Authors: Schätzing Frank
Sin embargo, por lo general, la variedad en las cantidades de datos hacía que el último vagón quedara sólo parcialmente ocupado. La indicación «fin del mensaje» definía dónde acababa éste, pero como un paquete sólo podía enviarse como un todo, la mayoría de las veces quedaba algún espacio libre de datos, el llamado «ruido blanco». En el momento del arribo, el ordenador del receptor recogía los datos oficiales del mensaje, cortaba el resto y lo desechaba. A nadie se le ocurría la idea de buscar otros contenidos en el ruido blanco, ya que se suponía que allí no se encontraría nada.
Y fue en ese punto donde surgió la idea. Fuera quien fuese al que se le ocurriera por primera vez, ésta era y seguía siendo genial. Un mensaje secreto era codificado de tal forma que pareciera ruido blanco, de modo que el mensaje pudiera trocarse por auténtico ruido blanco y ser enviado como polizón a su destino. Sólo había un problema por resolver: era preciso que uno mismo enviara el mensaje, o tener acceso al equipo del remitente. Nada se oponía, ciertamente, a que los polizones viajaran en el propio tren, pero el que llamaba la atención aunque fuera una vez sabía que su tráfico de correos quedaría sometido a una vigilancia permanente. Algunos organismos estatales como la Cypol podían estar sobrecargados de faena pero no eran tontos, por eso no se podía descartar que también echaran un vistazo en el ruido blanco.
No obstante, había una solución: utilizar el tráfico de correos de otros. Dos disidentes que quisieran enviarse un mensaje conspirativo necesitaban para ello, cada uno, un
router
—o llamémosle una parada ilegal— donde pudieran detener los trenes de datos que pasaban a toda prisa. Y por supuesto, tenían que ponerse de acuerdo sobre el tren que había que detener. Podía tratarse de las felicitaciones de cumpleaños que el señor Huang, de Shenzhen, enviaba a su sobrino Yi, residente en Pekín; ambos eran ciudadanos de buena reputación, sobre los que, en relación con el gobierno, sólo podían decirse cosas buenas. El señor Huang, por tanto, enviaba sus felicitaciones sin sospechar que su tren haría una parada no prevista donde el disidente número uno, que extraería el ruido blanco, lo sustituiría por el mensaje camuflado y haría partir el tren nuevamente. Antes de que éste llegara a Yi, el tren sería detenido de nuevo, pero esta vez por el disidente número dos, que extraería el mensaje, lo descodificaría, lo reemplazaría por el auténtico ruido blanco y, sólo entonces, el mensaje seguiría su camino hacia el sobrino de Pekín, quien tomaría nota de la estima en que lo tenía el señor Huang, pero sin que ni tío ni sobrino sospecharan el fin al que ambos habían servido. Todo aquello hacía pensar en esos incautos turistas a los que alguien les mete droga de contrabando en el equipaje; droga que luego, una vez llegados a casa, alguien se encargaba de sustraer nuevamente. La única diferencia, bastante significativa, por cierto, radicaba en que la droga, durante el transporte, no adoptaba el aspecto ni la textura de los calzoncillos metidos en la maleta.
—Claro que no fuimos tan ingenuos como para creer que habíamos inventado el truco —dijo Yoyo—. No obstante, cualquier cosa es más probable que interceptar un correo ya ocupado por otro viajero camuflado.
—¿Y cuál fue el correo oficial que interceptaste?
—Venía de alguna autoridad —dijo la chica, encogiéndose de hombros—. El Ministerio de la Energía o algo así.
—¿De dónde exactamente?
—Espera... Era de... de... —La joven arrugó la frente y puso una expresión obstinada—. Bueno, no lo recuerdo.
—¿Cómo? —Jericho la miró incrédulo—. ¿No recuerdas quién...?
—¡Dios santo, se trataba de una prueba! ¡Queríamos ver, simplemente, si conseguía entrar!
—¿Y qué fue lo que escribiste?
—Cualquier chorrada.
—¡Venga ya! ¿Qué?
—Pues escribí... —Yoyo pareció rumiar la frase varias veces antes de escupirla a los pies de Jericho—:
«Catch me if you can»,
«Cógeme si puedes».
—Catch me if you can?
—¿Acaso hablo mongol? ¡Sííí!
—¿Y por qué esa frase?
—¿Por qué, por qué?... —lo imitó ella—. Da igual. La puse porque me pareció guay, por eso.
—Muy guay. En una prueba...
—¡Venga, hombre! —dijo ella, torciendo los ojos—. ¡Se suponía que... nadie... la leería!
Jericho soltó un suspiro y negó con la cabeza.
—Muy bien. ¿Qué más?
—El protocolo estaba concebido en tiempo real. Detener el correo, extraer el ruido, escribir el propio mensaje, cifrarlo y reenviarlo, todo simultáneamente. Pues, cuando estoy escribiendo, me doy cuenta, en ese instante, ¡de que hay algo allí! Comprendo que no he extraído el ruido blanco, sino que he pillado material secreto.
—Porque alguien estaba intentando lo mismo que tú.
—Sí.
Jericho asintió. Para ser justos, tenía que admitir que Yoyo no había podido prever esa evolución de las cosas.
—Pero para entonces el correo ya estaba en camino de nuevo —dijo él—. E iba hacia la persona a la que estaba dirigido el material secreto. Sólo que el mensaje nunca llegó a su destino, porque tú lo habías extraído y reemplazado.
—Sin saberlo.
—No importa. Imagínate que alguien está esperando una información compleja y secreta. En su lugar, lo que lee es:
«Catch me if you can.
» —Jericho no pudo evitarlo. Levantó las manos y aplaudió ruidosamente—. Bravo, Yoyo. Una linda y sencilla provocación. Felicidades.
—¡Oye, vete a la mierda! Por supuesto que comprendí inmediatamente que alguien había entrado.
—Y que ese alguien estaba preparado.
—Sí, a diferencia de mí. —Yoyo puso cara agria—. Quiero decir, yo no sé si ellos habían contado explícitamente con algo así, pero su defensa funciona, eso hay que admitirlo. Su cancerbero empezó a ladrar de inmediato: «¡Guau!» En la ruta definida, parecía un nodo adicional que no venía a cuento allí. «Grrrr, ¿dónde están nuestros datos?»
—¿Y te siguió el rastro de vuelta?
—¿Que si me siguió? —Yoyo soltó una risotada breve y cortante—. ¡Me atacaron! ¡Atacaron mi ordenador, no sé cómo, fue absolutamente aterrador! Cuando todavía estaba atónita por lo que me había pasado, veo cómo empiezan a descargar mis datos. Fueron más rápidos dejándome pelada que yo saliendo de la red. Supieron de inmediato quién era yo... ¡y dónde estaba!
—¿Quieres decir que no usaste el anonimizador?
—No soy estúpida, ¿vale? —le espetó ella—. Claro que uso el anonimizador. Pero cuando pretendes implementar algo totalmente nuevo y jugar un poco, te ves obligado a abrir tu sistema por un corto período de tiempo, de lo contrario las herramientas de protección en el nivel inferior causarían interferencias; a fin de cuentas, para eso están.
—De modo que desactivaste algunos programas.
—Tenía que correr el riesgo. —Yoyo, furiosa, lo fulminó con la mirada—. Tenía que asegurarme de que podíamos trabajar así.
—Bueno, pues ahora ya lo sabes.
—Muy bien, señor Superlisto —dijo ella, cruzándose de brazos—. ¿Cómo habrías procedido tú?
—Paso a paso —repuso Jericho—. Primero, extraería el anexo y comprobaría si está minado. A continuación, colocaría lo mío. Me dejaría abierta la opción de deshacerlo antes de enviar. Y, sobre todo, no escribiría cualquier frasecita autosuficiente, aun cuando la codificase mil veces como ruido.
—¿De qué sirve una transferencia de datos que no tenga sentido?
—Estamos hablando de una prueba. Mientras no sepas definitivamente si tu transferencia de datos es segura, siempre todo puede parecer como un error de transmisión. Ellos se habrían preguntado, quizá, dónde se habría quedado su mensaje, pero no habrían pensado de inmediato que alguien estaba interfiriendo en su comunicación.
Ella lo miró fijamente, como si estuviera considerando la posibilidad de saltarle al cuello. Luego extendió ambos brazos y los dejó caer con desánimo.
—¡De acuerdo, fue un error!
—Un error enorme.
—¿Podía sospechar yo que, entre miles y miles de millones de mensajes, iría a toparme precisamente con uno que ya estaba infiltrado?
Jericho la observó. Su ira se había encendido por un breve instante, no tanto por el error en sí como por el hecho de que ese error lo hubiese cometido alguien con la experiencia de Yoyo. Con su autosuficiencia, la joven no sólo había puesto en juego su vida, sino que su grupo, casi en su totalidad, había sido asesinado, y el propio Jericho no se sentía precisamente seguro. Pero en ese instante la ira se esfumó. Vio la mezcla de miedo y preocupación en la expresión de la joven, y sacudió la cabeza.
—No. No podías.
—En fin, ¿quién anda detrás de mí?
—De nosotros, Yoyo, permíteme la aclaración. Si es que me permites que te recuerde que estoy aquí y los problemas que tengo ahora mismo.
Ella apartó la cabeza. Miró hacia el mar y luego lo miró nuevamente.
—De acuerdo, de nosotros.
—Pues sin duda alguien con poder. Gente con dinero e influencias, y técnicamente muy bien pertrechada. Francamente, dudo que sus comunicaciones estén todavía en una fase experimental. Tú estabas probando algo, pero lo que tú probabas lo vienen haciendo ellos desde hace bastante tiempo. Por azar, habéis usado el mismo protocolo, lo que os colocó en la situación de poder leer los datos del otro. A partir de ahí, lo demás es mera especulación, pero también creo que son lo suficientemente influyentes como para no depender de los correos electrónicos de otras personas.
—¿Quieres decir que...?
—Supongamos que envían esos correos desde sus propios servidores. De manera absolutamente oficial. Ocupan puestos en instituciones públicas, pueden controlar el tráfico de entrada y de salida y meter dentro, a su antojo, todo lo imaginable.
—Suena a cuadros de alto rango.
—¿Piensas que es el Partido?
—¿Quién más podría ser? Todas las acciones de Los Guardianes se dirigen..., se dirigían contra el Partido. Y no nos engañemos: Los Guardianes son..., eran...
—...otra manera de decir «Yoyo».
—Yo era la cabeza. Junto con Daxiong.
—Lo sé. Antes conspirabas públicamente, lo que te costó un arresto. Desde entonces buscas otras vías para protegerte. Second Life, correos parásito. En esa búsqueda, sin proponértelo, te cuelas en una transferencia de datos y tus peores temores se hacen realidad. Allí se habla acerca de un golpe de Estado, de liquidar a alguien, se menciona al gobierno chino, todo suena a maniobras ilegales de tu querido Partido, y un momento después han descubierto tu rastro.
—¿Qué habrías hecho tú en mi lugar?
—¿Qué iba a hacer? —repuso Jericho riendo sin ganas—. Me habría largado, lo mismo que hiciste tú.
—Es un consuelo —dijo la joven, vacilante—. En fin, ¿has estado...? ¿Te has metido en mi ordenador?
—Sí.
Jericho esperó un nuevo ataque de rabia, pero la chica sólo suspiró y miró hacia el océano.
—No temas —dijo el detective—. No he estado husmeando. Sólo he intentado poner algo de claridad en todo este asunto.
—¿Has podido hacer algo con la tercera página web?
—¿La de las películas sobre Suiza?
—Mmmm.
—Hasta ahora, no. Pero ahí tiene que haber algo. O bien se necesita una máscara aparte, o hemos pasado algo por alto. En este instante creo que se trata de un golpe en el que el gobierno chino está o estará involucrado; además, también se infiere que hay alguien que sabe demasiadas cosas y se está considerando liquidarlo.
—Alguien con el nombre de Jan o de Andre.
—Más bien es Andre. ¿Has investigado esa dirección en Berlín?
—Sí.
—Es interesante, ¿no es cierto? «Liquidar a Donner.» Y hay un Andre Donner en esa dirección que lleva un restaurante de especialidades sudafricanas.
—El Muntu. Hasta ahí he llegado yo también.
—Ya, pero ¿qué nos dice eso? —reflexionó Jericho—. ¿Corre Andre Donner peligro de que lo liquiden? Quiero decir, ¿qué sabe ese gastrónomo berlinés sobre la participación de Pekín en ciertos planes de golpe de Estado? ¿Y qué pasa con el segundo hombre?
—¿Jan?
—Sí. ¿Es él el asesino?
«O tal vez Jan y Kenny son la misma persona», pensó Jericho, pero se reservó sus pensamientos. Su imaginación parecía estar soltando los globos de diálogo de un cómic. En el fondo, aquel fragmento de texto estaba demasiado mutilado como para poder sacar de él ninguna conclusión.
—Es un restaurante africano —dijo Yoyo en tono pensativo—. Y existe desde hace poco tiempo.
Jericho la miró con extrañeza.
—Bueno, he tenido más tiempo para ocuparme del asunto —añadió la joven—. Hay críticas en la red. Donner inauguró el Muntu en diciembre de 2024...
—¿Sólo hace medio año?
—Exacto. Sobre su persona apenas se encuentran informaciones. Es un holandés que vivió durante un tiempo en Ciudad del Cabo y que tal vez haya nacido allí. Eso es todo. Pero la conexión con África es en otro sentido interesante...
—Ya que en África están familiarizados con los golpes de Estado —asintió Jericho—. Eso quiere decir que debemos examinar en detalle la cronología más reciente de cualquier cambio de gobierno dudoso o violento. Es un punto de partida interesante. Sólo que Sudáfrica queda descartada; mantiene su estabilidad desde hace bastante tiempo.
Ambos guardaron silencio durante un rato.
—Querías saber con quién teníamos que vérnoslas en este caso —dijo el detective finalmente—. Para organizar un golpe necesitas dinero e influencias, tanto políticas como económicas. Sobre todo necesitas disponer de un ejecutivo capaz y dispuesto a ejercer la violencia. Ahora bien, esa gente ha conseguido, en el menor tiempo imaginable, enviar tras de ti a un profesional y sus refuerzos. Gente armada como un ejército. Supongamos, por tanto, que detrás están ciertos círculos del gobierno. En ese caso, puedo tranquilizarte en un sentido, creo.
Yoyo enarcó las cejas.
—Ellos no tienen interés en los disidentes —concluyó Jericho—. Lo que tú haces a ellos les da absolutamente igual. Se cargarían a cualquiera que se interpusiera en su camino.
—Muy tranquilizador —dijo Yoyo, en tono burlón—. Para ello disponen de un ejército de policías que, en su momento, pueden transmitirme la reconfortante sensación de que no me van a disparar por mis actividades como disidente. Gracias, Jericho. Por fin puedo dormir tranquila otra vez.
Él dejó vagar la mirada a lo largo de la playa. De alguna manera, le parecía que el centelleo que se producía bajo aquellos dos soles cobraba vida. En la arena se formaban, de manera espontánea, ciertos dibujos que desaparecían de nuevo inmediatamente. Algunas de aquellas criaturas con forma de flor desplegaron sus alas, transparentes y nervudas como hojas. Unas nubes de polvo dorado brotaron debajo de ellas, y fueron llevadas más allá del borde de la isla, donde se dispersaron en el viento. Aquel mundo programado por Yoyo y Daxiong era de una belleza inquietante.