—En efecto, señora.
—Y al cabo de poco tiempo llego yo aquí y me encuentro con que usted es realmente un excelente mayordomo.
—Muchas gracias, señora.
—Bueno, pues…, dígame: ¿qué fue antes, la gallina o el huevo?
—¿Señora?
Bill comprendió que así no saldría de dudas.
—Quiero decir que usted es un revientacajas…
—Un ex revientacajas, señora.
—¿Está seguro de escribirlo con «ex» inicial?
—¡Oh, sí, señora!
—Bien… Pero aun así. ¿Qué es usted? ¿Un revientacajas mágicamente dotado para el arte de mayordomear, o un mayordomo que, de alguna forma, ha adquirido el don de abrir cajas fuertes?
—Lo segundo, señora.
—O sea… ¿que no es usted en realidad algún Mike el Rato, o alguien por el estilo, que está representando el papel de mayordomo con vistas a otros proyectos suyos más recónditos?
—¡Oh, no, señora! Llevo sirviendo desde muy joven. El servicio doméstico es una tradición en mi familia. De hecho comencé mi carrera haciendo de lo que llaman mozo de escalera en una gran mansión del Worcestershire.
—¿Donde hacen la salsa?
—Tengo idea de que el condimento a que alude la señora lo manufacturan en esa localidad, en efecto.
Phipps se quedó callado unos instantes, evocando aparentemente aquellos días felices en que su vida era sencilla y estaba libre de problemas y complicaciones. Porque, aparte de tener que subir leños por las escaleras y dejarlos en las chimeneas de los dormitorios, los mozos de escalera de las mansiones británicas tienen una vida muy cómoda.
—A su debido tiempo —prosiguió, saliendo de su ensimismamiento— fui ascendido a segundo lacayo, luego a lacayo, y finalmente a mayordomo. Y, después de haber adquirido esta posición, tuve la oportunidad de entrar al servicio de un caballero norteamericano y me vine con él a este país. Porque yo siempre había tenido el deseo de visitar los Estados Unidos de América. Ahora hace unos diez años de esto.
—¿Y cuándo aprendió usted a forzar cajas de caudales?
—Hará unos cinco años, señora.
—¿Cómo se le ocurrió?
Phipps miró cautamente de soslayo. Hecho lo cual, dirigió a Bill una mirada escrutadora, como si estuviera analizándola. Parecía estar preguntándose si sería prudente y juicioso confiar en una mujer que, aunque los dos se conocían perfectamente de vista, era al fin y al cabo una extraña. Pero la expresión benévola de su rudo rostro acabó por disipar las dudas: había algo en Bill Shannon que animaba siempre a la gente a confiar en ella.
—Me vino a la cabeza inesperadamente cierta noche que estaba leyendo un libro titulado
Tres muertos en Midways Court
, señora. Siempre he sido muy aficionado a ese tipo de literatura, y en el curso de mis pesquisas acerca de estas obras de ficción (que llaman, según creo, policíacas) me llamó la atención ver con qué frecuencia resultaba que el mayordomo era el culpable.
—Entiendo lo que quiere decir, Phipps. Siempre es el mayordomo. Como si fuera una enfermedad laboral.
—El Asesino, como le llamaban en
Tres muertos en Midways Court
, era también el mayordomo; y eso que hasta el último capítulo a nadie se le había ocurrido sospechar de él ni por un momento. Eso me hizo pensar. Fue una inspiración, señora. De los mayordomos, me dije, nadie sospecha nunca; por eso se me ocurrió que el mayordomo de una casa acomodada que hubiera adquirido la técnica de abrir cajas fuertes estaría en una posición muy ventajosa. Tendría, si me permite expresarlo así la señora, la pasta al alcance de la mano, y le sería sumamente sencillo, con sólo dejar una ventana abierta, hacer que sus operaciones tuvieran toda la apariencia de lo que llaman un trabajo externo. Para abreviar mi relato, señora, hice algunas averiguaciones discretas y pude dar al fin con un experto de Brooklyn que, a cambio de cierta retribución económica, accedió a instruirme en sus habilidades.
—¿En doce fáciles lecciones?
—Veinte, señora. La verdad es que, al principio, no me mostré un discípulo especialmente dotado.
—¿Pero acabó dominando la técnica con el tiempo?
—Así es, señora.
Bill inspiró profundamente. Sus criterios morales no eran nada rígidos y por temperamento se sentía siempre inclinada a mirar con tolerancia al que se desviaba del sendero recto y estrecho seguido por ella misma y las personas de su condición, pero algo de conciencia sí tenía. Y aunque jamás le hubiera caído bien su hermana Adela, no podía dejar de sentirse obligada, en cierto modo, a poner sobreaviso a aquella exasperante mujer. La generosidad del difunto Albert Cork, combinada con su fortuna propia y personal, resultante de percibir durante años una cuantiosa retribución, en una época en la que prácticamente no se hablaba de impuestos, había permitido a Adela apilar joyas suficientes como para equipar a la mitad de las bellezas de Hollywood, y a Bill no le parecía justo permitir que siguiera manteniendo en su propia casa, a mesa y mantel, a un mayordomo que, según se había probado ante el tribunal, era capaz de abrir cajas fuertes con un movimiento de las yemas de sus dedos.
—Debería decírselo a mistress Cork —dijo.
—No hay ninguna necesidad, señora. He abandonado por completo esa vida.
—A otro perro con ese hueso, si me permite utilizar esta familiar frase para expresar duda y escepticismo.
—No, señora, se lo aseguro. Dejando aparte el aspecto moral de la cuestión, jamás se me pasaría por la cabeza exponerme a los riesgos inherentes a mis pasadas actividades. Mi experiencia de la vida en una prisión norteamericana no me ha dejado el menor deseo de repetirla.
El rostro de Bill se despejó. Aquello resultaba verosímil.
—Entiendo lo que quiere decir. Recuerdo haber leído en la
Yale Review
un artículo acerca del criminal reformado. El autor observaba que nadie tiene una tendencia tan acusada hacia la honradez como el que acaba de salir de la cárcel. Decía que si alguno hubiera pasado un año en el hospital como resultado de haber saltado por las cataratas del Niágara dentro de un barril, una vez dado de alta el único deporte al aire libre que tal vez no se sentiría animado a practicar sería, precisamente, el del salto de las cataratas del Niágara en barril. O, por decirlo de otro modo, que el gato escaldado huye del agua fría.
—Así es, señora, aunque la cita exacta dice: «Un niño escaldado se espanta del fuego». Es del
Euphues
de Lyly.
—¿Es uno de sus libros de cabecera favoritos?
—Tuve ocasión de hojearlo, señora, cuando estaba al servicio del duque de Powick, en el Worcestershire. Había muy poco más que leer en la biblioteca de su señoría, y llovía muchísimo. —A mí me sucedió también algo por el estilo. Una vez viajé a Valparaíso como sobrecargo en un barco frutero, y el único libro que había a bordo era uno titulado
Los dramas de William Shakespeare
, propiedad del jefe de máquinas. Para cuando finalizó el viaje, me lo sabía de memoria. Supongo que por eso suelo citarlo tanto.
—Sin duda, señora. Y es un escritor admirable.
—Sí, escribió algunas cosas buenas. Pero hábleme de sus viejos tiempos, Phipps. ¿Qué tal Sing…?
—¡Chist, señora!
—¿Qué significa «chist»? ¡Ah, ya caigo!
Fuera, al otro lado de la cristalera, una voz se dejaba oír de pronto, entonando una alegre cancioncilla. E instantes después apareció su propietario, un joven alto, flaco, cuellilargo, que cargaba con una bolsa de palos de golf. Phipps le dedicó un saludo lleno de respetuosa devoción.
—Buenos días, milord.
—Buenos días, lord Topham —saludó también Bill.
—¡Oh, sí, buenos días! —respondió el joven. Y luego, como para aclarar el sentido de sus palabras, añadió—: ¡Buenos días, buenos días, buenos días! —Sonrió a Bill y al mayordomo, y prosiguió—: Créame, miss Shannon, y usted también, Phipps: éste es el día más maravillosamente feliz de un alegre año nuevo. Se lo digo sin reservas, Phipps, y a usted, miss Shannon… No sólo el día más maravilloso, sino también el más feliz del año de alegrías que hoy comienza. ¡Esta mañana he bajado de cien golpes, una hazaña que había escapado a mis esfuerzos desde que por primera vez empuñé un
driver
a la edad de veinte años! Un whisky con soda no me vendría mal, Phippsy. Puede subírmelo a mi habitación.
—Muy bien, milord —respondió Phipps—. Me encargaré de ello en seguida.
Lord Topham le observó admirativamente mientras se retiraba con su porte solemne habitual.
—¿Sabe usted, miss Shannon? Ese tipo me hace sentir nostalgia de mi hogar. De verdad. Jamás pensé que encontraría un mayordomo inglés en Hollywood.
—A Hollywood vienen a parar toda clase de rarezas inglesas —replicó Bill—. Discúlpeme un instante —añadió y, tomando el micro del dictáfono, empezó a hablar por él—. «¿Quién hubiera podido soñar que en unos pocos años el nombre de Adela Shannon sería conocido en todo el ancho mundo, desde China a Perú? ¿Quién iba a imaginar que, antes de haber hecho mi tercera película, sería amada, aclamada, adorada por el príncipe en su palacio, el campesino en su cabaña, el explorador en la jungla y el esquimal en su helado iglú? Pues así fue…, tan cierto…» ja! —comentó para sí Bill—. «Tan cierto como que un toque de naturalidad te acerca a todo el mundo, y que el valor, la paciencia y la perseverancia te abren siempre camino. Ahora narraré mi primer encuentro con Nick Schenk». —Bill dejó el aparato y luego se excusó otra vez—: Lo siento. Tengo que grabar todas estas cosas cuando me viene la inspiración.
Lord Topham estaba impresionado, como lo está siempre el lego cuando tiene la oportunidad de observar al genio en las angustias de la composición.
—¡Oh, en absoluto! Lo comprendo perfectamente —exclamó—. Aunque no he entendido eso que decía usted a propósito del engrudo helado.
—Engrudo no: iglú. Una cosa que hacen en el Ártico.
—¡Ya!
—Algo más sólido que el engrudo normal.
—¡Ah! ¿Y qué está usted haciendo? ¿Trabajando en una película?
—No, no es para una película. Escribo la biografía de mi hermana Adela.
—¿Qué tal le va?
—No demasiado bien.
—Debe de ser un faenón espantoso, supongo. Yo no podría escribir nada ni aunque me pagaran, y mucho menos hablarle a esa especie de máquina de coser. Mistress Cork era una gran personalidad del cine mudo, ¿verdad?
—De las mayores. La llamaban la Emperatriz de las Emociones Violentas.
—Debe de haber hecho un montón de dinero.
—Un buen montón, sí.
—Quiero decir que una casa como ésta vale lo suyo.
—Sí. Pero aquí llega ella y podrá indicarle las cifras exactas, si usted lo desea.
La puerta que comunicaba con el cuerpo principal de la casa acababa de abrirse, y una mujer llamativamente bella, de la edad de Bill poco más o menos, hizo su entrada en la salita del jardín con los aires de autoridad y seguridad en sí misma que cabe esperar en las Emperatrices de las Emociones Violentas, aunque el paso del tiempo las haya reducido a la condición de ex Emperatrices. Adela Cork era alta y majestuosa, con unos ojos grandes, negros y soñolientos que podían y solían transformarse en siniestras ascuas ardientes cuando las cosas no iban exactamente tal como deseaba. Tenía algo de la imperiosa mirada de esos retratos de Louise de Querouaille que hacen pensar a quien los contempla qué personalidad de acero debió de tener el rey Carlos II para mantener relaciones íntimas con tan formidable mujer. Formidable era precisamente la palabra que mejor describía a la hermana de Bill. Sus tres maridos, hasta el difunto Alfred Cork que era tan correoso como cualquier ciudadano propietario de pozos de petróleo, se habían arrugado ante ella como papel carbón. Y, durante años generaciones de directores afamados se despertaban a veces temblando en plena noche, tras haber tenido la pesadilla de que regresaban a los días del cine mudo y discutían con Adela Shannon algún detalle técnico.
En la ocasión que venimos narrando, su humor era razonablemente benévolo, aunque lo cierto es que hizo el propósito de mantener luego una charla con Bill acerca de aquellos pantalones horrendos que llevaba puestos. Su conferencia había tenido excelente acogida, por lo que conservaba aún el aura de afabilidad inducida por los aplausos de doscientas inteligentes matronas de Pasadena.
—Buenos días —saludó—. Buenos días, lord Topham.
—Buenos días, buenos días, buenos días, buenos días.
—Llegas muy a punto, Adela —dijo Bill—. Lord Topham me estaba comentando ahora mismo lo mucho que admiraba esta casa.
Adela obsequió a su valioso huésped con una sonrisa de agradecimiento. Se sentía muy orgullosa y complacida con lord Topham. Le había costado mucho trabajo arrancarlo de las garras de una anfitriona posesiva que parecía habérselo apropiado a título permanente, por lo que su actitud hacia él era un poco la del coleccionista por la valiosa pieza que ha conseguido arrebatar en un baratillo a un experto rival.
—Es mona, ¿verdad? La adquirí tal como está a los albaceas de Carmen Flores, la actriz mexicana que murió en un accidente de aviación el año pasado.
A lord Topham le interesó aquello. Era un inveterado lector de revistas del corazón.
—¡No me diga! ¿De Carmen Flores? ¡Qué cosas!
—¿Había oído usted hablar de Carmen Flores?
—¡En absoluto! Bien…, quiero decir… que es imposible no haber oído hablar de ella, ¿no? Es como si viviera aún en su leyenda y sus canciones. Por el hecho de ser eso que ustedes, los americanos, llaman una mujer de bandera, ¿no es así?
—Absolutamente así —dijo Bill—. A veces pienso que si las paredes tuvieran lengua, como tienen oídos… Porque las paredes tienen oídos. ¿Lo sabían?
—¿De verdad?
—Absolutamente. Lo sé de buena tinta. Pero, bueno…, como estaba diciendo, a veces pienso que si las paredes pudieran hablar, éstas tendrían mucho que contar. Aunque no creo que fuera publicable todo lo que dijeran.
—No, en absoluto —asintió sabiamente lord Topham—. Así que era aquí donde vivía… Bien, bien… ¡Quién sabe si en ese mismísimo sofá…! Discúlpenme… Se me ha ido el santo al cielo y no recuerdo lo que iba a decir.
—Muy oportuno —observó Bill—. Y, para cambiar rápidamente de tema, ¿por qué no le habla a Adela de sus éxitos en el campo de golf esta mañana?
Lord Topham no necesitó que le rogaran.
—¡Oh, ah, sí! ¡He bajado del centenar, mistress Cork! ¿Juega usted al golf? —preguntó, aunque una mirada a su anfitriona le habría bastado para saber que la cuestión estaba fuera de lugar. Las mujeres como Adela Cork no se rebajan a estos pasatiempos triviales. Con un poco de fantasía puedes imaginar a Madame Curie o a la madre de los Gracos jugando al golf, pero no a Adela.