno de los espías del dragón estaba escuchando—. Imponente —repitió. Luego susurró a Gerard:— Eso es una especie de cumplido, ¿verdad?

El caballero no contestó. Tranquilos ya él y su caballo, cogió de nuevo las riendas de la yegua y montó en el negro corcel. No se puso en marcha de inmediato, sino que continuó parado en mitad de la calzada un tiempo, con la mirada prendida en el oeste.

—Nunca había visto uno de los grandes dragones hasta ahora —dijo en voz queda—. No imaginaba que se pasaba tan mal.

Siguió inmóvil unos segundos más y luego, prietas las mandíbulas y pálida la tez, emprendió la marcha.

Tasslehoff lo siguió porque no podía hacer otra cosa, ya que el caballero llevaba las riendas de su yegua.

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