Authors: Schätzing Frank
—¿Qué? —explotó Locatelli—. ¿Te has vuelto loco?
—¿Puedes descartarla?
—¡Yo no soy el jodido gobierno! Por supuesto que puedo des...
—Pero le sacas provecho. Piensas que soy un cerdo. Pero al hacerlo sólo ves que he hecho algo que todos hacen y de lo que tú, sin muchos escrúpulos, te aprovechas a diario. El cambio de paradigmas en el suministro de energía, la fusión aneutrónica, limpia, todo eso suena bien, muy bien, y el rendimiento mejorado de tus células solares ha revolucionado de manera duradera el mercado de los colectores. Te felicito. Pero ¿cuándo se ha visto que alguien haya subido sin que otros caigan? A veces es preciso un empujoncito, y es gente como yo la que se encarga de darlo.
Locatelli buscó en los ojos de Hanna aquel centelleo que revelaba la presencia de alguna locura doméstica, esos tics, traumas o demonios internos. Pero en ellos sólo había una calma fría y oscura.
—¿Y qué quiere la CIA de nosotros? —inquirió.
—¿La CIA? Nada, hasta donde yo sé. Yo ya no formo parte de esa familia. Hasta hace siete años era el gobierno el que me pagaba, pero un buen día ves con claridad que puedes hacer el mismo trabajo para la misma gente a cambio de una suma tres veces superior. Lo único que tienes que hacer es independizarte en el mercado de trabajo y abordar a tu interlocutor, ya no con el apelativo de «señor presidente», sino con el de «señor jefe del consejo de administración». Por supuesto que siempre has sabido que trabajas en realidad para el Vaticano, para la mafia, para los bancos, los cárteles de la energía, los productores de armas, el
lobby
medioambiental, los Rockefeller, los Warren Buffet, los Zheng Pang-Wang y los Julian Orley de este mundo, de modo que ahora sigues trabajando directamente para ellos. Puede suceder, sin embargo, que continúes representando los intereses de algún gobierno. Sólo tienes que ampliar un poco el concepto de gobierno, de acuerdo con la época: con grupos como Orley Enterprises, que reúnen en sí tanto poder que ellos mismos son el gobierno. El mundo está gobernado por los consorcios y los cárteles, más allá de toda frontera. Las intersecciones con gobiernos elegidos por parlamentos son fortuitas y se cubren unas a otras. Nunca llegas a saber en realidad para quién trabajas, de modo que dejas de preguntar, ya que la diferencia no es mucha.
—¿Cómo? —A Locatelli parecía que iban a salírsele los ojos de las órbitas—. ¿Ni siquiera sabes para quién haces esto?
—En cualquier caso, no podría responder a eso de una manera inequívoca.
—Pero ¡has asesinado a tres personas! —gritó Locatelli—. Maldito hijo de puta..., con esa pose de agente secreto, ¡algo así no se hace sólo porque tengas que hacer un trabajo!
Hanna abrió la boca, la cerró de nuevo y se llevó la mano a los ojos, como si quisiera evitar ver algo poco agradable que acabara de revelársele.
—De acuerdo, ha sido un error. No debería haberte contado nada de esto, ¡debería haber sido más inteligente! Siempre pasa igual, al final siempre hay alguien que termina llamando al otro hijo de puta. No es que me hayas ofendido, sólo lamento el tiempo perdido. Capital destruido.
Hanna se puso de pie, cobró una enorme altura, amenazante, dos metros de masa muscular con fibras de acero reforzado y coronado por una razón fría, la de un hombre analítico que acababa de perder la paciencia. Locatelli reflexionó febrilmente cómo podía mantenerse viva aquella absurda conversación.
—Matar a Mimi y a Marc fue innecesario —soltó rápidamente—. Eso, en cualquier caso, lo hiciste por mero placer.
Hanna negó con la cabeza con gesto indulgente.
—No lo entiendes, Warren. Conoces a la gente que es como yo de las películas y piensas que todos somos psicópatas. Pero matar no es nada que reporte placer o cause remordimientos. Es un acto de despersonalización. No puedes ver al mismo tiempo a un ser humano y a un objetivo. Antes, en el valle de Schröter, esos tres estaban demasiado cerca, también Mimi y Marc. Marc, por ejemplo, podría haberse arrastrado a través del saliente y perseguirme con el segundo Rover, y Peter no digamos. No podía correr ningún riesgo.
—Entonces, ¿por qué no nos mataste a todos de una...?
—Porque pensé que vosotros, los demás, estabais en Snake Hill, por tanto, estabais muy lejos como para resultarme peligrosos. Lo creas o no, Warren, intento perdonar vidas.
—Vaya un consuelo —murmuró Locatelli.
—Con el único con el que no había contado era contigo. ¿Cómo apareciste de repente?
—Regresé.
—¿Por qué? ¿No te apetecía disfrutar de la bonita vista?
—Olvidé la cámara. —Su voz sonaba cohibida en sus propios oídos, penosamente conmovida. Hanna sonrió con compasión.
—Son algunas nimiedades las que cambian el curso de una vida —dijo—. Así es.
Locatelli frunció los labios, se miró la punta de las botas y estalló en un histérico ataque de risa. Estaba allí sentado, pensando si aquella confesión acerca de la transitoriedad disminuiría póstumamente sus acciones, precisamente. El balance de su heroicidad. ¿O no? ¡Habría por lo menos algo así como un homenaje fúnebre! Un discurso conmovedor. Un brindis, un poco de música: «Oh, Danny Boy...»
Levantó la vista.
—¿Por qué estoy vivo todavía, Carl? ¿No tienes prisa? ¿Qué son estos jueguecitos?
Hanna lo contempló con ojos sombríos e inescrutables.
—Lo mío no son jueguecitos, Warren, me falta perfidia para ello. Has estado una hora inconsciente. Durante tu ausencia, estuve analizando nuestra situación. Y es bastante poco alentadora.
—Y la mía, ni te cuento.
—También la mía, Warren. Todavía no he comprendido por qué no conseguí subir este cacharro en el último momento. Deberíamos haber evitado ese aterrizaje forzoso con una contrapropulsión en vertical. Pero las turbinas dejaron de funcionar sobre el suelo, cuando volábamos a través de esas nubes de polvo. Posiblemente se atascaron. Desafortunadamente, los sistemas de soporte en tierra nos abandonaron al aterrizar, así que el
Ganímedes
reposa ahora sobre la panza y tiene buena parte de su cuerpo enterrado. Creo que no tengo que decirte lo que eso significa.
Locatelli alzó la cabeza y cerró los ojos.
—No saldremos de aquí —dijo—. La caja de la esclusa no se puede abrir.
—Un pequeño defecto de fabricación, si quieres saber mi opinión, eso de instalar la única esclusa de salida en la parte inferior.
—¿No hay salida de emergencia?
—Claro. En el depósito de carga, en la popa. Puede ser vaciado y llenado, de modo que, en principio, es una esclusa. Esa puerta trasera puede bajarse y alargarse en forma de rampa... pero, como ya te he dicho, el
Ganímedes
se ha arrastrado varios kilómetros por el regolito y se ha estampado en los últimos metros contra un macizo rocoso. Hay fragmentos por todas partes, hasta donde se puede ver. Creo que algunos de ellos mantienen esa puerta bloqueada. No puede abrirse ni medio metro.
Locatelli pensó sobre esto último. En realidad, era divertido. Muy divertido.
—¿De qué te asombras? —rió roncamente—. Estás en una prisión, Carl, justo el lugar donde deberías estar.
—Tú también lo estás.
—¿Y qué? ¿Acaso hay alguna diferencia en que acabes conmigo aquí o ahí fuera?
—Warren...
—Después de todo, da igual, hombre. ¡Absolutamente igual! Bienvenido a Chirona.
—Si hubiera querido acabar contigo, jamás habrías recuperado el conocimiento. ¿Lo entiendes? No tengo intenciones de acabar contigo.
Locatelli vaciló. Su risa se desvaneció.
—¿Lo dices en serio?
—Por el momento no representas ningún peligro para mí. No podrás jugármela por segunda vez, como hiciste antes en la esclusa. Tienes la opción de cooperar o de atravesarte en mi camino.
—¿Y cuáles serían las perspectivas en caso de que quisiera cooperar? —preguntó Locatelli, alargando las palabras.
—Por ahora, sobrevivir.
—Pero eso, por ahora, a mí no me basta.
—Yo no puedo ofrecerte nada más. O digamos más bien que, si colaboras, no te amenaza, por lo menos de mi parte, ningún peligro. Es lo máximo que puedo prometerte.
Locatelli guardó silencio por un segundo.
—De acuerdo, te escucho.
Durante la primera media hora, Amber había dejado escapar toda esperanza de que llegarían alguna vez a la estación de extracción. Desde una cierta altura de vuelo, la meseta de Aristarco se presentaba como un paisaje de libro ilustrado, moderadamente ondulado, para automovilistas lunares, sobre todo a lo largo del valle de Schröter, donde el terreno parecía totalmente llano, casi aplanado. Sin embargo, aquella experiencia en tierra le enseñaba algo sobre el día a día de las hormigas. Todo allí se convertía de pronto en un obstáculo. Por mucho que el Rover, gracias a sus ejes flexibles, consiguiera vencer casi sin esfuerzo las pequeñas gibas y fragmentos de roca que yacían en el suelo, se veían mucho más vulnerables ante los pequeños cráteres, los baches y las grietas que se abrían ante ellos cada pocos metros, hasta el punto de verse obligados a navegar a veinte o treinta kilómetros por hora de un peligro a otro. El suelo sólo vino a apaciguarse más allá del conjunto de cráteres mayores situados junto al paso de acceso al Oceanus Procellarum, y fue entonces cuando pudieron avanzar más rápidamente.
Cada vez con más frecuencia, Amber había estado escudriñando el cielo con la esperanza de ver aparecer el
Ganímedes
en el horizonte, pero mientras tanto su esperanza iba dando paso a la incubada certeza de que Locatelli no lo había conseguido. Omura, que conducía el segundo Rover, se había refugiado en el mutismo. Nadie hablaba mucho. Sólo al cabo de un buen rato, Amber habló con su suegro por una frecuencia especial, de modo que el resto no pudiera oír la conversación.
—Antes nos ocultaste algo.
—¿Cómo piensas eso?
—Es sólo un presentimiento. —Reiteradamente, Amber miraba hacia el horizonte—. Un detalle que incita a las mujeres a actuar cuando los hombres mienten o no dicen toda la verdad.
—No me vengas con que se trata de intuición femenina.
—No, en serio, es sencillamente así: las mujeres son más talentosas para mentir. Tenemos mejor desarrollado el repertorio de la simulación, por eso podemos ver el centelleo de fondo de la verdad como a través de una seda muy fina, cada vez que vosotros mentís. Tú hablaste de la posibilidad de un ataque a alguna de las instalaciones de Orley en alguna parte del mundo. De pronto, Carl enloquece, la comunicación se corta y, en retrospectiva, se ve con claridad que hace dos días el tipo te tomó el pelo e hizo una excursión nocturna con el expreso lunar.
—Y nada de ello tiene sentido.
—Claro que tiene un sentido, sobre todo si Carl es el tipo que debe llevar a cabo ese ataque.
—¿Aquí, en la Luna?
—No actúes como si fuera dura de entendederas. ¡Sí, aquí, en la Luna! Lo que querría decir que no se trata de cualquier instalación, sino de una muy específica.
Seguían tambaleándose por el basalto uniforme y oscuro del Oceanus Procellarum, ya casi en los límites con el Mare Imbrium. Por primera vez podían emplear la velocidad máxima de los vehículos, si bien al precio de un continuo meneo, ya que el chasis se movía hacia un lado o hacia el otro, levantando los Rover hacia arriba. A lo lejos pudieron verse algunas elevaciones. Era la región de Gruithuisen, una cadena de cráteres, montañas y catedrales volcánicas apagadas que se extendían hasta el cabo Heráclides.
—Otra cosa —dijo Julian—. ¿Puedo hablarte de Lynn?
—Siempre y cuando eso conlleve una respuesta a mi pregunta, adelante.
—¿Cómo la ves?
—Tiene un problema.
—Eso es lo que siempre dice Tim.
—Y aunque él siempre lo dice, tú lo escuchas bastante poco.
—¡Porque siempre pasa a atacarme de inmediato! Ya lo sabes. ¡Es imposible intercambiar con él unas palabras de manera razonable sobre la chica!
—Tal vez, ya que la razón no es precisamente lo que la rodea.
—Entonces, dime tú cuál es su problema.
—Su imaginación, supongo.
—¡Estupendo! —resopló Julian—. Si por eso fuera, los problemas ya me habrían hecho perder la cabeza.
—Todo el poder de la fantasía sobre la razón es una suerte de locura —comentó Amber en tono sentencioso—. Tú también estás un poco loco, pero eres un caso especial. Tú repartes tu locura con ambas manos entre la gente, la cultivas, y haces que te aplaudan por ella. Tú adoras tu locura, y por eso ella te adora a ti y te capacita para salvar el mundo. ¿Alguna vez te ha quitado el sueño la idea de que podrías desgastarte con ello?
—Yo no pienso mucho en las malas decisiones.
—Eso no es lo mismo. Lo que quiero decir es si conoces algo parecido al miedo.
—Todo el mundo tiene temores.
—Un momento, has dicho «temores». ¡He ahí una sutil diferencia! El temor es el resultado de tu raciocinio asustado, querido Julian, un miedo real, porque tiene su fundamento en relación con un objeto concreto. Tememos a los perros, a los seguidores del Arsenal borrachos y la próxima ley tributaria. Pero yo hablo de miedo, de angustia. De una niebla difusa en la que podría estar al acecho cualquier cosa. Hablo del miedo a fracasar, a no dar la talla, a valorarse del modo equivocado, a desatar una catástrofe, hablo de un miedo paralizador, a fin de cuentas, el miedo a uno mismo. ¿Conoces algo parecido?
—Hum. —Julian guardó silencio por un momento—. ¿Debería?
—No, ¿por qué? Eres quien eres. Pero Lynn no es así.
—Ella nunca ha dicho nada de miedo.
—Falso. Tú no lo has oído porque siempre has tenido los oídos demasiado llenos de adrenalina. ¿Recuerdas por lo menos lo que sucedió hace cinco años?
—Sé que por entonces estaba enormemente ocupada. Tal vez fuera culpa mía. Pero le dije que se tomara un descanso, ¿no? Y lo hizo. Y a continuación construyó el Stellar Island, el OSS Grand, el Gaia, se comportó de un modo más eficiente que nunca. Si puede llamársele agotamiento al motivo por el que hacéis todos esos aspavientos, pues...
—No estamos haciendo aspavientos —dijo Amber en tono enfadado—. Soy yo, por cierto, la que siempre te defiende ante Tim, hasta el punto de que me pregunta si a cambio de ello recibo dinero. Y en cada ocasión le respondo: «Bienaventurados los ignorantes.» Créeme, Julian, estoy de tu lado, siempre tuve cierta debilidad por los locos cabezotas, puedo incluso identificar algunos aspectos adorables en tu locura, tal vez sea algo relacionado con el trabajo social. Por eso incluso te quiero, aunque no has entendido nada, pero eso no quiere decir que las cosas tengan que seguir así, ¿no? Y aún no has comprendido siquiera de qué va todo esto.