Locuras de Hollywood (5 page)

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Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

BOOK: Locuras de Hollywood
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—¿Qué quieres decir?

—Que hemos llevado siempre las de perder. Haciendo el bobo. Chupándonos el dedo. ¿Adonde crees que llegaremos escribiendo para las revistas de mala muerte y trabajando como esclavos a sueldo en Hollywood? A ninguna parte.

—¿O sea…?

—O sea que vamos a hacernos agentes literarios.

—Representantes de los autores, si quieres. Suena mejor. Vamos a tumbarnos a la bartola y a dejar que otros hagan el trabajo, llevándonos nuestro diez por ciento de comisión como la gente bien.

—¿De dónde has sacado esa idea?

—Me vino como un fogonazo el otro día, mientras comía con mi chupasangres personal, que ha pasado varios días internado en una casa de locos. Noté de entrada que el hombre parecía un manojo de nervios y estaba deprimido; pero durante el plato de salmón ahumado, justamente después de haberle sableado un par de cientos de dólares, el hombre ocultó de repente el rostro entre las manos, soltó un ronco gemido y dijo que aquello era el final. Que no podía continuar. Que tenía que retirarse. Dijo que había llegado a un punto en que por nada del mundo quería volver a ver a un escritor. Que los escritores le dábamos algo. Dijo que suponía que la Providencia había tenido algún oculto designio cuando puso a los escritores en el mundo, pero que él jamás había sido capaz de imaginar cuál pudiera ser, y que suspiraba por un tranquilo declinar de su vida en algún remoto lugar, como las islas Vírgenes, donde pudiera albergar razonablemente la esperanza de verse libre de ellos. Así que, para resumirte toda la historia en dos palabras, conseguí que me diera una primera opción sobre su clientela y efectos, o como los llamen. Pero tenemos que actuar con la velocidad del rayo porque, de aquí a una semana, si no hemos cerrado el trato, lo hará con cualquier otro. O sea, que ha llegado el momento de que el séptimo de caballería venga en ayuda de los buenos.

A Joe se le contagió buena parte del entusiasmo de Bill. Nunca antes se le había ocurrido la idea de hacerse representante literario, pero ahora comprendía que era precisamente algo así lo que su subconsciente andaba buscando cuando decía estar estudiando el mercado. Como todos los escritores, sustentaba ampliamente el criterio de que, de entre todas las bicocas de esta moderna civilización nuestra, la de ser representante literario era la más apetecible. Dado el modesto nivel de inteligencia requerido para introducir un manuscrito en un sobre y pasar la lengua por la goma de la solapa, difícilmente podía fracasar nadie en esta rama de la industria. Y, por otra parte, no verás nunca a un agente literario paseándose por ahí con ropas remendadas y agujeros en las suelas de los zapatos, y teniendo que prescindir de alguna comida de cuando en cuando…

Había empezado a tejer una fantasía multicolor en la que Kay, al enterarse de que había pasado a formar parte de la opulenta pandilla que representa a los autores, volaba sollozante a humedecerle el hombro con sus lágrimas, pesarosa de haber sido tan injusta con él como para negarle la consideración de lo que los franceses llaman un
homme sérieux
, cuando Bill añadió un nuevo dato a sus explicaciones:

—Pide veinte mil dólares.

El ensueño de Joe se rompió en mil pedazos, como la sopera que se le escapa de las manos a una doncella negligente a la hora de fregar la vajilla. Tragó ruidosamente saliva y, cuando habló, lo hizo con voz baja y chirriante.

—¿Veinte mil?

—Nada más. Al principio se puso a fantasear sobre cifras descabelladas del orden de los treinta mil dólares, pero en seguida le paré los pies.

—¿Y esperas conseguir veinte mil dólares?

—¿Por qué no?

—¿Qué banco estás pensando desvalijar?

Joe se encogió en su asiento. Wilhelmina Shannon estaba levantando de nuevo la voz.

—¿A qué viene ese comentario sobre desvalijar bancos? Te estoy pidiendo que pongas el capital. ¿No estás podrido de dinero?

—Tengo un millar de dólares, si es eso a lo que tú llamas podrido…

—¿Mil dólares? ¿Qué se ha hecho de lo que ganaste en el concurso de radio?

—Es… lo que el viento se llevó.

—¡Condenada rata crapulosa…!

—El elevado coste de la vida allí…, los impuestos… Y una cosa que estás olvidando, Bill: que los premios en estos concursos de radio no son dinero en metálico. No te creas lo que cuentan los periódicos. La mayor parte del mío fueron latas de sopa. ¿Aceptaría ese representante tuyo ocho mil latas de sopa variadas? A lo mejor le encantan las sopas. Puedo ofrecerle de tomate, de espárragos, de guisantes, de caldo de pollo…

Un señor de edad que estaba bebiendo algo con una pajita en una mesa situada en el otro extremo del comedor dio un salto convulsivo y por poco se traga la paja. Todo porque la voz de Bill se elevó algo más.

—¡Un sueño más que se va al traste! —dijo Bill—. ¿Podrías darme la dirección de algún buen asilo de ancianas?

A Joe le conmovió su congoja. Pero era un buen fajador y ya se estaba recuperando de la pesadumbre en que se había visto sumido.

—No seas derrotista, Bill. ¿Por qué no vamos a poder sacar ese dinero de alguna parte?

—¿De dónde?

—Había en Santa Mónica un lugar llamado Perelli's, donde podías probar suerte en algunos juegos de azar. Supongo que seguirá abierto. Podría tomar mis mil dólares y darme una vueltecita por allí esta noche…

—¡No seas loco!

—Tal vez tengas razón. Oye… ¿Y por qué no buscamos algún socio capitalista? Hollywood debe de estar lleno de ricos con espíritu deportivo que participarían gustosos en un negociete.

—No conozco ninguno.

—¿Qué me dices de la señora Cork?

—¿Adela? La mujer más lenta en desenfundar un dólar al oeste de Dodge City. No, Joe…, es el final. Ruina, desolación, desesperanza… Adiós, muchacho… Ya nos veremos en la cola del comedor de caridad —se despidió Bill, y caminó pesadamente hacia la puerta, hecha la viva imagen de Napoleón retirándose de Moscú.

Durante unos minutos después de haberse marchado ella, Joe permaneció sentado, reflexionando sobre las veleidades del destino que te atrae con promesas doradas y luego te pilla por la espalda de pronto y te atiza con un calcetín relleno de arena en la base del cráneo. Pero Joe, ya lo hemos dicho, sabía encajar bien los golpes, y no pasó mucho rato antes de que empezara a vislumbrar a través de las nubes del desastre un pequeño pero inconfundible resquicio de esperanza. Tal vez tuviera que posponer por algún tiempo su proyecto de hacerse millonario, pero el dinero no lo es todo —se dijo— y el mundo, aunque francamente gris en muchos aspectos, tenía el privilegio de albergar a la mujer amada. Así que, tomando un taxi en la parada que hay frente a la librería de Marión Hunter y pidiendo al taxista que lo llevara a lo alto de Álamo Drive, podría contemplar a sus anchas la casa en que Kay residía. Y, por poco que le sonriera la suerte, a lo mejor hasta podía verla fugazmente a ella misma.

Veinte minutos más tarde, sentado dentro del taxi, observaba por la ventanilla la gran verja de la entrada y la avenida asfaltada y bordeada de árboles que conducía hasta una casa desgraciadamente invisible desde donde él estaba. Se sentía como un peregrino visitando el santuario objeto de su viaje, aunque a aquel sentimiento devoto se sumaba también el más terreno de que, cuando mistress Adela Cork había decidido casarse con un millonario, no había elegido al primero que vio. La finca, hasta donde podía verla, era espaciosa y cara. Y cuando de pronto vio cruzar la avenida, portando una bandeja con bebidas, al que evidentemente era un auténtico mayordomo inglés de importación, ya no pudo tener la más mínima duda de que se hallaba delante de una de las más suntuosas mansiones de Hollywood.

Fue probablemente la vista de aquella bandeja de cóctel lo que le sugirió que ya iba siendo hora de regresar y hacer los preparativos para la cena. El atardecer californiano se había transformado en suave crepúsculo y su estómago, siempre partidario de la política del «hágalo ahora mismo», estaba enviando mensajes perentorios a la oficina central. A regañadientes, lamentando la necesidad de ceder a los bajos instintos de su naturaleza, estaba ya a punto de indicar al taxista que podía iniciar el camino de regreso cuando vio llegar por la avenida de la casa y salir por la verja a un caballero corpulento, fornido, de edad madura, con todo el aspecto de un emperador romano aficionado a no privarse de alimentos ricos en féculas, y tan impresionante en su porte que a Joe se le ocurrió al instante que se abría la primera rendija de luz: que había dado precisamente con la persona que buscaba, uno de esos grandes potentados que se gastan sumas como veinte mil dólares en alpiste para pájaros.

Porque para Joe, por el simple hecho de encontrarlo allí, no había duda de quién era: sólo podía tratarse del plutócrata Cork, del supercontribuyente marido de la tía de Kay, Adela. Te bastaba con echarle un vistazo para comprender que tenía pasta a carretadas. Es difícil de explicar con exactitud, pero hay algo en estos ricachones que los distingue de la grey común. Se les ve diferentes. Caminan de manera distinta. Llaman: «¡Eh, taxi!» de una manera peculiar.

Porque éstas eran precisamente las palabras que el individuo aquel estaba diciendo y, por un instante, a Joe le extrañó que semejante Creso tuviera necesidad de parar un taxi. Pero en seguida comprendió que existía una explicación de lo más simple. Algo —una circunstancia trivial, a buen seguro— habría dejado momentáneamente inservibles el Lincoln, el Cadillac y los dos Rolls-Royces que tenía en su garaje.

Su mente rápida como el rayo intuyó que se le presentaba caída del cielo una oportunidad para confraternizar con aquel fondo del Tesoro ambulante y sentar las bases de una hermosa amistad.

—Voy a Beverly Hills, caballero —dijo con su más encantadora sonrisa, asomando la cabeza por la ventanilla del taxi—. ¿Me permite usted que le lleve?

—Muy amable por su parte, caballero.

—¡Faltaría más, caballero!

—Se lo agradezco mucho.

—No tiene importancia. Suba usted, caballero, suba usted.

El taxi comenzó a rodar por la falda de la montaña, mientras Joe se aprestaba a mostrar los aspectos más fascinantes de su personalidad.

IV

A la mañana siguiente, el sol del mediodía que entraba a raudales en la salita del jardín encontró a Bill Shannon sentada frente al escritorio, con el tubo del dictáfono en la mano y el ceño malhumoradamente fruncido. Uno hubiera dicho que no disfrutaba escribiendo las
Memorias
de su hermana Adela, y habría acertado. Bill había sido muchas cosas en la vida: periodista de sucesos, redactora de un consultorio sentimental, escritora de relatos cortos para revistas, agente de prensa, actriz secundaria y canguro, pero éste era el trabajo más antipático que jamás había aceptado.

Hasta donde podía deducir del voluminoso montón de notas que la heroína de aquellas
Memorias
había puesto a su disposición, nada le había ocurrido a Adela que tuviera el más remoto interés para nadie que no fuera ella misma. Aparentemente no había hecho nada en todos sus años de mudo estrellato salvo comer, dormir, casarse y dejarse fotografiar. No iba a ser tarea fácil estirar la historia de Adela Shannon hasta llenar trescientas páginas de amena lectura para el público norteamericano.

Pero Bill era una mujer concienzuda, resuelta a dar siempre lo mejor de sí misma, y con esta espléndida determinación hizo caso omiso del sol que intentaba atraerla a los espacios abiertos.

—«¡Era todo tan nuevo y extraño —vociferó al interior del micrófono—, y yo era entonces una chiquilla tan tímida…!». ¡Mecachis! Eso de tímida chiquilla ya lo he dicho antes… «¡Y yo era tan joven, tan espontánea…, estaba tan deslumbrada y asombrada por el esplendor y la sofisticación de este mundo…!». No. Aquí están haciendo falta algunos adjetivos… «¡Del extraño, nuevo y mágico mundo en que me veía sumergida…!». ¡Maldita sea otra vez! Ya empleé hace un momento nuevo y extraño… «¡Del maravilloso, mágico y fabuloso mundo en que me veía sumergida como el nadador que se ha lanzado a un río impetuoso y centelleante! ¿Cómo iba yo a soñar que…?».

Justo en aquel momento entró tímidamente Phipps por la puerta, llevando en sus competentes manos una bandeja con un vaso de whisky con soda. Bill lo recibió con un grito de alegría, semejante al que emitiría el nadador que tras lanzarse a un río impetuoso y centelleante descubriese el agua más tibia de lo que esperaba. Ningún israelita en el desierto dio muestras de una aprobación más entusiasta e instantánea al ver bajar del cielo el maná en el momento mismo de alzar la vista y decirse a sí mismo cuán bien le vendría disponer de una puntual provisión del celestial alimento.

—¡Sabe leer el pensamiento, Phipps!

—Pensé que tal vez necesitara usted un refresco, señora. Ha estado trabajando toda la mañana.

—Y sin interrupciones, gracias a Dios. ¿Dónde está todo el mundo?

—Mistress Cork ha ido a Pasadena, señora, para hablar en un club de damas acerca de sus recuerdos del cine mudo. Miss Kay y su señoría están jugando al golf.

—¿Y míster Smedley?

—No le he visto hoy, señora.

—Probablemente estará por ahí en alguna parte.

—Sin duda, señora.

Bill tomó un canapé y un trago de whisky y se dispuso a charlar un rato. Antes hubiera reaccionado con irritación, pero había llegado a un punto en su trabajo en que una interrupción era bien recibida, y le agradaba especialmente que fuera Phipps su interruptor. Porque el mayordomo la tenía intrigada. Desde su
tête-à-tête
del día anterior se había sorprendido varias veces pensando en su curioso caso.

—Quisiera que me explicara usted algo que me tiene perpleja, Phipps.

—Con mucho gusto, señora, si está en mi mano hacerlo.

Bill bebió otro trago. Su contenido ambarino era frío y tonificante. Encendió un cigarrillo y arrojó una bocanada de humo a una mosca que había entrado en la habitación y daba vueltas alrededor de su cabeza.

—Verá usted —dijo, planteando directamente la pregunta que, según creía, permitiría resolver el misterio que la desazonaba—. ¿Se acuerda usted…, cómo le diría, porque ya me hago cargo de que las paredes oyen…, se acuerda de aquel pleito en el que usted intervino?

—Sí, señora.

—¿Aquel en el que yo formé parte del jurado?

—Sí, señora.

Bill alejó a la mosca con otra andanada.

—Bien…, esto es precisamente lo que no acabo de ver. Me pareció, y también al resto de las damas y caballeros que lo formábamos, que el tipo que se dedicó a desenterrar los detalles de su pasado y a condimentarlos frente al grupito de doce entendidos, entre los que tuve el honor de contarme, dejó bastante claro que usted era un experto reventador de cajas fuertes.

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