Locuras de Hollywood (4 page)

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Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

BOOK: Locuras de Hollywood
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—No es tu agenda lo que me preocupa —dijo—. Ya me parece bien que seas un Casanova reformado… Pero… ¿de veras quieres que te diga por qué no me casaré contigo, Joe?

—¡Ojalá lo hagas! ¡Aclara de una vez este enigma histórico!

—Lo que voy a decirte lo sabes de sobras…

—No me importa. Me encantará oír cómo hablas de mí.

Kay tomó un sorbo de café, pero encontró que se había enfriado y volvió a dejar la tacita en la mesa. Ya no quedaban clientes en el restaurante, y los camareros habían ido a ocultarse, al parecer, a su guarida secreta. Podía hablar sin temor a que nadie estuviera escuchando.

—Pues mira… La razón es que tú no eres precisamente lo que los franceses llaman un
homme sérieux
. No sé si me entiendes.

—No.

—Trataré de explicártelo. Repasemos algunos hechos de tu vida. Los conozco por Bill. Me contó que, cuando tú y ella vivíais en Nueva York, antes de iros los dos a Hollywood, te estabas abriendo camino como escritor.

—Para revistas de mala muerte.

—Bien… ¿Qué hay de malo en eso? La mitad de los escritores hoy célebres comenzaron escribiendo para esas revistas. Pero se dedicaron de verdad, trabajando.

—No me gusta el retintín que pones en esa palabra.

—Luego conseguiste un empleo en la Superba-Llewellyn y marchaste a Hollywood. Y te despidieron.

—Eso le puede ocurrir a cualquiera.

—Sí. Pero la mayoría de la gente, cuando los despiden, no solicitan una entrevista personal con el jefe del estudio y, en el curso de la conversación, le tiran a la cabeza un ejemplar encuadernado del
Saturday Evening Post
. ¿Por qué lo hiciste?

—Me pareció una buena idea entonces. Se había ganado mi antipatía. ¿También te contó Bill todo eso?

—Sí.

—Bill habla más de la cuenta.

—Con lo cual te ganaste estar en la lista negra. No parece un comportamiento muy equilibrado, ¿no crees?

Joe le dio unas palmaditas en la mano, indulgente.

—Las mujeres no entendéis estas cosas —dijo—. En la vida de cada hombre que tenga tratos con Ivor Llewellyn llega un momento en que se ve impulsado a arrojarle a la cabeza ejemplares del
Saturday Evening Post
. Para eso lo publican sus editores.

—Bueno, está bien. Sigo pensando que fue una actitud muy poco seria; pero, si a ti te lo parece, allá tú. Y ahora pasemos a lo del concurso de radio. Cuando, por un milagro, consigues ganar un montón de dinero…

Aunque apesadumbrado por los derroteros que tomaba aquella conversación, Joe no pudo reprimir una carcajada.

—La verdad es que, cada vez que lo recuerdo, se me escapa la risa —dijo—. Me veo sentado en mi cuchitril una noche lluviosa, dando vueltas al problema de cómo arreglármelas para sacar dinero con que comer al día siguiente, cuando hete aquí que de pronto suena el teléfono y me encuentro al otro lado del hilo un animado locutor de la WJZ que me pide que escuche la grabación de la Voz Misteriosa y trate de identificarla. ¿Y de quién es esa vo2 misteriosa? Pues nada menos que la de míster Ivor Llewellyn, que no ha dejado de aturdir mis tímpanos desde aquel episodio que antes mencionaste. Doy mi respuesta, y al instante el tipo de la radio me informa de que he ganado el gran premio y conseguido un dineral que deja chiquitos los sueños de un avaro. Lo que demuestra que no hay nada en el mundo que no esté puesto en él con algún fin, ni siquiera Ivor Llewellyn. Pero te he interrumpido…

—En efecto.

—Perdona. Adelante. ¿Qué me estabas diciendo?

—Te decía que lo primero que haces en cuanto te ves con un montón de dinero es dejar de escribir y dedicarte a holgazanear.

—Me juzgas mal.

—¿Has escrito un solo relato desde que sacaste ese dinero?

—No. Pero no he estado holgazaneando. He estado mirando a mi alrededor, preparándome para el salto. Tal como yo lo veo, debo ser capaz de encontrar algo mejor que hacer que escribir aventuras del Oeste a tanto la página para las revistas. Ahora que tengo unos ahorrillos, puedo permitirme esperar y estudiar el mercado. Eso es lo que estoy haciendo: estudiar el mercado.

—Ya veo. Bien… —dijo Kay poniéndose en pie—. Tengo que irme. Y sigo pensando que no eres un
homme sérieux
.

Un sentimiento de desolación se abatió sobre Joe. Lo había sentido latente todo el rato, de una forma distinta, pero sólo ahora pareció hacerle ver que faltaban poquísimos días para que entre aquella chica y él se interpusieran cinco mil kilómetros de montañas, desiertos y praderas. Cuando, si había alguna tarea que requiriera su personal e ininterrumpida supervisión, era sin duda ésta de doblegar la resistencia de Kay Shannon, inasequible para el vendedor más experto.

—No te vayas aún —le pidió.

—Debo hacerlo. Tengo que dejar listas un montón de cosas.

—¿Mucho trabajo en el despacho?

—Estoy haciendo las maletas. Mañana empiezo mis vacaciones.

—No me lo habías dicho.

—Se me olvidaría, supongo…

—¿Adonde te vas?

—A Hollywood. Pero… ¿qué te pasa?

—No me pasa nada.

—Estás chillando como una foca.

—Siempre chillo como una foca a estas horas del día, más o menos. ¿Y dices que te vas a Hollywood?

—Bueno, a Beverly Hills. Estaré en casa de mi tía.

—¿Bill?

—No, con otra tía. Una hermana de Bill. De una posición social mucho más alta. Pertenece a la aristocracia de Hollywood. Es Adela Shannon.

—¡Qué me dices! ¿La famosa Adela Shannon? ¿La estrella del cine mudo?

—La misma.

—Bill me ha hablado alguna vez de ella. No parecía tenerle mucho aprecio.

—A mí tampoco me cae demasiado bien.

—Entonces… ¿por qué vas a su casa?

—Bueno…, no sé. A algún sitio he de ir. Además, me ha invitado.

—¿Por qué parte vive?

—En las montañas, sobre Álamo Drive. En la casa que fue de Carmen Flores. La conocerás, probablemente.

—O sea que es la dueña de ese palacio, ¿eh? Debe de estar forrada.

—Lo está. Se casó con un millonario.

—Y tú harás lo mismo si doy con lo que busco y me salen bien las cosas. Bueno… Estate a la espera de recibir pronto un telefonazo mío.

—¿Que espere qué?

Joe se rió con ganas. Había superado su momento de depresión. El sol se había abierto paso a través de los nubarrones y todo parecía ir a pedir de boca en el mejor de los mundos posibles.

—¿Pensabas poder escapar de mí marchándote a Hollywood? Pues tu cabecita se ha estado haciendo vanas ilusiones. Yo también iré a Hollywood dentro de un par de días.

—¡Cómo! ¡Pero si allí te tienen en la lista negra!

—¡Oh, no! No voy a buscar trabajo. Sin duda vendrán a ofrecérmelo, y me suplicarán que acepte. Pero yo me pondré muy tieso y diré: «Después de lo que ha ocurrido, ni pensarlo». Así, desdeñoso… En realidad voy a ver a Bill para que me explique ese plan suyo. Con razón o sin ella, parece creer que mi cooperación es imprescindible para que tenga éxito. Se ha mostrado tan insistente, que debo dejarlo todo e ir corriendo. Es una lástima que no podamos hacer el viaje juntos tú y yo, pero hay un par de cosas que debo dejar resueltas aquí antes de abandonar la gran ciudad. Sin embargo, a su debido tiempo tendrás noticias mías. Me verás, mejor dicho.

—No estarás pensando en dejarte caer por la casa de tía Adela…

—Pudiera ser.

—Preferiría que no lo hicieras.

—Tu tía no se me comerá, digo yo.

—Yo no estaría tan segura. No es vegetariana.

—Bueno, ya veremos, ya veremos. Y, respecto al asunto que antes comentábamos, dejemos las cosas como están, de momento. Yo seguiré queriéndote, naturalmente.

—Muchas gracias.

—No hay de qué —replicó Joe—. Es un placer. En algo ha de ocuparse uno.

III

—Hollywood ya no es lo que era —acababa de decir Bill Shannon—. Antes era una combinación de Santa Claus, los Reyes Magos y el buen rey Wenceslao…, pero ahora se ha vuelto un avariento Scrooge. Los días felices han muerto, y el espíritu de generosidad es cosa del pasado.

Estaba compartiendo con Joe Davenport el contenido de una cafetera en el comedor principal del Hotel Beverly Hills, y su voz resonante retumbó por la sala como un trueno. Al oírla, Joe se sintió todo un distrito electoral en pleno arengado por un senador de excepcionales dotes pulmonares.

—Fíjate —decía ahora Bill—. Hubo un tiempo en que tenías que ser una persona excepcionalmente capaz y decidida para librarte de firmar con algún estudio. Los altos ejecutivos te perseguían por Sunset Boulevard rogándote en tono lastimero que aceptaras un contrato. «Venga a escribir guiones para nosotros», te suplicaban. Tú les decías que no te dedicabas a escribir, y ellos replicaban: «Pues le contratamos como asesora técnica». Y, si les respondías que no querías ser asesora técnica, al instante te salían con otra propuesta: «Únase a nosotros en calidad de profesora de vocalización». Así que al final cedías: «Está bien, seré guionista. Pero quiero mil quinientos a la semana». Y ellos, al momento: «Que sean dos mil. Es un número más redondo. Facilita la contabilidad». «Bueno…, pues que sean dos mil», admitías. «¡Pero no esperen que trabaje!». «¡Quite, quite, qué ocurrencia! ¡Por supuesto que no! Sólo deseamos tenerla a usted en nómina». Todo esto se acabó, Joe.

¿Ahora? ¡Ja! Ahora, si te contratan, lo hacen sólo por el placer de poder despedirte.

Todo este discurso era su respuesta a una pregunta incidental de Joe: «¿Qué tal por Hollywood?»; lo cual hizo que éste se sintiera como si, irreflexivamente, acabara de abrir un agujero en una presa. Sobreponiéndose al aturdimiento de sentirse como una rama zarandeada por aguas turbulentas, tuvo un atisbo de la causa que provocaba el estallido emocional de su acompañante.

—No me digas que también a ti te han dado la patada, Bill.

—Eso es precisamente lo que han hecho. Arrojarme a la nieve. ¡Y yo que estaba convencida de que me consideraban una especie de madrina de todos…! Algo así como la mascota del estudio…

—¿Cuándo ha sido eso?

—La semana pasada. Llego a mi despacho alegre como unas pascuas, con el sombrero ladeado y canturreando aquello de que «soy la reina de los mares», y me encuentro encima de la mesa la pápela dándome el pasaporte, dentro de un sobrecito azul. Una sorpresa muy desagradable, te lo aseguro. Tuve que ir rápidamente a la cafetería, a reponerme con un vaso de leche malteada Bette Davis.

Joe asintió en gesto comprensivo.

—Es esta manía de ahorrar que les ha entrado.

—Un falso ahorro.

—Supongo que Hollywood estará en mal momento estos días.

—Hundido hasta su último billón.

—Ya era de esperar que ocurriría algo por el estilo cuando me dejaron marchar… Una política suicida. ¿Qué vas a hacer ahora?

—De momento estoy viviendo en casa de mi hermana Adela. Escribiéndole la que será su autobiografía. Por cierto, Kay se ha presentado también hace un par de días. ¿Llegaste a conocerla en Nueva York?

Joe dejó escapar una de sus risas más lúgubres y huecas.

—¡Que si la conocí en Nueva York! La respuesta a tu pregunta, Wilhelmina, tiene que ser afirmativa. Pero ¡qué poco imaginabas los riesgos a que me exponía tu irreflexión al decirme que fuera a saludar a esa chica! Mi moral por los suelos. Depresión y debilidad. Inapetencia y sudores nocturnos. Me he enamorado de ella, Bill.

—¿De verdad?

—Sí.

—Bueno… No te lo reprocho. Es una mocosilla atractiva.

—Preferiría que no aludieras a ella llamándola mocosilla… Di mejor un ángel…, un serafín, si quieres. Pero no mocosilla.

—Lo que tú digas. ¿Y cómo van las cosas? ¿Te corresponde? ¿Eres el hombre de sus sueños?

—Para decírtelo con su palabra favorita, no.

—¿No quiere casarse contigo?

—Eso es lo que dice.

—Propónselo de nuevo.

—Ya lo he hecho. ¿A qué te crees que dedico mi tiempo? Se lo he pedido ya doce veces. No, me descuento: catorce; estaba olvidándome de un par de ocasiones de pasada. Y llegarían ya a las quince si hubiera podido hablar con ella por teléfono hace unos instantes; pero no estaba en casa. Por cierto, Bill… ¿Quién es una tal mistress Cork?

—Mi hermana Adela. Se casó con un multimillonario apellidado así. ¿Por qué me lo preguntas?

—No…, simple curiosidad. Hemos cambiado unas cuantas palabras por teléfono. En fin…, así están las cosas. Yo declarándome a ella sin parar, y ella, inconmovible, volcando toneladas de negra escarcha sobre el jardín de mis ilusiones. Ahora ya sabes por qué estoy tan pálido y macilento.

—Pues a mí me pareces un tomate especialmente apetitoso. Y estás loco si das importancia a las palabras de una chica que te rechaza. Fíjate en mí: estoy enamorada de un hombre que me ha estado diciendo que no en los últimos veinte años. Pero… ¿me desespero? Ni una pizca. Sigo tras él, y pienso que lo estoy ablandando. Oye…, ¿por qué me miras con esa cara de asombro?

Joe dudó antes de responder.

—Bueno…, reconozco que estoy algo sorprendido.

—¿Por qué?

—El caso es que jamás te había imaginado con problemas sentimentales.

—¿Por qué no?

—¡Oh! Lo que quiero decir —se apresuró a añadir Joe al advertir la expresión amenazadora que despuntaba en el rostro de su acompañante— es que me asombra que alguien se te haya podido resistir durante veinte años.

—Así está mejor.

—Pienso que lo conseguirás. Persevera, Bill.

—Lo haré. Y persevera tú también.

—Muy bien. Perseveremos los dos.

—Organizaremos una doble boda.

—Me parece muy bien.

—Y ahora, ¡por amor del cielo!, cambiemos de tema y pasemos al asunto. No podemos perder todo el día hablando de amor. ¿Recibiste mi telegrama?

—Por eso he venido.

—¿Y mi carta explicándote todos los detalles del plan?

—No me ha llegado ninguna carta tuya.

—Te diré por qué: acabo de recordar que me olvidé de echarla al correo. Pero puedo suplirla y ponerte ahora al cabo de la calle. Muchacho, estamos en vísperas de conseguir una fabulosa fortuna. Hemos dado con una mina de oro.

—Sigue, sigue, Bill. Me tienes en ascuas.

Bill blandió teatralmente su dedo índice y le golpeó con él en el pecho.

—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez, Joe, que durante todos los años que llevamos escribiendo nos ha tocado lo peor del oficio?

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