Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
—¿Eres periodista? —preguntó ella.
—Trabajo en
Millennium
.
—¡Anda! —exclamó ella—. ¿De verdad? Me encanta esa revista.
—Ha hecho algunas cosas buenas, sí —añadió modestamente.
—Ya lo creo —asintió ella—. Hace un tiempo publicasteis un artículo maravilloso sobre un iraquí con lesiones de guerra al que despidieron de su trabajo como limpiador en un restaurante del centro. Se encontraba en la calle y sin un céntimo. Y ahora es el propietario de una cadena de restaurantes. Lloré cuando lo leí. Estaba escrito de una forma tan bonita… Y era tan esperanzador…, con ese mensaje de que nunca hay que dar nada por perdido…
—Fui yo quien escribió ese artículo.
—¿En serio? Era fantástico.
Andrei no estaba acostumbrado a que le echaran piropos por sus reportajes, y mucho menos a que éstos provinieran de mujeres desconocidas. En cuanto
Millennium
salía en las conversaciones la gente siempre le preguntaba por Mikael Blomkvist, y la verdad era que a Andrei no le importaba, pero soñaba en secreto con que a él también lo mencionaran. Y ahora la guapa Linda le había elogiado sin ni siquiera saber que era de él de quien hablaba.
Se puso tan contento y orgulloso que se atrevió a proponerle tomar una copa en Papagallo, un bar restaurante de barrio por el que acababan de pasar. Y para su gran alegría ella contestó: «¡Qué buena idea!». Entonces entraron, mientras Andrei, con el corazón acelerado, intentaba en la medida de lo posible evitar mirarla a los ojos.
Esos ojos eran su perdición. Se sentaron a una mesa, no muy lejos de la barra. Andrei apenas podía creerse que fuera verdad que Linda hubiera extendido la mano y que él se la estuviera cogiendo mientras sonreía y murmuraba algo, sin saber lo que decía ni lo que hacía de tantos nervios como tenía. Lo único que sabía era que Emil Grandén lo estaba llamando al móvil y que, para su propia estupefacción, no sólo pasó de responder sino que lo puso en silencio. Por una vez, la revista tendría que esperar.
Sólo deseaba mirar la cara de Linda, perderse en ella. Era tan atractiva que cada vez que la contemplaba sentía como un puñetazo en el estómago, y aun así ella daba la impresión de ser tan delicada y frágil como un pajarillo herido.
—No me entra en la cabeza que alguien haya querido hacerte daño —dijo él.
—Pues es precisamente lo que me pasa siempre —contestó ella, y entonces él pensó que, a pesar de todo, podía entenderlo.
Porque una mujer como aquélla atraía sin duda a los psicópatas. Eran los únicos que se atreverían a acercársele. Todos los demás se amedrentarían, invadidos por sus complejos de inferioridad. Sólo los cabrones más grandes tendrían el valor de echarle las garras.
—Qué bien estar aquí contigo —se atrevió a decir él.
—No, qué bien estar aquí contigo —repitió ella mientras le acariciaba la mano. A continuación pidieron dos copas de vino tinto y empezaron a hablar atropellándose mutuamente con las palabras, por lo que Andrei apenas se dio cuenta de que volvían a llamarle al móvil no sólo una sino dos veces más; y fue así como, por primera vez en su vida, ignoró una llamada de Mikael Blomkvist.
Poco tiempo después ella se levantó, lo cogió de la mano y se lo llevó afuera. Él no preguntó adónde se dirigían; si ella se lo pidiera podría acompañarla al fin del mundo. Era la criatura más maravillosa que había conocido jamás. De vez en cuando, Linda le dirigía una sonrisa entre insegura y seductora que hacía que cada respiración y cada paso que daban por las calles por las que pasaban bajo aquella tormenta anunciaran la promesa de que algo grande y revolucionario estaba a punto de ocurrir. Podría esperar toda una eternidad para dar un paseo como ése, pensó él, y apenas advirtió el frío que hacía allí fuera ni fue consciente de la ciudad que tenía a su alrededor.
Estaba como embriagado por la presencia de esa chica y por todo lo que le esperaba. Pero quizá —no lo sabía a ciencia cierta— había algo que también le despertaba una ligera sospecha, aunque al principio se limitara a despacharlo como una manifestación de su habitual escepticismo hacia cualquier forma de felicidad. Aun así, inevitablemente, la pregunta no se le iba de la cabeza: «¿No es demasiado bonito como para ser verdad?».
Estudió a Linda con una nueva atención y descubrió rasgos que no sólo eran dulces; al pasar por Katarinahissen incluso creyó ver un punto de frialdad en sus ojos, tras lo cual miró preocupado hacia el mar, azotado por la tormenta.
—¿Adónde vamos? —preguntó Andrei.
—Una amiga mía —contestó ella— posee un apartamento en la parte vieja, en Mårten Trotzigs Gränd. Tengo las llaves. ¿Y si tomamos una copa allí? —Y entonces Andrei sonrió como si fuese lo más maravilloso que hubiera oído en su vida.
Pero, muy a su pesar, se sentía cada vez más desconcertado. Hasta hacía unos momentos había sido él quien cuidaba de ella, pero ahora era ella la que tomaba la iniciativa. Andrei echó un rápido vistazo a su móvil y vio que Mikael Blomkvist le había telefoneado dos veces, y entonces quiso devolverle la llamada enseguida. Pasara lo que pasase no podía dejar a la revista en la estacada.
—Encantado —respondió—. Pero primero debo llamar a la redacción. Es que estoy trabajando en una serie de artículos.
—No, Andrei —zanjó ella con una determinación asombrosa—. No vas a llamar a nadie. Esta noche sólo existimos tú y yo.
—Vale, vale —claudicó él ligeramente incómodo.
Fueron a parar a Järntorget. A pesar del mal tiempo, en la plaza había bastante gente. Linda miraba al suelo, como si no quisiera que nadie la viese. Andrei lo hacía a la derecha, en dirección a Österlånggatan y a la estatua de Evert Taube. El poeta y músico permanecía impertérrito con una partitura en la mano mientras miraba al cielo tras unas gafas oscuras. ¿Debería proponerle que dejaran su cita para el día siguiente?
—Quizá sería… —empezó.
No pudo seguir, porque en ese mismo instante ella lo atrajo hacia sí y lo besó. Lo besó con una fuerza que le hizo olvidar todo lo que había estado pensando, y después ella apresuró la marcha. Caminaban cogidos de la mano cuando ella tiró de él hacia la izquierda para enfilar Västerlånggatan. Y de repente doblaron a la derecha y se metieron en un callejón oscuro. ¿Les estaba persiguiendo alguien? No, no; los pasos y las voces que oía procedían de más lejos. Sólo estaban Linda y él, ¿no? Pasaron por delante de una ventana con un marco pintado de rojo y con las contraventanas negras, y llegaron hasta una puerta gris que Linda abrió, no sin esfuerzo, con una llave que había sacado del bolso. Andrei advirtió que las manos de Linda temblaban, y se preguntó por qué. ¿Seguía teniendo miedo de que apareciera su exmarido o alguno de sus secuaces?
Subieron por una estrecha y mal iluminada escalera de piedra. Los pasos hacían eco, y Andrei percibió un ligero olor a algo podrido. En un escalón de la tercera planta había un naipe, la dama de picas. Una inquietud se apoderó de él, aunque no entendía por qué; tal vez no fuera más que alguna estúpida superstición de las suyas. Intentó reprimir esa sensación y concentrarse en lo bonito que era que se hubieran conocido. Linda respiraba pesadamente. Tenía cerrada la mano derecha. En el callejón, una voz masculina se rió. ¿Estaría quizá riéndose de él? ¡Qué tonterías! Era porque se encontraba un poco nervioso. Le pareció que subían y subían sin llegar nunca a su destino. ¿De verdad podía tener tantas plantas un edificio del casco viejo? Por fin llegaron. El apartamento de la amiga se hallaba en la última planta, era un ático.
En la puerta ponía «Orlov», y Linda volvió a sacar su juego de llaves. Pero en esta ocasión su mano ya no temblaba.
Mikael Blomkvist estaba sentado en un piso de Prostvägen, en Solna, de decoración y mobiliario ligeramente anticuados, muy cerca del gran cementerio. Tal y como Holger Palmgren le había dicho, Margareta Dahlgren, sin dudarlo ni un instante, lo invitó a visitarla enseguida, y aunque por teléfono le había parecido algo maníaca resultó ser una señora elegante y delgada que rondaba los sesenta años. Vestía un bonito jersey amarillo y unos pantalones negros con una impecable raya en medio. Era muy posible que se hubiera cambiado porque acudía él. Llevaba zapatos de tacón alto, y si no hubiera sido por su errática mirada uno podría haberla tomado por una mujer rebosante de salud, a pesar de todo.
—Quiere que le hable de Camilla —le dijo ella.
—Sobre todo de sus últimos años, si es que sabe algo de eso —contestó Mikael.
—Todavía recuerdo el día en que llegó a nuestra casa —empezó a contarle Margareta Dahlgren, como si no hubiera oído lo que acababa de pedirle Mikael—. Mi marido, Kjell, pensaba que podríamos hacerle un bien a la sociedad a la vez que aumentaríamos nuestra pequeña familia. Es que sólo teníamos una hija, nuestra pobre Moa. Por aquel entonces ella tenía catorce años y era bastante solitaria. Creímos que le iría bien que acogiéramos a una chica de su edad.
—¿Conocían lo que había pasado en la familia Salander?
—No en su totalidad, claro está, pero nos habían comentado que había sido terrible y traumático, que la madre estaba enferma y que el padre tenía graves quemaduras. Nos quedamos muy conmocionados por aquello y pensamos que íbamos a recibir a una niña destrozada, alguien necesitado de nuestra atención y de todo nuestro amor. Pero ¿sabe con qué nos encontramos?
—No.
—Con la niña más encantadora que habíamos visto en nuestra vida. Y no sólo porque fuera tan guapa. ¡Ay, tendría que haberla oído! Era tan inteligente y tan madura, y nos contaba unas historias tan desgarradoras sobre cómo la loca de su hermana había atemorizado a la familia. Bueno, ahora es evidente que sé que eso tenía muy poco que ver con la verdad. Pero ¿cómo íbamos a dudar de ella entonces? Sus ojos brillaban con convicción, y cuando le decíamos «¡Qué horror, pobrecita!», ella contestaba «No ha sido fácil, aunque yo sigo queriendo a mi hermana. Está enferma pero ya se encuentra bajo tratamiento». Sonaba tan adulta y empática… Había momentos en los que casi parecía que era ella la que cuidaba de nosotros, y no al revés. Nuestra familia se iluminó, como si algo glamuroso que lo hacía todo más bonito y más grande hubiese entrado en nuestra existencia. Todos florecimos, y la que más, Moa. Empezó a cuidar de su aspecto y de buenas a primeras se volvió mucho más popular en el colegio. En esa época yo podría haber hecho cualquier cosa por Camilla, y Kjell, mi marido, ¿qué quiere que le diga? Se transformó por completo, parecía otro hombre. Sonreía y se reía constantemente, y volvió a hacer el amor conmigo, disculpe mi sinceridad. Quizá tendría que haber empezado a preocuparme ya entonces. Pero pensé que sólo era un síntoma más de alegría porque, por fin, todas las piezas comenzaban a encajar en nuestra familia. Hubo una época en la que fuimos felices, como todos los que conocen a Camilla: son felices al principio, pero luego… Luego sólo quieren morir. Tras pasar un tiempo con ella no deseas seguir viviendo.
—¿Hasta ese punto?
—Hasta ese punto.
—¿Qué pasó?
—El veneno no tardó en propagarse entre nosotros. Poco a poco, Camilla fue asumiendo el poder. Después de tanto tiempo, resulta casi imposible determinar cuándo terminó la fiesta y cuándo se inició la pesadilla. Tuvo lugar de forma tan imperceptible y gradual que un día nos despertamos por la mañana y nos dimos cuenta de que todo había sido destruido: nuestra confianza, nuestra tranquilidad, la base en la que se apoyaba nuestra familia… La autoestima de Moa, que en un principio se había incrementado tanto, ahora había tocado fondo. Permanecía despierta por las noches llorando y diciendo que era fea y horrible, y que no merecía vivir. Tardamos en percatarnos de que alguien había vaciado su cuenta de ahorro. Aún sigo sin saber lo que pasó. Pero estoy convencida de que Camilla la extorsionaba. Lo hacía con tanta naturalidad… Para ella era como respirar. Recababa información comprometedora acerca de la gente. Durante mucho tiempo llegué a pensar que llevaba un diario, pero no, lo que escribía era toda la mierda de la que se había enterado sobre las personas de su entorno. Y Kjell… ¡Ese maldito cabrón…! Me dijo que había empezado a tener problemas para conciliar el sueño y que dormiría mejor en la habitación de invitados del sótano. Y yo me lo creí, ¿sabe? Pero, evidentemente, era para poder recibir a Camilla. Desde los dieciséis años ella se metía en su habitación por las noches para tener sexo perverso con él. Digo «perverso» porque descubrí ciertas heridas en el pecho de mi marido; fue ahí cuando se despertaron mis sospechas. Él no me reveló nada, por supuesto; se inventó una rara y estúpida explicación, y yo —no me pregunte cómo— conseguí reprimir, al menos en parte, mis intuiciones. Pero ¿sabe lo que ella le había hecho? Al final Kjell acabó confesándomelo: Camilla lo había atado para hacerle cortes con un cuchillo. Me dijo que ella disfrutaba con ello. Había ocasiones en las que casi deseaba que eso fuera verdad. Puede que suene raro, pero a veces esperaba que ella obtuviese algún placer de todo eso y que no sólo quisiera torturarlo y destrozarle la vida.
—¿A él también lo extorsionaba?
—Sí, sí. Pero tampoco eso me quedó muy claro; Camilla le humilló tanto que ni siquiera cuando ya todo estaba perdido fue capaz de contármelo por completo. Kjell había sido siempre el pilar de nuestra familia. Si nos extraviábamos con el coche en vacaciones, si se nos inundaba el sótano, si alguien se ponía enfermo, Kjell era el que se mantenía tranquilo y sabía qué hacer. «No os preocupéis, todo se arreglará», solía decir con esa maravillosa voz con la que sigo soñando. Pero tras pasar unos años con Camilla estaba hecho una ruina. Apenas se atrevía a cruzar la calle —miraba en todas las direcciones unas cien veces—, y en el trabajo no se sentía motivado, se limitaba a quedarse sentado con la cabeza gacha. Uno de sus colaboradores más cercanos, Mats Hedlund, me llamó y me comentó, en confianza, que le habían abierto un expediente y que lo estaban investigando por si había vendido secretos empresariales. Me pareció demencial. Kjell era la persona más honrada que había conocido en mi vida. Además, si hubiese vendido algo, ¿dónde estaba el dinero? En casa había menos dinero que nunca. La cuenta de Kjell se hallaba sin fondos y la que poseíamos en común apenas tenía un céntimo.
—¿Y cómo murió?
—Se ahorcó, sin dejarme siquiera una nota. Un día, al volver a casa del trabajo, me lo encontré colgado del techo de la habitación de invitados del sótano; sí, la misma donde Camilla había llevado a cabo sus perversos juegos sexuales con él. Por aquella época yo ocupaba un puesto bastante importante como economista jefa, y supongo que habría tenido posibilidades de hacer una carrera profesional muy interesante. Pero después de lo sucedido, a Moa y a mí todo se nos vino abajo. No voy a entrar en muchos detalles —usted quiere saber lo que pasó con Camilla—, pero es que fue una caída sin fondo. Moa empezó a hacerse cortes en el cuerpo y casi dejó de comer. Un día me preguntó si yo pensaba que ella sólo era escoria. «¡Pero Dios mío, cariño! —le contesté—, ¿cómo puedes decir eso?». Entonces me comentó que Camilla le había comentado que todo el mundo creía que Moa no era más que una escoria asquerosa, que todas y cada una de las personas que la habían conocido opinaban igual. Busqué toda la ayuda que me pudieron dar psicólogos, médicos, buenas amigas, Prozac… Pero nada ayudó. Un precioso día de primavera, cuando el resto del país celebraba que Suecia había ganado el Festival de Eurovisión, Moa saltó al mar desde uno de los barcos que van de crucero a Finlandia y mi vida terminó en ese momento. Así me sentí. Perdí toda motivación para seguir viviendo y estuve ingresada durante mucho tiempo a causa de una profunda depresión. Pero luego…, no sé, de alguna manera aquella parálisis y aquella tristeza se trasformaron en rabia, y sentí la necesidad de entender. ¿Qué era realmente lo que le había pasado a nuestra familia? ¿Qué tipo de mal se había instalado en nuestra casa? Empecé a investigar sobre Camilla, no porque deseara volver a verla —jamás, bajo ningún concepto—, sino porque quería comprenderla, tal vez del mismo modo que la madre de la víctima de un asesinato necesita entender al asesino y los motivos que lo han llevado a cometer el crimen.