Locuras de Hollywood (7 page)

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Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

BOOK: Locuras de Hollywood
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—No —respondió—. No lo practico.

—¡Oh! La idea general del juego consiste en realizar el recorrido golpeando la bola el menor número posible de veces; y el que consigue hacerlo en menos de cien golpes es merecedor de crédito y respeto. Pues bien: esta mañana lo logré por primera vez. La noticia dejará pasmadas a mis amistades del otro lado del océano. Si me disculpan, corro a llamar a Twingo para contárselo.

—¿Twingo?

—Un amiguete mío de Londres. ¿Me permite utilizar su teléfono? Le estaré eternamente agradecido —dijo lord Topham, que salió disparado a trasmitir la gran noticia a través del Atlántico.

Bill sonrió sardónicamente.

—«Un amiguete mío de Londres… ¿Me permite utilizar su teléfono?»… ¡Qué jeta!

Adela se picó. La molestaban aquellas críticas a su huésped predilecto.

—Las personas muy ricas no miran estas menudencias. Lord Topham es uno de los hombres más acaudalados de Inglaterra.

—No me sorprende. Sus gastos personales deben de ser mínimos.

—Y me gustaría, Wilhelmina —dijo Adela cambiando de tema—, que te vistieras decentemente cuando estés en una casa civilizada. ¡Ir por ahí con esos pantalones andrajosos! Da asco verte. ¿Qué crees que pensará lord Topham?

—¿Pero acaso piensa?

—¡Mira que ponerte un mono! —exclamó Adela, arrugando la punta de la nariz en señal de disgusto.

Pero Bill era una de las pocas personas a las que Adela Cork no era capaz de intimidar.

—No te metas con mi mono —replicó—. Piensa en lo que hay dentro, que es una hermana con un corazón de oro, y déjalo en paz. ¿Cómo te fue la conferencia? ¿Las dejaste con la boca abierta?

—Ha sido todo un éxito. Todas salieron entusiasmadas.

—Pues has vuelto pronto. ¿No fuiste capaz de lograr que te invitaran a almorzar?

Adela chasqueó la lengua.

—¿Has olvidado que hoy voy a dar una gran fiesta, Wilhelmina? Vendrán importantes personalidades de todo tipo, entre ellas Jacob Glutz.

—¿El Glutz de Medulla-Oblongata-Glutz? ¿Ese tipo con aspecto de langosta?

—No tiene aspecto de langosta.

—Perdona que te diga que se parece más a una langosta que algunas langostas de verdad.

—Bueno, se parezca a lo que se parezca, no quiero que te tome por uno de nuestros jardineros. Así que confío en que te cambies y te pongas algo mínimamente respetable antes de que él llegue.

—Ya pensaba hacerlo. Ésta es simplemente mi ropa de faena.

—¿Has estado trabajando en mis
Memorias
?

—Toda la mañana.

—¿Adonde has llegado?

—A tu primer encuentro con Nick Schenk.

—¿Sólo hasta ahí?

Bill comprendió que aquello debía atajarlo desde el principio. Bastante era ya verse obligada por la pobreza a escribir aquellas
Memorias
, para, además, tener que soportar a Adela persiguiéndola con sus ladridos y mordiéndole los talones como un sabueso. Una punzada de dolor la recorrió de arriba abajo al pensar en aquella agencia literaria, ahora ya fuera de su alcance.

—Sé razonable, mujer —dijo—. La historia de tu gran carrera será una importantísima contribución a las letras norteamericanas. No es una tarea que pueda hacerse apresuradamente. Hay que ir despacio. Cincelando, puliendo… ¿O es que piensas que Lytton Strachey se precipitó a completar su
Vida de la reina Victoria
como un perdulario borracho a entrar en una taberna para trasegar una cerveza a toda prisa?

—Comprendo. Sí, supongo que tienes razón.

—Ya puedes apostar a que sí. Ayer se lo decía a Kay… ¿Qué ocurre?

Adela había dejado escapar una exclamación y ahora miraba cautelosamente a uno y otro lado por encima del hombro. Bill tuvo la sensación de haber pasado aquellos últimos días exclusivamente en compañía de personas que practicaban esa curiosa forma de mirar. Y observó con extrañeza cómo su hermana se acercaba a la puerta, la abría bruscamente y miraba afuera.

—Pensé que tal vez Phipps pudiera estar escuchándonos —dijo Adela, cerrando de nuevo la puerta y regresando al centro de la habitación—. Hay algo que quiero preguntarte, Wilhelmina. Es acerca de Kay.

—¿Qué le ocurre a Kay?

Adela bajó la voz hasta convertirla en un susurro teatral.

—¿Te ha hablado alguna vez de alguien llamado Joe?

—¿Joe?

—Te diré por qué te lo pregunto. Ayer tarde llamaron por teléfono cuando yo pasaba por el recibidor. Me puse, y una voz de hombre dijo: «¿Kay? Aquí Joe. Córtame si has oído esto antes, pero… ¿quieres casarte conmigo?».

Bill chasqueó la lengua.

—Este chico está loco. Así no es manera de…

—Yo, entonces, dije: «Mistress Cork al aparato». Y él farfulló una disculpa y colgó. ¿Tienes idea de quién puede ser?

Bill estaba en condiciones de facilitar la información solicitada.

—Puedo decirte quién debe de haber sido, con toda seguridad. Es un joven escritor que conozco, llamado Joe Davenport. Trabajamos juntos en la Superba-Llewellyn hasta que lo despidieron. Puesto de patitas en la calle por Hollywood junto con otra docena. No me sorprende nada que haya llamado a Kay para pedirle que se case con él. Creo que lo hace de hora en hora. Está enamorado de ella con un apasionamiento que rara vez habrás visto fuera de los estudios de cine.

—¡Cielos!

—¿Por qué? ¿No apruebas el amor juvenil en primavera?

—No entre mi sobrina y un emborronacuartillas de Hollywood en paro.

—Puede que Joe esté ahora sin trabajo, pero tiene un brillante futuro si logra encontrar algún inversor audaz que le preste veinte mil dólares. Si dispusiera de ese capital, podría adquirir una agencia literaria de lo más rentable. ¿Querrías tú prestarle veinte mil dólares?

—No querría. ¿Está enamorada Kay de ese tipo?

—Bueno… Cada vez que le menciono su nombre suelta una risita nerviosa, una especie de divertida protesta. Tal vez sea una buena señal. Tendré que consultar algún libro de psicología infantil.

Adela se crispó.

—¿Cómo dices que sería una buena señal? ¡Un desastre sería si se enredara con un hombre así! Tengo la esperanza de que se case con lord Topham. Por eso la he invitado a venir. Es una de las mayores fortunas de Inglaterra.

—Sí, ya me lo has dicho.

—Me he tomado un montón de molestias para sacarlo de casa de Gloria Pirbright y hacer que Kay y él se conocieran. Gloria lo tenía atrapado como si fuera papel cazamoscas. Tengo que hablar muy seriamente con Kay. No permitiré tonterías.

—¿Por qué no le dices a Smedley que hable con ella?

—¡Smedley!

—Siempre he pensado que un hombre puede hacer estas cosas con mucha más autoridad. Las mujeres son sensibles a los chillidos. Y Smedley es el hermano del marido de la hermana del padre de Kay. Lo que lo coloca casi
in loco parentis
, como si dijéramos.

Adela soltó un sonido que, en una mujer de belleza menos apabullante, se hubiera calificado de bufido.

—¡Como si pudiera hacer algo! Smedley es un pobre cordero incapaz de asustar a un ganso. —Bien…, cítame tres ovejas que puedan hacerlo.

—¡Oh!

—¿Sí?

Adela miraba acusadoramente a Bill, con su expresión más severa. La misma que había dedicado en un centenar de películas mudas al centenar de malvados que habían intentado comportarse grosera e injustamente con la pobre huerfanita de turno. Estaba claro que por su cabeza acababa de pasar un pensamiento que reducía a la mínima expresión el amor fraternal.

—¡Smedley! —exclamó—. ¡Ya sabía yo que quería preguntarte algo! Hablando de Kay, por poco me olvido. ¿Le has dado dinero a Smedley, Wilhelmina?

Bill había confiado que este asunto quedara envuelto en el silencio y el secreto pero, por lo visto, no iba a ser así. Respondió, pues, con todo el aplomo que fue capaz de juntar sin pensarlo.

—Pues mira, sí; le presté cien dólares.

—¡Si serás idiota!

—Lo siento. No pude resistir su mirada de súplica.

—Pues entonces te interesará saber que ha pasado fuera toda la noche; en alguna orgía, imagino. He ido a su habitación esta mañana y no había dormido en la cama. Debe de haberse escapado a Los Ángeles con tus preciosos cien dólares.

Bill trató de apaciguarla lo mejor que pudo.

—Bueno… ¿Por qué atormentarse? Llevaba años sin pasar una noche fuera. ¿Qué mal hay en correrse una juerga de vez en cuando? Los chicos siempre serán chicos.

—Smedley no es un chico.

—Lo que digo yo siempre es que, para una vez que hemos de vivir, estamos obligados, sí, obligados, ésa es la palabra, a hacer todo lo que podamos por aumentar la felicidad de los demás, y…

—¡Bah! ¡Palabrería y sandeces!

—Sí, supongo que es una forma de verlo.

Adela se acercó al timbre de servicio y llamó.

—La única ventaja de todo esto —dijo— es que probablemente no llegará a tiempo para almorzar y que, si lo hace, no estará en condiciones de sentarse a la mesa y aburrir a míster Glutz con sus interminables anécdotas sobre el Broadway de los años treinta.

—Así está bien —la animó Bill—. Míralo siempre por el lado bueno. ¿Para qué llamas?

—Estoy esperando a mi masajista. ¡Ah, Phipps! —dijo Adela al abrirse la puerta—. ¿Ha llegado la masajista?

—Sí, señora.

—¿Está ya en mi habitación?

—Sí, señora.

—Gracias —dijo Adela en tono glacial—. Por cierto, Phipps…

—¿Señora?

El rostro de Adela, duro cuando había hablado de Smedley, se endureció todavía más.

—Le llamaba también para darle una pequeña noticia que creo que le interesará conocer.

—¿Sí, señora?

—¡Está despedido! —exclamó Adela, dejando que la violenta emoción de la que había sido Emperatriz saltara de sus ojos y abrasara al mayordomo como el ardiente chorro de un lanzallamas.

V

Los mayordomos, como el narrador ha tenido ya ocasión de notar en sus observaciones acerca de esta fauna, están especialmente entrenados para ocultar sus emociones. Cualquiera que sea la conmoción reinante en sus almas, aparentan por fuera la serena imperturbabilidad del piel roja sometido al tormento y, consiguientemente, rara vez le es dado a nadie el privilegio de ver a uno de ellos espantado. Pero el espanto era ahora claramente visible en el rostro de Phipps. La mandíbula le colgaba y tenía unos ojos como platos distendidos por el horror.

Dirigió a Bill una dolorida mirada. «¿Ha traicionado su promesa?», preguntaban sus ojos. Los de Bill se cruzaron con ellos en muda respuesta: «¡Cielo santo, no! No he dicho una palabra. Esto me coge de nuevas y nadie hay aquí más sorprendida que la que suscribe». Adela, una vez soltada su bomba, mantenía un ominoso silencio.

—¿Despedido, señora? —tartamudeó Phipps.

—Eso he dicho.

—Pero, señora…

Bill intervino con su habitual contundencia. Como lo hubiera expresado Roget en su diccionario de sinónimos, estaba sorprendida, extrañada, perpleja, asombrada y hecha una pieza, pero no era una mujer que aceptara este tipo de cosas con una dócil indiferencia. Le caía bien Phipps, deseaba lo mejor para él, y Phipps le había dicho que tenía especial interés en seguir al servicio de Adela. No podía imaginar la razón pero, si esto era lo que él quería, aquel inesperado cataclismo debía de haber sido devastador. Probablemente —se dijo, volviendo a sentir una punzada de dolor—, probablemente tendría la misma sensación de haber sido golpeado en la cabeza con algún instrumento contundente, como la que experimentó ella la tarde anterior al saber por Joe Davenport que todo su capital consistía en unos cuantos dólares y en ocho mil latas de sopas variadas.

—¿Qué dices, Adela? ¡No puedes despedir a Phipps!

Cualquiera habría dicho unos momentos antes que ni siquiera una Emperatriz de las Emociones Violentas podía hacer gala de una mirada más dura y altanera que la de Adela Cork en aquel instante. Pero, al oír la observación de su hermana, el orgulloso rigor de su actitud se tiñó de una frialdad aún más repulsiva.

—¿Que no puedo? —dijo desafiante—. Espera y verás.

Bill se enardeció. Había ocasiones —y ésta era una— en que añoraba los días de convivencia en su común habitación de juegos, el retorno a aquella edad dorada cuando, si Adela la sacaba de sus casillas, tenía el recurso de meterle una lombriz por el cogote o atizarle subrepticiamente un trastazo con alguno de los objetos duros que suele haber en los suelos de los cuartos de juego.

—Estás loca. Eres como el pobre indígena que se desprende de una perla que vale más que toda su tribu. Llevo poco tiempo aquí, pero lo suficiente para ver que Phipps se merece el título de Mayordomo Supremo.

—Muchas gracias, señora.

—Es fenómeno. Da ciento y raya a todos. Presta distinción a la casa. Ese sonido áspero y chirriante que llega hasta aquí de cuando en cuando es el envidioso rechinar de dientes de los demás propietarios de Beverly Hills que no han podido hacerse con sus servicios. ¿Despedirlo? ¡Absurdo! ¿Qué demonios ha podido meterte esta idea en la cabeza?

Adela seguía glacial.

—¿Has acabado?

—No. Pero adelante, di.

—Tengo una buena razón para despedir a Phipps. ¿No pondrías tú de patitas en la calle a un mayordomo que se pasara todo el día husmeando en tu dormitorio?

—¿Husmeando?

—Eso es lo que hace Phipps. Hace un par de días me lo encontré en la habitación hurgando en uno de los armarios roperos. Dijo que había visto una araña.

—Señora…

Adela hizo callar al infeliz con un gesto imperioso. Siguió hablando con una voz que crecía y vibraba a impulsos de una tormentosa pasión.

—Y ayer estaba allí de nuevo. Esta vez se trataba de un ratón. ¡Como si hubiera la más mínima posibilidad de que mi dormitorio estuviera invadido por los ratones y las arañas! Y, aunque pulularan, ¿es asunto suyo? Le advertí que lo despediría si volvía a verlo metiendo su fea nariz en mi cuarto. Y esta mañana, al irme para Pasadena, regresé un momento a buscar un pañuelo y allí estaba él, ¡faltaría más!, tumbado debajo del tocador, con el paquete sobresaliéndole como un cerro en el desierto de Mohave. Se marchará usted al concluir la semana, Phipps. Me precio de ser una mujer liberal —concluyó Adela, ya con la manecilla de la puerta en la mano—, pero no estoy dispuesta a compartir mi dormitorio con el mayordomo.

El sonido de un violento portazo murió lentamente, dejando el silencio tras él. Bill estaba tratando de asimilar tan sensacionales sucesos. Y Phipps seguía de pie, como si hubiera echado raíces en el lugar donde se había visto inmovilizado por las primeras observaciones de su antigua señora, mostrando todos los síntomas de haber recibido un tremendo golpe en el plexo solar.

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