Authors: Schätzing Frank
—Debo darle las gracias —dijo él—. Sé que en la crisis Lynn no estuvo siempre... a la altura.
—Bueno, manejó notablemente bien la situación.
—Pero también sé que el entusiasmo inicial de mi hija por usted se ha tornado rechazo.
Lawrence calló.
—Discúlpela —titubeó él—. En sí, ella es perfecta..., es buena en lo que hace. Tiene buena capacidad de juicio, pero estaba un poco turbada. Fue usted sensata y valiente, Dana.
—Hice mi trabajo. —Lawrence sonrió, una maniobra mímica que hacía parecer sus facciones más suaves, pero no más sensuales—. ¿Me disculpa usted?
—Claro.
Ella pasó flotando junto al hombre y desapareció en el siguiente ramal. Julian la olvidó en ese mismo instante. Hambriento, mordisqueó su lasaña, miró el escáner y se deslizó hacia el interior de su cabina.
Lawrence arribó al Torus 1, con sus bares, sus bibliotecas y sus salas de estar, se colgó del techo y subió por el largo túnel que unía el OSS Grand con el Torus 2. En ese momento sólo hacían guardia en la terminal dos astronautas.
—Estaré algún tiempo en el
Charon
—dijo ella—. Debo recoger unos documentos.
Uno de los hombres asintió.
—No hay ningún problema.
Dana se dio la vuelta, desapareció en el corredor que unía el Torus 2 con el anillo exterior del puerto espacial y luego se dirigió hacia la esclusa tras la cual reposaba la nave espacial en su anclaje. Todo seguía desarrollándose según el plan. Hydra aún no había perdido, al contrario. Sólo la irritaba la desconfianza de Lynn, porque no lograba explicarse su razón de ser. Pero realmente eso tampoco desempeñaba ningún papel. Abrió la escotilla hacia el
Charon y
miró tras de sí, pero nadie la había seguido por el corredor. En el Picard habían sucumbido a la lasaña y la nostalgia. Se introdujo con ímpetu en el interior de la unidad de aterrizaje y siguió hacia el módulo de vivienda, atravesó el bistró, el salón, llegó al dormitorio y puso manos a la obra en el revestimiento de la pared.
Hanna le había descrito con exactitud dónde.
Y, efectivamente, allí estaba.
El relampaguear de la memoria. Era asombroso cómo, en medio de difusos nublados, se hacían visibles las relaciones. A Lynn se le había escapado qué estaba haciendo exactamente ella misma en el iglú, pero a Carl Hanna lo tenía claramente ante los ojos antes de desplomarse en la cocinilla del café, rígida de miedo. Lo vio asesinar a Tommy Wachowski; lo oyó maldecir, leve y ladino: «Dana, maldita sea, ¡responde!»
«Dana.»
Sólo unas pocas horas antes se había hecho la luz en su mente, pero con mayor fuerza aún cuando Lawrence le había preguntado en un tono de aparente inocencia cómo estaba. Hanna había intentado establecer conexión con aquella zorra en una forma que insinuaba que el contacto estaba pactado. ¿Por qué motivo? Sacar las conclusiones necesarias le había supuesto un notable gasto de energía, demasiado como para poder poner también a Julian en conocimiento de ello. Además, ya no hablaba mucho con su padre últimamente; se le había ocurrido que le iría mejor si lo desterraba del centro de sus pensamientos. Al mismo tiempo, lo echaba en falta, como una marioneta echa en falta la mano que la mantiene en movimiento; y al menos en el plano intelectual era consciente de que en realidad lo idolatraba. Tal vez ya no sentía lo mismo de antes, pero seguía sabiendo lo que sentía.
Algo se había torcido en su vida, y Dana Lawrence desempeñaba en ello un papel nada glorioso.
Lynn miró al interior del corredor.
Decidida a no perder de vista a su enemiga ni un segundo más, había seguido a Lawrence cuando ésta había salido de nuevo del Picard en compañía de Julian. «La astucia de la locura», pensó,
casi
divertida, pero la locura la había abandonado. Dejó pasar unos segundos y luego se deslizó tras la mujer. Al final del corredor vio abierta la escotilla de conexión del
Charon y
supo que Lawrence estaba en la nave espacial.
«Te atraparé —pensó—. Déjate llevar por tu naturaleza de serpiente, y el odio violento que sé que alimentas contra mí será tu perdición. No deberías haberte dejado arrastrar, inaccesible, intocable y controlada Dana; pero intocable no eres. No fue por gusto que intentaste destruir la confianza que los demás tenían en mí. Lo pagarás.»
Lynn se deslizó sin hacer ruido sobre el borde de la escotilla, atravesó el módulo de aterrizaje, el bistró, el salón. Vio a Lawrence en el dormitorio, inclinada sobre algo anguloso del tamaño de un portafolios que había sacado de la pared abierta. Vio cómo sus dedos se deslizaban ágiles sobre un teclado y anotaban algo:
Nueve horas: 9.00.
Así de sencillo era el plan, tan eficaz en la esencia de su realización. Hacer despegar un cohete en dirección a la Luna y hacerlo estallar sobre el Peary tal vez podría haber funcionado, pero el camino se podía rastrear directamente, y además habría sido alto el riesgo de no acertar en la base. Lanzar otro proyectil a la OSS, ya fuese desde la Tierra o desde un satélite, era, en la práctica, imposible. El cohete habría sido atrapado antes, y también en ese caso la reconstrucción de la trayectoria conduciría hasta quien lo había lanzado.
Pero Hydra había ideado la solución perfecta. Dos
mini-nukes
camufladas en un satélite de comunicaciones, desde el que ambas podrían continuar viaje hacia la Luna sin ser detectadas y alunizar a cierta distancia de la base, para reposar luego allí hasta que llegase alguien que las sacara de su cápsula y las colocara en el lugar indicado. Una en la base, la segunda en la nave espacial que llevaría la bomba y a los ejecutores del atentado de regreso a la OSS. Inmediatamente antes de abandonar la base, activar la bomba 1; luego esconder la bomba 2 en la OSS, programarla y viajar de vuelta a la Tierra en el ascensor de manera totalmente oficial, antes de que los detonadores de tiempo desencadenaran las dos explosiones y destruyeran tanto la base Peary como la OSS. El perfecto doble golpe.
Un camino que no se podía reconstruir.
Bien, con la Peary lo habían estropeado, pero no fracasarían con la OSS. A las nueve y media, cuando ya todos se hubiesen encontrado en la Isla de las Estrellas o ya estuviesen en el camino de vuelta a sus países, la estación espacial ardería y dejaría en el Pacífico sólo unos cientos de miles de kilómetros de una levísima cuerda de carbono. Probablemente ni siquiera sería necesario sacar la bomba de la nave espacial. El
Charon
debía estar anclado por lo menos dos días, según había averiguado en la terminal. No supondría una gran diferencia que llevara la
mini-nuke
al revestimiento del techo de la esclusa o simplemente la dejara donde estaba ahora.
8.59.
8.58.
Satisfecha, observó la caja que despedía guiños de luz. Y mientras todavía saboreaba su triunfo, se le erizaron los pelos de la nuca.
Había alguien allí.
Justo detrás de ella.
Lawrence se volvió.
En el mismo instante recibió una patada en el pecho que la lanzó contra la pared de la cabina. La
mini-nuke
se deslizó de sus manos y se alejó. Lynn se estiró en su busca pero no pudo atrapar la caja, que quedó en posición oblicua y comenzó a rodar girando sobre su propio eje. Lawrence saltó en plancha tras la bomba que daba tumbos, sintió que una mano le agarraba el tobillo y tiraba de ella hacia atrás. Ante sus ojos, la hija de Julian se impulsó hacia arriba, atrapó la caja y, acelerada por su propio impulso, voló hasta el salón y, desde allí, al módulo de aterrizaje.
¡No podía permitir que saliera del
Charon!
Lawrence se apresuró tras ella. Poco antes de la esclusa alcanzó a Lynn, la agarró por el cuello y la conminó a volver dentro de la unidad. La joven, con la bomba firmemente agarrada, saltó y se proyectó con las piernas abiertas hacia el pasillo que conducía al módulo de vivienda. Lawrence arriesgó una mirada por encima del hombro. A través de la escotilla abierta pudo echar una ojeada hacia la esclusa y el corredor de conexión. Aún no se veía a nadie, pero sabía que la esclusa estaba vigilada. De ningún modo podía permitir que la silenciosa lucha continuase fuera del
Charon.
La hija de Julian se la quedó mirando, abrazando, como algo muy querido de lo que nunca más quisiera separarse, la caja con la bomba atómica que hacía tictac.
—¿Indecisa? —dijo con una sonrisa sarcástica.
—Deme eso, Lynn. —Lawrence respiraba con dificultad, no tanto por la tensión como por la rabia—. Ahora mismo.
—No.
—Es un caro instrumento científico. No sé lo que le ha ocurrido, pero está usted a punto de destruir un experimento de alto valor. Su padre se pondrá furioso.
—¡Uy, qué miedo! —Lynn revolvió los ojos como si estuviese aterrada—. ¿Se enojará?
—¡Lynn, por favor!
—Sé lo que es esto, bruja. Es una bomba. Exactamente igual que la que Carl y tú escondisteis en la base.
—Está usted confundida, Lynn. Usted...
—¡No me vengas con ésas! —gritó ella—. ¡Estoy perfectamente lúcida!
—De acuerdo. —Lawrence alzó las manos en gesto tranquilizador—. Usted está perfectamente lúcida. Pero eso que tiene ahí
no es
una bomba.
—Entonces no pasa nada si salgo con ella, ¿verdad?
Lawrence cerró los puños y no se movió del lugar, mientras sus pensamientos se atropellaban. Tenía que apoderarse otra vez de la
mini-nuke,
pero ¿qué hacer con la loca que evidentemente no estaba tan loca? Si dejaba a Lynn vivir y regresar junto a los demás, podría entregar la bomba y delatarla.
—¿Problemas? —Lynn soltó una risita—. El ascensor no regresará a la Tierra sin mí, ¿no es cierto? Me buscarán durante horas, y tú tendrás que buscar también. No puedes hacer nada.
—Deme esa caja —dijo Lawrence dominándose trabajosamente, y se acercó flotando a ella.
Lynn dejó caer la bomba. Por un momento dio la impresión de que valoraba la posibilidad de seguir la orden de Lawrence; después, rápida como el rayo, lanzó la bomba tras de sí, hacia el módulo de vivienda.
—¿Y ahora? —preguntó.
Lawrence hizo rechinar los dientes.
Y de repente su razón falló, metió la mano en el bolsillo oculto sobre el muslo y sacó el arma de Hanna. Los ojos de Lynn se agrandaron y dio un salto siguiendo la bomba. Su mano golpeó contra el sensor que ponía en movimiento la escotilla entre el módulo y la unidad de vivienda. Lawrence maldijo, pero la puerta de conexión se cerró demasiado de prisa, no había oportunidad de atravesarla; en caso de intentarlo, quedaría trabada. Por la abertura que se hacía cada vez más estrecha vio el torso de Lynn, su flotante cabello color ceniza cubriéndole la mitad de la cara; apuntó y disparó.
La escotilla se cerró con un ruido sordo. Dana fue enseguida hasta el panel de control e intentó abrirla de nuevo, pero no se movió. Lynn debía de haber accionado el cierre de emergencia desde dentro.
Ciega de rabia, comenzó a aporrear la puerta de acero.
Demasiado tarde.
Su cuerpo saltaba dando vueltas por el salón.
Ante sus ojos giraban espirales. Con esfuerzo, Lynn concentró sus pensamientos en la cabina de mando situada en el sector trasero, se puso en posición horizontal, alcanzó el borde del pasillo más próximo y dio nuevo impulso a su movimiento hacia adelante, que la llevó directamente a la consola de control.
La terminal. Tenía que llamar a la terminal.
—Aquí Lynn Orley —jadeó—. ¿Me oye alguien? —¡Vaya! ¿Qué había pasado con su voz? ¿Por qué sonaba tan débil, tan oprimida?
—Señorita Orley, sí, la oigo.
—Comuníqueme con mi padre. Está en su... su suite. ¡De prisa, hágalo de prisa!
—enseguida, señorita Orley.
Algo había encontrado su camino a través de la abertura. Algo que dolía y enturbiaba sus sentidos. Su respiración hacía un ruido metálico, la oscuridad descendía sobre ella.
—Julian —susurró—. ¿Papá?
Lawrence estaba fuera de sí. Se había dejado arrastrar; se había abandonado a sus sentimientos como una novata, una principiante, en vez de apostar por la diplomacia. Ahora sólo le quedaba la huida. Si había matado a Lynn, si la había herido o no le había acertado, era irrelevante: tenía que abandonar la OSS antes de que llegara el ascensor. Furiosa, se catapultó fuera del módulo de aterrizaje, bajó de prisa por el corredor y entró en el Torus, afinó la puntería y disparó a la cabeza de uno de los astronautas.
El hombre se inclinó hacia un lado y cayó lentamente. Ella frenó con las piernas abiertas y dirigió el cañón del arma hacia el otro, que se quedó mirándola con infinito horror, las manos sobre la pantalla táctil.
—¡Quiero uno de los deslizadores para evacuación! —gritó ella—. ¡A prisa!
El hombre tembló.
—¡Vamos! ¡Tráelo!
Ardiendo de ira, le propinó al hombre un golpe en la cara. Él se sujetó a la consola para no perder el equilibrio.
—No puede ser —jadeó.
—¿Te has vuelto loco? —Por supuesto que podía ser, ¿por qué no iba a poder ser?—. ¿Es que quieres morir?
—No..., por favor...
¡Estúpido cabrón! ¡Intentaba darle largas! Todos los atracaderos se desplazaban alrededor del anillo, y ella lo sabía. El hombre tendría que estacionar el
Charon
en otro sitio y, en su lugar, traer uno de los deslizadores hasta la esclusa y anclarlo allí.
—Hazlo ya —siseó ella.
—No puede ser, realmente no es posible. —El astronauta tragó en seco y se pasó la lengua por los labios—. No durante el proceso de despegue.
—¿Qué proceso de despegue?
—Mi... mientras una nave despega no puedo desplazar el atracadero, tengo que esperar hasta el...
—¿Despegue? —le gritó ella—. ¿Qué es lo que va a despegar?
—El... —El hombre cerró los ojos. Sus labios se movieron en rara asincronía con lo que estaba diciendo, como si rezara al mismo tiempo que hablaba. Brillaba saliva en las comisuras de sus labios, y empezó a orinarse.
—¡Habla, joder!
—El
Charon.
Es el
Charon.
Está... está despegando.
—¿Papá?
Julian titubeó. Estaba hablando precisamente con Jennifer Shaw cuando apareció una segunda ventana en la pantalla holográfica.
—Lynn —dijo sorprendido—. Disculpe, Jennifer.
—Papá, debes detenerla.
El rostro de su hija estaba extremadamente pegado a la cámara que transmitía la imagen, tenía una expresión marchita y encerada, como si estuviera a punto de perder la consciencia. Rápidamente, Julian dejó a Shaw en espera.