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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Neraka (12 page)

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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—No llores, querida —dijo Caramon suavemente, sonriendo—. Tu madre se encuentra aquí conmigo y me cuidará. Estaré bien.

—¡Oh, papá! —sollozó Laura—. ¡No me dejes aún!

Los ojos de Caramon recorrieron la multitud reunida alrededor; el anciano sonrió e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza, como si saludase a alguien. Siguió buscando entre la gente y frunció el entrecejo.

—Pero ¿dónde está Raistlin?

Laura se sobresaltó, aunque musitó con voz enronquecida:

—Padre, tu hermano murió hace mucho, mucho tiempo.

—Dijo que me esperaría —manifestó Caramon, cuya voz sonó firme al principio pero luego fue perdiendo fuerza—. Debería estar aquí, como Tika. No lo entiendo. Algo no va bien. Tas... Todo lo que dijo Tas... Un futuro diferente...

Miró a Gerard y le hizo una seña para que se acercara. El caballero se arrodilló junto a él, más conmovido por la muerte del anciano de lo que habría podido imaginar.

—Sí, señor. ¿Qué queréis?

—Que me hagas una promesa... por tu honor... como caballero.

—Decidme. —Gerard suponía que el anciano iba a pedirle que cuidase de sus hijas o de sus nietos, uno de los cuales era también un caballero solámnico—. ¿Qué deseáis que haga?

—Dalamar sabrá qué es... Lleva a Tasslehoff hasta Dalamar. —La voz de Caramon volvía a ser de repente fuerte y firme y miraba al caballero con intensidad—. ¿Lo prometes? ¿Juras que lo harás?

—Pero, señor —balbuceó Gerard—, lo que me pedís es imposible. Nadie ha visto a Dalamar hace años. Casi todos creen que ha muerto. En cuanto al kender que se hace llamar Tasslehoff Burrfoot...

Caramon alargó la mano, manchada de sangre a causa de la caída, y asió la del reacio caballero con fuerza.

—Lo juro, señor —accedió finalmente Gerard.

El anciano sonrió y exhaló su último aliento con los ojos sin vida prendidos en Gerard. Su mano, incluso en la muerte, no soltó la del hombre joven, que tuvo que aflojarle los dedos; éstos le dejaron una mancha de sangre en la palma.

—Me complacerá acompañarte a ver a Dalamar, señor caballero, pero no puedo ir mañana —manifestó el kender entre hipidos y limpiándose las lágrimas con la manga de la camisa—. Tengo que hablar en el funeral de Caramon.

4

Un despertar extraño

El fuego había prendido en el brazo de Silvan; el joven no podía apagarlo y nadie venía en su ayuda. Llamó a Samar y a su madre, pero no hubo respuesta. Se sintió furioso, muy furioso, y dolido porque no acudieran en su auxilio, porque no le hiciesen caso. Entonces cayó en la cuenta de que la razón de que no acudiesen era que estaban enfadados con él. Les había fallado. Los había defraudado y ya no volverían con él...

Silvan despertó con un fuerte grito, abrió los ojos y vio sobre él una bóveda gris. Tenía la vista algo borrosa y confundió la masa grisácea que había en lo alto por el techo del túmulo funerario. El brazo le dolía y entonces recordó el fuego. Dio un respingo y se movió para apagar las llamas. El dolor le atravesó el brazo y asestó un mazazo en su cabeza. No vio llamas y comprendió, aturdido, que el fuego había sido un sueño. Sin embargo, el dolor del brazo izquierdo no era un sueño, sino algo muy real. Se examinó el miembro lo mejor que pudo, aunque cada movimiento de cabeza le costaba un respingo.

No cabía duda; lo tenía roto a la altura de la muñeca, y terriblemente hinchado, de un extraño color entre púrpura y verdoso. Se tendió y miró en derredor mientras se compadecía de sí mismo y se preguntaba por qué su madre no venía a su lado, cuando se encontraba tan mal...

—¡Madre! —Silvan se sentó tan bruscamente que el dolor le atenazó el estómago y le hizo vomitar.

No tenía ni idea de cómo había ido a parar allí ni dónde se encontraba, pero sí sabía dónde debería estar, y que lo habían enviado a buscar ayuda para su gente asediada. Miró alrededor intentando calcular la hora. Había pasado la noche y el sol brillaba en el cielo. Había confundido el dosel de hojas grises por el techo de la cripta; unas hojas muertas que colgaban fláccidas de las ramas, también muertas. No era una muerte natural, como a la llegada del otoño, que las inducía a que dejaran de asirse a la vida y las arrullaba en un sueño de rojos y dorados para luego ser arrastradas por el viento frío. La savia vital había sido absorbida de hojas y ramas, de tronco y raíces, dejándolos secos, momificados, pero todavía en pie, una ciscara hueca, una burda parodia de la vida.

Silvan jamás había visto una plaga de esa clase atacar a tantos árboles y su alma se encogió ante semejante vista. No obstante, no tenía tiempo para considerarlo. Tenía que cumplir su misión.

El cielo, allá arriba, mostraba un tono gris perlado, con una especie de brillo extraño que el joven achacó a las secuelas de la tormenta. Se dijo que no habían pasado tantas horas, que el ejército podía aguantar todo ese tiempo, que no les había fallado por completo, que todavía podía llevarles ayuda.

Debía entablillarse el brazo, de modo que buscó entre la maleza un palo grueso. Creyendo haberlo encontrado, alargó la mano para agarrarlo. El palo se desintegró entre sus dedos, se convirtió en polvo. Lo miró de hito en hito, sobresaltado. La ceniza estaba húmeda y tenía un tacto grasiento. Con un escalofrío de asco, se limpió la mano en la camisa, mojada por la lluvia.

Todo alrededor eran árboles grises, muertos o moribundos. También la hierba tenía el mismo color, así como las plantas, los arbustos, las ramas caídas; y todo ello con aquel aspecto de haber sido absorbida su savia vital hasta dejarlo seco.

Había visto algo parecido o había oído hablar de ello; no recordaba qué, y tampoco tenía tiempo para pensarlo. Buscó con una creciente urgencia un palo entre el sotobosque grisáceo y finalmente encontró uno que estaba cubierto de polvo pero que no había sido afectado por la extraña plaga. Al colocar el palo contra el brazo roto tuvo que apretar los dientes para aguantar el dolor; rasgó una tira de los faldones de la camisa y sujetó con ella la improvisada tablilla, atándola firmemente. Pudo oír el roce rechinante de los extremos del hueso fracturado al encajar entre sí. Casi perdió el sentido a causa del dolor y el desagradable ruido combinados. Se sentó encorvado hacia adelante, con la cabeza inclinada, combatiendo las náuseas y la repentina oleada de calor que le recorrió el cuerpo.

Finalmente desaparecieron los puntitos luminosos que le nublaban la vista, y el dolor comenzó a aliviarse. Sujetándose el brazo herido contra el costado, Silvan se incorporó con dificultad. El viento había dejado de soplar y ya no contaba con su guía para orientarse. Tampoco divisaba el sol, oculto tras las nubes de color gris nacarado, si bien en un sector del cielo la luz brillaba con mayor intensidad, lo que significaba que aquella dirección debía de ser el este. Silvan le dio la espalda a la luz y encaró el oeste.

No recordaba la caída ni lo que había ocurrido justamente antes. Empezó a hablar consigo mismo, pues el sonido de su voz lo reconfortaba.

—Lo último que recuerdo es que tenía la calzada a la vista y que debía tomarla para llegar a Sithelnost. —Hablaba en silvanesti, el idioma de su infancia, su lengua materna.

Un alto repecho se alzaba al frente; el joven se encontraba en el fondo de un barranco, el cual recordaba vagamente de la noche anterior.

—Alguien cayó o trepó por el talud —manifestó al reparar en un sinuoso rastro dejado en la ceniza grisácea que cubría el declive. Esbozó una sonrisa desganada—. Supongo que ese alguien fui yo. Debí de dar un mal paso en la oscuridad y rodé barranco abajo. Lo que significa —añadió, animado—, que la calzada debe de encontrarse por ahí arriba, no muy lejos.

Comenzó a trepar por la empinada cuesta, pero resultó ser mucho más difícil de lo que había imaginado. Con la lluvia, la ceniza había formado una capa de légamo que era tan resbaladiza como grasa. Se escurrió en dos ocasiones y se lastimó el brazo herido, con lo que estuvo a punto de perder el sentido.

—Así nunca lo conseguiré —rezongó Silvan.

Caminó por el fondo del barranco, sin perder de vista la cumbre de la cuesta, con la esperanza de encontrar algún afloramiento rocoso que le sirviera como escalera, en lugar del resbaladizo talud.

Avanzaba a trompicones por el suelo accidentado, medio cegado por una bruma de dolor y miedo. Cada paso le causaba una punzada lacerante en el brazo, pero siguió adelante, entorpecido por el barro gris que parecía decidido a arrastrarlo junto con la vegetación muerta, buscando un camino para salir de aquella cañada de muerte a la que ya detestaba tanto como un prisionero odia su celda.

La sed lo martirizaba; la boca le sabía a ceniza y ansiaba un trago de agua para arrastrar aquel gusto asqueroso. En cierto momento dio con un charco, pero una fina capa gris cubría su superficie y fue incapaz de beber en él. Continuó a trancas y barrancas.

—He de llegar a la calzada —repetía una y otra vez al ritmo de sus pasos—. Tengo que seguir, porque si muero aquí, me convertiré en una momia gris, como los árboles, y nadie me encontrará jamás —se decía, como en un sueño.

El barranco terminaba bruscamente en un amasijo de rocas y árboles caídos. Silvan enderezó la espalda, respiró hondo y se limpió el sudor frío que perlaba su frente. Descansó un instante para después empezar a trepar; resbaló en las piedras varias veces y se deslizó hacia abajo en más de una ocasión, pero no cejó en su empeño, resuelto a escapar del barranco aunque fuera lo último que hiciese en la vida. Poco a poco se aproximó a lo alto del talud, al punto desde donde creía que divisaría la calzada.

Escudriñó entre los troncos de los grisáceos árboles, convencido de que la calzada tenía que estar allí a pesar de que no conseguía verla a causa de una extraña alteración en la atmósfera, una distorsión por la que las imágenes de los árboles se ondulaban con un raro titileo.

Silvan reanudó la ascensión.

—Es un espejismo —musitó—. Como la ilusión de ver agua a lo lejos en un día caluroso. Desaparecerá cuando me acerque.

Llegó a lo alto de la elevación y, a través de la vegetación muerta, intentó localizar la calzada en la dirección que sabía debía estar. A fin de no desfallecer, de seguir caminando en medio del dolor, se había concentrado por completo en la idea de alcanzar esa meta y la había convertido en su único propósito.

—Tengo que llegar al camino —farfulló, reanudando la salmodia—. La calzada es el final del dolor, la salvación para mí y para los míos. Cuando llegue a la calzada, seguro que toparé con una partida de elfos exploradores del ejército de mi madre. Les transmitiré mi misión y entonces podré tenderme en el suelo, el dolor acabará y la ceniza gris me cubrirá...

Resbaló, y por poco no se cayó rodando. El miedo lo sacó bruscamente de la horrenda ensoñación; Silvan se irguió, tembloroso, y miró alrededor mientras azuzaba su mente para que volviese de dondequiera que fuera ese lugar cómodo en el que había intentado refugiarse. Se encontraba sólo a unos pocos pasos de la calzada y advirtió, aliviado, que los árboles no estaban muertos allí, si bien parecían sufrir algún tipo de plaga. Las hojas seguían siendo verdes, pero colgaban lacias, mustias, y la corteza de los troncos tenía un aspecto enfermizo y en algunas partes empezaba a desprenderse a trozos.

Miró más allá de los árboles y divisó la calzada, pero no podía verla con claridad. El camino ondulaba y titilaba ante sus ojos hasta que se sintió mareado al contemplarlo.

—Quizá me estoy quedando ciego —se dijo.

Asustado, volvió la cabeza y miró hacia atrás. La vista se le aclaró; los árboles grises permanecían inmóviles, derechos. Aliviado, volvió los ojos hacia la calzada. La distorsión se repitió.

—Qué extraño —musitó—. Me pregunto qué causará esta alteración.

Aflojó el ritmo del paso de manera involuntaria; estudió la distorsión con mayor detenimiento. Tenía la extraña sensación de que era como una telaraña tejida por una horrenda araña entre él y la calzada; se sintió reacio a aproximarse al singular titileo, acosado por la inquietante sensación de que la brillante telaraña lo atraparía e inmovilizaría para sorberle toda la savia vital y dejarlo tan seco como había hecho con los árboles. No obstante, al otro lado de la distorsión se extendía el camino, su meta, su esperanza.

Dio un paso y se frenó de golpe; era incapaz de seguir. Pero la calzada se encontraba ahí delante, sólo a unos pocos metros. Apretó los dientes y avanzó otro paso, encogido, como si esperase sentir los pegajosos hilos de la tela adhiriéndose a su rostro.

Su camino estaba obstruido. No sentía nada, ningún objeto físico lo detenía, pero no podía moverse, o, mejor dicho, no podía avanzar. Podía desplazarse hacia los lados, al igual que hacia atrás, pero no hacia adelante.

—Una barrera invisible. Ceniza gris. Árboles muertos y moribundos —musitó.

Se esforzó por superar el dolor, el miedo y la desesperación y logró hallar la respuesta.

—El escudo. ¡El escudo! —repitió, estupefacto.

Era el escudo mágico levantado por los silvanestis para cubrir con él su tierra natal. Jamás lo había visto, pero había oído a su madre hablar de él muy a menudo, y también a otros, que describían el extraño titileo, la distorsión en la atmósfera producida por la mágica barrera.

—Imposible —gritó Silvan con frustración—. El escudo no puede estar aquí, sino al sur de mi posición. Había llegado cerca de la calzada, viajando hacia el oeste, y el escudo quedaba al sur. —Giró sobre sí mismo mientras miraba a lo alto para encontrar el sol, pero las nubes se habían espesado y ahora no lo distinguía. La respuesta le llegó junto con una amarga desesperación.

—He dado la vuelta —dijo—. ¡He caminado todo este tiempo, y lo he hecho en dirección contraria!

Las lágrimas acudieron a sus ojos. La perspectiva de bajar por el talud, de recorrer de nuevo el barranco, de desandar sus pasos cuando cada uno de ellos le había costado un doloroso esfuerzo, le resultó casi insoportable. Se dejó caer en el suelo, dejándose vencer por el desaliento.

—¡Alhana! ¡Madre! —exclamó, lleno de angustia—. ¡Perdóname! ¡Te he fallado! ¿He hecho algo en toda mi vida que no sea decepcionarte?

—¿Quién eres tú, que clamas el nombre que está prohibido pronunciar? —inquirió una voz—. ¿Quién eres para decir en voz alta el nombre de Alhana?

Silvan se incorporó de un salto. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, dejando un sucio restregón en las mejillas, y miró en derredor, sobresaltado, buscando a quien había hablado.

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