—Hasta el fin de mis días o del mundo, cualquiera de las dos cosas que ocurra antes —respondió Samuval—. Mis hombres también. ¿Y tú?
—Yo he estado con ella siempre —dijo Galdar, y en verdad le parecía que así era.
Minotauro y humano se dieron un apretón de manos. Después, Galdar alzó el estandarte de Mina con orgullo y se situó junto a ella mientras realizaba su marcha triunfal a través del campamento. El capitán Samuval caminaba detrás, puesta la mano en la empuñadura de la espada, guardándole la espalda. Los caballeros de Mina cabalgaban tras su estandarte. Todos lo que la habían seguido desde Neraka habían sufrido alguna herida, pero ninguno de ellos había perecido. Corrían ya historias de milagros.
—Una flecha volaba directa hacia mí —decía uno—, y supe que podía darme por muerto. Pronuncié el nombre de Mina y la flecha cayó al suelo, a mis pies.
—Uno de los malditos solámnicos acercó su espada a mi cuello —contaba otro—. Apelé a Mina y la hoja enemiga se partió en dos.
Los soldados le ofrecían comida, otros le daban vino o agua. Varios hombres echaron de la tienda a uno de los oficiales de Aceñas y la prepararon para la mujer. Varios cogieron palos encendidos de las lumbres y los alzaron como antorchas para alumbrar el recorrido de Mina bajo el crepúsculo. A medida que pasaba, pronunciaban su nombre como si fuese un conjuro con poderes mágicos.
—Mina —gritaban los hombres y el viento y la oscuridad—. ¡Mina!
Bajo el escudo
Los silvanestis habían venerado siempre la noche. Por el contrario, los qualinestis se deleitaban con la luz del día. Su dirigente era el Orador de los Soles, sus casas dejaban entrar los rayos del astro a raudales, todos los negocios se llevaban a cabo en horas diurnas, todas las ceremonias importantes, como la del matrimonio, se celebraban durante el día para que de ese modo quedaran bendecidas por la luz del sol.
Los silvanestis amaban la noche bañada en la luz de sus luminarias.
Su líder era el Orador de las Estrellas. Antaño la noche había sido un tiempo sagrado en Silvanost, la capital del reino elfo; traía las estrellas, el dulce descanso y los sueños de la belleza de su amada tierra. Pero entonces llegó la Guerra de la Lanza y las alas de los dragones ocultaron los astros nocturnos. Un reptil en particular, un Dragón Verde llamado Cyan Bloodbane, instaló sus reales en Silvanesti. Su odio hacia los elfos era muy antiguo y deseaba verlos sufrir. Podría haberlos matado a millares, pero Cyan no sólo era cruel sino también muy listo. Los moribundos sufrían, cierto, pero era un dolor pasajero que quedaba olvidado tan pronto como los muertos pasaban de esta realidad a la siguiente, y él quería infligir un dolor que no tuviera fin, un sufrimiento que se prolongara a lo largo de siglos.
El dirigente de Silvanesti en aquel momento era un elfo muy diestro en la magia. Lorac Caladon previo la llegada del Mal a Ansalon, de modo que envió a su pueblo al exilio, asegurándole que poseía el poder para mantener el reino a salvo de los reptiles. Sin que nadie lo supiera, Lorac había sustraído uno de los mágicos Orbes de los Dragones en la Torre de la Alta Hechicería. Se le había advertido de que el intento de utilizar el Orbe por parte de alguien que no poseyera el poder suficiente para dominar su magia tendría un resultado desastroso.
En su arrogancia, Lorac creyó que él tenía esa fuerza para imponer su voluntad al ingenio mágico. Miró el interior del Orbe y vio un dragón que lo observaba a su vez. Lorac quedó atrapado y su voluntad esclavizada al influjo del Orbe.
A Cyan Bloodbane se le presentó la oportunidad que esperaba. Encontró a Lorac en la Torre de las Estrellas, sentado en el trono, con la mano asida firmemente por el Orbe. El Dragón Verde susurró al oído de Lorac un sueño de Silvanesti, una visión terrible en la que los hermosos árboles se tornaban monstruosidades horrendas y deformadas que atacaban a quienes antaño los amaban. Un sueño en el que Lorac veía morir a sus súbditos, uno a uno, y cada muerte era una experiencia dolorosa y terrible. Un sueño en el que el río Thon-Thalas fluía rojo por la sangre.
La Guerra de la Lanza acabó. La reina Takhisis cayó derrotada y Cyan Bloodbane se vio obligado a huir de Silvanesti, pero se marchó con la satisfacción de saber que había cumplido su propósito, que había sumido a Silvanesti en una pesadilla angustiosa de la que jamás despertaría. Cuando los elfos regresaron a su tierra una vez terminada la guerra, descubrieron, para su espanto y consternación, que la pesadilla era realidad. El sueño de Lorac, inducido por Cyan Bloodbane, había transformado su, en otros tiempos, hermoso país en un lugar horrendo.
Los silvanestis lucharon contra la pesadilla y, bajo el liderazgo del general qualinesti, Porthios, se las arreglaron finalmente para derrotarla. El precio, sin embargo, fue muy alto. Muchos elfos cayeron víctimas del sueño, e incluso después de haber sido erradicado del reino, árboles, plantas y animales permanecieron horriblemente deformados. Poco a poco, los elfos consiguieron devolver la belleza a sus bosques merced a hechizos nuevos, recién descubiertos, con los que sanaban las heridas dejadas por la pesadilla y borraban las cicatrices.
Entonces llegó la necesidad de olvidar. Porthios, que había arriesgado su vida en más de una ocasión para arrebatar el reino de las garras de la pesadilla, se convirtió en un recordatorio de aquel espanto. Dejó de ser considerado un salvador y pasó a ser el forastero, el intruso, una amenaza para los silvanestis, que deseaban volver a su vida de aislamiento, apartados de todo. Porthios quería que los elfos se integraran en el mundo, que fuesen uno con él, que formasen un reino unido con sus parientes, los qualinestis. Había contraído matrimonio con Alhana Starbreeze, hija de Lorac, con la esperanza de alcanzar esa meta. De ese modo, si la guerra volvía a estallar los elfos no lucharían solos, tendrían aliados para combatir a su lado.
Los elfos no querían aliados; aliados que podrían decidir engullir la tierra de Silvanesti a cambio de su ayuda; aliados que quizá querrían casarse con silvanestis y menguar la pureza de la raza. Aquellos aislacionistas declararon a Porthios y a su esposa Alhana «elfos oscuros» que nunca podrían, bajo pena de muerte, regresar a sus países.
Porthios fue expulsado del reino, y el general Konnal tomó el control de la nación y decretó la ley marcial «hasta el día en que se encontrara un verdadero rey para gobernar Silvanesti». Los silvanestis hicieron oídos sordos a las peticiones de ayuda de sus parientes, los qualinestis, para liberarse del dominio de la gran Verde, Beryl, y los Caballeros de Neraka. Tampoco hicieron caso de las súplicas de quienes combatían contra los grandes dragones y solicitaban su auxilio. Los silvanestis no querían tener nada que ver con el mundo. Absortos en sus propios asuntos, sus ojos miraban el espejo de la vida y sólo se veían a sí mismos. Y así fue como, mientras contemplaban con orgullo su reflejo, Cyan Bloodbane, el gran reptil que había sido su pesadilla, regresó a la tierra que antaño estuvo a punto de destruir. Al menos, ése era el informe de los Kirath que patrullaban las fronteras.
—¡No levantéis el escudo! —advirtieron los Kirath—. ¡Nos atraparéis dentro con nuestro peor enemigo!
Los elfos no les hicieron caso. No creían los rumores. Cyan Bloodbane era un personaje perteneciente al oscuro pasado. Había muerto en la Purga de Dragones. Tenía que haber perecido. Si había regresado ¿por qué no los atacaba? Tanto temían al mundo exterior que los Cabezas de las Casas aprobaron de manera unánime la instalación del escudo. Entonces pudo decirse que el pueblo silvanesti había alcanzado por fin su más caro deseo. Bajo el mágico escudo, quedaron totalmente aislados, incomunicados del resto del mundo. Estaban a salvo, protegidos del Mal procedente del exterior.
—Y, sin embargo, a mi entender, más que dejar fuera al Mal lo hemos encerrado dentro —dijo Rolan a Silvan.
La noche había caído sobre Silvanesti; su llegada fue un alivio para Silvan, a pesar de que también le causaba un gran pesar. Habían viajado durante el día a través del bosque y recorrido muchos kilómetros, hasta que Rolan consideró que se encontraban lo bastante lejos de los efectos perniciosos del escudo para detenerse y descansar. Había sido una jornada increíble para el maravillado Silvan.
Había oído hablar a su madre con añoranza y pesar de la belleza de su patria. El joven recordaba que de niño, cuando sus padres exiliados y él se ocultaban en alguna cueva rodeados de peligros, su madre le contaba historias sobre Silvanesti para hacerle olvidar sus temores. Entonces cerraba los ojos y, en lugar de oscuridad, veía el esmeralda, el plateado y el dorado de las frondas. No oía los aullidos del lobo o de los goblins, sino el melodioso tintineo de las flores llamadas campanillas o la dulce y melancólica melodía de los árboles pifaros.
Sin embargo, todo lo que había imaginado en aquellos años palideció ante la realidad. No podía creer que existiese tal belleza. Había pasado el día como quien sueña despierto; tropezaba con las piedras, las raíces de los árboles y sus propios pies a medida que las maravillas que surgían por doquier llenaban sus ojos de lágrimas y de gozo su corazón.
Árboles cuya corteza había sido tachonada con plata alzaban sus ramas hacia el cielo en gráciles arcos y sus hojas de bordes plateados resplandecían a la luz del sol. Densos matorrales de hoja ancha jalonaban el camino, cada arbusto cuajado de flores de intensos colores que perfumaban el aire con su dulce aroma. Tenía la impresión de ir caminando por un jardín, más que por un bosque, ya que no había ramas caídas, ni maleza ni zarzas. Los moldeadores de árboles sólo permitían que en sus bosques creciera lo bello, lo fructífero y lo benéfico. Su influencia mágica se extendía por todo el reino, con excepción de las fronteras, donde el escudo arrojaba sobre su obra una mortífera escarcha.
La oscuridad proporcionó descanso a los ojos deslumbrados de Silvan. Empero, la noche poseía una belleza propia que conmovía el alma. Las estrellas resplandecían con cegadora intensidad, como si desafiaran al escudo a que intentase excluirlas. Las flores nocturnas abrían sus pétalos para bañarse en su fulgor y perfumaban la cálida oscuridad con aromas exóticos a la par que su brillo luminiscente llenaba el bosque con una suave luz plateada.
—¿Que quieres decir con eso? —preguntó el joven elfo, extrañado por el comentario de Rolan. Su mente no podía relacionar el Mal con la belleza que había contemplado.
—Por ejemplo, el cruel castigo impuesto a vuestros padres, majestad —respondió el elfo de más edad—. Nuestro modo de agradecer a vuestro padre la ayuda que nos prestó fue intentar acuchillarlo por la espalda. Me avergoncé de ser silvanesti cuando me enteré de ello. Pero ha llegado la hora de saldar cuentas. Estamos pagando por nuestra afrenta y nuestro deshonor, por aislarnos del resto del mundo, por vivir bajo el escudo, protegidos de los dragones mientras otros padecen. Pagamos tal protección con nuestras vidas.
Se habían parado a descansar en un claro próximo a un arroyo de corriente rápida. Silvan agradeció aquel respiro; sus heridas habían empezado a dolerle otra vez, aunque prefirió no decir nada. La excitación y la conmoción del repentino cambio en su vida lo habían dejado exhausto, agotada toda su energía.
Rolan encontró fruta y agua con un sabor dulce como el néctar para la cena. También curó las heridas de Silvan con una respetuosa solicitud que al joven le resultó muy agradable.
«Samar me habría tirado un trapo y me habría dicho que lo aprovechara al máximo», pensó Silvan.
—Quizás a vuestra majestad le apetecería dormir unas horas —sugirió Rolan después de que hubieron cenado.
Silvan creyó estar completamente agotado poco antes, pero descubrió que se sentía mucho mejor después de comer, con renovadas fuerzas.
—Me gustaría saber algo más sobre mi país —comentó—. Mi madre me ha contado algunas cosas pero, naturalmente, ignora lo que ha ocurrido desde que... Desde que se marchó. Antes te referiste al escudo. —El joven miró alrededor y la contemplación de aquella belleza le dejó sin respiración—. Entiendo perfectamente que quisieseis proteger esto —añadió, señalando los árboles, cuyos troncos brillaban con una luz irisada, y las flores llamadas lucérnulas, que destellaban en la hierba—, de la asoladora destrucción de nuestros enemigos.
—Sí, majestad —repuso Rolan, suavizando el tono de su voz—. Hay quienes dicen que ningún precio es demasiado alto a cambio de tal protección, ni siquiera el de nuestras propias vidas. Pero si todos nosotros morimos, ¿quién quedará para apreciar esta belleza? Y si morimos, creo que con el tiempo los bosques también morirán, ya que las almas de los elfos están vinculadas con todas las cosas vivas.
—Nuestro pueblo es tan numeroso como las estrellas —adujo Silvan, divertido, pensando que Rolan se mostraba exageradamente dramático.
El elfo de más edad alzó los ojos hacia el cielo.
—Haced que desaparezcan la mitad de esas estrellas, majestad, y descubriréis que la luz disminuye de manera considerable.
—¡La mitad! —exclamó, impresionado, Silvanoshei—. ¡No pueden ser tantos!
—La mitad de la población de Silvanost ha perecido consumida por esa enfermedad, majestad. —Hizo una breve pausa y luego prosiguió—. Lo que voy a revelaros se consideraría traición, por lo que sería castigado con severidad.
—¿Te refieres a que te exiliarían? —inquirió Silvan, preocupado—. ¿Que te expulsarían a la oscuridad?
—No, ya no se hace eso, majestad —repuso Rolan—. Difícilmente podríamos exiliar a nadie, ya que no podría traspasar el escudo. En la actualidad, la gente que habla en contra del gobernador general Konnal desaparece, simplemente. Nadie sabe qué les pasa.
—¿Y por qué no se rebela el pueblo? —preguntó Silvan, perplejo—. ¿Por qué no derrocan a Konnal y exigen que se retire el escudo?
—Porque sólo unos pocos saben la verdad. Y los que lo sabemos no tenemos pruebas. Podríamos entrar en la Torre de las Estrellas y decir que Konnal se ha vuelto loco, que le tiene tanto miedo al mundo exterior que prefiere vernos muertos a todos antes que formar parte de ese mundo. Podríamos decir todo eso y entonces Konnal se levantaría y declararía: «¡Mentira! ¡Retirad el escudo y los caballeros negros entrarán en nuestros amados bosques con sus hachas, los ogros desgajarán rama a rama los árboles vivos, los grandes dragones descenderán sobre nosotros y nos devorarán!». Eso diría, y la gente gritaría: «¡Sálvanos! ¡Protégenos, querido gobernador general Konnal! ¡No tenemos a nadie más a quien recurrir!». Y no pasaría nada.