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Authors: Schätzing Frank

Límite (194 page)

BOOK: Límite
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—Voy enseguida. Deme un minuto.

Shaw se deslizó otra vez dentro de la sala de reuniones y dejó la puerta entreabierta. Con paso tranquilo, Jericho se dirigió de nuevo al despacho de Norrington. En uno de los puestos de trabajo alguien levantó la vista y volvió a prestar atención a sus pantallas. Sin detenerse, Jericho entró en el pequeño despacho, echó a Norrington del sistema y caminó con paso seguro hacia el otro lado, donde estaban las salas de conferencias. Inmediatamente antes de unirse a los demás, envió la señal acordada a Yoyo.

De inmediato, la joven introdujo el nombre de Norrington. El sistema le pidió una autorización. Ella envió el código de ocho dígitos, transfirió la huella del pulgar de Norrington y esperó.

La pantalla se llenó de iconos.

—Ahí estáis —susurró Yoyo, y a continuación le indicó a
Diana
que descargara todos los datos personales de Norrington.

—Estoy en ello, Yoyo.

«¿Yoyo? ¡Qué amable!» Owen debía de haberla acogido en el reconocimiento de frecuencia. Con curiosidad, la joven vio cómo volaban uno tras otro los paquetes de datos, y aguardó con ansiedad la indicación «Descarga completa».

Con idéntica impaciencia, Jericho esperó la señal que le indicara que la transferencia se había realizado con éxito y a que el falso Norrington estuviera otra vez desconectado del sistema. Acto seguido, tendría que actuar nuevamente: salir de la sala de conferencias, entrar en el despacho del subjefe de seguridad y volver a conectarlo, de modo que más tarde Norrington no notara su intromisión.

Pero en ese mismo instante Norrington se puso en pie.

—Perdónenme —dijo sonriendo a los presentes, y salió.

Jericho se quedó mirando el lugar donde había estado sentado el hombre. «Yoyo —pensó—, ¿qué está pasando? ¿Por qué tardas tanto?»

¿Debía salir corriendo detrás de Norrington? ¿Retenerlo para que no entrara en su despacho? ¿Qué impresión causaría su actitud? Inseguro aún por la presunta arbitrariedad del ordenador central, que lo desconectaba a su antojo y lo echaba de la red, cualquier intervención suya haría que Norrington se oliera la traición. Presa de malas sensaciones, se resistió a la tentación, se quedó a la espera de la señal salvadora y se esforzó por mostrar interés.

Norrington, cuyos miedos, desde que podía recordar, estaban siempre en activa correspondencia con el estómago y los intestinos, caminó hasta el servicio, se alivió entre resuellos y salió otra vez. Delante de la puerta de la sala de reuniones, ya con el picaporte en la mano, lo sobrecogió de repente la sensación de que alguien tenía la mirada fija en su nuca, como si oyera una voz pérfida que le dijera: «Voy a por ti.» Se detuvo, se volvió bruscamente y se dirigió a su despacho.

No había nadie.

Dudó por un segundo, pero aquella mirada fija en él no se apartó. Lentamente, se fue acercando, entró en el despacho y rodeó el escritorio. Todo parecía estar en orden. Tocó con el dedo la pantalla táctil y trató de abrir uno de sus archivos.

«Acceso denegado.»

Se echó hacia atrás bruscamente y miró a su alrededor, despavorido. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Un error del sistema? ¡Imposible! Una oleada fría de recuerdo empezó a trepar por su columna vertebral. Entonces recordó que Jericho había estado hurgando en el tema de Thorn, y recordó también la manera torpe en que él había reaccionado, en lugar de admitir que lo conocía, y que lo conocía
bien,
lo que no era ningún delito. ¿Qué podía demostrar, aun cuando Thorn fuera un terrorista, el hecho de que lo hubiera conocido?

Norrington abrió la ventana de autorización y tecleó su nombre.

El sistema le comunicó que ya estaba registrado.

«Descarga completa.»

—Por fin —dijo Yoyo, que, a continuación, echó a Norrington del sistema y envió el mensaje al teléfono móvil de Jericho.

Norrington miró fijamente la pantalla.

Alguien estaba husmeando en sus datos.

Con dedos temblorosos, inició un segundo intento. Esta vez el sistema aceptó su autorización y lo dejó entrar, pero así supo también que habían accedido a su sección. Se habían apoderado de sus datos de acceso, lo estaban espiando.

Estaban tras su pista.

Juntó los índices de ambas manos y los apretó contra los labios. Creía saber con exactitud quiénes eran
ellos,
pero ¿qué podía hacer para desenmascararlos? ¿Dar instrucciones para que examinaran el ordenador de Jericho? El detective pronunciaría en voz alta sus dudas sobre su lealtad; Norrington se vería obligado a aceptar que examinaran sus datos si no quería despertar el recelo de nadie, y eso sería el principio del fin. Si empezaban a reconstruir todos sus correos electrónicos borrados...

Pero, un momento, Jericho estaba sentado en ese mismo instante en la sala de conferencias. Tal vez el detective lo hubiera desconectado del sistema, pero lo que acababa de suceder no podía ser, de ninguna manera, responsabilidad suya. Uno de los otros dos, o Tu Tian o Chen Yuyun, estaba sentado en ese instante delante del ordenador al que Jericho, de una manera algo estúpida, llamaba
Diana.
Probablemente la chica. ¿Acaso no había estado merodeando antes por la central, como si no tuviera nada mejor que hacer?

Yoyo. Tenía que deshacerse de ella.

—¿Andrew?

Norrington dio un brinco, sobresaltado. Edda Hoff, pálida e inexpresiva bajo su pelo cortado estilo paje, con aquel color negro acharolado. ¿Inexpresiva, en serio? ¿O más bien brillaba en sus ojos la perfidia del que vive tendiendo trampas a los demás?

—Jennifer lo necesita urgentemente para iniciar la segunda parte de la reunión —dijo la mujer, frunciendo un poco el ceño—. ¿Va todo bien? ¿Se siente mal?

—El estómago —contestó Norrington poniéndose en pie—. Pero no es nada grave.

Su regreso a la sala de conferencias hizo que las alarmas de Jericho empezaran a sonar. El color del rostro del hombre había cambiado a un amarillo anémico, y sus cejas formaban un pesado travesaño de preocupación sobre la frente. No cabía duda de que el subjefe de seguridad sabía algo, pero en lugar de alzar un índice acusador y pedirle cuentas, tomó asiento en silencio, con expresión de sufrimiento. Si aún era necesaria una prueba de su poca habilidad, el propio Norrington se la estaba ofreciendo en ese instante con su comportamiento.

—Es probable que pronto tenga que volver a salir... —empezó a decir, cuando en la pantalla de vídeo aparecieron otras personas, cortándole la palabra a la fracción de Xin.

—Señorita Shaw, Andrew, Tom... —Uno de los recién llegados sostenía un delgado cuaderno de apuntes en lo alto—. Puede que esto les interese.

—¿De qué se trata? —preguntó Shaw.

—Del buen amigo de Julian Orley, el tal Carl Hanna. Inversionista canadiense, con un patrimonio de quince mil millones, ¿correcto?

—Así se nos vendió —asintió Norrington.

—¿Y usted lo verificó?

—Bien sabe usted que sí.

—Bueno, todos cometemos errores. Hemos hecho algunas averiguaciones, y al final fue la CIA la que nos proporcionó su «árbol genealógico».

Un silencio expectante.

—Pues sí —dijo el agente, sonriendo a los presentes—. ¿Alguien tiene ganas de conocer mejor al tipo? Debe de ser alguien, dicho sea de paso, que esté clasificado en su departamento como muy fiable como para dejarlo acudir a un viaje con Julian Orley.

—Vaya, le añade usted tensión al asunto —comentó Shaw sonriendo débilmente—. ¿Cree que debemos introducir aún una pausa para publicidad o va a entrar ya en materia?

El agente colocó el cuaderno frente a él.

—En adelante pueden llamarlo Neil Gabriel. Nacido en Estados Unidos en el año 1981, en la ciudad de Baltimore, Maryland. Instituto, la Marina, luego hace carrera en la policía como especialista en investigaciones encubiertas. Atrae el interés de la CIA, se deja reclutar y lo envían a una operación en Nueva Delhi, donde realiza un trabajo tan bueno que se queda allí durante años y se convierte en experto en la región, aunque da muestras de su tendencia a realizar acciones por su cuenta. En lo que a la India se refiere, dijo la verdad, pero eso es todo. En 2016 deja ese cuerpo de combatientes que luchan por la justicia y es contratado por la African Protection Services.

—¿Hanna estuvo en la APS? —preguntó Jericho.

El hombre hojeó su cuaderno.

—Vogelaar menciona en su dossier, con todo lujo de detalles, todos los nombres de las personas que ejecutaron la toma de poder de Mayé en el año 2017. Entre ellos se encuentra también un tal Neil Gabriel, quien estuvo poco tiempo con la tropa y luego se independizó. Por lo que parece, también aceptó encargos del Zhong Chan Er Bu, o por lo menos Vogelaar opina que a Xin le caía muy bien. Tras hablar con nuestros amigos estadounidenses, sabemos quién es ese Neil Gabriel. Por lo visto, por aquella fecha se produjo una especie de escisión en la APS. Una parte guardó fidelidad a Vogelaar, y otros se convirtieron en satélites de Kenny Xin.

Jericho escuchaba fascinado pero, al tiempo, no perdía de vista a Norrington. El subjefe de seguridad padecía visiblemente bajo la avalancha de datos.

—En este instante estamos intentando entresacar más cosas de la falsa biografía de Hanna, perdón, de Gabriel. Tenemos la esperanza de dar con las personas que arreglaron, por ejemplo, lo de su participación en Lightyears y en Quantime Inc. Gente con mucho dinero. Lo que no será, ni mucho menos, tan fácil como descubrir su verdadera identidad.

—A una de esas personas ya la conoce usted —dijo Jericho—. Xin.

El agente volvió la cabeza hacia él.

—No tenemos muchas esperanzas de conocerlo personalmente. Parece desvanecerse en el aire cada vez que creemos tenerlo acorralado.

—¿Acaso fue fácil averiguar la verdadera identidad de Hanna? —preguntó Shaw.

—Bueno, fácil quizá sería decir demasiado. Tenemos buenos contactos con los colegas de ultramar, sin ellos no habría sido posible, pero, entre nosotros —el agente hizo una pausa y miró fijamente a Norrington—, también por entonces habría bastado una amable charla con la Agencia Central de Inteligencia.

Norrington se inclinó hacia adelante.

—¿Y usted cree que no sostuvimos esa charla?

—De ningún modo pretendo cuestionar su competencia —dijo el agente con amabilidad—. Hacerlo es tarea de otros.

El móvil de Jericho sonó. El detective lanzó una mirada a la pantalla, se disculpó, salió y cerró la puerta a sus espaldas.

—Norrington lo sabe —dijo en voz muy baja.

—Mierda. —Yoyo guardó silencio por un instante—. Pensaba que...

—Las cosas no han salido como esperábamos. ¿Pudiste por lo menos descargar todos los datos?

—¡He sido incluso muy aplicada! El programa de búsqueda no encuentra nada sobre Thorn en los archivos de Norrington, pero sí que hay algunas cosas sobre Hanna. Él no era, ni de lejos, el único que podría haber ocupado el puesto de Palstein. Había otros haciendo cola, socios de Orley, por lo que parece, y otros con los que este último querría hacer negocios. Son gente con fortunas de miles de millones, sólo que Norrington les encontró pegas a todos. Uno tenía problemas de corazón, el otro, la tensión alta; uno, por ejemplo, parece ser que estuvo en tratamiento por trastornos psíquicos, y otros iban camino de la ruina o tenían demasiados contactos con el gobierno chino... Es difícil deshacerse de la sensación de que recibió dinero por estamparle alguna mácula a cada uno de ellos, algo que los invalidara para el viaje.

—Tal vez

que recibiera ese dinero.

—Sin embargo, con Hanna todo es luz. Es su más cálida recomendación a Orley.

—¿Y nadie contrastó esa información?

—Norrington no es un jefe de departamento, Owen. Es el subjefe de seguridad. Si alguien como él propone a Hanna, este último participa en el viaje. Orley debe de tenerle confianza; a fin de cuentas, le paga un montón de dinero por sus informes.

—Bien, hablaré con Shaw. Ya estoy harto de jugar al escondite.

La joven vaciló.

—¿Estás seguro de que puedes fiarte de ella?

—Lo suficientemente seguro como para asumir la responsabilidad. Si se demuestra que todo es una gran pompa de jabón, nos echarán, pero asumiremos ese riesgo.

—De acuerdo. Yo seguiré husmeando en la ropa interior de Norrington.

La puerta de la sala de conferencias se abrió. Norrington salió apresudaramente en dirección a su despacho. Shaw, Merrick y los demás participantes en la reunión hicieron ademán de dispersarse.

—Jennifer —dijo Jericho, cortándole el paso—. ¿Puedo hablar un momento con usted?

Ella lo miró con rostro pétreo.

BASE PEARY, POLO NORTE, LA LUNA

Al final, DeLucas había depuesto toda actitud considerada y había logrado trasladar a Lynn con rudeza a la planta principal y, de allí, hasta el Iglú 2. Le había echado encima los blindajes, la mochila de supervivencia y el casco y la había amenazado con darle una buena paliza en caso de que no se controlara cuanto antes. Se le había acabado la paciencia para lidiar con la estimada hija de Julian Orley. Era evidente que a la mujer le faltaban un par de tornillos. A veces parecía estar totalmente lúcida, y al momento siguiente a Minnie no le habría asombrado nada verla caminar a cuatro patas o desaparecer en la esclusa de aire sin el casco puesto. DeLucas sacó a los Ögi de sus camas, gracias a Dios, dos personas poco complicadas y rápidas de mollera, pero hasta que consiguió tener a toda la tropa reunida en uno de los autobuses robotizados y enviarla al puerto espacial, Palmer y sus hombres habían tenido tiempo de llegar, y habían empezado a revisar las catacumbas. Como en una redada antidroga, rebuscaron en los laboratorios, sacaron los colchones de las camas en los dormitorios, examinaron cada rincón, cada armario, tras cada uno de los revestimientos de la pared, en las peceras y en las parcelas de cultivo de las hortalizas. Finalmente, DeLucas, ya con el traje espacial puesto y el casco bajo el brazo, bajó a la sala en el ascensor para unirse a ellos. No tenía la menor idea de cuál era el aspecto de una
mini-nuke,
sólo sabía que era pequeña y que cabía en cualquier parte.

¿Dónde escondería
ella
un chisme así? ¿En medio de la jungla de las plantaciones? ¿Entre las truchas y los salmones?

¿En el techo?

Sus ojos se elevaron hasta la cúpula de basalto de la sala. Un anhelo febril la sobrecogió, y le entraron ganas de largarse junto con los huéspedes. ¡Lo que estaban haciendo allí era una locura! El hecho de que Hanna hubiera estado en la central no significaba, en ningún caso, que la bomba estuviera en el subsuelo. Podía estar en cualquier parte de aquel territorio enorme.

BOOK: Límite
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