Authors: Schätzing Frank
—Vale. Lo has hecho todo por ella, le has dado la posibilidad de hacer una carrera sin igual, pero ¿te has interesado verdaderamente alguna vez por tu hija? ¿Estás seguro de que te interesan las personas?
—¡Dios santo! ¿Y para qué he creado todo esto, entonces?
—No, no —dijo Amber, alzando el dedo—. ¡Hablo de escuchar, Julian! Tú ruedas películas y repartes papeles, con diez mil millones de figurantes y Lynn en el papel protagonista.
—¡Eso no es cierto!
—¡Sí que es cierto! Eres incapaz de reconocer que tu hija es maniacodepresiva, y que amenaza con padecer el destino de su madre.
—Exacto —exclamó Tim—. Porque tú, en realidad...
—¡Cierra el pico, Tim! Mira, Julian, no se trata de que no quieras ver, ¡es que no ves! Vuelve a la realidad. Lynn tiene un talento extraordinario, rasgos geniales, al igual que tú, pero a diferencia de ti, por sus venas no fluye ninguna bebida energética, no tiene la naturaleza de un tentempié ni la sensibilidad de un buey. Así que deja ya, de una vez, de venderla como una mujer perfecta y de seguir endilgándole cosas, porque ella, sencillamente, no se va a atrever a contradecirte. Quítale la presión de encima. A ver, repite conmigo: «¡Lynn... no... es... como... yo!»
—Eh... ¿Julian?
Amber levantó la vista. Nina Hedegaard, quien por lo visto estaba desagradablemente conmovida, estaba colgada en la esclusa de acceso a la unidad de vivienda. Julian meneó la cabeza y se obligó a componer una expresión de serenidad.
—Entra, tranquila, estamos compartiendo divertidas historias familiares y discutiendo sobre la próxima fiesta navideña.
—No pretendo molestar —dijo la danesa, sonriendo tímidamente—. Hola, Amber. ¿Qué tal, Tim?
Desde que el
Charon
había emprendido su solitario viaje de regreso hacia la OSS, Julian ya no se esforzaba por ocultar su relación con la piloto. A Amber le caía bien Nina, pero sentía pena por ella, pues estaba ilusionada con el talante confesional de Julian, e infería de ello un futuro en común.
—¿Qué pasa? —preguntó Julian.
—Tengo a Jennifer Shaw al teléfono.
—enseguida voy. —Julian serpenteó camino de la esclusa, con demasiada disposición, según le pareció a Amber.
—Luego vuelve aquí de inmediato —añadió su nuera—. Aún no he acabado contigo.
—Sí —suspiró Julian—. Eso ya me lo temía.
Tim abrió la boca para hacer un comentario un tanto grosero, pero Amber entornó los ojos y lo fulminó con la mirada, de modo que su marido, apresurándose a obedecerla, volvió a cerrarla.
Lynn afilaba la cuchilla de su recelo.
Los acontecimientos finales en la Luna le parecían una única y tormentosa secuencia en un sueño, y en realidad le costaba mucho trabajo recordar las últimas horas pasadas en el Gaia. Pero cuando Dana Lawrence pasó flotando junto a su saco de dormir, casualmente en el preciso instante en el que ella abría los ojos, y le echó una ojeada y le preguntó cómo estaba, se encendieron en su corteza cerebral unos fuegos artificiales sinápticos.
—Váyase al diablo, serpiente hipócrita —no pudo evitar espetarle.
Lawrence se detuvo y echó la cabeza hacia atrás, con los párpados pesados de arrogancia. Desde el otro lado podían oírse las voces de los demás. Entonces Lawrence se le acercó.
—¿Qué es lo que tiene usted en mi contra, Lynn? Yo no le he hecho a usted nada.
—Puso en duda mi autoridad.
—No, yo fui leal. ¿Acaso cree que fue agradable presenciar cómo se achicharraba Kokoschka, aunque estuviera confabulado con Hanna? Tuve que ordenar la evacuación.
Lo peor era que la directora tenía razón. Entretanto, Lynn ya sabía que se había comportado de un modo totalmente paranoico, pero aún se preguntaba en qué contexto había sucedido. Por ejemplo, se le escapaba por qué no había querido mostrarle a Julian determinados vídeos. No recordaba bien su frenética huida a través de los puentes de cristal, segundos antes de que se desatara el fuego, pero sí, en cambio, la traición de Hanna, la bomba y la acción de salvamento de los que habían quedado atrapados en la cabeza del Gaia. Por un breve espacio de tiempo, había recuperado sus cualidades de liderazgo, antes de que su razón se colapsara definitivamente. El hecho de que ahora su sentido común estuviese trabajando de nuevo le parecía casi un milagro, si bien no le alegraba demasiado, ya que el generador de sus emociones, por lo visto, había sufrido daños. Sin fuerzas y abatida, ya ni siquiera podía imaginar qué significaba sentir alegría. Sabía, sin embargo, cuáles eran las cosas que, definitivamente, no había soñado en medio de toda aquella confusión. Veía con claridad ante sus ojos y escuchaba con nitidez una circunstancia en la que Lawrence desempeñaba un papel bastante infame.
—Déjeme en paz —dijo.
—Sólo hice mi trabajo, Lynn —repuso Dana, ofendida—. No puede usted echarme la culpa de que algunos déficits de planificación y de construcción trajeran consigo esa catástrofe en el Gaia.
—No había ningún déficit. ¿Cuándo llegaremos, por cierto?
—Dentro de unas tres horas.
Lynn empezó a quitarse las correas de seguridad. Tenía sed. Simplemente. Y la tenía de algo muy concreto: zumo de pomelo. Bueno, no sólo tenía sed, sino también apetito. En cierto sentido, sentía apetito de algo emocional.
—Habría sido necesario construir más salidas de emergencia —añadió Lawrence, dejando caer unas gotas de ácido sobre la herida de Lynn—. Y el cuello del hotel era un paso muy estrecho.
—¿Yo no la había despedido, Lawrence?
—Sí, así es.
—Entonces, cállese la boca.
Lynn empujó a la mujer a un lado y se deslizó hasta la escotilla que conducía a la sección contigua. Como siempre, todos se mostrarían muy amables y considerados. Era penoso. A fin de cuentas, debería haber sido tarea suya preguntarles a los invitados de Julian acerca de sus deseos. Pero sí, ella estaba enferma. Poco a poco, en dosis cuidadosamente administradas, Tim le había ido revelando toda la envergadura de la catástrofe, por eso ya sabía, entretanto, quiénes habían muerto y en qué circunstancias. Y una vez más había luchado con sus sentimientos, para sentir, por lo menos, tristeza o rabia, aunque no había conseguido otra cosa más que una embotada desesperación.
—¿Qué quería?
—¿Qué? —Julian se quitó los auriculares.
—Te he preguntado qué quería esa mujer.
Tim se esforzaba por no ser demasiado brusco. Julian volvió la cabeza. La cabina de mandos del
Charon
se encontraba en la parte posterior de la zona de los dormitorios. A través de la escotilla abierta, podían ver el salón contiguo, donde Heidrun, Sushma y Olympiada charlaban con Finn O'Keefe, mientras Ögi se desesperaba ante un enroque de Kramp.
—Algo muy extraño —dijo Julian en voz baja—. Me ha preguntado cuántas bombas habíamos encontrado en la base lunar.
—¿Cuántas?
—Por lo visto, a bordo de ese cohete lanzado desde Guinea Ecuatorial había dos
mini-nukes.
Allí arriba queda todavía uno de esos chismes.
Lo dijo tan tranquilamente y tan de pasada que Tim necesitó un momento para comprender el alcance de la noticia.
—Mierda —susurró—. ¿Y ya lo sabe Palmer?
—Le informaron de inmediato. En la base debe de haberse desatado una gran agitación. Iban a inspeccionar una vez más las cavernas.
—Quieres decir que, por si encontraban una de las bombas...
—...Carl, posiblemente, escondió una segunda.
—Uf.
—Mmm. —Julian le puso una mano en el hombro a Tim—. Sea como sea, no deberíamos llevárnosla a casa.
—No lo sé, Julian. —Tim frunció el ceño—. ¿Crees en serio que puso esa segunda bomba también en las catacumbas?
—¿Tú no?
—¿Habiendo una ya allí? En fin, yo, en su lugar, buscaría otro sitio para poner una bomba de reserva.
—Eso también es cierto —dijo su padre, manoseándose la barba—. ¿Y si esa segunda
mini-nuke
no está destinada a la base?
—¿Y adónde iba a estar destinada, si no?
—Se me ha ocurrido una idea. Todavía algo cruda, tal vez, pero imagínate que alguien intenta enfrentar a China y Estados Unidos. Algo fácil, después de que el año pasado ambos países entablaron aquella pelea. ¿Y si la segunda bomba...?
—¿Estuviera destinada a los chinos? —Tim dejó escapar el aliento lentamente—. Deberías escribir novelas. Pero, bueno, existe también una tercera posibilidad.
—¿Cuál?
—La zona de extracción.
—Es cierto —dijo Julian, mordiéndose el labio inferior—. Y nosotros sin poder hacer nada.
—¿Tienes algo en contra de que se lo cuente a Amber?
—Por mí, puedes hacerlo pero, por favor, a nadie más. Hablaré de nuevo con Jennifer y le diré lo que pensamos acerca del asunto.
Se acercaban a la estación espacial en ángulo, de manera que la maciza estructura en forma de hongo, con sus doscientos ochenta metros de longitud, colgaba en una posición oblicua algo surrealista. Entretanto, todos vestían de nuevo sus trajes espaciales. Aunque la Tierra seguía estando apenas a unos treinta y seis mil kilómetros de distancia, ya había algo de regreso a casa en la posibilidad de ver más grande la OSS en las pantallas: sus cinco Tori, su redondeado hangar de descarga, los extravagantes módulos del Kirk y el Picard, el puerto espacial en forma de anillo con sus esclusas móviles, manipuladores, transbordadores de carga y falanges de deslizadores para evacuación. A las doce menos cuarto de la noche, un hueco sonido de campana recorrió la nave espacial, junto a una leve vibración, cuando Hedegaard acopló en el anillo.
—Por favor, conservad vuestros trajes —dijo Hedegaard—. Atuendo completo. Vuestro equipaje...
La piloto enmudeció. Era evidente que en ese momento acababa de darse cuenta de que nadie llevaba equipaje. Todo se había quedado en el Gaia.
—Desde el
Charon
pasaremos directamente al Picard, donde está listo un refrigerio. No tenemos mucho tiempo, el ascensor estará allí hacia las doce y quince, abandonaremos enseguida la OSS. Pensábamos que..., eh, que querríais regresar a la Tierra cuanto antes. Los cascos y las mochilas podéis dejarlos en el Torus 2.
Nadie dijo nada. Con ánimo taciturno, salieron de la nave espacial por la esclusa, se despidieron de su estrecho hotel volante y, en cierto modo tardío, también de la Luna, que, a fin de cuentas, no tenía nada que ver con lo ocurrido. Uno tras otro, flotaron por el largo corredor hacia abajo, en dirección al Torus 2, el anillo de distribución en el que estaban la terminal y la recepción del hotel. Túneles de comunicación se ramificaban desde allí para conducir a las suites y, pasando por la cubierta, a la zona de uso profesional de la estación, con sus laboratorios, sus observatorios y sus talleres. Las otras dos esclusas desplegables en el interior del Torus, que conducían a las cabinas de los ascensores, estaban cerradas. Tres astronautas trabajaban en las consolas, controlaban los sistemas de ascensores, vigilaban la descarga de un carguero y las labores de montaje en un manipulador.
O'Keefe pensaba en el disco del astillero, donde se construían naves espaciales para misiones más audaces, mientras el estrépito de las máquinas invadía el silencio del cosmos, y paneles solares destellaban frente al blanco y frío Sol. Allí arriba Heidrun lo había empujado fuera de la esclusa, se había divertido a su costa, y Warren Locatelli había vomitado en el casco de O'Keefe.
¿Cuánto tiempo hacía de eso? ¿Una década? ¿Un siglo?
Él no regresaría, eso lo supo en cuanto dejó su casco en el estante destinado a ello. Rodar bonitos y atrayentes filmes de ciencia ficción, salvar el universo, siempre, cualquier cosa que exigiera el guión. Pero ni hablar de volver allí.
—No —se dijo.
—¿No?
Heidrun puso su casco junto al de él. O'Keefe volvió la cabeza y miró los ojos color violeta de la mujer. Contempló su rostro élfico, vio su cabello formando un blanco abanico flotante en la ingravidez. Sintió que el corazón se volvía un terrón en su pecho.
—¿Regresarías? —preguntó él—. ¿Aquí? ¿A la Luna?
Ella reflexionó un momento.
—Sí. Creo que sí.
—Entonces has encontrado algo aquí arriba.
—Algo, Finn. —Ella sonrió—. Y algunas cosas, casi, casi. ¿Y tú?
«Nada —quiso decir él—. Sólo perdí algo. Antes de tenerlo.»
—No lo sé —dijo en cambio.
Tampoco a ella volvería a verla. Era algo que podía evitarse. El mundo estaba lleno de lugares solitarios; ella era un lugar solitario en sí misma. Para eso no había que viajar a la Luna, Heidrun desplegó los labios y alzó una mano como si quisiera tocarlo.
—En la próxima vida —dijo en voz baja.
—Pero sólo tenemos esta de aquí —repuso él con rudeza.
Heidrun asintió, bajó la cabeza y se deslizó junto a él. Un mechón de su pelo rozó la cara del hombre y le hizo cosquillas en la nariz.
—Mein Schatz
—oyó decir a Walo—. ¿Vienes?
—¡Voy, cariño!
El terrón empezó a doler. Finn O'Keefe se quedó mirando su casco, se volvió y siguió a los demás con el cerebro vacío.
Se acercaba la medianoche. Nadie deseaba revivir con cafeína la trabajosamente controlada alteración de los últimos días, por lo que todos en el Picard se lanzaron sobre los zumos y los tés. A Julian le habría gustado tomar una sopa, pero como las sopas en la microgravitación tendían a cuajarse, en su lugar había lasaña. Cortó un trozo de ésta y desapareció en el túnel que conducía hacia abajo, a las suites, para desde allí telefonear con tranquilidad a la Tierra.
Dana Lawrence se unió a él.
—¿No tiene hambre? —preguntó Julian.
—Claro. Pero olvidé mi informe en el
Charon.
Él se detuvo ante su cabina, balanceando la lasaña. ¿Se podía llegar a entender a esa mujer? En el Gaia había demostrado su temple, se había opuesto al traidor Kokoschka y liquidado a Hanna. Lynn no podría haber hecho una mejor elección, y era precisamente eso lo que irritaba a Julian: esa extrema racionalidad coactiva que hacía que nadie, en su sano juicio, pudiera oponerse a que Lawrence ocupara aquel puesto. Tal vez tenía que ver con su imagen de la mujer, tal vez incluso con su imagen del ser humano, que Julian apenas supiera cómo conducirse con ella. No podía imaginar verla romper a llorar o reír a carcajadas. Su cara de madona con la boca en forma de corazón y los ojos indagadores le recordaba a una replicante, la doble vegetal de Brooke Adams en
La invasión de los ultracuerpos,
en el momento en que abre la boca y suena el grito hueco, extraterreno, de un
alien.
De inteligencia indiscutiblemente elevada, bien dotada de los atributos necesarios para ser atractiva, al mismo tiempo, Dana Lawrence estaba a kilómetros de distancia de cualquier pasión.