Lo que no te mata te hace más fuerte (47 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Andrei parecía tan joven y lleno de energía que daba envidia. Escribía en su ordenador como si acabara de llegar a la redacción, al tiempo que, excitado, hojeaba de vez en cuando sus notas. Y eso que llevaba allí desde las 05.00 horas. Ahora eran las 17.45, y tampoco era que se hubiera tomado demasiados descansos.

—¿Qué me dices, Andrei? ¿Salimos a tomar una cerveza y picamos algo? Así hablaremos tranquilamente.

En un principio, Andrei no pareció oír la pregunta. Pero luego levantó la cabeza y dejó de parecer tan enérgico. Se masajeó los hombros mientras hacía una pequeña mueca.

—¿Qué…? Bueno… No sé, tal vez… —respondió algo vacilante.

—Lo interpretaré como un sí —dijo Mikael—. ¿Qué tal Folkoperan?

Folkoperan era un bar restaurante de Hornsgatan que no quedaba muy lejos de allí y que atraía a no pocos periodistas y a gente con inquietudes artísticas de todo tipo.

—Es que… —empezó Andrei.

—¿Qué?

—Que tengo que terminar el retrato de ese comerciante de arte de Bukowski que se subió a un tren en la estación central de Malmö y no regresó jamás. Erika ha pensado que podría entrar en el próximo número.

—¡Madre mía, cómo te hace trabajar esa mujer!

—No, no es para tanto. De verdad que no. Lo que pasa es que no me sale; todo me parece muy enrevesado y el texto no fluye bien.

—¿Quieres que le eche un vistazo?

—Sí, por favor. Pero me gustaría avanzar un poco más antes de que lo hagas. Me moriría de vergüenza si lo vieras tal y como está ahora.

—Pues me esperaré. Pero venga, Andrei, vamos a tomar algo. Luego te vuelves si quieres seguir —insistió Mikael mirándolo.

Mikael recordaría ese momento durante un buen tiempo. Andrei llevaba una americana a cuadros y una camisa blanca abotonada hasta el cuello. Parecía una estrella de cine. Esa tarde más que nunca parecía un joven aunque indeciso Antonio Banderas.

—Creo que no; mejor me quedo. A ver si puedo arreglar este texto —se justificó dubitativo—. Tengo comida en la nevera.

Mikael pensó si no debería hacer uso de la autoridad que le otorgaba la edad y su posición en la revista para ordenarle que lo acompañara a tomar una cerveza, pero sólo acertó a decirle:

—Vale, entonces nos vemos mañana. ¿Qué sabes de nuestros amigos? ¿Tenemos ya algún dibujo del asesino?

—Me temo que no.

—Pues ya pensaremos mañana en alguna solución. No trabajes tanto —dijo Mikael. Y acto seguido se levantó y se puso el abrigo.

Lisbeth se acordó de algo que había leído sobre los
savants
en la revista
Science
, hacía ya mucho tiempo. Se trataba de un artículo del matemático Enrico Bombieri donde se hacía referencia a un episodio del libro de Oliver Sacks
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
, en el que dos gemelos autistas y con discapacidad psíquica se lanzaban tranquilamente entre sí vertiginosos números primos como si los hubiesen visto en un paisaje matemático interior, o, incluso, como si hubieran dado con un enigmático atajo que les revelara el misterio de esas cifras.

Era verdad que lo que aquellos gemelos lograban hacer y lo que Lisbeth quería conseguir resultaban ser dos cosas muy distintas. Pero, aun así, existía una relación, pensó, y decidió intentarlo, por muy poca fe que tuviera en ello. Por eso volvió al archivo encriptado de la NSA mientras abría su programa para factorización con curvas elípticas. Luego se volvió de nuevo hacia August. Éste contestó meciendo el cuerpo hacia delante y hacia atrás.

—Números primos. Te gustan los números primos —dijo ella.

August no la miró. Ni dejó de mecerse.

—A mí también me gustan —continuó—. Aunque hay algo que ahora me interesa en especial. Se llama factorización. ¿Sabes lo que es?

August tenía la mirada clavada en la mesa y seguía meciéndose. No parecía entender nada.

—La factorización en números primos consiste en reescribir un número con el producto de unos números primos. Con «producto» me refiero aquí al resultado de una multiplicación. ¿Me sigues?

August ni se inmutó, y Lisbeth pensó si no sería mejor callarse.

—Según el teorema fundamental de la aritmética, cada número entero tiene una única factorización en números primos, y la verdad es que es una cosa muy chula. A un número tan sencillo como 24 podemos llegar de muchas maneras diferentes, por ejemplo multiplicando 12 × 2, o 3 × 8, o 4 × 6. Sin embargo, sólo existe una forma de factorizarlo en números primos, y ésa es 2 × 2 × 2 × 3. ¿Me sigues? Todos los números tienen una factorización única. El problema es que resulta muy sencillo multiplicar números primos y obtener números grandes. Pero a menudo es imposible recorrer el camino inverso, partir del resultado para volver a los números primos, y eso es algo de lo que una persona muy mala se ha aprovechado en un mensaje secreto. ¿Lo pillas? Es un poco como cuando mezclas una bebida o preparas un cóctel: hacerlo es fácil pero volver atrás es muy difícil…

August ni asentía con la cabeza ni pronunciaba palabra alguna. Pero al menos había dejado de mecer el cuerpo.

—¿Te parece que veamos si te gusta la factorización en números primos, August?

August no se movió ni un ápice.

—Muy bien, lo interpretaré como un sí. ¿Empezamos con el número 456?

Los ojos de August se tornaron vidriosos y ausentes, y Lisbeth se fue convenciendo cada vez más de que esa idea suya era absurda.

Hacía frío y soplaba mucho viento. No obstante, a Mikael el frío le sentó bien, lo despertó un poco. Había relativamente pocas personas en la calle, y pensó en su hija Pernilla y en aquellas palabras relativas a escribir «de verdad»; y en Lisbeth, por supuesto, y en el chico. ¿Qué estarían haciendo ahora? Subiendo por Hornsgatan hacia esa especie de joroba que tiene la calle, se detuvo unos minutos y se quedó mirando un cuadro que había en el escaparate de una galería de arte.

En él se veía a unas cuantas personas alegres y relajadas pasándoselo bien en un cóctel. Probablemente fuera una conclusión errónea, aunque entonces tuvo la impresión de que hacía una eternidad que él no se sentía así, libre de preocupaciones, con una copa en la mano. Por un instante deseó hallarse lejos de allí. Luego se estremeció, acosado por la sensación de que alguien le estaba siguiendo. Pero al volverse se dio cuenta de que se trataba de una falsa alarma, una consecuencia, tal vez, de lo que le había tocado vivir durante los últimos días.

La única persona que se encontraba detrás de él era una mujer de una belleza deslumbrante envuelta en un abrigo rojo. Tenía el pelo castaño y lo llevaba suelto, y le mostraba una sonrisa algo insegura y tímida. Mikael le devolvió delicadamente la sonrisa y se dispuso a continuar su camino. Aun así —es posible que algo intrigado—, le sostuvo la mirada como si esperara que ella, en cualquier momento, se convirtiera en una persona más normal, más cotidiana.

Nada más lejos: a cada segundo que pasaba se volvía aún más espectacular, como si fuera una reina o una gran estrella mundial que, por equivocación, se había despistado y había ido a parar a aquella calle, con la gente normal. La verdad era que Mikael, en ese primer instante de asombro, apenas habría sido capaz de describirla ni de proporcionar ni un solo detalle significativo sobre su aspecto. Se le antojó un cliché, un símbolo de una fascinante belleza sacada de alguna revista de moda.

—¿Te puedo ayudar en algo? —preguntó él.

—No, no —contestó ella mostrando de nuevo cierta timidez, una actitud algo apocada que resultaba, de eso no había duda, encantadora.

No se trataba de una mujer de la que se pudiera pensar que fuera vergonzosa. A juzgar por su aspecto, más bien debería sentirse la dueña del mundo.

—Vale, bueno, pues buenas noches —dijo Mikael antes de darse la vuelta. Pero entonces ella le interrumpió con un breve y nervioso carraspeo.

—Perdona, ¿tú no eres Mikael Blomkvist? —inquirió aún más insegura antes de dirigir la mirada al suelo.

—Sí, soy yo —respondió él mientras sonreía cortésmente.

Se esforzó por mostrar una sonrisa educada, la misma con la que le habría sonreído a cualquier otra persona.

—Sólo quería decir que siempre te he admirado —añadió ella al tiempo que levantaba prudentemente la cabeza y se fijaba en sus ojos con una oscura mirada.

—Me alegro. Pero la verdad es que hace ya mucho que no escribo nada que merezca la pena. Y tú ¿quién eres?

—Me llamo Rebecka Svensson —contestó—. Ahora vivo en Suiza.

—Entonces ¿estás de visita?

—Sí, pero por desgracia sólo unos días. Echo de menos Suecia. Incluso el mes de noviembre en Estocolmo.

—Eso sí que es grave.

—Ja, ja. Sí. Pero eso es lo que pasa cuando echas de menos tu tierra, ¿no?

—¿Qué?

—Que terminas añorando incluso lo malo.

—Ah, sí, es verdad.

—¿Y sabes cómo lo combato? Siguiendo el periodismo sueco. No creo que me haya perdido ni un solo artículo de
Millennium
durante los últimos años —continuó ella. Y entonces Mikael volvió a mirarla y reparó en que todo lo que llevaba puesto, desde los negros zapatos de tacón alto hasta el chal de cachemir a cuadros azules, era caro y exclusivo.

Rebecka Svensson no tenía pinta de ser la típica lectora de
Millennium
. Pero no había que tener prejuicios, ni siquiera para con las suecas ricas que vivían en el extranjero.

—¿Trabajas en Suiza?

—Más o menos… Soy viuda —dijo intentando cambiar de tema.

—Vaya, lo siento.

—Y no sabes lo que me aburro. ¿Ibas a alguna parte?

—Había pensado tomarme una cerveza y comer algo —dijo él, y nada más pronunciarlas sintió que no le gustaban nada esas palabras. Se le antojaron demasiado insinuantes, demasiado previsibles, aunque ciertas: era verdad que tenía en mente ir a tomarse una cerveza y comer algo.

—¿Te puedo acompañar? —preguntó ella.

—Sí, claro… —contestó él dudando, y entonces ella le rozó la mano, quizá sin querer; o al menos eso fue lo que él quiso creer, pues todavía le seguía pareciendo tímida. Subieron lentamente por Hornsgatan y pasaron la serie de galerías que había en ese tramo de calle.

—¡Qué agradable es pasear por aquí contigo! —comentó ella.

—Lo mismo digo. Y muy inesperado…

—¡Qué diferente a lo que he pensado esta mañana cuando me he despertado…!

—¿Y qué has pensado?

—Que iba a ser un día tan aburrido como siempre.

—Pues no sé si seré muy buena compañía —se excusó él—. Es que me siento bastante agobiado por un reportaje que estoy preparando.

—¿Trabajas demasiado?

—Probablemente.

—Entonces te vendrá bien un descanso —respondió ella mientras le mostraba una cautivadora sonrisa, llena, de repente, de nostalgia o de una especie de promesa. Y en ese momento le pareció descubrir en esa mujer algo que le resultó familiar, como si ya hubiera visto antes esa sonrisa, aunque bajo otra forma, igual que en un espejo distorsionador.

—¿Nos hemos visto antes? —preguntó él.

—No creo. Bueno, aparte de las miles de ocasiones en que yo te he visto en fotos y en la tele, claro.

—¿Hace mucho que no vives en Estocolmo?

—Desde que era pequeña.

—¿Y dónde vivías?

Ella señaló en dirección a un impreciso lugar más allá de Hornsgatan.

—Fue una época muy bonita —dijo—. Nuestro padre nos cuidaba tanto… A veces pienso en ello. Lo echo de menos.

—¿No está vivo?

—Murió demasiado joven.

—Lo siento.

—Sí, hay días en los que me acuerdo mucho de él. ¿Adónde vamos?

—Pues no lo sé —contestó Mikael—. Hay un pub por aquí, un poco más arriba, en Bellmansgatan, el Bishops Arms. Conozco al dueño. No está mal el sitio.

—Seguro que no…

Su rostro recuperó ese rasgo avergonzado, esquivo; y, una vez más, su mano, como por casualidad, rozó los dedos de Mikael. Pero ahora él ya no estaba tan seguro de que fuera sin intención.

—¿No te parece lo bastante elegante?

—Ah, no, no… Seguro que está muy bien —se disculpó ella—. Lo que pasa es que a veces me siento demasiado observada en los pubs. Me he topado con tantos cerdos…

—Ya me lo imagino.

—¿No podrías…?

—¿Qué?

Ella volvió a bajar la mirada mientras se sonrojaba. Sí, se sonrojó; en un principio Mikael pensó que se lo había imaginado, porque los adultos no se ruborizan con tanta facilidad, ¿no? Pero Rebecka Svensson, una mujer espectacular que parecía una estrella de cine y que vivía en Suiza, se había puesto realmente roja, como una colegiala.

—¿No podrías, en vez de irnos al pub, invitarme a tu casa a tomar una copa de vino o algo? —prosiguió ella—. Me gustaría más.

—Bueno…

Mikael dudó un poco.

Necesitaba dormir para estar en buena forma a la mañana siguiente. Aun así, continuó vacilante:

—Sí, claro. Tengo una botella de Barolo en el botellero. —Y por un momento pensó que, a pesar de todo, se iba a animar, como si se encontrara frente a una pequeña y trepidante aventura.

Pero la inseguridad no lo abandonaba. Al principio no lo entendía, pues no solía cortarse ante esas situaciones. Incluso podría decir, modestia aparte, que estaba acostumbrado a que las mujeres le tiraran los tejos. Era cierto que en este caso todo había sido muy rápido. Aunque era algo que tampoco le resultaba demasiado ajeno y, por su parte, se preciaba de mostrar una actitud bastante poco sentimental en sus relaciones. Así que no, sus dudas no se debían a lo apresurado del curso de los acontecimientos, o al menos no sólo a eso. Pasaba algo con Rebecka Svensson. ¿O no?

No se trataba tan sólo de que fuera joven y de una vertiginosa belleza, ni de que quizá tuviera cosas mejores que hacer que perseguir a sudorosos y fatigados periodistas de mediana edad. Había algo en su forma de mirar, y en ese oscilar entre lo atrevido y lo tímido, y en ese roce de manos aparentemente involuntario. Todo eso que en un principio le había parecido tan irresistible, ahora se le antojaba cada vez más calculado.

—¡Qué bien! Prometo no quedarme hasta tarde, no desearía arruinarte ningún reportaje —dijo ella sonriendo.

—Asumo toda la responsabilidad de los reportajes arruinados —contestó él mientras intentaba devolverle la sonrisa.

Pero a duras penas podría considerarse una sonrisa natural. Mikael se percató de que había algo extraño en la mirada de aquella mujer, un brillo frío que se transformó al instante en todo lo opuesto: ternura y calidez, como si se tratara de una gran actriz que estaba desplegando todas sus dotes. Y entonces Mikael se fue convenciendo de que aquello no era normal, sólo que no entendía qué era lo que pasaba. Además, no quería que notara que sospechaba de ella, al menos por el momento. Quería comprender. ¿Qué estaba sucediendo allí? Intuyó que era muy importante saberlo.

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