—Pues sí, buena gente… —dijo—. Es lo que Kay dice: una auténtica novela. Ayer tarde estaba yo en la terraza, pensando en esto y en lo otro, cuando, de pronto, mi ángel de la guarda me susurró al oído…
—¡Oh, vete a paseo! —dijo Adela en tono de fastidio.
Smedley la miró desdeñoso.
—No me da la gana de irme a paseo.
—No —le apoyó Kay—. Creo que debéis oír lo que le dijo su ángel de la guarda.
—A mí siempre me ha encantado oír hablar de los ángeles de la guarda, siempre —dijo Bill—. ¿Qué fue lo que te susurró el tuyo al oído?
—Me dijo: «Smedley, muchacho: prueba encima del armario».
Adela entornó los ojos. Tal vez estuviera rezando, pero no es probable.
—Os aseguro que no voy a poder soportarlo mucho más.
—Yo, en cambio —dijo Bill—, podría estar escuchándolo siempre. Adelante, Smedley. ¿Qué armario? ¿Dónde?
—El del dormitorio de Adela.
Adela saltó convulsivamente. No sería justo reprochárselo. Se estaba preguntando si existió mujer alguna que hubiera visto su dormitorio invadido con tanta asiduidad. Primero Phipps, y ahora Smedley. ¿Era aquél su dormitorio —se decía— o el Gran Vestíbulo de la Estación Central de Nueva York?
Fulminó a Smedley con una mirada de basilisco.
—¿Has estado revolviendo en mi habitación?
—Entré un momento, sí. Estaba buscando una cosa.
De repente a Bill se le hizo la luz.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¿El diario?
—Ajá.
—¿Eso es lo que buscabas?
—Ajá.
—¿Y estaba allí?
—Ajajá. ¡Sí, señor! Allí mismito, encima del armario.
—¿Lo tienes?
—En mi bolsillo —dijo Smedley, dándose unos golpecitos en él.
La mirada de Adela iba de Bill a Smedley y de Smedley a Bill, peligrosamente exasperada por el carácter esotérico que la conversación había tomado. No podía soportar a la gente que secreteaba en su presencia; menos aún si uno de los que lo hacían era un tipo carne de presidio que había llevado la desgracia a su casa y el otro una hermana a la que ojalá no hubiera permitido nunca poner los pies en ella. Probablemente no existían en toda América dos personas que hubieran podido sacarla más de quicio escondiendo el significado de su conversación tras un lenguaje críptico. Su semejanza con una hembra de leopardo irritada se acentuó todavía más.
—¿De qué estáis hablando vosotros dos? ¿Qué diario es ése? ¿De quién?
—El de Carmen Flores —explicó Kay—. El tío Smedley llevaba semanas tratando de encontrarlo.
Bill suspiró. Su corazón era francamente sensible.
—Lo siento por el pobre Phipps —dijo—. ¿Cómo fue que pensaste en el armario, Smedley?
—Cuando una mujer tiene algo que esconder, ahí es donde lo pone. Es un hecho bien demostrado. Aparece en todas las historias de detectives.
—¿Has leído a Agatha Christie? —preguntó Kay.
—¿Quién es Agatha Christie? —preguntó Adela.
—¡Pero, Adela…! —exclamó Bill.
Smedley emitió una risotada breve y desagradable.
—La pobre es una conejita iletrada —dijo.
Adela se irguió y dirigió a su cuñado una mirada de esas que llaman asesinas.
—¡Tú a mí no me llamas conejita iletrada, so… proscrito!
Smedley se irguió también, a su vez.
—¡Pues a mí no me llames proscrito! ¡Ni se te ocurra!
—Te llamo proscrito porque eso es lo que eres. ¿No te anda detrás la policía?
—No. La policía no quiere saber nada de mí.
—¡Qué bien entiendo a la policía! Tampoco yo quiero saber nada de ti.
Smedley se puso tieso.
—Esa broma no me hace ninguna gracia, Adela.
—Me tiene sin cuidado lo que te parezca.
—¿Ah, sí?
—Pienso que tendría que importarte, Adela —intervino Bill—. Este hallazgo ha colocado a Smedley en una posición muy distinta de la que tenía ayer a estas horas.
—No sé lo que quieres decir.
—Es muy sencillo.
En aquel momento entró Joe. Había visto ya su habitación, oído sin que se le perdonara ningún detalle el relato de cómo lord Topham había bajado del centenar de golpes aquella mañana, y ahora se proponía salir nuevamente al jardín y empaparse de naturaleza, aunque sin demasiadas esperanzas de que así lograría animarse. Estaba muy deprimido aún. Ya notó, al pasar, que la salita del jardín parecía ser el centro de una reunión, pero apenas dedicó atención a sus ocupantes y salía ya por la cristalera cuando la poderosa voz de Bill lo hizo detenerse en el acto.
—Ayer —estaba diciendo— Smedley no tenía el diario de la difunta Carmen Flores. Y hoy lo tiene. No hay estudio en Hollywood que no esté dispuesto a aflojar la mosca por él.
Smedley corroboró esta idea.
—Anoche hablé por teléfono con los de la Colossal-Exquisite. Dicen que pagarán cincuenta mil.
—¡Cincuenta mil! —exclamó Adela estupefacta.
—Cincuenta mil —repitió Smedley.
Adela se puso lentamente en pie.
—¿Estás hablando…, estás hablando de cincuenta mil dólares?
—Cincuenta mil dólares, sí —dijo Smedley.
Joe fue hacia el sofá tambaleándose y se dejó caer en él. La cabeza le daba vueltas. Le parecía que una orquesta invisible se había puesto a tocar música de fondo en la salita del jardín.
—¿Has cerrado el trato? —preguntó Bill.
—No. Voy a esperar a tener todas las ofertas. Espero grandes cosas de Medulla-Oblongata-Glutz.
—Pero no sacarás menos de cincuenta mil.
—No, claro —dijo Smedley. Sacó el diario de su bolsillo y lo contempló reverentemente—. ¿Verdad que es asombroso que un librito como éste valga cincuenta de los grandes?
—Debe de ser dinamita pura. ¿Has leído algo de él?
—No puedo. Está en español.
—¡Lástima!
—No, no importa —replicó Smedley, dispuesto a ver en seguida el lado bueno en todo—. Uno de los jardineros de Lulabelle Mahaffy, ahí cerca, es mexicano. Voy a acercarme a verle y a pedirle que me lo traduzca. Somos buenos amigos. Me dio una vez un trago de esa bebida mexicana que llaman… Bueno, he olvidado el nombre, ¡pero vaya cómo te entona!
Durante todo este diálogo, una curiosa calma parecía haberse apoderado de Adela. Como si sus reflexiones se hubieran visto premiadas con alguna idea de efectos sedantes para su agitación interior. Aún tenía los dedos un poco crispados, pero su voz, cuando habló, era tranquila e inusualmente afable.
—Yo aprendí un poco de español cuando hice aquella gira de promoción por Sudamérica —dijo—. A lo mejor puedo ayudarte. ¿Me dejas que lo vea?
—Pues claro —respondió Smedley cordialmente. Sé amable con Smedley Cork, y él te responderá con amabilidad—. Hay una anotación con fecha veintiuno de abril que me encantaría tener traducida. ¡Lleva al margen seis signos de admiración!
Entregó el libro a Adela, cuyos dedos, al tomarlo, se crisparon más ostensiblemente que nunca. Al momento echó a correr hacia la puerta, y Smedley, presa de pronto de un temor indefinible, le gritó:
—¡Eh! ¿Adonde vas con él?
Adela se volvió.
—Algo tan valioso no debe dejarse por ahí. Voy a meterlo en la caja fuerte de la sala de proyección.
—No lo harás. Quiero tenerlo yo.
Adela descubrió su juego.
—Pues no lo tendrás —dijo secamente—. Durante cinco años has estado viviendo a mi costa, Smedley. Ya va siendo hora de que contribuyas a los gastos de la casa. Ésta es una forma de hacerlo.
—Pero…, pero…
—Sí, eso es —dijo Adela—. Cincuenta mil dólares. Una buena cifra para empezar. Y ahora, Wilhelmina —añadió cambiando de tema—, hazme el favor de ir a quitarte ese maldito mono. Pareces un trapero.
El golpe de la puerta al cerrarse quedó ahogado por el grito, semejante a grandes rasgos al rugido de alguna fiera herida de la jungla, que salió de los labios de Smedley. En sus observaciones a Bill el día antes, a propósito de la actitud de mistress Adela Cork con quienes encontraba explorando su dormitorio, Phipps había aludido a la reacción emocional de las tigresas cuando les roban uno de sus cachorros. Pero es dudoso que incluso la tigresa más neurótica pudiera haber expresado más crudamente la congoja, en lo que en medios cinematográficos llaman una «toma», que Smedley en aquellos momentos. Los ojos parecían salírsele de las órbitas, y la mandíbula colgando desencajada parecía sumar una tercera barbilla a sus dos habituales.
También Bill dio muestras de estar algo desconcertada por aquel imprevisto sesgo de los acontecimientos.
—¡Demonios! —exclamó—. ¡Un secuestro!
Smedley se dejó caer en el sofá junto a Joe.
—¡A plena luz del día! —gimió incrédulamente. Su pecho se agitaba en oleadas de justa indignación—. Daré cuenta de esto… ¡Lo revelaré a la prensa!
—¡Cómo supo fingir esa mujer! Con razón llegó a ser una estrella del cine mudo…
—¡Pero no puede hacerlo! —exclamó Joe.
—Ya sé que no puede —dijo Bill—, pero lo ha hecho.
Cruzó la habitación con paso firme y pulsó el timbre del servicio. Era una mujer decidida, no una de esas mujercitas débiles y nerviosas que malgastan su precioso tiempo en lamentaciones. Le había bastado un instante para ver lo que hubiera hecho Napoleón ante una crisis como aquélla. Poned a Napoleón en un aprieto, y su primera reacción será reunir a sus reservistas y enviarlos al campo de batalla.
Eso, precisamente, se disponía a hacer Bill. El timbre era el cornetín de órdenes que convocaría urgentemente a Phipps a primera línea, y con la ayuda de Phipps esperaba transformar la derrota inicial en victoria. Porque si te han arrebatado algo valioso para encerrarlo en una caja fuerte, y tienes a tu disposición a un mayordomo que ha recibido veinte lecciones sobre el arte de abrir cajas de caudales y adquirido cierta maestría en hacerlo, es de puro sentido común que te aproveches de su habilidad.
Smedley seguía muy agitado. Alzó los brazos en un ademán impulsivo.
—¡Lo contaré a la revista
Variety
!
Bill lo miró con aire maternal.
—Cállate, Smedley.
—No quiero callarme. Voy a escribir a Walter Winchell.
—No hace falta que te excites —dijo Bill—. En absoluto, como diría lord Topham. ¡Ah, Phipps!
El mayordomo acababa de presentarse silenciosamente en la puerta de la salita.
—¿Ha llamado la señora?
—Sí. Pase usted, Phipps —respondió Bill—. Mire: me temo que ha llegado la hora de que usted deje de esconder su luz bajo un celemín.
—¿Señora?
—¿Has formado alguna vez parte de un jurado, Smedley?
En la medida en que es posible que un mayordomo inglés pueda estremecerse, Phipps se estremeció. Miró a Bill con ojos de sorpresa.
—¡Por favor, señora!
Pero Bill ignoró la interrupción.
—Yo fui miembro de uno hace algún tiempo —prosiguió—. Del que envió a Phipps, aquí presente, tres años a chirona.
—Señora…, me había prometido usted que…
—¿Y sabéis lo que había hecho para ganarse esos tres años de estancia en presidio? ¿Sabéis cómo obtuvo su graduación para Sing-Sing? ¡Pues reventando cajas de caudales!
Si había esperado una reacción de asombro ante sus palabras, no se llevó una decepción. Smedley dejó de soplar invisibles burbujas y miró estupefacto al mayordomo. Kay dejó escapar un grito agudo, y miró estupefacta al mayordomo. Joe exclamó: «¿Queeé?»; y él también miró estupefacto al mayordomo. Y Phipps, estupefacto, miró a Bill. Ni Julio César al encajar la puñalada de Bruto pudo poner mayor dolor y decepción en una mirada. Sus ojos llenos de reproche hicieron sentir a Bill que se imponían unas palabras a modo de disculpa.
—Lo siento, Phipps —le dijo—, pero es una necesidad militar.
Smedley recobró el uso de sus cuerdas vocales.
—¿Estás diciendo que Phipps, nuestro Phipps —preguntó asombrado—, era un ladrón?
—Y condenadamente bueno también. Descerrajó una caja espléndida.
—Así que…
—Exactamente. Por eso lo he hecho venir. Phipps, tenemos un trabajo para usted.
Aunque lejos de haberse recuperado totalmente de uno de los peores sustos de su vida, el mayordomo tuvo suficiente dominio de sí para hablar.
—¿Señora?
—Queremos que abra usted la caja de caudales de mistress Cork. La de la sala de proyección.
—Pero, señora…, estoy retirado.
—Pues ha llegado el momento de hacer una rentrée.
Una glacial resolución enfrió los ánimos de Phipps. Fueron esas decisivas palabras, «la caja de caudales de mistress Cork», las que le dieron una tenacidad de acero para resistirse hasta el límite de sus fuerzas a aquella apelación a sus servicios. Como Lyly lo expresara tan brillantemente en su
Euphues
, el niño escaldado se espanta del fuego, y un mayordomo que ha sido pillado dos veces por Adela Cork en su dormitorio mientras buscaba diarios no acomete así como así la tarea mucho más peligrosa de saquear cajas de caudales pertenecientes a una mujer de personalidad tan intimidante. Podría pedírsele a James Phipps que hiciera una incursión desvalijadora en la reserva federal de Fort Knox, y tal vez accediera a prestar ese pequeño favor, pero las cajas de caudales de Adela Cork tenían el privilegio de la inmunidad.
—No, señora —replicó con respeto, pero con firmeza.
—¡Oh, vamos!
—No, señora.
—Piénselo bien, Phipps. ¿Está usted preparado para presentarse ante el jurado de la opinión pública como el hombre que se negó a forzar una caja cuando se lo rogó una vieja amiga?
—Sí, señora.
—Quizá debería haberle mencionado desde el principio —dijo Bill— que su tajada serían cinco mil dólares…
Phipps se sobresaltó. Su férrea fachada empezó a vacilar. Su mirada, dura y tajante hasta entonces, se suavizó y despuntó en ella ese brillo que resplandece siempre en los ojos de los mayordomos cuando ven la oportunidad de ganar un dinero fácil. La visión de Adela Cork acercándose subrepticiamente y dándole una palmada en el hombro mientras estaba acuclillado ante su caja de caudales empezó a desvanecerse. Todo hombre tiene su precio, y cinco mil dólares eran, poco más o menos, el de Phipps.
—Eso es mucho dinero, señora —dijo, impresionado.
—Es una barbaridad —corroboró Smedley, en tono de protesta.
Bill frenó aquella línea cicatera de pensamiento con un gesto de impaciencia. ¿Cómo podía ocurrírsele a Smedley regatear en un momento así?, se preguntó.