—¿Ha estado alguna vez en la cárcel, señor Feldher?
—Sólo por pequeños delitos, nada por lo que un hombre honesto no debería dormir por la noche.
Boris anotó mentalmente dicha información. Mientras tanto, miraba a Feldher para incomodarlo.
—¿Y bien?, ¿qué puedo hacer por ustedes, agentes? —dijo el hombre, sin disimular un cierto fastidio.
—Por cuanto nos consta, usted pasó su infancia y gran parte de su adolescencia en un orfanato religioso —retomó Boris con cautela.
Feldher lo miró con expresión de sospecha: como los demás, no esperaba que dos policías se molestaran sólo por ese motivo.
—Los mejores años de mi vida —dijo con maldad.
Boris le explicó los motivos que los habían conducido hasta allí. Feldher parecía alegrarse de ser puesto al corriente de los hechos antes de que aquella historia acabara como pasto para la prensa.
—Podría sacar un montón de dinero contando esa historia a los periódicos, ¿sabe? —fue su único comentario. Boris lo miró. —Si lo intenta, lo arresto.
La sonrisa se desvaneció del rostro de Feldher. El agente se acercó a él. Era una técnica de interrogatorio, Mila también la conocía. Los interlocutores, a menos que estén ligados por particulares relaciones afectivas o de intimidad, siempre tienden a respetar una frontera invisible. En ese caso, en cambio, el que interrogaba se acercó al interrogado para invadir su espacio e incomodarlo.
—Señor Feldher, estoy seguro de que se divierte bastante recibiendo a los policías que vienen por aquí, ofreciéndoles un té en el que incluso se ha meado, para luego reírse en sus caras mientras ellos se quedan como idiotas con el vaso en la mano sin atreverse a beber.
Feldher no dijo una palabra. Mila miró a su compañero: quizá el suyo era un buen movimiento, en vista de la situación; lo sabría en seguida. Luego el agente apoyó con calma el té en el escritorio sin haberlo probado siquiera y volvió a mirar al hombre a los ojos.
—Ahora espero que quiera contarnos un poco sobre su estancia en el orfanato…
Feldher bajó la mirada y su voz se hizo un susurro:
—Puede decirse que nací en ese lugar. Nunca conocí a mis padres. Me llevaron allí después de que mi madre me escupió fuera. El nombre que llevo me lo puso el padre Rolf, dijo que había pertenecido a un tipo que conoció y que murió joven en la guerra. ¡Quién sabe por qué aquel cura loco pensaba que el nombre que le había traído la mala suerte al otro a mí, en cambio, me daría buena suerte!
Afuera, el perro empezó a ladrar, y Feldher se distrajo un momento para regañarlo:
—¡Calla, Koch —Después volvió a dirigirse a los policías—: Antes tenía muchos más. Este sitio era un vertedero. Cuando compré el terreno, me aseguraron que había sido saneado. Pero de vez en cuando emerge algo: líquidos y asquerosidades varias, sobre todo cuando llueve. Los perros beben esas cosas, se les hincha la barriga y después de unos pocos días revientan. Sólo me queda Koch, pero creo que también él está a punto de palmarla.
Feldher divagaba. No le apetecía volver con ellos a aquel lugar que probablemente había marcado su destino. Con la historia de los perros muertos estaba probando a negociar con sus interlocutores, para que lo dejaran en paz. Pero ellos no podían soltar la presa.
Mila trató de ser convincente cuando dijo:
—Querría que hiciera un esfuerzo, señor Feldher.
—De acuerdo, dispare…
—Querría que nos dijera qué le sugiere la idea de «una sonrisa entre lágrimas»…
—Es como eso que hacen los psiquiatras, ¿no? Una especie de juego de asociación de ideas.
—Algo así —convino ella.
Feldher pensó en ello. Lo hizo de un modo teatral, con los ojos vueltos hacia arriba y rascándose el mentón con una mano. Quizá quería dar la impresión de colaborar, o tal vez sabía que evidentemente no podían incriminarlo por «omisión de recuerdo» y sólo les estaba tomando el pelo. Al cabo, en cambio, dijo:
—Billy Moore.
—¿Quién era, un compañero suyo?
—¡Ah, aquel crío era extraordinario! Tenía siete años cuando llegó. Siempre estaba alegre, sonriente. En seguida se convirtió en la mascota de todos nosotros… En aquella época ya casi estaban a punto de cerrar el orfanato: quedábamos dieciséis.
—¿Todo ese enorme lugar sólo para esos pocos?
—También los curas se habían ido. Sólo quedaba el padre Rolf… Yo estaba entre los chicos mayores, tenía quince años, más o menos… La historia de Billy era triste: sus padres se suicidaron ahorcándose. Él fue quien encontró los cuerpos. No gritó, ni buscó ayuda: en cambio, se puso de pie sobre una silla y, agarrándose a ellos, los descolgó del techo.
—Son experiencias que marcan…
—No a Billy. Él siempre estaba feliz. Se adaptaba también a lo peor. Para él, todo era un juego. Nunca habíamos visto nada parecido. Para nosotros, los demás, aquel sitio era una cárcel, pero a Billy no le importaba. ¡Irradiaba una energía, no sé cómo decirlo…! ¡Tenía dos obsesiones: aquellos condenados patines de ruedas con los que iba arriba y abajo por los pasillos ya desiertos y los partidos de fútbol! Pero no le gustaba jugar. Prefería estar al borde del campo retransmitiendo la crónica televisiva: «¡Aquí Billy Moore desde el estadio Azteca de Ciudad de México, en la final de la Copa del Mundo…» Para su cumpleaños le compramos una maldita grabadora entre todos. ¡Era de locos: grababa horas y horas de aquella chachara y luego se escuchaba!
Feldher parloteaba sin parar, la conversación se estaba desviando. Mila intentó encarrilarla de nuevo:
—Háblenos de los últimos meses en el orfanato…
—Como le he dicho, estaban a punto de cerrar y nosotros sólo teníamos dos posibilidades: ser adoptados por fin o acabar en otras organizaciones, tipo casas de acogida. Pero éramos huérfanos de serie B, nadie nos quería. Para Billy, sin embargo, era distinto: ¡hacían fila! ¡Todos se enamoraban en seguida de él y querían llevárselo!
—¿Y qué fue de él? ¿Encontró Billy una buena familia?
—Billy está muerto, señora.
Lo dijo con tal desilusión que pareció que fuera él quien hubiera sufrido esa suerte. Y quizá fuera un poco así, como si aquel niño también hubiera representado una especie de rescate para sus compañeros. Uno que por fin podría haberlo conseguido.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Boris.
—Meningitis.
El hombre sorbió por la nariz con los ojos brillantes. Luego se volvió hacia la ventana porque no quería mostrarse frágil ante dos extraños. Mila estaba segura de que, una vez se fueran, el recuerdo de Billy seguiría flotando como un viejo fantasma en aquella casa. Pero precisamente gracias a sus lágrimas, Feldher se había ganado su confianza: Mila vio cómo Boris alejaba la mano de su revólver. Era inocuo.
—Sólo Billy tenía meningitis. Pero, temiendo una epidemia, se libraron de todos nosotros en un dos por tres… Qué mierda de suerte, ¿eh? —Rió forzadamente—. Bueno, nos hicieron una rebaja de la condena, ¿no? Y aquella cloaca se cerró seis meses antes de lo previsto.
Mientras se levantaban para marcharse, Boris todavía preguntó:
—¿Ha vuelto a ver a alguno más de sus compañeros?
—No, pero hace un par de años me encontré de nuevo con el padre Rolf.
—Que ahora se ha jubilado.
—Esperaba que la hubiera palmado…
—¿Por qué? —preguntó Mila, imaginando lo peor—. ¿Le hizo daño?
—Nunca. Pero cuando pasas la infancia en un lugar como ése, aprendes a odiar aquello que te recuerda por qué estabas allí.
Era un pensamiento similar al de Boris, que se encontró asintiendo involuntariamente.
Feldher no los acompañó a la puerta. En cambio, se inclinó sobre el escritorio y recuperó el vaso de té frío que Boris no se había bebido. Se lo acercó a los labios y se lo bebió de un solo trago.
Después los miró a ambos, arrogante, y dijo:
—Buenas tardes.
Una vieja foto de grupo —los últimos chicos que habían vivido en el orfanato antes del cierre— recuperada en lo que en una época había sido el despacho del padre Rolf.
De dieciséis niños posando junto al anciano sacerdote, uno solo sonreía en dirección al objetivo.
Una sonrisa entre lágrimas.
Los ojos avispados, el pelo desgreñado, la ausencia de un incisivo, una llamativa mancha de grasa sobre el suéter verde, brillante como si de una medalla al mérito se tratara.
Billy Moore descansaba para siempre en aquella foto y en el pequeño cementerio junto a la iglesia del orfanato. No era el único niño enterrado allí, pero su tumba era la más bonita, con un ángel de piedra que desplegaba sus alas en un gesto protector.
Después de haber escuchado la historia por boca de Mila y Boris, Gavila pidió a Stern que consiguiera todos los documentos relativos a la muerte de Billy. El agente los proveyó con la habitual diligencia y, confrontando aquellos papeles, saltó a la vista una extraña coincidencia.
—En caso de enfermedades potencialmente infecciosas como la meningitis es obligatorio el aviso a la autoridad sanitaria. El médico que recibió el aviso por parte del padre Rolf es el mismo que redactó el certificado de muerte. Ambos documentos llevan la misma fecha.
Goran intentó razonar:
—El hospital más cercano está a treinta kilómetros. Probablemente ni siquiera se tomarían la molestia de acudir a comprobarlo en persona.
—Se fió de la palabra del cura —añadió Boris—. Porque los curas, habitualmente, no mienten…
«Eso no siempre es así», pensó Mila.
Llegados a ese punto, Gavila no tenía dudas:
—Hay que desenterrar el cuerpo.
La nieve había empezado a caer en pequeños copos, como para preparar el terreno a los grandes que llegarían después. Dentro de poco caería la noche, por eso tenían que darse prisa.
Los sepultureros de Chang se habían puesto manos a la obra y, con el auxilio de una pequeña pala mecánica, cavaban la tierra endurecida por el hielo. En la espera, nadie hablaba.
El inspector jefe Roche ya había sido informado de la evolución del caso y mantenía a un lado a la prensa, de repente tan agitada que parecía a punto de fibrilar. Quizá Feldher había tratado realmente de especular sobre lo que los dos agentes le habían contado de forma reservada. Por lo demás, Roche lo decía siempre: «Cuando los medios de comunicación no saben, inventan.»
Por eso tenían que darse prisa, antes de que alguien decidiera llenar aquel silencio con alguna patraña bien ensamblada. Luego sería muy duro tener que desmentirlo todo.
Se oyó un ruido sordo: por fin la pala mecánica había dado con algo.
Los hombres de Chang bajaron a la fosa y continuaron la excavación a mano. Una tela de plástico revestía la caja para retrasar su deterioro. La cortaron, y entonces se entrevió la tapa de un pequeño ataúd blanco.
—Está todo podrido —anunció el médico forense después de un rápido vistazo—. Si lo subimos, nos arriesgamos a que se rompa. Y, además, con esta nieve ya es suficiente lío —añadió Chang en dirección a Goran, a quien le correspondía tomar la última decisión.
—Está bien… Ábrela.
Nadie esperaba que el criminólogo ordenara una exhumación in situ. Así que los hombres de Chang tendieron un hule sobre la fosa, fijándolo con estacas a modo de gran paraguas, para proteger el sitio.
El patólogo se puso un chaleco con una lámpara sobre el hombro y después descendió a la fosa bajo la mirada del ángel de piedra. Frente a él, un técnico con un soplete empezó a derretir las soldaduras de zinc de la caja y la tapa empezó a moverse.
«¿Cómo se despierta a un niño muerto hace veintiocho años?», se preguntó Mila. Probablemente Billy Moore habría merecido una breve ceremonia o una mención, pero nadie tenía ganas ni tiempo de hacerlo.
Cuando Chang abrió el ataúd, aparecieron los pobres restos de Billy, cubiertos con lo que quedaba de un traje de comunión; elegante, con la pajarita y unos pantalones con bandas a los lados. En un rincón del ataúd había unos patines oxidados y una vieja grabadora.
A Mila le volvió a la mente el relato de Feldher: «¡Tenía dos obsesiones: aquellos condenados patines de ruedas con los que iba arriba y abajo por los pasillos ya desiertos y los partidos de fútbol! Pero no le gustaba jugar. Prefería estar al borde del campo retransmitiendo la crónica televisiva.»
Eran los únicos haberes de Billy.
Chang empezó a seccionar lentamente diversas partes del traje con la ayuda de un bisturí e, incluso en aquella incómoda posición, sus gestos eran rápidos y precisos. Verificó el estado de conservación del esqueleto. Después se volvió al resto del equipo y declaró:
—Hay muchas fracturas. No soy capaz de decir exactamente a cuándo se remontan… Pero en mi opinión está claro que este niño no murió de meningitis.
Sarah Rosa acompañó al padre Timothy al interior de la autocaravana de la unidad móvil, donde Goran lo esperaba junto a los demás. El sacerdote todavía parecía ansioso.
—Necesitaríamos que nos hiciera un favor —empezó Stern—. Tenemos que hablar urgentemente con el padre Rolf.
—Ya se lo dije: se jubiló. No sé dónde está ahora. Cuando llegué aquí hace seis meses, sólo estuve con él unas pocas horas, el tiempo de hacer el relevo. Me explicó algunas cosas, me confió algunos documentos, las llaves y se fue.
Boris se dirigió a Stern:
—Quizá deberíamos acudir directamente a la curia. Según tú, ¿adonde mandan a los sacerdotes cuando se jubilan? —He oído decir que existe una especie de casa de reposo. —Quizá, pero…
Se volvieron de nuevo hacia el padre Timothy. —¿Qué? —lo encorajó Stern.
—Me parece recordar que el padre Rolf tenía intención de irse a vivir con su hermana… Sí, me dijo que tenía más o menos su edad y que no se había casado.
El sacerdote parecía contento de haber contribuido al fin a la investigación; tanto, que llegó a ofrecerles la ayuda que poco antes les había negado:
—Si quieren, yo mismo hablaré con la curia. Pensándolo bien, no debería ser difícil saber dónde se encuentra el padre Rolf. Y es probable que se me ocurra algo más.
El joven cura parecía haberse tranquilizado.
En ese momento, Goran intervino:
—Nos haría un favor y evitaríamos publicidad inútil sobre lo que está ocurriendo. Creo que eso no desagradaría a la curia.
—También yo creo lo mismo —consintió el padre Timothy, serio.
Cuando el sacerdote dejó la autocaravana, Sarah Rosa se dirigió a Goran, visiblemente contrariada: