Límite (156 page)

Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
11.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Bueno, ya está bien.

—Sólo para recordártelo: has sido tú quien quería hablar conmigo de Lynn, en lugar de responder a mi pregunta.

—Bueno, pues explícame qué es lo que pasa con ella.

—¿Es que tengo que explicarte la psique de tu hija aquí, en medio del Oceanus Procellarum?

—Te agradecería que lo intentases.

—Madre mía —dijo Amber, y se quedó pensativa—. Bien, lo haré de un modo telegráfico: ¿crees que, hace cinco años, lo único que tenía Lynn era agotamiento?

—Sí.

—¿Te asombrarías si te dijese que el exceso de trabajo era el problema menor de Lynn? De otro modo, no podría haber dirigido Orley Travel ni haber construido tus hoteles. No, su problema es que, en cuanto cierra los ojos, unas mini Lynn de todas las edades empiezan a acosarla desde todos los rincones. Lynn bebés, Lynn niñas, Lynn adolescentes, Lynn hijas, Lynn preferidas de papá que creen que sólo podrán ganarse tu reconocimiento siendo un sabueso aún más duro que tú. Ante ese ejército del pasado que la controla día y noche, Lynn siente pánico. Sin embargo, piensa que el control lo es todo. En realidad, tiene miedo a perder el control porque teme que entonces pueda salir a relucir algo terrible, una Lynn que no debería existir, aunque tal vez no se trate de una Lynn, ya que la pérdida del control puede significar también el fin de su existencia. ¿Lo entiendes?

—No estoy seguro —dijo Julian, como alguien que atraviesa un bosque lleno de trampas cavadas en el suelo.

—Para Lynn, la idea de no tenerse bajo control es algo más que amedrentadora. La pérdida del control es igual a locura para ella. Teme terminar como Crystal.

—¿Crees...? —Julian se detuvo—. ¿Crees que Lynn tiene miedo a volverse loca?

—Tim cree que así es. Él ha pasado más tiempo con ella, lo sabrá mejor, pero yo creo que sí, que ése es el punto. Al menos lo fue hace cinco años.

—¿De eso tenía miedo?

—Miedo a fracasar, a perder el control, el juicio. Pero lo que más la amedrentaba eran las cosas terribles de las que se sentía capaz a fin de mantener el control. A propósito, ¿sabías que el suicidio es también un acto de control?

—¿Y a qué viene ahora eso del suicidio, por el amor de Dios?

—Joder, Julian. —Amber suspiró—. Porque forma parte de ello. No tiene por qué ser un suicidio físico. Me refiero a cualquier acto de destrucción de ti mismo, de tu salud, de tu existencia, lo que surge cuando el miedo a quedar expuesto a la destrucción por causas externas crece hasta hacerse insoportable. Prefieres destruirte tú mismo a que te destruyan otros. Es el acto perentorio del control.

—¿Y...? —Julian vaciló—. ¿Es cierto que Lynn muestra de nuevo síntomas de... de ese...?

—Al principio pensé que Tim estaba exagerando. Ahora, en cambio, creo que tiene razón.

—Pero ¿por qué yo no lo veo? ¿Por qué algo así no me llega? Lynn jamás ha mostrado debilidad ante mí.

—¿Y tú lo has hecho? ¿Mostrar debilidad?

—No lo sé, Amber. Jamás pienso mucho en eso.

—Precisamente. No piensas en eso. Pero no sirve de nada, Julian. Ella no necesita un receso para recuperarse. Necesita una terapia. Una terapia larga, muy larga. Al final ella será la que asuma, tal vez, toda la labor de Orley Enterprises. O tal vez puede suceder también que se dedique a pintar flores o a cultivar marihuana en Sri Lanka. ¿Quién sabe quién es en realidad tu hija? Ella, por lo menos, no lo sabe.

Julian dejó escapar el aire de sus pulmones lentamente.

—Amber —dijo—, existe la posibilidad de que alguien esté intentando volar por los aires el Gaia con una bomba atómica. Y que Lynn, de algún modo, esté involucrada.

La revelación la golpeó con tal fuerza que por un momento perdió el habla. Buscando sostén, su mirada vagó hasta el cielo, quizá a sabiendas de que el
Ganímedes
no aparecería jamás.

—¿Cuán seguro es eso? —preguntó Amber.

—Es pura especulación de cierta gente a la que no conozco. No sé nada más, te lo juro. Tienes razón, la misión de Carl puede ser llevar a cabo el ataque. Y me temo... o, mejor dicho, hay algunos indicios que hablan en favor de la tesis de que haya alguien en la Luna ayudándolo, y...

—¿Y tú crees que es Lynn?

—No quiero creerlo, pero...

—Pero ¿cómo, por lo que más quieras? ¡Es su hotel! ¿Por qué iba a estar involucrada en un ataque contra su propio hotel?

—Tal vez ella no sepa lo que está verdaderamente en juego en todo esto, pero el otro día no quiso mostrarme los vídeos de vigilancia del corredor que habrían demostrado que Hanna había estado fuera con el expreso lunar. Ella tiene acceso a todos los sistemas del hotel, podría interrumpir las comunicaciones si quisiera, y se muestra agresiva y extraña, no me lo explico...

—Y Tim está en el Gaia —susurró Amber.

CABO HERÁCLIDES

—Bueno, presta atención. Tengo que salir de aquí cuanto antes.

—Claro.

—He encontrado, en la bodega, un
grasshopper
y un
buggy.
En lo que atañe al
grasshopper,
me temo que la unidad del volante se ha dañado con la colisión, pero el
buggy
parece estar intacto. Es decir, tenemos que liberar esa puerta de popa.

—¿Y cómo piensas hacerlo, si no podemos salir?

—Claro que podemos salir. No estará exento de peligros, pero si nos ponemos los trajes espaciales y nos agarramos bien en el momento justo, puedo hacer que salgamos de aquí. Después me ayudarás a apartar los escombros y a sacar el
buggy
al exterior. Luego ya veremos.

Locatelli parpadeó con recelo.

—Si pretendes vacilarme, Carl, puedes quedarte tú solito con tu mierda...

—Si eres tú quien pretende vacilarme, Warren, yo arrastraré mi mierda solito, ¿está claro?

—Clarísimo —asintió Locatelli.

Hanna guardó el arma en la funda del muslo, donde desapareció completamente; luego se arrodilló a espaldas de Locatelli y, con rápidos movimientos, deshizo las ataduras. Locatelli estiró los brazos. Tratando de no hacer ningún movimiento brusco, extendió los dedos y se frotó las muñecas. Sólo entonces le llamó la atención la posición ladeada del transbordador. Aún se sentía aturdido. Con pasos vacilantes, se dirigió hacia la cabina del piloto y miró hacia afuera. Ante sus ojos se extendía un terreno ascendente. Una fina bruma poblaba el aire.

¡Qué tontería, llamarle a aquello aire! Era polvo, el maldito y omnipresente polvo lunar, que yacía sobre aquella pendiente, como enturbiando los sentidos, y se depositaba, sucio, sobre los cristales de la cabina. Ninguna molécula de aire los portaba, de modo que, ¿qué mantenía el polvo allí arriba?

—La electrostática —dijo, pensativo.

—¿Hablas del polvo? —preguntó Hanna, que se detuvo junto a él—. Yo también me lo he preguntado. Estamos muy cerca de la zona de extracción, aquí revuelven todos los días toneladas de regolito. Aun así, resulta sorprendente que no caiga al suelo.

—Creo que sí lo hace, después de todo —opinó Locatelli—. La mayor parte, por lo menos. Recuerda que mientras viajábamos con el
buggy
levantamos una gran cantidad de ese polvo, y luego caía de nuevo, salvo las partículas más finas, las de tamaño microscópico.

—Bueno, da igual. Ven conmigo.

Se pusieron los blindajes y los cascos y establecieron contacto por radio entre ambos. Hanna envió a Locatelli hasta la popa, situada tras las últimas filas de asientos, y señaló los respaldos.

—Pon la espalda apoyada en ellos —le dijo—, de modo que sean ellos lo que te protejan. Los cristales de la cabina puede que sean blindados, de modo que apuntaré a uno de los marcos. La fuerza explosiva debería bastar para reventarlos. En caso de que no sea así, debemos contar con que saldrán muchas esquirlas despedidas. Si tenemos éxito, la fuerza de la explosión será intensa, así que mantente protegido tras el respaldo y agárrate bien.

—¿Y qué pasa con el oxígeno? ¿No quedará todo envuelto en llamas?

—No, la concentración se corresponde con la de la Tierra. ¿Listo?

Locatelli se agachó detrás de una de las filas. En otras circunstancias, se habría divertido de lo lindo, pero aun así no podía quejarse por falta de secreción de adrenalina.

—Listo —dijo.

Hanna se colocó junto a él, sacó un arma muy parecida, casi idéntica, de un estuche que llevaba sujeto al muslo, se acomodó en el pasillo central y enfiló el cañón en dirección a la cabina del piloto. Locatelli creyó oír un siseo de alta frecuencia, seguido de una detonación, tan breve, que el estruendo dio la impresión de ser tragado en el instante en que surgió.

Luego, el torbellino.

Objetos, fragmentos y jirones llegaron volando de todas partes, formando violentos remolinos, pasando junto a ellos y dirigiéndose a la cabina. Todo lo que no estaba atornillado o soldado fue absorbido hacia afuera. El aire en escapada tiró de sus piernas y sus brazos, los comprimió contra el respaldo. Algo impactó en el visor de Locatelli, objetos indefinibles lo golpearon en los hombros y las caderas. Una bandada de murciélagos en forma de folletos y libros se le echó encima, beligerantes, con sus encuadernaciones aleteando con violencia. De pronto, un libraco quedó colgado en la coraza de su pecho, pasó por encima de él, resistiéndose; con aleteo de páginas, se alejó y desapareció en el pasillo central. Todo sucedió en absoluto silencio.

Luego, sobrevino la calma.

¿Había sido real todo aquello? Locatelli esperó todavía unos segundos. Lentamente, se incorporó en el respaldo y miró hacia la cabina. Donde antes habían estado los cristales frontales, se veía ahora un enorme agujero.

—Madre mía. —Trabajosamente, dejó escapar el aire—. ¿Con qué diablos has disparado?

—Es una mezcla casera..., secreta. —Hanna se levantó y salió al pasillo central—. Ven, tenemos que entrar de nuevo en la bodega.

Allí todo tenía un aspecto menos caótico de lo que Locatelli había esperado. Partes de un
grasshopper
yacían dispersas por el suelo. Las fue recogiendo una a una. La unidad del volante había sido dañada parcialmente, el
buggy,
sin embargo, reposaba intacto sobre sus soportes; era un vehículo pequeño, de dos asientos, con plataforma de carga. Unos soportes daban fe de que, en caso de necesidad, podían transportarse otros seis de esos chismes. Rápidamente, Locatelli ayudó a Hanna a liberar los soportes. La tapa de la cama, que era también la pared posterior de la bodega, estaba entreabierta, como si se hubiera torcido con la explosión. Por allí se colaba el brillo de un palmo de cielo estrellado. Hanna se acercó al compartimento con la puerta enrollable, lo abrió y sacó unas baterías y dos mochilas de supervivencia y lo metió todo en la cama del
buggy.
Salieron de la bodega de la nave y se ayudaron mutuamente a pasar por el agujero abierto en la cabina del piloto. El suelo estaba a unos metros por debajo de ellos. Locatelli saltó ligero como una pluma, rodeó el morro del varado
Ganímedes
y miró con la respiración contenida hacia la llanura.

Lo que vio era algo fantasmal.

Hasta donde alcanzaba la vista, lo único visible eran territorios de regolito revuelto que se extendían a lo largo del Sinus Iridum y se unían para formar una campana centelleante. Allí donde el polvo se transparentaba más, la textura aterciopelada del subsuelo parecía haber cedido ante una consistencia más oscura. Una franja de desolación conducía fuera de aquellas nubes hasta la orilla del terreno rocoso en ascensión sobre el que se hallaban, continuaba allí en forma de agrietada brecha, describía una curva que subía por la ladera y acababa en el transbordador, que, según veía ahora Locatelli, había colisionado con una pared rocosa y provocado un desprendimiento. Fragmentos de piedra de todos los tamaños se apilaban alrededor del fuselaje del
Ganímedes,
algunas habían rodado valle abajo y varias de las más grandes bloqueaban hasta un tercio de la puerta de popa. Hacia el noroeste discurría la cresta agrietada de los montes Jura.

—Ni siquiera son tantos —constató Hanna—. Temía que los escombros llegaran hasta arriba.

—Qué va, no son muchos —confirmó Locatelli, enfadado—. Sólo son jodidamente grandes. Aquel de allí podría pesar varias toneladas.

—Divididas entre seis. Pero, venga, a trabajar.

GAIA, VALLIS ALPINA

A las seis y media Lawrence convocó a las tropas de búsqueda para que regresaran a la central. Lynn y Thiel habían examinado la mayoría de los alojamientos personales y una parte de las suites situadas en el tórax de Gaia; Michio Funaki y Ashwini Anand se habían arrastrado como escarabajos a través de los invernaderos, revisando al dedillo cada hoja y cada tomate, antes de ir a examinar el centro de meditación y la iglesia multirreligiosa. El tercer equipo, finalmente, pudo reportar que la piscina, el centro de gimnasia y belleza y el casino estaban, tal y como había dicho Kokoschka, «limpios», aunque acentuó la palabra a su manera, como si fuera Philip Marlowe después de cachear a un sospechoso.

—Precisamente en ello radica el problema —dijo Lawrence—. En lo aparente. ¿Hemos tenido oportunidad de mirar tras las paredes y los suelos? ¿En los sistemas de soporte vital?

Kokoschka blandió con gesto elocuente su detector.

—No dio ninguna señal de alarma.

—Sí, claro, pero sabemos muy poco sobre las
mini-nukes.

—Bueno, fue idea suya revisar el hotel —replicó Lynn, acalorada—. Así que no venga a decirnos ahora que ha sido en vano. Además, Sophie y yo hemos mirado en los sistemas de soporte vital, en todas partes donde hay sitio para una cosa como ésa.

—¿Y? —dijo Lawrence, examinándola como si tuviera rayos X en los ojos—. ¿Cómo sabe usted cuánto espacio necesita una
mini-nuke?

—Eso no es justo, Dana —repuso Tim en voz baja.

—Estoy muy lejos de ser injusta —le respondió ella sin mirarlo—. Mi trabajo es minimizar los riesgos, y para eso ha servido la búsqueda. Hemos revisado sitios importantes, yo misma estuve en la parte de la cabeza, aunque sigo defendiendo la tesis de que una bomba debería estar en un punto central, más bajo.

—O no —dijo Anand con expresión pensativa—. Es una bomba atómica. La onda expansiva puede ser enorme, de modo que da igual dónde puedan haberla escondido.

—Tal vez —admitió Lawrence asintiendo lentamente—. En cualquier caso, lo que he oído no basta para desactivar la voz de alarma. Por lo menos he podido sostener una conversación con la base Peary. Tal como sospechaba, ellos tienen el mismo problema, no tienen contacto con la Tierra ni con nuestros transbordadores; además, están en la sombra de libración. Después de haberle descrito al subcomandante, a grandes rasgos, lo que...

Other books

Talented by Sophie Davis
The Sorrow King by Prunty, Andersen
Flesh Gambit by Mark Adam
She Walks in Shadows by Silvia Moreno-Garcia, Paula R. Stiles
The Jewels of Tessa Kent by Judith Krantz