Authors: Schätzing Frank
—Tenga la certeza de que lo haré.
—¿Y bien?
Tu había entrado en el despacho. Estaban a última hora de la tarde. El cielo se había cubierto y una llovizna ligera caía sobre Pudong. Los investigadores se habían marchado.
—Nada nuevo —dijo Jericho estirando las extremidades—.
Diana
se divierte viendo esas películas sobre Suiza. Paralelamente, estamos intentando relacionar las seis páginas web con un mismo usuario. Hasta ahora no hay nada que indique que exista alguno, pero eso no quiere decir nada.
—No me refiero a eso —repuso Tu, acercando una silla y dejándose caer en ella con un resoplido. Jericho comprobó que las mangas de su camisa estaban levantadas a dos alturas distintas—. ¿Cómo ha ido el interrogatorio?
—¿Cómo? Ella no creyó ni una sola palabra.
—Tampoco a mí me creyó. —Por una razón inescrutable, esa circunstancia parecía llenar de satisfacción a Tu—. Y a Yoyo la cree menos aún. Sólo a Hongbing parece haberlo tratado con guantes de seda.
—Por supuesto —murmuró Jericho.
Desde el momento en que Chen entró en su despacho en Xintiandi, a Jericho le había llamado la atención algo difícil de definir en los ojos del anciano, en ese rostro terso que causaba la impresión de que le hubieran despellejado el alma. Ahora comprendía con claridad lo que había visto en aquella ocasión, y también la mujer debía de haberse dado cuenta. Era inimaginable que aquel hombre mintiera. Nada en los rasgos de Chen era apropiado para ocultar una mentira. Gracias a ello, el anciano estaba desprotegido y a merced de su entorno. No soportaba que se faltase a la verdad. No lo soportaba en sí mismo ni en los demás.
—Tian... —dijo Jericho, titubeante.
—¿Mmmm?
—Posiblemente haya un problema en cuanto a nuestro siguiente paso. No me entiendas mal, no se trata de... —Jericho luchó con las palabras.
—¿Qué pasa? Suéltalo.
—Sé demasiado poco acerca de ti.
Tu guardó silencio.
—Sé muy poco sobre ti y sobre Chen Hongbing. Claro que no me incumbe, pero... para poder juzgar el peligro que significáis para las autoridades, tendría que... En fin... tendría que hacerme una idea...
Tu frunció los labios.
—Entiendo.
—No, no creo que lo entiendas —dijo Jericho—. Piensas que lo hago por curiosidad, y te equivocas. En realidad, me da absolutamente igual. O, mejor dicho, no me da igual. Respeto tu silencio. No me incumbe lo que haya sucedido en tu pasado o en el de Chen. Pero, en ese caso, debes decirme cómo debemos actuar en adelante. Puedes tal vez valorar...
—No, está bien —gruñó Tu.
—Es tu problema. Respeto...
—No, tienes razón.
—De ningún modo quiero ser desconsiderado...
—Ya basta,
xiongdi.
—Tu le dio un golpecito en el hombro—. La consideración es el pilar de tu manera de ser, eso no tienes que explicármelo en detalle. De todos modos, a menudo pienso en ahondar más en nuestra amistad con una pequeña confesión vital. —La mirada de Tu se dirigió a la puerta. En algún punto de aquella casa enorme, Yoyo y su padre luchaban con el pasado y el futuro—. Sólo temo tener que volver al ring.
—¿Para intervenir como mediador?
—Para intervenir. Yoyo y yo hemos decidido hacer tabla rasa. Al final del día Hongbing conocerá toda la verdad.
—¿Y qué tal le sabe hasta ahora?
—Si le hubiéramos puesto delante un cubo de mierda, tendría más apetito. —Tu eructó—. Pero no me preocupo demasiado. La cuestión es cuánto tiempo piensa seguir cocinándose en su ira. Más tarde o más temprano tendrá que comprender que uno no se gana la confianza de una hija negándose a darle respuestas que están pendientes desde hace mucho tiempo. Él, a su vez, tendrá que decirle la verdad a Yoyo. —Tu suspiró—. No sé lo que pasará después. No se trata, en absoluto, de que Hongbing crea en serio que una parte de su vida no ha sucedido. Simplemente, no se atreve a contárselo a una persona a la que ama, porque está avergonzado. Es como un viejo cangrejo. Y ahora ve y explícale a un cangrejo que debe deponer su caparazón.
—Sería el primer cangrejo que puede caminar sin su coraza.
—Bueno, cuando son jóvenes, la deponen con bastante frecuencia. Se desprenden de su piel para crecer. Una empresa peligrosa, porque la nueva coraza es todavía muy blanda durante las primeras horas. En ese tiempo son extremadamente vulnerables, presas fáciles, sin ninguna protección. Pero de otro modo se verían aprisionados en un caparazón demasiado estrecho —dijo Tu, poniéndose de pie—. Lo dicho, Hongbing es un maldito cangrejo viejo, pero su piel le queda, definitivamente, demasiado estrecha. Creo que necesita una nueva muda, a fin de que un día no estalle en mil pedazos bajo la presión proveniente de su interior.
Por un momento, la mano derecha de Tu descansó sobre el hombro de Jericho. Luego el chino salió de la habitación.
Empezaba a anochecer, había un ambiente enmohecido y húmedo.
Diana
calculaba.
Jericho vagó por la casa y fue a hacerle una visita a Joanna en su estudio, una pagoda de cristal a orillas de un lago artificial que ocupaba el centro de los terrenos de la propiedad. A Jericho no lo asombró verla trabajando en uno de sus retratos de gran formato. A Joanna no le gustaba nada andar por la casa con las manos desocupadas, pues siempre esas manos podían hallar otra cosa mejor que hacer. Había encendido unas potentes lámparas y les estaba dando profundidad y contorno a dos bellezas del ambientillo cultural, que se desperezaban, cogidas del brazo, delante de un espejo, como si hubieran estado bailando tres días y tres noches.
Tu había reforzado el servicio de guardia alrededor de la mansión y había volado a su oficina después de que Chen desapareció, rojo de ira, en el cuarto de invitados de la primera planta. En el vestíbulo, Jericho se tropezó con Yoyo. Tenía los ojos hinchados por el llanto y, al verlo, manoteó en un gesto con el que le dio a entender que no hiciera ninguna pregunta. En el momento en que la joven iba a subir la escalinata, vio arriba, en la balaustrada, a su padre, que corría hacia el lavabo, lo que a Yoyo le bastó para cambiar de rumbo, como en una huida, y refugiarse en el jardín, de donde venía, precisamente, Jericho.
Por un instante se sintió terriblemente fuera de lugar.
El mayordomo de Tu lo vio dando vueltas por allí y se apresuró a preguntarle si deseaba alguna cosa. Jericho rechazó el baño de lavanda o el masaje tailandés, pidió un té e, inesperadamente, tuvo ganas de probar aquellas galletas que Joanna le había llevado varias horas antes y que ella había devorado íntegramente delante de sus narices. El mayordomo se ofreció a acondicionarle el saloncito. A falta de una idea mejor, Jericho asintió, caminó dos veces en círculo y notó cómo a aquella sensación de estar fuera de lugar se le unía otra: la de las arenas movedizas del desamparo. Después de haber pasado la mañana a un ritmo vibrante, ahora le parecía que rumiaba el mundo con desgana y que estaba a punto de escupirlo en un rincón.
Algo tenía que suceder.
Y sucedió.
—¿Owen? Soy
Diana.
Jericho sintió el latigazo de la excitación, sacó su móvil y habló, jadeante:
—Sí,
Diana,
¿qué hay?
—He encontrado en esas películas algo que te va a interesar. Una marca de agua. Hay una película dentro de la película.
«¡Oh,
Diana!
—pensó Jericho—. Ahora mismo podría besarte. Sólo con que fueras la mitad de guapa de lo que promete tu voz, hasta me casaría contigo, pero no eres más que un maldito ordenador. De todos modos, no importa, ¡hazme feliz!»
—Espera —exclamó el detective, como si existiera el riesgo de que la máquina cambiara de idea y abandonara la casa—. ¡Voy para allá!
A Yoyo le habría gustado convencerse de que ya había superado lo peor, pero se sentía como si todavía le faltara lo mismo, sólo que elevado a la tercera potencia. Hongbing había gritado y se había enfurecido. Habían estado discutiendo durante más de una hora. En consecuencia, ahora le dolían los ojos por las saladas lágrimas derramadas, como si jamás hubiera visto otra cosa salvo miseria y desgracia interior. Se sentía culpable por todo. Por la masacre en la acería, por la destrucción del piso, por la desesperación de su padre y, por último, se sentía también culpable de que Hongbing no la quisiera. Apenas afloró, la idea selló una alianza con todas las formas imaginables del autodesprecio, pariendo, a su vez, un nuevo sentimiento de culpa: el de estar siendo injusta con Hongbing. Por supuesto que él la había querido. ¿Cómo podía ser de otro modo? ¿Cómo se podía caer tan bajo de atribuir a un padre otra cosa que no fuera amor paternal? Sólo por ello merecía no ser amada, y Hongbing había extraído conclusiones y había dejado de amarla. ¿De qué se quejaba, entonces? Era culpable de que la máscara que cubría el rostro de su padre no se hubiera derretido, sino que hubiera estallado.
Había decepcionado a todo el mundo.
Durante un rato, estuvo dando vueltas por el estudio de Joanna, con pocas ganas de hablar, contemplando cómo la hermosa mujer de Tian otorgaba, con magia, un brillo febril a unos cansados ojos de adolescente, un último destello de energía antes de que se desconectaran todos los sistemas. Sobre un enorme lienzo de dos por dos metros, la mujer reproducía la despreocupación, la transformaba en pigmento, dos peces ornamentales en las aguas bajas de sus estados de ánimo, cuya única preocupación consistía en cómo no morir de aburrimiento hasta que llegase la siguiente fiesta. Cuando Yoyo comprendió con claridad que las peores catástrofes vividas por aquellas dos gracias eran, tal vez, las que habían depositado en los corazones de dos rapaces en plena pubertad, volvió a llorar otro poco.
Probablemente estuviera siendo injusta también con esas dos chicas. ¿Acaso ella era mejor? En los últimos años no había evitado ningún exceso. El instante en que uno perecía, como aquel punto rojo que se encogía en la negrura de una daga carbonizada, era algo que le resultaba familiar. Sin parar, había cantado para contrarrestar la tristeza de Hongbing, había bailado, fumado y follado sin desfallecer ni una sola vez, con ese agradable vacío que ahora veía en las princesas de la noche representadas en el cuadro de Joanna. En cada ocasión, su último pensamiento había sido que tal vez aquello era un poco como morir, que no valía la pena morir por los excesos, que era mejor estar sentada en casa, escuchando lo que su padre tuviera que decir acerca de la época anterior a su nacimiento. Sólo que Hongbing no contaba nada.
Con ímpetu, Joanna creaba pestañas, aplastaba con el pincel fragmentos de rímel y repartía migajas de borroso maquillaje en los rabillos de los ojos y las mejillas. Yoyo la observaba con melancolía. Le gustaba el coqueteo de Joanna con la sociedad, cuyo plumaje de colores ella misma portaba. La manera en que China se divertía, decía Joanna, era imposible de representar en toda su amplitud; a fin de cuentas, China era un país muy grande, y así les explicaba a sus emplumados amigos —cada vez que acudían para afilarse los picos y beber sorbos de champán— que no era posible representar la falta de contenido en los pequeños formatos. Aquello, de un modo gracioso y reaprovechable, hermosamente incomprensible, sonaba a arte. Con gesto pomposo, Joanna celebraba la belleza de lo fútil y la futilidad de lo bello, y les vendía a sus admiradores algo que ellos pudieran contemplar, si bien callaba que lo que veían era un espejo.
—No olviden una cosa —solía decirles con la más carismática de sus sonrisas—. Yo estoy presente en el cuadro. En cada uno de ellos. También en el suyo.
Yoyo envidiaba a Joanna. Le envidiaba el egoísmo con el que se dejaba llevar por la vida sin recibir a cambio ningún moratón. Le envidiaba la capacidad de ser desinteresada y el desparpajo para mostrarla. Ella, por el contrario, se interesaba por todo. Se sentía forzosamente afectada. ¿Podía irle bien así? Era cierto que Los Guardianes habían conseguido algunos éxitos. Gracias a la presión ejercida, habían puesto en libertad a varios periodistas encarcelados, habían sustituido de sus cargos a algunos funcionarios corruptos y se habían esclarecido ciertos escándalos relacionados con el medio ambiente. Mientras Joanna se hacía la manicura, Yoyo se ocupaba plenamente de poner sus heridas en las de todos los hombres y de exigir de manera incansable el derecho de China a tener su propia cultura del entretenimiento, lo que le había adjudicado la fama de ser una nacionalista. Tampoco estaba mal. Era una nacionalista liberal que predicaba la cultura del entretenimiento, y a la que las injusticias del mundo le estropeaban el buen humor. ¡Estupendo! ¿Qué más se podía ser? Pues todavía podrían encontrarse algunas cosas, siempre y cuando ello le prometiera no verse obligada a ser Chen Yuyun.
Joanna hacía trazos de color y no era sino Joanna. Autorreferencial, despreocupada y rica. Todo aquello que Yoyo despreciaba con todas sus fuerzas y que, al mismo tiempo, añoraba ser. Alguien que ofrecía sostén. Alguien que no se apartaba de su camino porque no estaba acostumbrada a hacerlo.
Yoyo lloró una vez más.
Al cabo de un rato, las reservas de lágrimas de la joven se habían agotado. Joanna limpió los pinceles en aguarrás. Sobre las superficies acristaladas del techo de la pagoda, el cielo se abría paso a través de todas las tonalidades del gris, preparando el anochecer.
—¿Cómo ha ido todo? ¿Bien?
Yoyo se sorbió los mocos y negó con la cabeza.
—Sólo puede haber ido bien —le dijo Joanna—. Os habéis gritado. Y tú has llorado. Eso es bueno.
—¿A ti te lo parece?
Joanna volvió la cabeza hacia ella y sonrió.
—En cualquier caso, es mejor que morderse la lengua y luego hablar por las noches con las paredes.
—No debería haberle mentido —dijo Yoyo, y tosió, con las vías respiratorias llenas de mucosidad de tanto llorar—. Le he hecho daño. Deberías haberlo visto.
—Eso es absurdo, corazón. No le has hecho daño. Le has dicho la verdad.
—A eso me refiero.
—No, estás confundiendo las cosas. Actúas como si cada palabra sincera que dijeras fuera un escándalo moral. Quien dice la verdad es uno de los buenos. Ahora bien, la manera en que la verdad nos llega es harina de otro costal, pero para eso están los psiquiatras. No puedes ayudar a tu padre a tragarse en silencio sus amarguras.
—Para serte sincera, no sé lo que debo hacer.
—Pero yo sí lo sé. —Joanna extendió, uno tras otro, sus delgados dedos—. Date un baño, vete al saco de arena, y luego te vas de compras. Gasta dinero, mucho dinero.