Límite (86 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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Primero tenía que hallar el modo de salir de aquella cocción.

El humo se disipó y dejó la vista libre hacia la nave. Había fuego en cada rincón. Ni un alma a la vista, sólo una
airbike
volcada que colgaba de la barandilla de una plataforma, abollada y ennegrecida. El parabrisas había desaparecido. Xin se dirigía hacia allí cuando un trueno hizo que toda la nave se estremeciera. Directamente detrás de él, una columna de fuego salió disparada hacia el aire; la onda expansiva alcanzó su máquina y la sacudió. Xin se elevó y notó un movimiento en la parte trasera de la nave.

Con un estruendo, algo salió disparado de la pared. Un motociclista. El gigante calvo.

Xin sacó el arma de la funda.

Una nube negra y grasienta se expandió y lo envolvió, una nube hirviente y sofocante. Contuvo la respiración, hizo que la moto siguiera ascendiendo, pero no consiguió librarse de la nube. ¡Claro que no! El humo ascendía. ¡Pedazo de imbécil! Cegado y desorientado, dejó caer la máquina otra vez. Ni siquiera podían distinguirse las luces del cuadro de mandos. Entonces, echándolo a suertes, enfiló hacia la derecha y chocó contra algo; de inmediato, hizo girar el volante.

Tenía que bajar más, tenía que bajar.

A su alrededor se oían los estertores de los pequeños incendios que envolvían su
airbike
con un rojo y parpadeante resplandor. Xin creyó oír voces provenientes de algún lugar; para evitar nuevas colisiones, reinició su avance y consiguió salir de la nube. Entonces, entre las lengüetas de las llamas y las banderolas de humo, vio la motocicleta.

Yoyo estaba sentada en el asiento trasero.

Xin soltó un grito de rabia. La motocicleta desaparecía a través del paso ancho y bajo por el que había llegado allí. Con las turbinas bufando, salió disparado tras aquellos dos y los siguió dentro del túnel. La moto pasó como un bólido entre dos trenes. Xin intentó calcular el espacio del que disponía —ya que la
airbike
era mucho más ancha que las motocicletas normales—, pero vio que si tenía cuidado podría pasar.

No obstante, cuando apuntó para dispararle a la joven a la espalda, vio algo que bloqueaba el camino.

Unas barras. Dobladas, entrelazadas.

Fuera de sí, tuvo que ver cómo Yoyo y el gigante encogían las cabezas y lograban pasar a través de la estructura. Él, sin embargo, quedaría ensartado entre las varillas si intentaba cruzar. No había ninguna oportunidad. Su moto era demasiado ancha, demasiado alta. Xin hizo girar las toberas en sentido contrario y desaceleró, pero el propio impulso que llevaba lo arrojó contra las barras. Por un momento, sintió la paralizadora sensación de la impotencia absoluta, pero entonces hizo girar bruscamente la moto y la colocó de costado, con lo que ésta se deslizó a lo largo de los trenes hasta que, por fin, disminuyó la velocidad. El metal chirrió contra el metal a medida que la moto iba reduciendo rápidamente el impulso.

El asesino contuvo la respiración.

La
airbike
se detuvo a pocos centímetros del amasijo de barras.

Hirviendo de rabia, Xin miró a través de él. Allí detrás, en el sitio donde acababa el paso techado, se veía la luz del día. La moto le envió un saludo de protesta con su motor eléctrico y se perdió de vista. Casi a punto de perder su dominio de sí, Xin hizo girar su
airbike,
voló de regreso a la nave de los convertidores, se precipitó dentro de la humareda y salió a toda prisa al exterior, atravesando el taller de laminado y los almacenes. Por encima del escorial, describió una pronunciada curva, dando gracias por el aire fresco, abrió la tapa del segundo depósito de armas y metió la mano en el interior. Cuando la sacó de nuevo, había en ella algo pesado y largo.

A toda velocidad, se dirigió hacia el alto horno.

Jericho escupió y tosió. El humo cubría cada rincón. De ningún modo podría hacer frente a otra escaramuza en aquel infierno. Si no salía de allí inmediatamente, sería demasiado tarde para todo. Unos minutos más y yacería allí, llenando sus pulmones de alquitrán, hasta que éstos adquirieran el color del regaliz.

Confiaba de todo corazón que Yoyo lo hubiese conseguido. Todo había sucedido tan rápidamente, que parecía casi irreal. Su huida bajo la protección de la plataforma. La moto de Zhao. Y entonces, de repente, Daxiong. El asesino debía de haberlo visto, Pero algo le había impedido reaccionar de inmediato: el fuego, tal vez, o el humo. El tiempo había sido el suficiente para llegar hasta donde estaba Daxiong, que la moto de este último se detuviera y se quedara allí con el motor en marcha. En los rasgados ojos del gigante pudo verse un destello de perplejidad. ¿Cómo podría cargar a ambos en el estrecho asiento trasero de su moto?

—Vete, Yoyo —le había dicho Jericho.

—No puedo dejarte...

—¡Vete, maldita sea! No me vengas ahora con remilgos. ¡Largaos de aquí! Me las arreglaré.

Yoyo, con la cara tiznada por el hollín, desgreñada y con las huellas del
shock
en el rostro, lo había mirado; había rabia y determinación en sus ojos. Y, de pronto, él había notado en la joven aquella extraña tristeza que ya conocía por los vídeos de Chen. A continuación, Yoyo saltó sobre el asiento trasero de la moto de Daxiong, y fue entonces cuando Zhao los descubrió.

Jericho se aferraba a la esperanza de que hubieran podido escapar al asesino. La visibilidad era cada vez peor. Con la manga sobre la boca y la nariz, el detective avanzó hacia la plataforma e inspeccionó la
airbike.
Estaba maltrecha, pero los daños parecían más bien de carácter cosmético. Confiaba en que el manillar no estuviera dañado; entonces se agachó y alzó la máquina.

Su mirada se posó en algo pequeño.

Yacía en el suelo, junto a la
airbike,
era una cosa achatada, de brillo plateado. Sorprendido, la recogió y la examinó por un lado y por el otro.

¡Era el ordenador de Yoyo!

Seguramente lo había extraviado allí, al volcarse la motocicleta.

¡Había encontrado el ordenador de Yoyo!

Rápidamente, dejó caer el dispositivo en su chaqueta, saltó sobre el sillín y arrancó la moto. El familiar bufido se oyó una vez más.

Debía salir de allí.

Todo había resultado peor de lo que se había temido. Ma Mak había vomitado inmediatamente; Xiao-Tong empezó a gritar maldiciones y a mencionar los nombres de los muertos, causando la impresión de que ya no serviría para nada más.

Ye lloró.

Sabía que nunca podría librarse de tales imágenes. Nunca más en toda su vida. «No preguntes.»

—Tenemos que recoger todo esto —dijo, sorbiéndose los mocos.

—No puedo —lloriqueó Mak.

—Se lo hemos prometido a Daxiong. Tiene algo que ver con lo sucedido aquí. Debemos sacarlo todo. —Ye empezó a desconectar los ordenadores de sus interfaces y a desmontar los monitores.

Xiao-Tong lo miró atónito.

—¿Qué ha pasado aquí? —susurró.

—No lo sé.

—¿Dónde está Yoyo?

—No tengo ni idea. ¿Me ayudas?

Mak se enjugó la boca, agarró un teclado y lo desenchufó. Finalmente, también Xiao-Tong empezó a colaborar. Guardaron los equipos en cajas de cartón y lograron sacarlos a la plataforma. No tocaron los cuerpos, intentaron no mirarlos siquiera, trataron de no pisar los charcos de sangre todavía húmeda, algo, de por sí, imposible. Todo estaba cubierto de sangre, el recinto, la mesa, las pantallas, sencillamente todo. Mak cogió una caja, la alzó del suelo y volvió a dejarla. Ye vio cómo le temblaban los hombros. Su cabeza se balanceó de un lado a otro, negando los hechos al compás del péndulo de un reloj. Él le acarició la espalda, cogió la caja y, a través de la sangre de Tony —¿o acaso era la de Jia Wei, o la de Ziyi?—, la llevó hacia afuera.

Por un momento se detuvo, jadeando y mirando al cielo.

¿Qué era aquello?

Desde más allá de las naves, algo se acercaba por el aire. Era rápido y se aproximaba a gran velocidad. Un claro bufido lo precedía. Era un aparato volador, como una motocicleta, pero sin ruedas. Alguien iba sentado en el sillín, conduciendo aquel chisme en dirección a la central.

Ye parpadeó, se tapó los ojos con la mano para cubrirse del sol.

¿Daxiong?

Poco a poco, pudo distinguir algunos detalles. No veía quién conducía la máquina, pero sí que el conductor, o el piloto, o como se llamara al que llevara aquel aparato, tenía algo alargado en la mano, algo que centelleó brevemente bajo la luz del sol.

—Eh, chicos —gritó—. Venid a ver es...

Algo se separó de la motocicleta voladora y se acercó a la velocidad de un cohete. Era un cohete.

—...to —susurró Ye.

Su último pensamiento fue que todo aquello no era más que un sueño, que nada de eso estaba sucediendo, porque no podía suceder, no debía.

«No preguntes.»

Xin se volvió.

La caseta sobre el andamio pareció inflarse brevemente, como si tomara aire. Luego la parte delantera se desprendió en medio de una nube de fuego, lanzando escombros en todas las direcciones. Con estruendo, los fragmentos golpearon contra la estructura del horno, contra las fachadas de los edificios adyacentes, sobre la explanada delantera. Xin se metió en la curva y lanzó varias granadas a la parte posterior. Lo que quedaba de las paredes laterales se hizo añicos; el techo se vino abajo. Como cerillas se desmoronaron los puntales de la torre de barrotes sobre la que reposaba la plataforma con la central, que era ahora una ruina en llamas. Lentamente, ésta empezó a resbalar, provocando una lluvia de esquirlas encendidas; luego se partió por la mitad y lanzó hacia abajo un mar de chispas crepitantes a través de la torre de barrotes.

Una repentina satisfacción se apoderó de Xin cuando, en medio de aquella granizada de fuego, descubrió el Toyota de Jericho. Un instante después, ya no quedaba rastro del coche. Los elementos de la antigua central se repartieron por el suelo, hasta quedar tan sólo algunos restos de la estructura de barrotes y una hoguera, el fanal de la fuerza exorcizante del armamento pesado.

Jericho sentía su corazón frío y entumecido en el pecho cuando salió disparado de la oscuridad de los almacenes. Vio gente corriendo por el escorial, gritando caóticamente, atraída por el rugido del fuego, cuya negra columna de humo, salpicada de chispas, se elevaba muy por encima del horno y ascendía hacia el sol pálido de la mañana.

¿Estaría Yoyo en el edificio? ¿Habrían regresado allí ella y Daxiong? ¿Acaso Zhao había conseguido pillarlos al final?

No. Zhao, Kenny o como se llamase aquel tipejo debía de haber destruido el edificio por alguna otra razón. Porque Yoyo le había hecho creer que su ordenador se encontraba allí. Xin había eliminado a la mayoría de Los Guardianes, y ahora también había destruido su lugar de reunión y toda la electrónica que había en él; había decapitado a la organización y asesinado a quienes Yoyo podría haberles contado algo.

De todo corazón, el detective confiaba en que la ventaja de los dos chicos hubiese sido suficiente para escapar de Zhao.

A continuación, se acercó volando. La
airbike
resultaba ahora más difícil de manejar que antes del accidente en la nave de los convertidores. Tal vez una de las toberas se hubiera torcido y no se podía ajustar con precisión. Esforzándose por nivelar la posición inclinada de la máquina, no entendió de inmediato lo que estaba viendo allí. Como en un boceto, apareció la imagen de su coche en su memoria, estacionado bajo la torre. Sólo cuando estuvo lo suficientemente cerca del fuego, hasta el punto de que el calor lo obligó a volver la cara, sintió la certeza de que en el fondo de aquella columna de llamas se achicharraba también su Toyota.

La angustia, el cansancio, todo quedó barrido por una oleada de ira; una rabia incontrolable se apoderó de él. Enardecido, buscó el mecanismo que abriera los compartimentos laterales, a fin de derribar a Zhao con sus propias armas. Pero nada se abrió, y a Zhao no se lo veía por ninguna parte.

El lugar se iba llenando de gente. Llegaban de todas partes, venían a pie, en bicicleta y en moto. Todo el Wongs World parecía verterse en dirección a los altos hornos, y hasta el Cyber Planet abrió sus puertas y dejó salir a unas figuras pálidas, abrumadas por tanta realidad.

De nada servía. En tales circunstancias, era de esperar, incluso, que la policía se acordara del mundo olvidado. Jericho se elevó aún más. Notó que señalaban hacia él desde diferentes puntos; entonces aceleró y se alejó por encima de la urbanización.

Xin vio la
airbike
hacerse más pequeña.

A un buen trecho del lugar de aquellos acontecimientos, el asesino reinaba como un águila ratonera sobre la cúspide de una chimenea. Había considerado brevemente la posibilidad de liquidar también a Jericho de un disparo, pero el detective aún podría serle útil. Así que, al final, lo dejó ir. Yoyo era más importante. La chica no podía haber llegado muy lejos pero, de todos modos, por ahora, tendría que acostumbrarse a la idea de haberla perdido. Había decidido quedarse allí por lo menos un rato para buscarla, hasta que se presentaran las fuerzas del orden.

A pesar de su derrota, en ese instante percibía una imagen clara del universo. Existencias que surgían y explotaban como pompas de jabón, espuma ondulante del ser y el fenecer, mientras Kenny Xin, en cambio, era el centro, el punto en el que confluían todas las líneas. La idea lo tranquilizó. Había sembrado el caos y la destrucción en aras de compensar otros saldos más elevados. Los restos de la torre de barrotes fueron a unirse con los escombros en llamas que ya estaban en el suelo; en el oeste, las llamas subían disparadas desde la nave de los convertidores. Cualquier persona de más baja estirpe hablaría de destrucción, pero Xin no veía sino armonía. El fuego desplegó su efecto purificador, curaba al mundo de la infecciosa plaga de la pobreza, quemaba el pus que supuraba desde el organismo de la megalópolis.

Al mismo tiempo, Xin, con laboriosidad de contable, recapituló su misión, traduciéndola al lenguaje del dinero. Porque Xin había aprendido a navegar con seguridad por el océano de sus Pensamientos. No cabía duda de que estaba loco, como siempre había afirmado su familia, sólo que él lo sabía. De todas las cosas que amaba de sí mismo, ésa lo llenaba de un orgullo muy especial, ser su propio analista, poder determinar distancias, saber que era un psicópata impecable. ¡Qué enorme poder ocultaba ese conocimiento! Saber quién era. Ser en un mismo segundo todo a la vez: un artista, un sádico, un ser empático, un ser superior, un hombre perfectamente igual a la media. Ahora, precisamente, el ambicioso había asumido la presidencia de todas sus otras personalidades, la figura que controlaba la parte contractual y prefería una vida en el mar, arrullado por el bullicio de espíritus serviles, una existencia como centro del universo. Fue este Xin sensato y calculador el que puso freno ahora a su álter ego pirómano y demente y pensó en la eficacia.

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