Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
Siguieron subiendo por Bellmansgatan, pero no porque tuviera intención de llevarla a su casa, sino porque necesitaba tiempo para digerir la situación. Volvió a mirarla: era en verdad llamativamente guapa. Sin embargo, cayó en la cuenta de que no era su belleza lo que en un principio le había cautivado tanto, sino otra cosa, algo más evasivo que remitía a un mundo muy diferente, al del glamuroso universo de las revistas de moda. En ese preciso instante, Rebecka Svensson le pareció un enigma que debía de descifrar.
—¡Qué barrio tan agradable! —dijo ella.
—Sí, está bien —replicó él pensativo mientras miraba en dirección al Bishops Arms.
Un poco más arriba del pub, en el cruce con Tavastgatan, había un hombre flaco y larguirucho con una gorra negra y unas gafas oscuras que estudiaba un plano. Habría sido fácil confundirlo con un turista. Llevaba una maleta marrón en la mano, zapatillas blancas y una cazadora de cuero negra con el cuello de piel de borrego levantado. En circunstancias normales, Mikael, con toda probabilidad, ni habría reparado en él.
Sin embargo, ya había dejado de ser un ingenuo observador, y por eso los movimientos de aquel individuo le resultaron nerviosos y forzados. Como era evidente, podría deberse a que Mikael partía, ya desde un principio, de una actitud de suspicacia. Pero es que el modo de manipular del plano se le antojó teatral. Por si fuera poco, el hombre levantó la vista y los miró.
Durante un breve instante los estudió con detenimiento para luego volver a concentrarse en el plano. Aunque sus gestos no convencían; daba la impresión de encontrarse incómodo y de querer ocultar su cara bajo la gorra. Había algo en esa cabeza inclinada, como huraña, que le resultó familiar a Mikael. Y de nuevo se fijó en los oscuros ojos de Rebecka Svensson.
Los contempló un buen rato y con intensidad, y la mujer le correspondió con una tierna mirada. Mikael se limitó a seguir observándola dura y concentradamente, y entonces el rostro de la mujer se congeló y en aquel momento Mikael Blomkvist le devolvió una sonrisa.
Porque de repente comprendió lo que estaba sucediendo.
Capítulo 22
Noche del 23 de noviembre
Lisbeth se levantó de la mesa de la cocina. No quería molestar más a August. El chico ya sufría una presión lo bastante grande como para cargarlo también con aquella idea que, la verdad, resultaba absurda ya desde el principio.
Solía ser muy típico depositar demasiadas esperanzas en los pobres
savants
. Lo que August había hecho era, ya de por sí, lo suficientemente impresionante, de modo que Lisbeth empezó a andar en dirección a la terraza mientras se palpaba la herida, que todavía le dolía. Entonces oyó algo a sus espaldas: un lápiz deslizándose a toda velocidad por un papel. Se dio la vuelta y volvió junto a August. Una sonrisa se dibujó en sus labios.
August había escrito:
2
3
× 3 × 19
Lisbeth se sentó en la silla y, sin mirarlo esta vez, le dijo:
—¡Bien! ¡Estoy impresionada! Pero hagámoslo un poco más difícil. Tomemos 18206927.
August recostó la cabeza sobre la mesa y Lisbeth pensó que había sido bastante osado por su parte darle de golpe un número de ocho dígitos; pero si tenían una mínima oportunidad de lograrlo deberían llegar a números mucho más largos que ése. Así que no le sorprendió que August empezara de nuevo a balancearse con nerviosismo. Pese a ello, al cabo de unos pocos segundos se inclinó hacia delante y escribió:
9419 × 1933
—Bien, ¿qué me dices de 971230541?
983 × 991 × 997 escribió August.
—Muy bien —comentó Lisbeth, y siguió y siguió.
Alona y Ed se encontraban en el exterior de ese cubo negro de fachada acristalada y reflectante que constituía la oficina central de la NSA en Fort Meade, en concreto en el hormigueante aparcamiento, no muy lejos del enorme radomo, lleno de antenas satélite. Ed, intranquilo, jugueteaba con las llaves de su coche mientras miraba más allá de la valla eléctrica, hacia el bosque que les rodeaba. Estaba ansioso por irse al aeropuerto y ya iba con retraso. Pero Alona no quería dejarlo marchar. Tenía la mano apoyada en el hombro de él e, incrédula, no paraba de negar con la cabeza.
—Pero eso es absurdo.
—Llamativo sí que lo es, eso es verdad —asintió él.
—Es decir: que todos y cada uno de los códigos que hemos interceptado en el grupo Spiders —Thanos, Enchantress, Zemo, Alkhema, Cyclone y toda la pesca— tienen en común que…
—Son enemigos de Wasp en los cómics originales, sí.
—Demencial.
—Seguro que un psicólogo haría un análisis muy interesante.
—Debe de estar obsesionado.
—Sin ninguna duda. Me da que se trata de un odio muy profundo —dijo él.
—Ten mucho cuidado.
—Que no se te olvide que yo tengo un pasado…
—De eso hace ya muchos años, Ed, y muchos kilos.
—No es una cuestión de peso. Como se suele decir: puedes sacar al tío del gueto…
—Pero no al gueto del tío…
—Eso permanece de por vida. Además, me va a ayudar la FRA de Estocolmo. Tienen el mismo interés que yo por neutralizar a esa
hacker
.
—Pero ¿y si Jonny Ingram se entera?
—Eso no sería nada bueno. Pero, como comprenderás, he allanado un poco el terreno. Incluso he intercambiado alguna que otra palabra con O’Connor.
—Ya me lo imaginaba. ¿Y hay algo que yo pueda hacer por ti?
—Sí.
—Dispara.
—La pandilla de Jonny Ingram parece haber tenido acceso a la investigación policial sueca.
—O sea, que sospechas que están espiando a la policía sueca.
—O eso, o tienen una fuente en algún sitio, posiblemente algún trepa de la policía de seguridad. Si te doy a dos de mis mejores
hackers
, ¿podríais investigar ese punto?
—Suena arriesgado.
—Entonces olvídalo.
—No, no. Me gusta la idea.
—Gracias, Alona. Te mandaré más información.
—Que tengas un buen viaje —dijo ella, y entonces Ed mostró una sonrisa un poco rebelde, entró en el coche y se marchó.
Mikael no sabría explicar muy bien cómo se había dado cuenta. Tal vez hubiera algo en la cara de Rebecka Svensson —algo a la vez extraño y familiar que, quizá precisamente por la perfecta calma de su semblante, hacía pensar justamente en lo opuesto— que, junto con otras sospechas y corazonadas surgidas a lo largo de la preparacion del artículo, le dio la respuesta. Resultaba cierto que aún distaba mucho de estar seguro, pero de lo que no dudaba ya lo más mínimo era de que aquello le olía a podrido.
El hombre que había visto un poco más arriba, en el cruce —el mismo que ahora echaba a andar y se marchaba tranquilamente con su plano y su maleta marrón— era, sin ninguna duda, el mismo hombre que había visto en la cámara de vigilancia de Saltsjöbaden, una coincidencia que resultaba demasiado increíble como para que no significara nada. Por eso Mikael se detuvo y se quedó pensativo durante unos cuantos segundos. Luego se volvió hacia la mujer que decía llamarse Rebecka Svensson y, procurando que su voz desprendiera confianza en sí mismo, le dijo:
—Tu amigo se va.
—¿Mi amigo? —preguntó con sincera sorpresa—. ¿A quién te refieres?
—A ése de allí arriba —continuó Mikael mientras señalaba la estrecha espalda del hombre que, como aleteando ligeramente con los brazos, se alejaba por Tavastgatan.
—¿Bromeas? Yo no conozco a nadie en Estocolmo.
—¿Qué es lo que queréis?
—Yo sólo deseaba conocerte, Mikael —le respondió ella mientras se pasaba una mano por la blusa, como haciendo ademán de desabrocharse un botón.
—¡Déjate de historias! —le soltó él de sopetón, y a punto estuvo de contarle lo que pensaba de verdad cuando ella lo miró con tanta vulnerabilidad y lástima que se contuvo; por un momento, incluso se le pasó por la mente que debía de haberse equivocado.
—¿Te has enfadado conmigo? —preguntó ella herida.
—No, pero…
—¿Qué?
—No me fío de ti —contestó él con más dureza de la que en realidad le hubiera gustado mostrar; y entonces ella sonrió con melancolía y dijo:
—Me da la sensación de que no has tenido un buen día, ¿a que no, Mikael? Creo que es mejor que nos veamos en otro momento.
Lo besó en la mejilla de forma tan discreta y rápida que Mikael no reaccionó a tiempo para impedírselo. Luego se despidió saludando coquetamente con los dedos antes de desaparecer cuesta arriba con sus tacones altos, mientras caminaba con tan estudiado aplomo que daba la sensación de que no podría haber nada en el mundo que la preocupara y, por un instante, Mikael pensó que quizá debería pararla y someterla a un interrogatorio. Pero entendió que resultaba difícil que algo así llevara a algo constructivo, de modo que decidió seguirla.
Comprendió que era una locura. Y sin embargo no vio otra solución, por lo que dejó que desapareciera por la otra parte de la cuesta, la de bajada, para luego echarse a andar tras ella. Se apresuró a llegar al cruce, convencido de que ella no podría haber ido muy lejos. Pero una vez arriba no vio ni rastro de aquella mujer. Ni del otro individuo. Como si se los hubiese tragado la tierra. La calle se hallaba prácticamente vacía: tan sólo un BMW negro que estaba aparcando un poco más allá y un chico con perilla y un viejo abrigo de piel afgana que se acercaba andando desde el otro lado de la calle.
¿Dónde se habían metido? No había ninguna callejuela en la que esconderse, ningún callejón apartado. ¿Habrían entrado en algún portal? Continuó bajando hacia Torkel Knutssonsgatan sin dejar de mirar a izquierda y derecha. No vio nada. Pasó por delante de lo que en su día fue el restaurante Samirs Gryta, su viejo y habitual antro, que ahora se llamaba Tabbouli y era un restaurante libanés en el que, como es natural, cabía la posibilidad de que se hubieran ocultado.
Pero no entendía cómo podía haberles dado tiempo a llegar hasta allí. ¡Si él les iba pisando los talones…! ¿Dónde coño se habían metido? ¿Estarían ella y ese otro hombre vigilándolo en esos momentos desde algún sitio? Hasta en dos ocasiones llegó a darse la vuelta al pensar que se encontraban detrás de él, y una vez más se sobresaltó con la amenazadora impresión de que alguien le estaba observando y apuntando con una mira telescópica. Pero fue una falsa alarma. O al menos eso creyó.
El hombre y la mujer no se dejaban ver por ningún sitio y, cuando por fin se rindió y echó a andar hacia su casa, le invadió la sensación de haberse librado de un gran peligro. No sabía hasta qué punto eso tenía visos de realidad, pero su corazón palpitaba y su garganta estaba seca. No era un hombre que se asustara con facilidad, y sin embargo ahora se sentía atemorizado por una simple calle desierta. No lo entendía.
Lo único que le quedaba claro era con quién debía hablar. Tenía que contactar con Holger Palmgren, el viejo tutor de Lisbeth. Pero antes deseaba cumplir con su deber de ciudadano. Si el individuo que había visto era en realidad la misma persona que salía en las grabaciones de la cámara de vigilancia de la casa de Frans Balder, y si además existía la menor posibilidad de encontrarlo, la policía debía saberlo. Por eso llamó a Jan Bublanski. No le resultó fácil convencer al comisario.
Ni siquiera a sí mismo. Pero por mucho que últimamente hubiera patinado con la verdad tal vez gozara de un antiguo capital de confianza al que recurrir. Bublanski dijo que enviaría un coche patrulla.
—¿Y por qué a ese tipo se le ocurriría aparecer por tu barrio?
—No lo sé, pero supongo que no tenemos nada que perder si intentamos dar con él.
—Supongo que no.
—Entonces os deseo buena suerte.
—Me sigue pareciendo de lo más inquietante que August Balder todavía continúe por ahí, en paradero desconocido —añadió Bublanski con un matiz de reproche en la voz.
—Y a mí me parece de lo más inquietante que haya habido una filtración en la policía —contestó Mikael.
—Te puedo informar de que por nuestra parte la hemos identificado.
—¿Ah, sí? Eso es fantástico.
—No tan fantástico, me temo. Creemos que es posible que haya habido más filtraciones, todas hasta cierto punto inocentes a excepción de la última.
—Pues tendréis que encontrarla.
—Hacemos todo lo que está en nuestras manos. Pero empezamos a sospechar…
—¿Qué?
—Nada.
—De acuerdo, no es preciso que me lo cuentes.
—Vivimos en un mundo enfermo, Mikael.
—¿Ah, sí?
—Un mundo en el que el paranoico es el único sano.
—Sí, en eso tal vez tengas razón. Buenas noches, comisario.
—Buenas noches, Mikael. No vuelvas a hacer ninguna tontería más.
—Lo intentaré —contestó él.
Mikael cruzó Ringvägen y bajó al metro. Cogió la línea roja hacia Norsborg y se apeó en Liljeholmstorget, donde, desde hacía unos años, vivía Holger Palmgren en un pequeño y moderno apartamento adaptado. Holger Palmgren se asustó cuando oyó la voz de Blomkvist por teléfono. Pero en cuanto Mikael le aseguró que Lisbeth estaba bien —esperaba que no se equivocara— su llamada fue más que bien recibida.
Holger Palmgren era un abogado jubilado que había ejercido de tutor de Lisbeth durante mucho tiempo, desde que la niña cumplió trece años en la clínica psiquiátrica de Sankt Stefan, en Uppsala. En la actualidad, Holger era un viejo achacoso que había sufrido dos o tres derrames cerebrales. Hacía años que no se podía mover sin un andador, y a veces ni siquiera con él.
La parte izquierda de la cara le colgaba un poco y su mano izquierda había quedado prácticamente inmovilizada. Pero su cerebro seguía estando lúcido y su memoria continuaba siendo extraordinaria, siempre y cuando se tratara de recuerdos que se remontaran a bastante atrás y que, sobre todo, tuvieran que ver con Lisbeth Salander. Nadie conocía a Lisbeth como él.
Holger Palmgren había triunfado allí donde todos los demás psiquiatras y psicólogos habían fracasado, si es que alguna vez habían pretendido tener éxito. Después de una infancia infernal en la que la niña desconfiaba de todos los adultos y representantes de las autoridades, Holger Palmgren consiguió ganarse su confianza y hacer que hablara. Mikael lo consideraba un pequeño milagro. Lisbeth era la pesadilla de cualquier terapeuta. Pero a Holger le había contado las experiencias más dolorosas de su niñez, y ése era también el motivo por el que Mikael tecleaba en ese momento el código del portal de Liljeholmstorget 96, subía en el ascensor hasta la quinta planta y llamaba a la puerta del viejo tutor.