Sonó un timbrazo, y Phipps comprobó que provenía de la habitación del jardín. La llamada del deber, filial trasunto de la voz divina, se dijo Phipps —u otras palabras por el estilo— y, dejando su limonada, se encaminó hacia allí.
La habitación del jardín en la casa de Carmen Flores, situada a continuación de la biblioteca e inmediatamente debajo de la sala de proyección, era una alegre salita con un gran escritorio junto a las vidrieras que daban a la piscina. El sol entraba en ella por la mañana y, para quienes les gustaba, tenía una espléndida vista de las torres de los pozos petrolíferos perforados frente a la costa. Pero Bill Shannon, sentada ante el escritorio con el micrófono de una grabadora en la mano, estaba demasiado atareada en aquel momento para entretenerse contemplando los pozos de petróleo. Como Phipps había indicado, se esforzaba en concentrarse en el agotador trabajo de redactar las
Memorias
de su hermana Adela.
Bill Shannon era una mujer de cuarenta y pocos años, alegre, campechana, simpática, algo entrada de carnes y vestida habitualmente con unos cómodos pantalones. El adjetivo duras hubiera podido describir bien sus facciones, con los pómulos salientes y una barbilla muy marcada, de no ser por sus grandes y traviesos ojos, de un azul radiante, que suavizaban aquella dureza y la hacían, si no de una belleza tan espectacular como su hermana Adela, ciertamente atractiva. Emanaba cordialidad y, como mezcladora de sonido, no tenía rival. Todo el mundo quería a Bill Shannon; incluso en Hollywood, donde nadie quiere a nadie.
Se llevó el micrófono a la boca y empezó a hablar al aparato, por decirlo de alguna manera, ya que el término «hablar» resultaba en su caso insuficiente. Tenía, en efecto, una poderosa voz de contralto, y Joe Davenport, un buen amigo de juventud con el que había trabajado en los estudios de la Superba-Llewellyn, se le había quejado algunas veces de que era como si estuviera charlando con algún conocido de China un poco sordo. Joe decía también que, si alguna vez se quedaba sin otra fuente de ingresos, siempre podría ganarse muy bien la vida haciendo de reclamo para cerdos y atrayéndolos a uno de los estados del Oeste.
—¡Hollywood! —rebudió Bill—. ¿Cómo describiré las emociones que me invadieron la mañana en que por primera vez llegué a Hollywood, y pude verlo con mis asombrados ojos de niña de dieciséis años…? ¡Mentirosa! Ibas a cumplir veinte… Tan joven, tan candorosa, como…
Se abrió la puerta y apareció Phipps. Bill le impuso silencio con un gesto, y concluyó la frase:
—… una chiquilla tímida. ¿Sí, Phipps?
—La señora ha llamado.
—Oh, sí —asintió Bill—. Voy a recurrir a su probada eficacia, Phipps. Resulta que, de pronto, acabo de comprender que, entre una cosa y otra, estoy a punto de desfallecer si no consigo un reconstituyente de acción rápida. ¿Ha escrito usted alguna vez las
Memorias
de una estrella del cine mudo?
—No, señora.
—Es una tarea agotadora donde las haya.
—No lo dudo, señora.
—Entonces…, ¿me traerá usted un buen vaso de whisky con soda?
—En seguida, señora.
—La verdad es que tendría que ir usted siempre con un barrilito de brandy atado al cuello, como los San Bernardos de los Alpes… Así no habría ninguna demora, ni un minuto de espera.
—No, señora.
Bill había permanecido hasta entonces con los pies encima del escritorio. Los bajó al suelo ahora y, girando el cuerpo en la silla, fijó en el mayordomo sus brillantes ojos a2ules. Desde su llegada a la casa, era la primera oportunidad que se le presentaba de mantener una conversación privada con él sin temor a que los estorbaran, y le parecía que tenían mucho de que hablar.
—Le noto muy circunspecto y monosilábico, amigo Phipps… Y algo distante, también. Como si delante de mí se encontrara un tanto apurado y cohibido. ¿Es así?
—Sí, señora.
—No me sorprende. Es su conciencia la que le hace sentirse de esa forma. Sé su secreto, Phipps.
—Sí, señora.
—Le reconocí nada más verle, por supuesto. Su cara es de esas que quedan grabadas en la retina de la mente. Y ahora imagino que estará preguntándose qué es lo que me propongo hacer al respecto.
—Sí, señora.
Bill sonrió. Tenía una sonrisa encantadora que iluminaba todo su rostro como si le hubieran encendido por dentro una lámpara, y Phipps, al verla, sintió por primera vez desde las tres de la tarde del día anterior un alivio en el peso que abrumaba su cargado espíritu.
—Pues nada en absoluto —dijo Bill—. Mis labios están sellados. La espantosa verdad está a buen recaudo conmigo. Así que anímese, Phipps, y dé rienda suelta a esa alegre sonrisa suya que tanto he oído elogiar.
Phipps no se rió, porque las reglas de su gremio no permiten reírse a los mayordomos ingleses, pero permitió que sus labios se contrajeran levemente y miró a aquella noble mujer con una expresión rayana en la adoración: un sentimiento que jamás habría esperado sentir hacia un miembro del jurado que, tres años antes, lo había enviado a la trena para cumplir lo que los periódicos de Nueva York describieron unánimes como una merecida sentencia. Pasaron unos instantes antes de que el hombre fuera capaz de expresar con palabras sus sentimientos.
—Le aseguro que agradezco muchísimo su bondad, señora. Me libra usted de mis temores. Tengo gran interés en no perder mi posición aquí.
—¿Y eso por qué? Podría conseguir trabajo en cualquier parte. Vaya a cualquier casa de Beverly Hills y le recibirán extendiendo una alfombra a sus pies.
—Sí, señora, pero tengo motivos para no querer dejar el servicio de mistress Cork.
—¿Qué motivos?
—De índole personal, señora.
—Comprendo. Bien…, yo no le descubriré.
—Muchísimas gracias, señora.
—Y me sabe mal haber sido la causa de su alarma y preocupación. Debió de llevarse usted un buen susto cuando abrió ayer la puerta y me vio pasar.
—Sí, señora.
—Seguro que se sintió como Macbeth al ver el fantasma de Banquo.
—Mis emociones fueron bastante en esa línea, señora.
Bill encendió un cigarrillo.
—Es curioso que se acuerde de mí. Pero supongo que, en la posición en que estaba usted cuando nos conocimos, no tenía gran cosa que hacer, aparte de estudiar las caras de los del jurado.
—No, señora. Ayuda a pasar el tiempo.
—Es una lástima que tuviéramos que hacerle encerrar.
—En efecto, señora.
—Pero no podíamos ignorar las pruebas.
—No, señora. Aunque… ¿me permite rogarle que baje la voz, señora? Las paredes tienen oídos.
—¿Qué dice que tienen las paredes?
—Oídos, señora.
—¡Ah, oídos! Comprendo. Los tienen, ¿verdad? ¿Qué tal le fue en Sing-Sing? —susurró Bill.
—No es un lugar muy apetecible, señora —susurró Phipps.
—No, ya me lo imagino —volvió a susurrar Bill—. ¡Ah, hola, Smedley!
Finalizada su siesta, Smedley Cork habla entrado por la cristalera.
Phipps salió de la salita seguido por la austera y desaprobatoria mirada que un caballero de mediana edad dirige al mayordomo que se ha negado a prestarle un centenar de dólares, y Smedley fue a sentarse en el sofá.
—Quería hablar contigo, Bill —anunció.
—Pues aquí me tienes, muchacho. ¿Qué te preocupa? Porque… ¡Dios mío, Smedley! —añadió Bill con la franqueza de una amistad de veinticinco años—. ¡Has envejecido terriblemente desde la última vez que te vi! Me quedé de piedra al llegar y ver ese aspecto de pieza de museo que tienes. Se te ha puesto el pelo tan gris como el de un tejón.
—Bien… Estaba pensando en pedirle al peluquero que hiciera algo al respecto…
—De nada te servirá. Sólo hay un tratamiento eficaz contra las canas. Lo inventó un francés, que lo llamó guillotina. Supongo que la causa es el llevar tanto tiempo viviendo con Adela… No puedo imaginar nada tan a propósito para hacer que aparezcan hebras de plata entre las de oro como el estar constantemente junto a esta hermana mía.
Sus palabras eran música para los oídos de Smedley. Se dejó bañar por aquella oleada de simpatía. ¡La buena de Bill se había mostrado siempre tan comprensiva…! Hasta el punto de que, en una o dos ocasiones, tan sólo ese instinto de autoconservación que socorre a los solteros de pro en los momentos de apuro había podido librarlo de pedirle que se casara con él. De cuando en cuando, en las horas bajas, se arrepentía de no haberlo hecho. Pero eran sólo desfallecimientos pasajeros. La sola idea de casarse horrorizaba a Smedley.
—Es una vida de perros, Bill —reconoció—. Me tiene atado de pies y manos. ¡Más me valdría estar en Alcatraz! Por lo menos, allí no tendría que tomar yogur.
—¿Te obliga Adela a tomar yogur?
—Todos los días.
—Inhumano. Por supuesto que te hará mucho bien…
Smedley alzó la mano en señal de protesta.
—Por favor —suplicó—, no me digas lo de los campesinos búlgaros.
—¿A qué campesinos búlgaros te refieres?
—A los que se ponen sonrosados a fuerza de tomarlo.
—¿Que el yogur hace que los campesinos búlgaros tengan la cara sonrosada?
—Es lo que dice Phipps.
A Bill Shannon se le escapó una risa ahogada.
—¡Phipps! Si mis labios no estuvieran sellados, ya te contaría yo algo de Phipps… ¿Sabes eso que dicen de las aguas mansas?
—¿Qué dicen?
—Que son muy profundas. Como Phipps. ¡Vaya tipo! Me imagino que para ti es el clásico mayordomo, como cualquier otro. Pero permíteme decirte que el amigo Phipps tiene otra personalidad totalmente distinta. Aunque, te lo repito, mis labios están sellados; es inútil que trates de ponerme a prueba.
Aquello desconcertó a Smedley.
—¿Cómo es que sabes algo de Phipps? Aún no llevas aquí un día… ¿Lo conocías de antes?
—Sí, y en curiosas circunstancias. Pero no hagas preguntas.
—No tengo la menor intención de hacértelas. Me tiene sin cuidado Phipps. No quiero volver a saber nada de él. Su actitud me ha dolido y decepcionado.
—¡No me digas! ¿Cuál ha sido el problema?
—Le pedí un pequeño préstamo hace poco, y… ¿querrás creerlo? —explicó Smedley, rebosando santa indignación—, ¡me lo negó! Rechazó de plano la idea. «No, señor», me dijo. Y probablemente está nadando en dinero… ¡Gracias a Dios que hay en el mundo personas como tú, Bill! Tú no harías una cosa así. Eres toda corazón, una verdadera amiga, fiel como el acero… ¡Mi buena Bill, mi querida Bill…! Oye…, ¿podrías prestarme cien dólares?
Bill pestañeó. A pesar de lo bien que conocía a Smedley, no le había visto venir.
—¿Cien dólares?
—Los necesito terriblemente.
—¿Estás planeando una escapada?
—¡Sí! —exclamó apasionadamente Smedley—. ¡Lo estoy! La escapada de toda mi vida, si consigo reunir el dinero necesario. ¿Te das cuenta de que no he tenido ni una noche de libertad en los últimos cinco años? Es el precio que tengo que pagar para poder sacarle a Adela el dinero para un paquete de cigarrillos. Soy un gusano encerrado en una jaula de oro. Me prestarás esos cien dólares, ¿verdad, Bill?
A los azules ojos de Bill se asomó una mirada dulce y compasiva. Su corazón se acongojaba ante aquella alma atormentada.
—¡Mi pobre corderillo arruinado…! Si tuviera cien dólares —respondió—, te los daría en el acto. Porque pienso que eso es justamente lo que necesitas: una escapada que devuelva el color a tu cara. Pero mi economía está tan fastidiada como la tuya. ¿Crees que estaría aquí, escribiéndole a Adela su autobiografía, que es lo más aburrido que te puedas imaginar, si tuviera algún dinero en el banco? —Le dio unas compasivas palmaditas en el hombro—. Temo haberte estropeado el día. Lo siento… ¡Cuánta palabrería la de toda esa gente que dice que la pobreza fortalece el espíritu! —prosiguió en plan moralizante—. El único efecto que me produce es hacerme sentir envidia de los tipos con suerte que han logrado hacerse con un buen pellizco…, como el muchacho aquel que trabajaba conmigo en los estudios de la Superba-Llewellyn. ¿Te lo he contado ya? Lo despiden, se va a Nueva York, y la siguiente noticia que tienes de él es que ha ganado un fortunón en uno de esos concursos de radio… ¡Veinticuatro mil pavos! Salió en los periódicos y todo. ¿Me ocurrirá a mí alguna vez algo por el estilo? ¡Que te crees tú eso! ¡Ni aunque viviera un millón de años!
—¡Toma, ni a mí! Aunque…
Smedley hizo una pausa. Miró cautamente a la derecha por encima del hombro. Miró cautamente hacia la izquierda por encima del otro hombro. Y luego, volviéndose, miró cautamente a sus espaldas.
—Aunque… ¿qué? —preguntó Bill, extrañada por estas maniobras.
Smedley bajó la voz hasta transformarla en un susurro conspirador.
—Te diré algo, Bill.
—Bueno…, pues dilo más alto. Porque no puedo oír ni una palabra.
—No es una cosa que puedas pregonar desde los tejados —añadió Smedley en el mismo tono conspiratorio—. Si llega a oídos de Adela, ya puedo despedirme de cualquier posibilidad de convertirme en un hombre rico.
—No tienes ninguna posibilidad de convertirte en un hombre rico.
—En eso te equivocas —replicó Smedley—. Las tengo, si las cosas salen como espero que salgan. ¿Sabes a quién pertenecía antes esta casa, Bill?
—¡Pues claro que lo sé! Es todo un monumento. A Carmen Flores.
—Justamente. Adela la compró amueblada, a sus albaceas. Todas sus pertenencias siguen aún aquí, tal como la dejó el día que murió en aquel accidente de aviación. Fíjate bien en lo que te digo. Todas sus pertenencias.
—¿Y qué?
Smedley volvió a mirar por encima del hombro. Bajó nuevamente la voz. Si ya en estado de reposo su figura recordaba la de un emperador romano, ahora era la viva imagen de un emperador romano planeando un asesinato con su vicepresidente segundo ejecutivo para muertes violentas.
—Carmen Flores escribía un diario.
—¿De veras?
—Es lo que dicen todos. Lo estoy buscando.
—¿Para qué? ¿Piensas escribir su biografía?
—Y si lo encuentro, será mi oportunidad. Piénsalo, Bill… Reflexiona. Ya sabes cómo era. Continuamente envuelta en grandes escándalos con toda clase de personajes importantes, estrellas, productores…, lo que quieras, y poniéndolo luego todo por escrito sin remilgos. Bueno…, encontrar ese diario sería como dar con un yacimiento de uranio.
—¿Quieres decir que algunos de esos personajes pagarían el oro y el moro por hacer desaparecer esos papeles?