Authors: Schätzing Frank
Y se quedó petrificado.
El detonador de tiempo estaba programado.
Por un momento reinó el vacío en su mente. Se negó a creer lo que estaba viendo, pero no había duda de que alguien había activado el temporizador. Y ese alguien sólo podía ser...
Dana Lawrence.
¡Ella estaba allí! O no, ya se habría marchado. ¡Se habría largado! Si Lawrence no quería correr el riesgo de arder en la cima del cráter Peary, tenía que abandonar la base con el Charon, y probablemente estuviera haciéndolo en esos minutos. Y eso significaba que...
Apresuradamente, salió de nuevo de aquel tubo, se incorporó demasiado temprano y golpeó con el casco en el techo, encontró el camino de salida, corrió hasta el pasaje, siguiendo las danzantes luces de la linterna de su casco, saltó hasta el fondo de la depresión, avanzó tropezando por la acanaladura y subió, a la altura del primer puente, por la pared de la garganta. Se agarró del borde, se incorporó y corrió dando saltos por la calle, pasando por las torres de viviendas, a toda prisa sobre el talco del regolito.
Los dedos de Minnie DeLucas se deslizaron sobre la pantalla táctil y completaron dos pares de bases.
Era una defensora de la idea de criar terneros lunares en las catacumbas del cráter Peary. Las gallinas, que apenas eran capaces de vivir en la inhóspita existencia de la absoluta ingravidez, soportaban muy bien una sexta parte de la gravitación, ponían huevos que caían obedientemente al suelo y les proporcionaban un excelente Lunar Chicken Burger. ¿Por qué entonces no podrían prosperar también los terneros y los corderos en el polo? Tal vez incluso hasta los cerdos, si bien el problema del mal olor requería que para ello se crearan secciones lo más alejadas posible. Como científica, DeLucas estaba acostumbrada a abordar los problemas tanto desde un punto de vista práctico como teórico, y puesto que en esos momentos tenía escasez de parejas vivas de animales, experimentaba ávidamente con sus genomas. Vigilar el sueño de otras personas no cumplía precisamente con los requisitos de un auténtico reto. Mientras ninguno se cayera de la cama, podía seguir trabajando sin que nadie la molestara. Y, precisamente, acababa de cargar en el ordenador de la enfermería los datos sobre algunos experimentos llevados a cabo con fetos de vacas de Galloway, y estaba tan absorta en el tema que en un primer momento ni siquiera oyó la voz que salía de la radio:
—Peary, por favor, responda.
I
o llamando a Peary. Soy Kyra Gore. Wachowski, ¿por qué no respondes?
DeLucas miró el reloj: faltaban diez minutos para las cinco. El Io estaba de nuevo en el radio de transmisión. Había regresado, para su sorpresa, demasiado de prisa, pero ¿por qué recibía ella la llamada?
—Soy Minnie —confirmó la doctora.
—Hola, ¿qué hay? —dijo Gore con tono apremiante—. ¿Dónde anda Tommy?
—Ni idea. Tal vez haya ido al baño.
—Tommy jamás iría al baño sin llevarse un receptor de radio.
—Conmigo no se ha comunicado. ¿Dónde estáis...?
—¡Llegaremos dentro de cinco minutos! ¡Escucha, tienes que sacar a la gente de ahí! ¡Fuera de la base! Id todos al aeródromo.
—¿Cómo? ¿Y eso por qué?
—¡La bomba está ahí!
—¡¿Aquí?!
—¡Está oculta en algún lugar de la base! El tipo que debe activarla va en camino. Mete a la gente en sus trajes espaciales y sácalos al exterior. Y ve a buscar a Tommy.
Lawrence había puesto las frecuencias de su unidad de comunicaciones en modo de recepción general, de manera que pudo oír la notificación hecha por radio desde el
Io
cuando estaba atravesando el portón de entrada al aeródromo espacial.
Se detuvo. ¿Qué diablos estaban haciendo ésos allí? En cualquier caso, había esperado que fuera Tommy Wachowski quien la llamara, algo que ya pensaba hacer después de que, de camino al aeródromo, se había esforzado porque nadie la viera. Sin embargo, ahora el
Io
estaba llegando, y lo que era peor: ¡sabían lo de la bomba!
Ahora sí que le quedaban solamente unos pocos minutos.
Lawrence echó a correr.
Buscando controlarse, corrió a la habitación de al lado y sacudió a las dos mujeres alemanas y al matrimonio indio. Aquélla no era una labor fácil, como enseguida se puso de manifiesto. Ciertamente Mukesh Nair encontró de inmediato el camino de vuelta a la realidad, con una última fanfarria de ronquidos parecidos a trompetas; Karla Kramp, por su parte, se incorporó y miró al mundo llena de interés, pero Eva Borelius y Sushma Nair yacían sumidas en un sueño propio de la Bella Durmiente.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Kramp.
—Tienen que vestirse —les dijo DeLucas con mirada perdida—. Pónganse los trajes. Abandonamos la base.
—Vaya —exclamó Kramp—. ¿Y eso por qué?
—Es una... medida preventiva.
—¿Frente a qué?
—¿Sushma? —Mukesh Nair estaba sumido en una lucha aparentemente desesperada contra los sedantes—. ¡Sushma, cariño! Levántate.
—Yo sólo quiero entender —dijo Kramp, que empezó a reunir sus cosas, obedientemente.
—Yo también —repuso DeLucas mientras salía a toda prisa—. Ocúpese de que, dentro de cinco minutos, todos estén listos para partir.
En lugar de tomar el ascensor, venció los pocos escalones que la llevaban hasta la planta baja, miró en dirección a la sala, saltó hacia abajo e inspeccionó el gimnasio. ¿Acaso Lawrence no había dicho que quería correr en la cinta? ¿Y dónde andaba Tommy? ¿Dónde estaba Lynn Orley? En un abrir y cerrar de ojos, aquella aburrida guardia nocturna se había convertido en una tarea de locos. DeLucas voló de nuevo hasta la planta baja, corrió a través de la pasarela que llevaba hasta el Iglú 1 y entró en la central, que estaba bajo la penumbra de las luces de los ordenadores, aparentemente desierta.
—¿Tommy? —gritó la mujer.
Allí no había nadie. Lo único que llenaba el recinto era la cháchara de las máquinas, el tenue zumbido de los transistores, el ruido de la ventilación, aparatos que rechinaban, que hacían clic, pitidos. Rápidamente pasó revista a todo, miró cada pantalla con la esperanza de ver a Wachowski en una de ellas, pero el subcomandante seguía sin aparecer. Al salir, su oído percibió un ruido nuevo, un ruido que no fue capaz de clasificar, un chirrido silencioso. DeLucas se detuvo en el umbral de la puerta; vacilante y presa de un gran malestar, se volvió.
¿Qué era aquello?
Ahora ya no lo oía.
Cuando ya se disponía a volverse de nuevo, oyó otra vez aquel sonido. No era un chirrido, sino una especie de gemido. Procedía de la parte trasera del recinto y resultaba bastante inquietante. Con el corazón palpitante, regresó a la central, rodeó hasta la mitad la caja del ascensor. Ahora lo oía próximo, muy próximo, le llegaba tenue y desdichado desde el pequeño recinto de la cocinilla para café.
DeLucas repostó aire y miró al interior.
Delante del fregadero, agachada, con los brazos rodeándole el cuerpo, estaba Lynn Orley, que emitía los sonidos propios de alguien que se siente perdido.
DeLucas se agachó también.
—Señorita Orley.
No hubo reacción. La mujer miraba a través de ella como si no existiera. DeLucas vaciló, le tendió una mano y la tocó suavemente en el hombro.
Y fue como si le hubiese retirado la anilla a una granada de mano.
Lawrence maldijo. ¿Por qué el módulo de aterrizaje tenía que estar precisamente en el último rincón del puerto espacial? Con cada segundo que transcurría, desaparecía una oportunidad de poder largarse de allí.
Tenía que pensar en otras alternativas.
¿Qué tal si...?
—Espera.
Alguien la agarró por el brazo.
Lawrence saltó a un lado y se dio la vuelta. Su mirada abarcó la alta figura del astronauta, apenas reconocible tras el visor de espejo, pero su estatura y su voz no dejaban lugar a dudas. Sin dilaciones, cambió a un canal seguro para la comunicación.
—¿Dónde te habías metido? —siseó la mujer.
—Has activado el detonador —afirmó Hanna, sin responder a la pregunta de su compañera—. ¿Acaso pretendías irte sin mí?
—No estabas aquí.
—Pero ahora sí lo estoy. Vamos.
Hanna se puso en movimiento. Lawrence lo siguió, y en ese momento, al otro lado del vallado, pudo verse asomar el robusto cuerpo del
I
o. Al instante siguiente, el transbordador flotaba por encima del aeródromo y descendía con los motores bombeando hacia abajo, cortándoles el paso.
Hanna se detuvo, se llevó la mano al muslo y sacó su arma.
—Olvídalo —le susurró Lawrence.
El
I
o se posó en tierra suavemente y el canal de la esclusa surgió de su barriga. Estaban ellos dos solos contra la tropa de Leland Palmer, cinco astronautas con los reflejos bien entrenados y en la mejor forma física, desarmados pero rápidos y adiestrados en la lucha cuerpo a cuerpo. Tal vez conseguirían neutralizarlos en el transcurso de un pequeño combate, pero en ese caso la tapadera de Lawrence quedaría al descubierto, y eso era algo que ella, bajo ningún concepto, podía permitir.
Y ése fue el criterio decisivo.
Cambió al canal general y sacó el pequeño martillo con punta del soporte que llevaba cada traje, pensado para casos de emergencia o para partir la piedra en fragmentos que pudieran llevarse como recuerdo. Hanna se había colocado con las piernas bien abiertas, apuntando. La caja de la esclusa se abrió. Los astronautas salieron al exterior. Dana vio cómo el cañón de la pistola se elevaba un poco, entonces alzó el martillo por encima del casco...
Y lo dejó caer con fuerza.
La punta se clavó en el resistente material del traje, en el dorso de la mano de Hanna, penetrando hasta lo más hondo de los huesos y los tendones. El canadiense soltó un gemido. Se volvió rápidamente y le propinó un golpe a Lawrence que la arrojó al suelo.
—¡Auxilio! —gritó la mujer—. ¡Auxilio!
Resonaron algunas voces. Por razones desconocidas, Hanna mantenía el arma en alto, en sus manos, oprimiendo al mismo tiempo los dedos de la mano izquierda contra el agujero abierto en su guante. Apuntó a Lawrence. Ella rodó, le propinó un golpe en la rodilla e hizo que se le doblaran las piernas. Al instante siguiente, la mujer ya se había puesto en pie de un salto y había vuelto a tomar impulso. Esa vez, el afilado extremo del martillo impactó contra el visor de Hanna y abrió un pequeño agujero en el cristal de seguridad. El hombre retrocedió y la alcanzó en la barriga. El martillo le fue arrancado de las manos y quedó clavado en el cristal de visión del casco del canadiense. Lawrence salió despedida, y fue a golpear contra el suelo varios metros más allá; intentó incorporarse, y entonces supo que Hanna le había disparado. A través de la pista de aterrizaje, los miembros de la tripulación del
Io
se acercaban a grandes saltos.
Tenía que poner fin a aquello. Por nada del mundo Hanna debía caer vivo en manos de los astronautas. Con un violento salto, se catapultó hacia donde estaba el canadiense. Lo hizo caer y agarró el mango del martillo, que sobresalía del casco en posición transversal.
Por un instante fantasmal, a pesar del espejo, Lawrence creyó ver los ojos de Hanna.
—Dana —susurró él.
Ella torció el martillo un poco y lo sacó bruscamente. Unos pedazos de cristal cayeron del visor. Hanna soltó el arma, alzó las manos, pero el aire escapaba con mayor rapidez de lo que entraba en el casco. Con las manos extendidas, como si abrazara a una pareja inexistente, quedó allí tumbado. Lawrence agarró el arma y la dejó caer en un bolsillo del muslo; nadie podía haber visto nada. Entonces se tumbó de costado en el suelo y volvió a gritar pidiendo auxilio.
Algunas personas acudieron a toda prisa, la ayudaron a levantarse, le hablaron.
—Hanna —dijo ella, jadeando—. Es Hanna. Él... Creo que quería largarse con el
Charon.
—¿Ha dicho algo? —la apremió Palmer—. ¿Dijo algo acerca de la bomba?
—Él... —¡Tenía que parecer alterada! ¡Dana! Era recomendable dramatizar la situación, así que asintió con gesto histriónico y se apoyó en los demás—. Yo estaba fuera. Lo vi. Corría por la base en dirección al puerto espacial. Primero pensé que era Wachowski, pero por su estatura, sólo... sólo podía ser Hanna. —Dana Lawrence se sacudió de encima las manos que intentaban ayudarla y tomó aire varias veces, con avidez—. Entonces corrí tras él. Le hablé por la radio. Corría en dirección a la pista...
—¿Y qué fue lo que dijo?
—Sí, cuando yo..., cuando le di alcance... Intenté retenerlo, él gritó que todo aquí volaría dentro de poco tiempo, y fue entonces cuando me atacó. Se me echó encima, quería matarme. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—¡Mierda! —maldijo Palmer.
—Tenía que defenderme —gritó Lawrence, añadiendo un toque de histeria en su voz. Kyra Gore la tomó por los hombros.
—Eso ha estado bien, señorita Lawrence; su actitud ha sido increíblemente valiente.
—Sí, lo ha sido —dijo Palmer, que caminaba de un lado a otro. Se detuvo y apretó los puños—. ¡Mierda! ¡Joder! Ese cerdo está muerto. ¿Qué hacemos ahora? ¡¿Qué hacemos ahora?!
DeLucas se palpó la cara con cuidado. Un brillante color carmín le cubrió las puntas de los dedos. Sangre. Su sangre.
«¡Maldita loca!»
Como una navaja, Lynn Orley se abrió y se le echó encima a Minnie, clavándole las uñas en el rostro y rajándole la mejilla, antes de intentar escapar de la central. Pero entonces la doctora había salido corriendo detrás de la fugitiva, la había agarrado y oprimido contra la pared del ascensor.
—¡Basta, señorita Orley! ¡Soy Minnie!
Y entonces, de repente, se oyeron gritos que pedían auxilio a través de los altavoces, retazos de palabras, de Dana Lawrence, la voz de Palmer.
Lynn aprovechó entonces para soltarse, tomó impulso con el brazo y le pegó con tal fuerza a DeLucas en la nariz que ésta vio, por un momento, un remolino rojo delante de sus ojos. Cuando pudo ver de nuevo con claridad, Lynn ya estaba a punto de abandonar la central. Con la cabeza retumbándole intensamente, DeLucas corrió detrás de la hija de Julian, consiguió llegar hasta ella y agarrarla, haciendo un esfuerzo por evitar el bombardeo de golpes. Lynn tropezó contra el sillón vacío de Wachowski, miró hacia el hueco del ascensor y retrocedió con los ojos fuera de las órbitas.