Galdar oyó murmullos a su espalda y se volvió rápidamente. En la tienda de los sanadores reinaba un profundo silencio. Todos habían oído las palabras de Mina. Los sanadores ya no fingían que trabajaban. Todo el mundo observaba, esperaba.
El minotauro sintió el roce de una mano en el hombro. Pensando que era Mina, se volvió. En cambio vio a la mujer, Durya, que un momento antes yacía, a punto de expirar. Su rostro seguía cubierto de sangre y persistía una terrible cicatriz, pero la carne estaba intacta y el ojo había vuelto a su lugar. Dio un paso, sonrió, e inhaló trémulamente.
—Mina me trajo de vuelta —dijo en tono asombrado, reverencial—. Me trajo de vuelta para servirla. Y lo haré. Hasta el fin de mis días.
Emocionada, con el rostro radiante, Durya salió de la tienda. Los heridos aclamaron y empezaron a repetir el nombre de Mina una y otra vez en tanto que los sanadores seguían a Durya con la vista, estupefactos, sin dar crédito a sus ojos.
—¿Qué está haciendo ahí? —demandó uno de ellos mientras intentaba entrar.
—Rezando —repuso hoscamente Galdar, que le cerró el paso—. Le diste permiso, ¿lo recuerdas?
El sanador se puso rojo de ira y se marchó precipitadamente. Galdar vio que se dirigía hacia la tienda del comandante.
—Sí, ve y cuéntale a lord Aceñas lo que has visto —musitó entre dientes el minotauro, jubiloso—. Cuéntaselo y empuja un poco más la espina que tiene enconada en el pecho.
Mina curó a todos y cada uno de los moribundos. Sanó al jefe de garra que había recibido una lanza en el vientre. Al soldado de infantería al que habían machacado los cascos de un caballo de batalla. Uno tras otro, los moribundos se levantaron de sus catres y se unieron a las aclamaciones de los otros heridos. La alababan y la bendecían, pero Mina desestimaba sus muestras de agradecimiento.
—Dad las gracias y ofreced vuestra lealtad al único dios verdadero —les decía—. Es su poder el que os ha curado.
Ciertamente parecía que contaba con ayuda divina, pues no se cansó ni le fallaron las fuerzas por muchos heridos que trató. Y fueron muchísimos. Cuando acabó de ayudar a los moribundos, pasó de un herido a otro poniendo sus manos sobre ellos, besándolos, alabando sus hazañas en la batalla.
—El poder de curación no viene de mí —les decía—. Viene del dios que ha vuelto para cuidar de vosotros.
A media noche, la tienda de los sanadores se había quedado vacía.
Siguiendo las órdenes de lord Aceñas, los místicos oscuros vigilaron de cerca a Mina para intentar descubrir su secreto y así desacreditarla, denunciándola como charlatana. Afirmaban que debía de recurrir a trucos o a la prestidigitación. Pincharon con alfileres miembros que había recompuesto con el propósito de demostrar que eran simples ilusiones, con el único resultado de ver fluir sangre de verdad. Le enviaron pacientes aquejados de terribles enfermedades contagiosas y a los que los propios sanadores tenían miedo de acercarse. Mina se sentó junto a los dolientes, impuso sus manos sobre las llagas y pústulas supuratorias y los exhortó a curarse en nombre del único dios, con éxito.
Los canosos veteranos susurraban que era como los clérigos de antaño, a quienes los dioses otorgaban poderes maravillosos. Aquellos clérigos, decían, habían sido capaces incluso de hacer volver a la vida a los muertos. Sin embargo, Mina no podía o no quería realizar esa clase de milagro. Los fallecidos recibían una atención especial por su parte, pero no les devolvía la vida a pesar de que se le suplicaba a menudo que lo hiciese.
—Hemos venido a este mundo a servir al único dios verdadero —manifestaba—. Del mismo modo que le servimos en este mundo, también los muertos realizan un servicio importante en el siguiente. Sería una equivocación traerlos de vuelta.
Siguiendo sus órdenes, los soldados habían llevado los cadáveres del campo de batalla —tanto de compañeros como de enemigos— y los habían colocado en largas hileras sobre la hierba ensangrentada. Mina se arrodilló al lado de cada uno de ellos, rezó sin tener en cuenta en qué bando había combatido, y encomendó su espíritu al dios anónimo. Después mandó enterrarlos en una fosa común.
Tanto insistió Galdar que, al tercer día de la batalla, Mina celebró un consejo con los mandos de los Caballeros de Neraka. En el grupo se encontraban casi todos los oficiales que antes habían estado bajo las órdenes de lord Aceñas y que, como un solo hombre, pidieron a Mina que se hiciese cargo del asedio de Sanction para que los condujese a lo que sin duda habría de ser una victoria rotunda sobre los solámnicos.
Mina rechazó sus súplicas.
—¿Por qué? —demandó el minotauro aquella mañana, la del quinto día, cuando la joven y él se encontraron a solas. Se sentía frustrado por su negativa—. ¿Por qué no lanzas el ataque? ¡Si conquistas Sanction, lord Aceñas no podrá tocarte! ¡No tendrá más remedio que reconocerte como uno de sus más valiosos oficiales!
Mina se hallaba sentada a una mesa grande que había ordenado instalar en su tienda. Sobre el tablero aparecían extendidos mapas de Ansalon. La joven había estudiado aquellos mapas todos los días; mientras los examinaba, sus labios se movían pronunciando para sus adentros los nombres de ciudades, villas y pueblos a fin de memorizar su ubicación. Interrumpió su trabajo para alzar la vista hacia el minotauro.
—¿Qué temes, Galdar? —preguntó en tono afable.
El minotauro frunció el entrecejo, y la piel por encima del hocico se arrugó en profundos pliegues.
—Mi temor es por ti, Mina. Quienes representan una amenaza para Targonne acaban desapareciendo. Nadie está a salvo con él. Ni siquiera nuestra anterior cabecilla, Mirielle Abrena. Se corrió la voz de que había muerto tras ingerir carne en mal estado, pero todo el mundo sabe la verdad.
—¿Y cuál es esa verdad? —inquirió la muchacha con aire abstraído. De nuevo examinaba los mapas.
—Que él ordenó que la envenenaran, por supuesto. Pregúntaselo directamente si alguna vez tienes ocasión de conocerlo. No lo negará.
—Mirielle es afortunada —suspiró Mina—. Está con su dios. Aunque la Visión que proclamaba era falsa, ahora conoce la verdad. Ha sido castigada por su presunción y ahora lleva a cabo grandes gestas en nombre del que no puede nombrarse. —Mina alzó de nuevo la mirada de los mapas—. En cuanto a Targonne, sirve al Único en este mundo, de modo que, por el momento, se le permitirá permanecer en él.
—¿Targonne? —Galdar soltó un sonoro resoplido—. Y tanto que sirve a un dios: el dinero.
Mina sonrió para sus adentros.
—No he dicho que Targonne sepa que está sirviendo al Único, Galdar. Pero lo hace. Ésa es la razón por la que no atacaré Sanction. Serán otros quienes disputen esa batalla. Sanction no nos incumbe a nosotros. Estamos llamados a una gloria mayor.
—¿Una gloria mayor? —El minotauro no salía de su asombro—. ¡No sabes lo que dices, Mina! ¿Qué mayor gloria puede haber que la conquista de Sanction? ¡Entonces la gente sabría que los Caballeros de Neraka son de nuevo una fuerza poderosa en este mundo!
La muchacha trazó una línea en el mapa con el dedo; una línea que se detuvo cerca de la parte sur.
—¿Y qué me dices de conquistar el gran reino elfo Silvanesti?
—¡Ja, ja! —El minotauro rió a mandíbula batiente—. Ahí me has pillado, Mina. Lo admito, sí, eso sería una magnífica victoria. Y también sería magnífico ver caer la luna del cielo a mi plato de desayuno, lo cual es tan probable que ocurra como lo primero.
—Lo verás, Galdar —dijo quedamente la joven—. Ven a informarme tan pronto como llegue el mensajero. Ah, otra cosa, Galdar...
—¿Sí, Mina? —El minotauro, que se había vuelto para marcharse, se detuvo.
—Ten cuidado —le advirtió. Sus iris ambarinos lo traspasaron como si fuesen puntas de flecha—. Tus mofas ofenden al Único. No vuelvas a cometer ese error.
Galdar sintió un intenso dolor en el brazo derecho; los dedos se le quedaron dormidos.
—Sí, Mina —murmuró. Salió de la tienda mientras se frotaba el brazo y dejó a la muchacha enfrascada en el mapa.
Galdar calculó que uno de los lacayos de Aceñas tardaría dos días en cabalgar hasta el cuartel general de los caballeros, en Jelek, otro para informar al Señor de la Noche Targonne, y dos más para el viaje de vuelta. Deberían tener alguna noticia ese día. Después de dejar la tienda de Mina, el minotauro deambuló por las inmediaciones del campamento, vigilando la calzada para ver llegar al jinete.
No estaba solo. El capitán Samuval y su compañía de arqueros se encontraban allí, así como muchos de los soldados al mando de Aceñas. Tenían prestas las armas. Habían jurado entre ellos que detendrían a cualquiera que intentase arrebatarles a Mina.
Todos los ojos permanecían fijos en el camino. Los piquetes que se suponía debían vigilar Sanction no dejaban de echar ojeadas en su dirección en lugar de mirar al frente, hacia la ciudad asediada. Lord Aceñas, que había hecho una incursión experimental fuera de su tienda tras la batalla y tuvo que regresar al interior rápidamente para esquivar una andanada de boñigas de caballo acompañada de abucheos y rechiflas, apartó las solapas de lona para otear con impaciencia la calzada, convencido en todo momento de que Targonne acudiría en ayuda de su comandante enviando tropas de apoyo para aplastar el motín.
Los únicos ojos en todo el campamento que no se volvieron hacia el camino fueron los de Mina. La muchacha permaneció en su tienda, absorta en su estudio de los mapas.
—¿Y ésa es la razón que dio para no atacar Sanction? ¿Que vamos a atacar Silvanesti? —comentó el capitán Samuval con Galdar mientras los dos seguían plantados junto a la calzada, esperando la llegada del mensajero. El capitán frunció el entrecejo—. ¡Qué disparate! No será que tiene miedo, ¿verdad?
Galdar se puso furioso y llevó la mano a la empuñadura de la espada, que desenvainó a medias.
—¡Debería cortarte la lengua por decir tal cosa! ¡La viste cabalgar sola contra la primera línea enemiga! ¿Dónde estaba su miedo entonces?
—Tranquilo, minotauro —dijo Samuval—. Guarda tu espada. No era mi intención faltarle al respeto. Sabes tan bien como yo que cuando la sangre hierve durante la batalla un hombre se cree invencible y realiza hazañas que jamás soñaría llevar a cabo en otro momento. Sería lógico que estuviese un poco asustada, ahora que ha tenido tiempo para asimilar la situación y darse cuenta de la enormidad de la tarea.
—No está asustada —gruñó Galdar mientras envainaba el arma—. ¿Cómo puede albergar miedo alguien que habla de la muerte con una expresión nostálgica e impaciente en los ojos, como si fuera a correr para abrazarla si pudiera, pero se ve obligada a seguir viviendo en contra de su deseo?
—Una persona puede sentir miedo de muchas cosas aparte de la muerte —arguyo Samuval—. Del fracaso, por ejemplo. Quizá teme que si conduce a sus fervientes seguidores a la batalla y falla, se vuelvan contra ella, como hicieron con lord Aceñas.
Galdar giró la astada cabeza para mirar hacia atrás, al lugar donde se encontraba la tienda de Mina, aislada, sobre una pequeña elevación, con el ensangrentado estandarte colgando delante. La tienda se hallaba rodeada de gente que aguardaba en silenciosa vigilia, confiando en verla fugazmente u oír su voz.
—¿La abandonarías ahora, capitán? —inquirió Galdar.
Samuval siguió la mirada del minotauro.
—No, no lo haría —contestó al cabo—. Y no sé por qué. Quizá me ha embrujado.
—Yo te diré la razón —manifestó el minotauro—. Es porque nos ofrece algo en que creer. Algo aparte de nosotros mismos. Me mofé de ese algo hace un rato —añadió humildemente mientras se frotaba el brazo, en el que todavía sentía un desagradable hormigueo—. Y lamento haberlo hecho.
Sonó un toque de trompeta. Los piquetes apostados en la entrada del valle anunciaban así al campamento que el esperado correo se aproximaba. Todos dejaron lo que tenían entre manos, aguzaron el oído y estiraron el cuello para ver mejor. Una gran multitud obstruía la calzada, y se apartó a los lados para dejar paso al mensajero, que llegaba a galope tendido. Galdar se apresuró a llevar la noticia a Mina.
Lord Aceñas salió de su tienda de mando en el mismo momento en que la muchacha abandonaba la suya. Seguro de que el jinete era mensajero de la ira de Targonne y de la promesa de una fuerza de caballeros armados para prender y ejecutar a la impostora, el comandante asestó una mirada feroz y triunfal a Mina. No le cabía duda de que su caída era inminente.
La muchacha ni siquiera le dirigió una ojeada; se limitó a quedarse fuera de su tienda, a la espera del desarrollo de los acontecimientos con impasible calma, como si supiera de antemano el desenlace.
El correo bajó del caballo y contempló con sorpresa a la multitud reunida alrededor de la tienda de Mina; se alarmó al reparar en que lo observaban con aire amenazador y torvo. No dejó de echar vistazos a su espalda mientras se acercaba para entregar un estuche de pergaminos a lord Aceñas. Los seguidores de Mina no le quitaron ojo de encima ni apartaron las manos de las empuñaduras de sus espadas.
Lord Aceñas arrebató el estuche de la mano del correo. Tan seguro estaba del contenido que no se molestó en retirarse al interior de su tienda para leerlo. Abrió el estuche de cuero, sencillo y sin adornos, sacó la misiva, rompió el sello y desenrolló el pergamino con un movimiento brusco. Incluso había cogido aire para anunciar el arresto de la advenediza.
Soltó el aire con un sonido silbante, como el de una vejiga de cerdo al romperse. Su rostro se tornó pálido y después, ceniciento. Brotaron gotitas de sudor en su frente; se pasó la lengua por los labios varias veces. Luego, arrugó la misiva y, tanteando como un ciego, manoseó las solapas de lona en un vano intento de abrirlas. Un asistente se adelantó para ayudarlo, pero lord Aceñas lo apartó de un empellón a la par que soltaba un gruñido salvaje y entraba en la tienda, cerrando tras de sí y atando las solapas.
El mensajero se volvió hacia la multitud.
—Busco a la jefe de garra llamada «Mina» —anunció en voz alta.
—¿Qué quieres de ella? —bramó un gigantesco minotauro que se adelantó entre la muchedumbre y se plantó ante el correo, desafiante.
—Traigo órdenes para ella del Señor de la Noche Targonne —repuso el mensajero.
—Dejadlo pasar —instó Mina.
El minotauro actuó como escolta del jinete y la multitud que le cerraba el paso se apartó y abrió un hueco que conducía desde la tienda de lord Aceñas hacia la de la muchacha.