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Authors: Schätzing Frank

Límite (206 page)

BOOK: Límite
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Él no estaba asegurado. En todo caso, lo estaba gracias a la fuerza de sus músculos; además, la escotilla de acceso al Torus estaba abierta. Ni siquiera llevaba el casco.

Pero ¡aun así...!

Firmemente aferrado a la barra con su mano izquierda, levantó la compuerta. Quedó a la vista entonces una manecilla de color rojo brillante. Los ojos de Lawrence detrás del visor se abrieron de par en par, al darse cuenta de lo que Orley se traía entre manos. El cañón del arma se alzó rápidamente, pero ella no fue lo suficientemente veloz. Julian tiró y tiró de la palanca, y logró hacerla bajar finalmente.

Contuvo el aliento.

Con un estruendo ensordecedor, las cargas de los pernos detonaron y la escotilla voló de sus anclajes. Dando vueltas, vagó por el espacio, al tiempo que la fuerza de absorción actuaba, en una silbante y asesina tormenta que se levantó cuando el aire fluyó hacia afuera, arrancando a Lawrence de la esclusa. Él se aferraba a la barra con ambas manos. Otra ráfaga de aire salió del Torus, alimentando aquel huracán. En ese instante Julian cobró consciencia de que los mecanismos automáticos de todos los pasos hacia los corredores contiguos se estaban cerrando, y él quedaría allí, desprotegido, sin casco. Si no conseguía salir del túnel en los próximos segundos y cerrar la escotilla interior, moriría en el vacío, de modo que apretó los dientes, tensó los músculos e intentó desplazarse hacia el interior.

Lentamente, sus dedos se fueron separando de la barra.

El pánico se había apoderado de él. No debía soltarse, pero el huracán tiraba de él, y sobre todo había algo que tiraba de su pierna. Volvió la cabeza y vio a Lawrence aferrada a una de sus botas. El torbellino de absorción se hacía cada vez más intenso, pero ella no se soltaba, colgaba allí, en posición horizontal, en medio de aquel infierno rugiente, se esforzaba por poner el arma en ristre y dispararle.

Le apuntó.

La diminuta y negra boca del cañón. La muerte.

Y de repente sintió que estaba harto de ella, hasta las narices. La ira que llevaba dentro, el miedo, todo se unió para convertirse en fuerza pura.

—Ésta es mi estación espacial —gritó—. ¡Fuera!

Lanzó una patada.

Su bota golpeó contra el casco de la directora. Los dedos de Lawrence resbalaron. A la velocidad del rayo, fue arrastrada de allí, llevada hasta el interior del Torus. Aún en esos instantes, la mujer mantuvo la pistola apuntando hacia él, y Julian se dispuso a aguardar el fin.

Su cuerpo pasó a través de los cables.

Por un momento no entendió lo que vio. Lawrence se movía tanto en una dirección como en otra. Más concretamente habría que decir que sus hombros, un fragmento de su torso y el brazo derecho que colgaba de él, el que llevaba el arma, se habían independizado.

«Porque el contacto directo con la cinta podría costarles una parte del cuerpo. Deben tener en cuenta que, con un ancho de más de un metro, es más fina que una cuchilla de afeitar, pero de una dureza increíble.»

Eran sus propias palabras, allí abajo, en la Isla de las Estrellas.

A su alrededor rugía la tormenta. Con un esfuerzo extraordinario, fue desplazándose a lo largo de la barra, pero sin hacerse muchas ilusiones. No lo lograría. No era posible. Le dolían los pulmones, tenía los ojos llenos de lágrimas, dentro de su cabeza parecían trabajar unos martillos neumáticos.

«Lynn —pensó—. Dios mío, Lynn.»

Una figura apareció dentro de su campo visual: llevaba casco y estaba sujeta con una cuerda. Apareció alguien más. Unas manos lo agarraron, lo llevaron dentro nuevamente, a la parte protegida del Torus. Lo sostuvieron. La escotilla interna se cerró.

Haskin.

Estrellas. Como el polvo.

Lynn se ha ido, muy lejos. Silenciosa, la nave surca la noche eternamente iluminada, un enclave de paz y recogimiento. Cuando recupera brevemente la consciencia, la hija de Orley sólo se pregunta por qué la bomba no ha explotado, pero quizá todavía no lleve mucho tiempo de viaje. Recuerda nebulosamente el plan que abrigaba: dejar la
mini-nuke
en el módulo habitacional y regresar en el módulo de aterrizaje a la OSS, salvar su vida.

Unidad de aterrizaje. Unidad de riterjaze.

Mini-nuke.
¿Nuki-duque? ¿Mini-nuki-duki? Mini-algo.

Bruce Dern en
Naves misteriosas.

Bonita película. Y al final, ¡buuuuuuum!

No, ella se quedará allí. De todas formas, ya no le quedan fuerzas. Tantas cosas han salido mal. «Lo siento, Julian. No queríamos viajar a la Luna. ¿Cómo marchan los trabajos en el hotel Stellar Island? ¿Qué? Oh, mierda, no acabaremos, claro, ya lo sabía, siempre lo he sabido, ¡que no acabarían nunca! No acabarían
nunca.
¡Nunca, nunca, nunca!»

Frío.

El pequeño robot que riega las flores con Bruce Dern. Es un encanto. En esa plataforma en el espacio, las últimas plantas están allí, antes de que Dern las vuele por los aires, y mientras lo hace se oye la voz de esa cansina ecologista, Joan Baez, sobre la que Julian dice, cada vez que la oye, que tiene la sensación de que un cincel le golpea en la cabeza, y que ella le arruina el final, tan bello, con su histérica voz de soprano.

—¿Lynn?

«Ahí está él.»

—¡Por favor, contesta! ¡Lynn! ¡Lynn!

¡Oh! ¿Acaso está llorando? ¿Por qué? ¿Será culpa suya? ¿Habrá hecho algo malo?

«No llores, Julian. Ven, vamos a ver una de esas hermosas viejas cintas, esa basura repleta de trucos facilones.
Armageddon.
No, ésa a él no le gusta, dice que todo es falso, demasiado falso. Mejor ver a Ed Wood en
Plan 9,
o ¿qué tal
Vinieron del espacio?
¡Ésa es genial! Jack Arnold, el viejo cuentista. Siempre bueno para hacerte sentir escalofríos y darte de palmadas en los muslos. Los extraterrestres y sus enormes cráneos. Ése es su verdadero aspecto.»

«Tonterías. ¡No es así!»

«¡Es verdad!»

«¡Papá! Tim no cree que ése sea su verdadero aspecto.»

—¡Lynn!

«Ya voy. Ya voy, papá.»

«enseguida estoy ahí.»

Límite

3-8 de junio de 2025

XINTIANDI, SHANGHAI, CHINA

Una vida completamente normal...

Colgar unos cuadros, dar un paso atrás, corregir el ángulo. Tener una estantería de libros, disponer el orden de los muebles, dar un paso atrás, ordenarlos de otro modo. Hacer pequeños cambios, dar otro paso atrás, acercarse a las cosas creando distancia respecto de ellas, armonía, la fórmula universal confuciana frente a los poderes del caos.

Si eso era lo que conformaba una vida normal, Jericho se había plegado de nuevo, casi sin tránsito, a una vida normal. Su
loft
no había sido incendiado por Xin, sus cosas seguían en su sitio o bien esperaban a que les asignaran uno. La tele estaba encendida, un caleidoscopio de los sucesos mundiales, pero sin sonido, ya que al detective le importaban menos los contenidos de la información que sus ornamentos. Tenía la imperiosa necesidad de no tener que saber ya nada más. No quería entender los contextos y las relaciones, lo único que quería era desenrollar aquella pequeña alfombra, que debía quedar de ese modo... ¿O mejor de este otro? Jericho la arrastró hasta una posición oblicua, dio un paso atrás, contempló su obra y vio que le faltaba cierto equilibrio, ya que de esa manera una lámpara de pie quedaba relegada a un segundo plano. «No es armónico», le dijo Confucio, y el detective resaltó los derechos de la lámpara.

¿Cómo le iría a Yoyo?

La tarde en que despertó a su renacer, gracias a la misericordia de Xin, se vio azotada por unos dolores de cabeza que en parte eran debidos al encontronazo con el cráneo de Norrington, pero también a la desmedida cantidad de Brunello di Montalcino que había bebido, y, en última instancia, se debían también a que había pasado por la experiencia de estar a punto de recibir un disparo. La resaca emocional resultante de todo ello trajo consigo que no hablara mucho durante el vuelo de regreso. A eso del mediodía, Tu había hecho despegar el Aerion Supersonic, y cuatro horas después el avión aterrizó en el aeropuerto de Pudong, y todos estuvieron de nuevo en casa. Por supuesto que en los días siguientes no podrían escapar de las noticias. Después que el
Charon
hubo entrado en la zona de alcance terrestre para la comunicación por radio, pudieron confirmar los parámetros de medición, según los cuales, se supo que se había producido una explosión nuclear en una tierra de nadie situada en el polo norte lunar, y que la excursión del grupo de viajeros había acabado en desastre, con algunos muertos bastante prominentes. Aunque los servicios secretos intentaban cubrir los incidentes con el manto del silencio, se filtraron algunos rumores sobre una conspiración cuyo objetivo era destruir la base lunar estadounidense, con China como posible instigadora... Una información sin pies ni cabeza que circulaba con cierta ligereza por la red.

Los vientos del recelo diseminaban por el mundo las claves del ideario antichino. En realidad, no había el más mínimo indicio sobre quiénes eran las personas que verdaderamente movían los hilos de todo aquello. El propio Orley se encargó de quitar hierro a aquellas sospechas cuando, durante el camino de regreso a la OSS, proclamó que sólo con la ayuda del
taikonauta
Jia Keqiang y de las autoridades espaciales chinas se había podido evitar el ataque. Independientemente de eso, los medios británicos, estadounidenses y chinos seguían usando el lenguaje de la agresión. No era la primera vez que China organizaba ataques contra las redes internacionales, y el hecho de que Pekín administrara la herencia militar de Kim Jong-un era algo que sabían hasta los críos en edad escolar. Algunas voces se alzaron para advertir que las naciones con programas espaciales debían, de una vez, tirar todas de la misma cuerda, pero en ellas se mezclaban los temores sobre una carrera armamentista en el espacio. Zheng Pang-Wang tuvo algunas dificultades para explicar ciertas cosas, sobre todo cuando salieron a la luz los detalles del papel del Grupo Zheng en la construcción de la rampa de lanzamiento en Guinea Ecuatorial. El Zhong Chan Er Bu se apresuró a declarar que no sabía nada acerca de un tal Kenny Xin ni de una institución llamada Yü Shen, la cual, supuestamente, reclutaba a sus hombres en clínicas dedicadas a las investigaciones cerebrales, manicomios y prisiones, y los entrenaba para convertirlos en asesinos. En caso de que el tal Xin existiera, estaba actuando inequívocamente en contra de los intereses del Partido. Y eso era lo que verdaderamente asombraba al señor Orley y a los estadounidenses, que le estaban escamoteando al mundo importantes tecnologías y estaban poniendo patas arriba la comunidad de naciones con sus constantes violaciones del Acuerdo sobre la Luna. Todo esto sonaba muy familiar, era el lenguaje de la crisis lunar, y relegaba a un segundo plano reflexiones serias como, por ejemplo, la relacionada con la utilidad que podría tener para los chinos la destrucción de la base Peary (ninguna, según la conclusión de sensatos analistas).

La lámpara de pie y la alfombra. No había manera de crear una armonía entre ellas.

Aunque su piso compartido, tras la muerte de Grand Cherokee Wang, se había ampliado con una habitación más, que ahora ella podía aprovechar, Yoyo se había mudado a casa de Tu. Temporalmente, según ella misma recalcaba. Posiblemente quería estar al lado de Hongbing, que también se alojaba en la villa hasta que su apartamento fuera reparado, pero Jericho suponía más bien que, tras la atmósfera permeable de los últimos días, la joven confiaba en recibir, de forma condensada, una confesión vital. Se estaba preparando para retomar sus estudios. Daxiong, ignorando los consejos de su médico, seguía trajinando con sus motocicletas, como si no tuviera una herida recién cosida en la espalda y una aún mayor en su corazón; Tu se dedicaba a sus negocios al ritmo de una locomotora, y a Jericho lo esperaban varios aburridos pero bienvenidos casos de espionaje en la red. Después de que la operación Montañas de la Luz Eterna, protegida de aquel modo tan sangriento, llegó a su nada glorioso final, todos coincidieron en que Hydra ya no representaba ningún peligro. Todavía quedaban pendientes algunos interrogatorios por parte de la policía china, a la que no pensaban revelarle bajo qué circunstancias Yoyo se había topado con aquel fragmento de mensaje, sobre todo teniendo en cuenta que la Seguridad del Estado tenía todos los motivos para estarles agradecidos, porque, a fin de cuentas, ¿qué había que fuera más adecuado para deshacer cualquier artero reproche contra China que la participación de dos ciudadanos de ese país, y de un inglés residente en él, en la operación que había evitado que el atentado se llevara a cabo? Los tres primeros días de junio habían transcurrido de manera poco espectacular, y Patrice Ho, el policía de alto rango de Shanghai, amigo de Jericho, había llamado para darle a conocer su traslado a Pekín.

—Sé, por supuesto, que el impulso dado por tus investigaciones ha sido de enorme ayuda para mi carrera —dijo el policía—. Si se te ocurre un modo de corresponderte...

—Me conformo con un informe positivo —dijo Jericho.

—Hum. —Ho hizo una pausa—. Tal vez vea alguna posibilidad de agrandar aún más ese informe.

—Ajá.

—Como sabes, hubo otras investigaciones en Lanzhou coronadas por el éxito. Pudimos descubrir un nido de pedófilos y, al hacerlo, dimos con otros indicios que nos hacen suponer...

—¡Un momento! ¿Tengo que seguir metiendo las narices en la escena de los pedófilos?

—Tu experiencia podría sernos de gran ayuda. Pekín pone muchas esperanzas en mí. Tras el doble éxito de Shenzhen y de Lanzhou, podría producir irritación que esa cadena de triunfos se rompiera de golpe...

—Entiendo —suspiró Jericho—. Aun a riesgo de echar a perder ese informe positivo sobre mí, he decidido no volver a aceptar tales encargos. Hace pocos días que me he mudado a un piso más grande, pero sigue siendo muy pequeño para dar cabida a todos los fantasmas que viven subarrendados conmigo.

—No tienes por qué estar en la primera línea del frente —se apresuró a asegurarle Ho.

—Sabes bien que a la larga se termina aterrizando en el frente.

—Por supuesto. Perdona que te haya puesto bajo presión.

—No lo has hecho. ¿Puedo pensarlo?

—¡Pues claro! ¿Cuándo iremos a tomar una cerveza juntos?

—¿Qué tal el próximo fin de semana?

—Estupendo.

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