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Authors: Schätzing Frank

Límite (70 page)

BOOK: Límite
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—Su perseguidor ha dejado la zona —le hizo saber Zhao.

Involuntariamente, Jericho miró a través del retrovisor. Una idea estúpida, ya que en aquella vía sólo había otros COD de idéntico color y forma.

—Hasta ahora no he visto a nadie —dijo—. Por lo menos, no debe de haberme seguido de inmediato.

—No, esperó un rato.

—¿Puede describírmelo?

—Es un chino.

—Venga ya, hombre.

—Más o menos de mi estatura. Aspecto elegante. Alguien que, sin duda, no pertenece a Quyu. —Zhao hizo una pausa—. En eso, era usted más creíble.

Jericho creyó estar viendo la sonrisa irónica de Zhao. El COD aceleró.

—He examinado la papelera de Yoyo —dijo el detective, sin hacer caso del comentario de Zhao—. Al parecer, se abastecía de comida en un negocio llamado Wongs World. ¿Ha oído hablar de él?

—Podría ser. ¿Es un establecimiento de comida rápida?

—Es posible, o tal vez un supermercado.

—Lo averiguaré. ¿Estará localizable esta noche?

—Siempre estoy localizable.

—Lo suponía. No parece usted de los que tienen a alguien esperándolos en casa.

—¡Eh, un momento! —exclamó Jericho—. ¿Cómo pretende...?

—Hasta luego.

«¡Imbécil!»

Los ojos de Jericho quedaron cubiertos por una roja nube de ira, pero ésta se deshizo con rapidez y fue sustituida por una sensación de impotencia y desamparo. Lo peor era que Zhao tenía razón. Nadie lo esperaba, desde hacía años. Aquel tipo podía ser un grosero, pero había dicho la verdad. Sin embargo, la clase de hombre que era Jericho tenía bastante demanda. Atlético, rubio y con los ojos azules; siempre lo tomaban por escandinavo, y éstos gozaban de una enorme popularidad entre las mujeres chinas. Asimismo, era consciente de que apenas le dedicaba atención a la persona con la que se tropezaba cada mañana frente al espejo. Para describir su ropa bastaba el atributo de «funcional». Se arreglaba lo suficiente como para no parecer desarreglado. Cada tres días se afeitaba el mentón y las mejillas, y le hacía una visita al peluquero cada tres meses, a fin de podar las malas hierbas, como solía decir; se compraba camisetas por docenas sin preguntarse si le quedaban bien o no. En el fondo, el gordo de Tu Tian, a pesar de su calvicie, era mucho más interesante en la manera en que cultivaba su zafiedad.

Cuando la vía de los COD volvió a escupirlo fuera a la altura de Xintiandi, su ira había dado paso a una insípida sensación de abatimiento. Intentó imaginarse su nuevo hogar, pero tampoco así halló el consuelo. Xintiandi parecía más distante que nunca, un barrio dedicado al entretenimiento al que tampoco pertenecía, ya que el entretenimiento no era algo que pegase demasiado con su manera de ser, y nadie podía entretenerse mucho con él.

Allí estaba otra vez de nuevo la estigmatización.

Él, sin embargo, creía haberla superado. Si algo le había enseñado Joanna era que él ya no era aquel jovencito de la época de la escuela, que a los dieciocho años parecía tener todavía quince, el chico que nunca tendría novia porque todas sus compañeras de colegio andaban siempre a la caza de otros tipos. Algo que, a decir verdad, no era del todo cierto. Ellas, tal vez, lo estimaban como al «amigo comprensivo que era», una pérfida manera de describir un contenedor de basura, según le parecía a Jericho. Llorando a lágrima viva, algunas chicas lo habían torturado con detalles acerca de sus relaciones, le confiaban sus penas de amor en sesiones que tenían un carácter meramente terapéutico y al final de las cuales ellas le hacían saber a Jericho que lo querían como a un hermano, que era, gracias a Dios, el mejor chico del planeta, el único que no quería aprovecharse de ellas.

Con el corazón roto, había sido capaz de poner remiendo a las almas de otros, y sólo en una ocasión se atrevió a dar un paso más, con una morena de nariz respingona a la que su antiguo novio, un notorio mujeriego, había abandonado. Bueno, para ser exactos, lo que había hecho era invitar a la chica a cenar e intentar flirtear un poco con ella. Durante dos horas todo funcionó de maravilla, pero sólo porque la de la nariz respingona, en todo ese tiempo, no se enteró de que se trataba de un coqueteo. Ni siquiera lo notó cuando él colocó una mano sobre la suya, algo que a ella le pareció gracioso. Sólo al cabo de un rato la chica se percató de que a aquel cubo de basura también lo asaltaban ciertas necesidades, entonces ella abandonó el restaurante y jamás volvió a dirigirle la palabra. Owen Jericho había tenido que esperar a cumplir los veinte años para que la hija de un posadero galés se compadeciera de él y se dignara desvirgarlo. La chica no era guapa, pero había pasado por el mismo infierno que él, lo que, unido a algunas pintas de cerveza, creó las circunstancias propicias.

A partir de entonces las cosas marcharon mejor, y pronto irían incluso muy bien, y Jericho pudo entonces vengarse de aquel cobarde despreciable, aquel tipo blandengue que afirmaba con obstinación llamarse Owen Jericho. Con la ayuda de Joanna había conseguido enterrar a aquel chico, y, estúpidamente, lo enterró vivo, sin sospechar que sería precisamente ella la que lo haría resucitar. En Shanghai, donde el mundo se estaba inventando a sí mismo, aquel zombi saltó de su tumba para, a su vez, vengarse de él. A sus ojos, era aquel chico el que espantaba a las mujeres. Les insuflaba miedo a ellas, pero también se lo daba a él.

Malhumorado, Jericho dirigió su vehículo hasta el punto de COD más cercano y lo conectó a la red eléctrica. El ordenador calculó lo que tenía que pagar y cargó la suma cuando el detective le puso delante el teléfono móvil. Jericho se bajó. Tenía que averiguar por qué había muerto Grand Cherokee Wang. Entonces se detuvo en medio de la calle y llamó a Tu Tian. Sólo intercambió unas pocas palabras con Naomi Liu. Por lo visto, la secretaria se dio cuenta de su mal humor, le regaló una sonrisa de ánimo y lo pasó con su jefe.

—He encontrado a la chica —dijo sin preámbulos.

Tu enarcó las cejas.

—Lo has hecho muy de prisa. —Había en su voz algo casi parecido al respeto. Entonces, a Jericho le llamó la atención su cara de enfado—. ¿Y dónde radica el problema? Si es que tenemos alguno.

—Que se me ha escapado.

—Ah. —Tu chasqueó la lengua—. Bueno, está bien. Seguro que has hecho todo cuanto estaba a tu alcance, pequeño Owen.

—No me gustaría analizar los detalles por teléfono. ¿Crees Que debemos organizar un encuentro con Chen Hongbing, o prefieres que antes te ponga al corriente de todo?

—Es su hija —dijo Tu diplomáticamente.

—Lo sé, y voy a ser franco: preferiría hablar contigo primero.

Tu pareció satisfecho, como si eso fuera lo que había estado esperando.

—Creo que haremos lo uno sin olvidar lo otro —dijo en tono generoso—. Pero sería sin duda sabio que me hicieras partícipe de tus reflexiones. ¿Cuándo puedes venir?

—Dentro de un cuarto de hora, si es que no hay demasiado atasco en el acceso a la vía. Otra cosa, Tian. El chico que cayó esta mañana del tejado...

—Sí, algo terrible.

—¿Qué sabes sobre el tema?

—Las circunstancias de su muerte, dicho con palabras suaves, son extrañas. —Los ojos de Tu centellearon; parecía más fascinado que afectado—. El chico salió a dar un paseo por las vías del tren, ¡a casi quinientos metros de altura! Y yo me pregunto: ¿es eso normal en un estudiante que pretende ganar un par de yuanes extras con un trabajito ocasional? ¿Qué estaba haciendo allí?

—He oído decir que existe un vídeo.

—El vídeo de un testigo ocular, así es. Salió en las noticias.

—¿Lo han exhibido?

—Sí, pero no se ve en él nada especial. Sólo que el tal..., ¿cómo se llamaba?..., el tal Grand Chevrolet, o algo parecido, estaba trepando por allí como un mono, e intentó saltar por encima de los vagones del tren.

—Grand Cherokee. Se llamaba Grand Cherokee Wang. —Jericho se masajeó la nariz—. Tian, tengo que pedirte un favor. En las noticias han dicho que las cámaras de vigilancia de la planta superior del World Financial Center mostraban a Wang en compañía de un hombre. Por lo visto, tuvieron una pelea. Debería echar un vistazo a esas cintas y... —Jericho se detuvo—, de ser posible, también al cuerpo de Wang.

Tu lo miró fijamente.

—¿Cómo?

—Bueno, para ser más exacto...

—¿Cómo puedes pensar siquiera una cosa así, Owen? ¿Estás en tus cabales? ¿Es que debo llamar a la morgue y decir: «Hola, ¿cómo están? ¿Podrían desembalar al señor Wang, que a un amigo mío le ponen los cuerpos magullados?»

—Lo que quiero ver son sus cosas, Tian. Lo que tenía en los bolsillos. O su móvil, por ejemplo.

—¿Y cómo voy a conseguir su móvil?

—Conoces a medio Shanghai.

—Pero ¡a nadie en la morgue! —Tu soltó un resuello y se acomodó sus destartaladas gafas, que, durante la conversación, se habían ido resbalando hacia abajo por el puente de la nariz. Los carrillos de Tu temblaron—. Y en lo que atañe a las cintas de las cámaras de vigilancia, no te hagas demasiadas ilusiones.

—¿Por qué? Esas grabaciones deberían estar guardadas en el disco duro del sistema.

—Sí, pero yo no estoy autorizado a verlas. Yo aquí soy un inquilino, no el dueño. Además, si la policía investiga, esos vídeos serían material de prueba. Tú tienes tus propios contactos en la policía.

—Pero en este caso específico sería poco inteligente aprovecharse de ellos.

—¿Por qué?

—Te lo explico más tarde.

—No sé si podré ayudarte.

—¿Sí o no?

—¡Inconcebible! —exclamó Tu, jadeando—. ¡Ésa no es manera de hablar con un chino! Nosotros no conocemos el «sí o no». Los chinos detestan la obligatoriedad, eso deberías haberlo comprendido hace tiempo,
nariz larga.

—Lo sé. Preferís un definitivo «tal vez».

Tu intentó parecer indignado. Pero entonces sonrió y meneó la cabeza.

—Debo de estar loco, pero está bien. Haré lo que esté a mi alcance. En realidad, siento curiosidad por saber qué te interesa tanto de ese funámbulo.

Durante los pocos minutos que había durado la conversación, el tráfico en la cercana avenida Yan'an Donglu se había incrementado de forma dramática. También la calle paralela, Huaihai Donglu, padecía de obstrucción coronaria. Dos veces al día, la zona del centro de la ciudad situada entre los distritos de Huangpu y Luwan se ponía al borde del infarto. Era de ilusos echar mano del propio coche, pero cuando Jericho se dirigía de regreso al punto de los COD, tuvo que presenciar cómo otra persona se llevaba el último vehículo disponible. Ése era el problema con los COD. Por un lado, había muy pocos, y, por el otro, cualquiera que no estuviera viajando por una de aquellas vías de alta velocidad significaba un coche de más en las calles.

El humor de Jericho descendió hasta su nivel cero. Cuando aún vivía en Pudong, era mucho más fácil hacerle una visita a Tu. Ahora fue hasta la estación de metro de Huangpi Nanlu y bajó al bien iluminado subsuelo, donde centenares de personas dejaban que los llamados «empujadores» de mirada estoica las metieran a empellones dentro de los repletos vagones de la línea 1. En cuanto las puertas se cerraron, Jericho lamentó amargamente no haber recorrido a pie el kilómetro y medio que lo separaba de la orilla del río y haber tomado uno de los ferris. Por lo visto, tendría que aprender muchas cosas en lo relacionado con su nuevo barrio. Nunca antes había vivido en un sitio tan céntrico. En general, no podía recordar haber tomado nunca antes el metro a esa hora del día. Y mucho menos podía imaginar hacerlo de nuevo.

El tren aceleró sin que ninguno de los pasajeros se tambaleara. Casi todos los hombres que estaban a su alrededor tenían los brazos alzados, de tal modo que pudieran verse sus manos. La costumbre se debía al miedo de ser inculpado de algún tipo de agresión sexual. Cuando doce hombres se agrupaban en torno a un metro cuadrado de suelo, era imposible decir a cuál de ellos se debía el apretón en la entrepierna. Las violaciones en los trenes repletos estaban a la orden del día, y muchas veces la víctima no tenía ni siquiera la oportunidad de volverse. Cuando aumentó el número de hombres agredidos, las mujeres adoptaron también la costumbre de alzar las manos. Un viaje en el metro era un sufrimiento callado, y la peor parte se la llevaban los niños, metidos en esa mezcolanza de telas mohosas, sudor y olor a genitales que rodeaba sus cabezas.

Jericho había quedado atrapado justo detrás de las puertas. Por lógica, en la siguiente parada sería el primero al que la presión de la masa sacaría al andén. Brevemente, el detective consideró la posibilidad de viajar sólo hasta la estación de Houchezhan, por donde pasaba el tren de levitación magnética, el Maglev. Éste comunicaba el aeropuerto de Pudong, próximo a la costa, con la ciudad de Suzhou, situada al oeste, pasaba directamente por delante del World Financial Center, y ofrecía un confortable lujo por un exorbitante precio del pasaje, razón por la cual, la mayoría de las veces, viajaba vacío. Sin embargo, con él llegaría a su destino en un minuto, sólo que el viaje hasta la estación del Maglev duraría casi lo mismo que si continuaba con el metro hasta Pudong, de modo que no habría ganado nada. En ese preciso instante, la papilla humana lo empujó hacia la pasarela mecánica de la línea 2, y él se dejó llevar, sintiendo cierto consuelo gracias a la certeza de que el tipo que le había birlado el último COD delante de las narices no podría haber avanzado ni cien metros.

Al llegar a Pudong y salir del subsuelo climatizado, Jericho sintió como si un paño caliente lo golpeara en pleno rostro. El Sol parecía una mancha poco amable en medio de altos jirones de nubes. Lentamente, el cielo se iba cubriendo. Su mirada se dirigió hasta el World Financial Center, que descollaba hacia un lado por detrás de la torre Jin Mao. ¿Y por allí arriba había estado balanceándose Grand Cherokee Wang? ¡Inconcebible! O se había vuelto loco, o las circunstancias no le habían dejado otra opción. Jericho se conectó a Internet y descargó el vídeo del aficionado en su móvil. La imagen estaba movida, pero era nítida y tenía un buen zum. Mostraba una figura diminuta sobre los raíles de la montaña rusa.

—Diana
—dijo el detective.

—Hola, Owen. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Procesa el vídeo que he abierto. Sácale toda la resolución y el brillo que sea posible. Con imágenes fijas cada tres segundos.

—De acuerdo, Owen.

Jericho cruzó en dirección al «Abrebotellas», dejó atrás la zona de tiendas y subió en el ascensor hasta el
sky lobby.

BOOK: Límite
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