Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
—Eso parece —asintió Mikael.
Holger Palmgren se tomó otro trago de coñac.
—Como te he dicho, no se puede subestimar el peso que esa época ha tenido en sus vidas. Las hermanas estaban librando una guerra a gran escala, y supongo que, en cierto modo, las dos sabían que todo iba a saltar por los aires. Creo incluso que se estaban preparando por si aquello ocurría.
—Pero de distintas maneras.
—Sí, desde luego. Lisbeth poseía una inteligencia deslumbrante, y en su cerebro se tramaban constantes planes y estrategias de lo más diabólicos. Pero se encontraba sola. Camilla no era especialmente aguda, al menos en el sentido tradicional. Nunca había tenido cabeza para los estudios y no se le daban bien los razonamientos abstractos. Pero sabía manipular. Sabía explotar y hechizar a la gente como nadie, y por eso, a diferencia de Lisbeth, jamás se hallaba sola. Siempre se rodeaba de individuos que estaban dispuestos a echarle una mano. Si Camilla descubría que Lisbeth destacaba en algo que podía constituir un peligro para ella, no intentaba seguir sus pasos porque era consciente de que jamás en la vida tendría la posibilidad de competir con su hermana.
—¿Y qué hacía entonces?
—Buscaba a alguna persona, o mejor dicho, a algunas personas, que supieran hacerlo, lo que fuera, y contraatacaba con su ayuda. Siempre contaba con un grupo de secuaces, amistades que hacían lo que ella les pidiera. Pero, perdona, me estoy adelantando a los acontecimientos.
—Sí. ¿Y qué ocurrió con el ordenador de Zalachenko?
—Como te he comentado, Lisbeth no estaba muy estimulada. Además, dormía mal. Se pasaba las noches en vela preocupada por su madre. Agneta presentaba graves hemorragias después de las violaciones y, pese a ello, no acudía a ningún médico. Quizá sintiera vergüenza. Había épocas en las que caía en una profunda depresión. No tenía fuerzas para ir al trabajo ni para ocuparse de las niñas, lo que provocó que Camilla la despreciara aún más. «La vieja es débil», sentenciaba. En su mundo, ser débil era lo peor. Lisbeth, en cambio…
—¿Sí?
—Ella veía a una persona a la que quería, la única persona a la que había querido en su vida, y veía una terrible injusticia. Por las noches permanecía despierta pensando en ello. Se trataba tan sólo de una niña, es verdad. Porque en cierto sentido todavía lo era. Pero también se iba convenciendo cada vez más de que era el único ser del mundo que podía proteger a su madre de que su padre la moliera a palos hasta la muerte; y en eso pensaba, y en un montón de cosas más. Hasta que una noche se levantó, con sumo cuidado, claro, para no despertar a Camilla. Tal vez con la finalidad de buscar algo para leer. O quizá porque ya no soportaba seguir devanándose los sesos. ¿Qué más da? Lo importante es que vio el ordenador que se hallaba junto a la ventana que daba a Lundagatan.
»Por aquella época no sabía cómo se encendía un ordenador. Pero lo averiguó, por supuesto, y enseguida sintió como una especie de fiebre en el cuerpo. Esa máquina parecía susurrarle “Descubre mis secretos”. Sin embargo, por supuesto, en esa primera ocasión no llegó demasiado lejos. El ordenador le pedía una contraseña, y ella lo intentó una y otra vez. Al padre le llamaban Zala, así que probó con eso, y con Zala666 y combinaciones parecidas, y con cualquier palabra que se le ocurría. Pero no tuvo suerte. Creo que se pasó dos o tres noches sin pegar ojo; si dormía algo lo hacía en el pupitre del colegio o por las tardes, en casa.
»Y de pronto, una noche le vino a la memoria una frase en alemán que el padre había escrito en la cocina sobre un papel:
Was mich nicht umbringt, macht mich stärker
. “Lo que no me mata me hace más fuerte”. En aquellos momentos esas palabras no le dijeron nada, pero entendió que eran muy importantes para el padre, y por eso intentó ponerlas como contraseña.
»Tampoco: demasiadas letras.
»Y entonces lo probó con Nietzsche, el autor de la cita. Y así, sin más, entró, y un mundo completamente nuevo y secreto se abrió ante sus ojos. Después lo describiría como un momento que lo cambió todo para siempre. Creció cuando logró romper la barrera que le habían puesto para impedirle pasar y cuando pudo explorar lo que querían ocultarle, pero aun así…
—¿Qué?
—Al principio no entendió nada. Todo estaba en ruso. Había recopilaciones de datos, en ruso, y números. Adivinó que se trataba de una especie de contabilidad de las actividades de
trafficking
de Zalachenko, aunque no sé qué fue lo que ella descubrió entonces ni lo que averiguó más tarde. Pero lo que no se le escapó fue que no sólo era a su madre a quien Zalachenko hacía daño. También había arruinado la vida de otras mujeres, cosa que, naturalmente, la enfureció y que de algún modo la convirtió en la Lisbeth que conocemos hoy en día, la que odia a los hombres que…
—… odian a las mujeres.
—Exacto. Pero eso también la hizo más fuerte, y comprendió que ya no había vuelta atrás. Debía pararle los pies a su padre. Siguió investigando en otros equipos, en el colegio, por ejemplo; se colaba en la sala de profesores, y en algunas ocasiones incluso fingía pasar la noche en casa de unas amigas que no tenía mientras, en secreto, se quedaba en la escuela horas y horas, hasta el amanecer, sentada ante el ordenador. Empezó a aprenderlo todo sobre la intrusión informática y la programación. Supongo que fue como cuando otros niños prodigio descubren lo que les gusta. Se quedó hechizada. Sintió que había nacido para eso, y muchos de los internautas con los que entró en contacto en el universo virtual empezaron a interesarse por ella y a tenerla en el punto de mira. Ya sabes, las viejas generaciones siempre se han lanzado sobre los jóvenes talentos, bien para alentarlos o bien para hundirlos. Se topó con mucha resistencia y más de una gilipollez: no eran pocos aquéllos a los que les molestaba que hiciera las cosas al revés o, sencillamente, de una manera nueva. Hubo otros, en cambio, que se quedaron muy impresionados y que acabaron siendo sus amigos…, el tal Plague, por ejemplo, entre otros. Así que a sus primeras amistades las conoció gracias a los ordenadores. Pero lo más importante es que por primera vez en su vida se sintió libre. En el ciberespacio podía volar a sus anchas, al igual que Wasp. No la ataban nada ni nadie.
—¿Sabía Camilla hasta qué punto era buena su hermana con los ordenadores?
—Al menos lo sospechaba y…, no sé, no quiero especular, pero a veces me imagino a Camilla como el lado oscuro de Lisbeth, su sombra.
—
The bad twin
.
—¡Sí, algo así! No me gusta tachar a las personas de malvadas, en especial a las mujeres jóvenes. Pero es así como me la imagino, a pesar de todo. Aunque nunca me he visto con fuerzas para seguir indagando en el asunto, al menos de forma muy profunda, y si tú quieres hacerlo te recomiendo que contactes con Margareta Dahlgren, la madre de la familia que acogió a Camilla tras los incidentes de Lundagatan. Ahora vive en Estocolmo, en Solna, creo. Es viuda y ha tenido una vida muy trágica.
—¿Qué le ha pasado?
—Eso también tiene su interés, desde luego. Su marido, Kjell, que trabajaba como programador informático en Ericsson, se ahorcó poco antes de que Camilla abandonara a la familia. Un año más tarde, su hija, de diecinueve años, también se quitó la vida saltando al mar, en uno de esos cruceros que van a Helsinki; al menos ésa es la conclusión a la que se llegó. La chica había pasado por una serie de problemas personales, se sentía fea y con sobrepeso. Pero Margareta nunca se lo creyó, e incluso llegó a contratar a un detective privado para investigar el suceso. Margareta está obsesionada con Camilla; si te soy sincero, nunca he soportado a esa mujer, aunque me da cierta vergüenza reconocerlo. Margareta contactó conmigo poco después de que tú publicaras el reportaje de Zalachenko. Por aquel entonces, como bien sabes, acababan de darme el alta en la residencia de rehabilitación de Ersta. Tenía los nervios hechos polvo, y el cuerpo también, y Margareta me ponía la cabeza como un bombo. Su obsesión era enfermiza. Me entraba una enorme fatiga cada vez que veía su número en la pantalla del teléfono, y dediqué bastante tiempo y esfuerzo a evitarla. Aunque, ahora que lo pienso, la entiendo cada vez más. Creo que le gustaría hablar contigo, Mikael.
—¿Tienes sus datos?
—Voy a buscarlos. Espera un momento. ¿Estás seguro de que Lisbeth y el niño se encuentran a salvo, en un lugar seguro?
—Sí, lo estoy —dijo Mikael. «Al menos lo espero», pensó mientras se levantaba y abrazaba a Holger.
Ya fuera, en la plaza de Liljeholmstorget, la tormenta volvió a azotarlo y él se arrebujó en el abrigo, al tiempo que Camilla y Lisbeth acudían a su mente. Y, por algún motivo, también Andrei Zander.
Decidió llamarle para preguntarle cómo iba con la historia del marchante de arte que había desaparecido. Pero Andrei no contestó.
Capítulo 24
Tarde del 23 de noviembre
Andrei Zander había llamado a Mikael porque, claro estaba, se arrepintió de no haberle acompañado. Por supuesto que quería tomar una cerveza con él. No podía entender cómo le había dicho que no. Mikael Blomkvist era su ídolo y la causa misma de que él se hubiera acercado al periodismo. Pero cuando marcó el número se avergonzó y colgó enseguida. ¿Y si Mikael había cambiado de planes? Andrei no era una persona a la que le gustara molestar a la gente, y mucho menos a Mikael Blomkvist.
Dejó de cavilar e intentó seguir trabajando. Pero por mucho que se empeñaba no lo conseguía. Se bloqueaba cuando se disponía a redactar algo, y al cabo de una hora más o menos decidió hacer una pausa y salir a dar una vuelta. Recogió su mesa y comprobó, una vez más, que todas las palabras del enlace encriptado estaban borradas. Acto seguido, se despidió de Emil Grandén, el único, aparte de él, que todavía se hallaba en la redacción.
No era que Emil Grandén fuera una mala persona. Tenía treinta y seis años, y había trabajado tanto en
Svenska Morgonposten
como en el programa de TV4
Kalla fakta
, y el año anterior se había llevado el Gran Premio de Periodismo dentro de la categoría «Denunciante del año». Pero Andrei no podía dejar de pensar —aunque intentaba reprimir ese sentimiento— que Emil era un engreído y un prepotente, al menos con un joven suplente como él.
—Voy a salir un rato —le dijo.
Emil lo miró como si se le hubiera olvidado comentarle algún asunto. Luego, algo indeciso, le contestó:
—Vale.
En ese momento, Andrei se sintió bastante miserable. No sabía muy bien por qué. Quizá sólo se tratara de la actitud altiva de Emil, pero posiblemente se debiera, más que a otra cosa, al artículo sobre el comerciante de arte. ¿Por qué le estaba costando tanto? Tal vez porque, por encima de todo, quería ayudar a Mikael con el reportaje sobre Balder. Lo demás parecía secundario. Aunque también era un idiota y un cobarde, ¿a que sí? ¿Por qué no había dejado que Mikael le echara un vistazo a lo que había escrito?
No había nadie como Mikael para, con unos rápidos trazos de pluma o unos cuantos tachones, levantar un texto. En fin, qué más daba. Seguro que al día siguiente vería su artículo con otros ojos y entonces, por muy malo que fuera, dejaría que Mikael lo leyera.
Andrei cerró la puerta de la redacción y se dirigió hacia el ascensor. Al acercarse a éste se sobresaltó. Más abajo, en la escalera, estaba ocurriendo algo. Al principio le costó interpretarlo. Vio a un hombre flaco y ojeroso acosando a una joven y bella mujer. Andrei se quedó de piedra. Siempre había aborrecido la violencia. Desde que sus padres fueron asesinados en Sarajevo había sido ridículamente miedoso y había evitado meterse en cualquier pelea. Pero en ese momento se dio cuenta de que su amor propio estaba en juego. Una cosa era que uno mismo huyera y otra bien distinta abandonar a su suerte a una persona que se hallaba en peligro, por lo que bajó corriendo y gritando «¡Eh, para! ¡Déjala!», lo que a todas luces parecía ser un error fatal.
Ese ojeroso tipo sacó una navaja mientras murmuraba algo amenazante en inglés, y entonces a Andrei casi se le doblaron las piernas. Aun así, hizo de tripas corazón, reunió los últimos restos de su coraje y le espetó, como en una mala película de acción:
—
Get lost! You will only make yourself miserable
. —Y de hecho, tras unos instantes en los que se midieron las miradas, el hombre se marchó con el rabo entre las piernas, y dejó solos a Andrei y a la mujer. Así fue como empezó todo. También como en una película.
Un titubeante comienzo. La mujer se hallaba conmocionada y era tímida. Hablaba con una voz tan baja que Andrei tuvo que inclinarse y acercarse mucho a ella para entender lo que decía, de modo que tardó bastante en enterarse de lo que le había sucedido. Al parecer, su matrimonio había sido un infierno y, aunque ahora estaba divorciada y vivía bajo una identidad protegida, el exmarido, tras conseguir localizarla, había enviado a algún esbirro para que la acosara.
—Es la segunda vez que ese tipo se me echa encima hoy —musitó ella.
—¿Por qué estabais aquí dentro?
—He intentado huir y he entrado aquí, pero no me ha servido de nada.
—¡Qué horror!
—No sabes lo que agradezco tu ayuda.
—No hay de qué.
—Ya estoy harta de tantos hombres malos.
—Yo soy un hombre bueno —se apresuró a responder Andrei, lo que le pareció patético. No le sorprendió en absoluto que la mujer no dijese nada y se limitara a agachar la cabeza.
A Andrei le dio mucha vergüenza haberse intentado vender con una frase tan barata. Pero de repente, cuando acababa de dar por sentado que ella le había rechazado, la mujer alzó la vista y le ofreció una discreta sonrisa.
—Lo creo. Me llamo Linda.
—Y yo Andrei.
—Encantada, Andrei. Y muchas gracias de nuevo.
—Gracias a ti.
—¿Por qué?
—Por…
No terminó la frase. Advirtió los latidos de su corazón y la sequedad de su boca mientras bajaba la mirada.
—¿Sí, Andrei? —le animó a seguir ella.
—¿Quieres que te acompañe a tu casa?
También se arrepintió de esa frase.
Temía que se le malinterpretara. Pero ella no hizo más que mostrar de nuevo esa sonrisa encantadora e insegura, y le dijo que se sentiría más tranquila con él a su lado, así que salieron a la calle juntos y se encaminaron hacia Slussen. Y entonces ella le habló de cómo había vivido prácticamente encerrada en una casa muy grande de Djursholm. Él le dijo que la entendía, que sabía de qué hablaba, al menos en parte: había escrito una serie de artículos sobre los malos tratos que padecían algunas mujeres.