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Authors: Schätzing Frank

Límite (196 page)

BOOK: Límite
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Ansiosa por saber cómo los demás valorarían sus observaciones, introdujo el nombre de Shaw, y ya iba a hacer que el ordenador marcara su número cuando oyó un ruido.

Un ascensor se detenía en ese momento en la galería de la planta. Las puertas se abrieron con un sonido casi imperceptible.

Yoyo se quedó helada. A esa hora no tenía por qué haber nadie en el Big O, salvo el servicio de guardia, que patrullaba regularmente el edificio, y el incansable equipo que trabajaba en el centro de información. Yoyo se puso a la escucha, al tiempo que, por primera vez, prestaba atención de un modo consciente al entorno en el que se encontraba. Estaba sentada en el puesto de trabajo de alguien, intercambiable en su conformidad, ya que los empleados mantenían sus objetos personales en unidades móviles, con los que podían conectarse, según fuera necesario, en cualquier rincón del edificio. A su izquierda, bajo los monitores holográficos, reposaba el cuerpo reluciente y pequeño de
Diana;
a la derecha estaba aparcado un contenedor con ruedas y cajones que probablemente sirviera para guardar lo que ni siquiera los ordenadores del año 2025 podían alojar.

Yoyo abrió el cajón de arriba y echó un vistazo dentro. Abrió el segundo.

Su mirada se posó en la fachada de cristales que abarcaba toda la circunferencia del edificio. Con renuencia, en una terca defensa de Occidente, la oscuridad que se cernía sobre Londres cedía paso a los colores pastel del amanecer, los colores del Oriente. De manera borrosa, los cristales reflejaban los interiores de las oficinas, esas pequeñas islas de puestos de trabajo, el pasillo de la pared del fondo que llevaba hasta la galería.

Una silueta se hizo visible entonces en el pasillo.

Yoyo se agachó. La persona se detuvo. Un hombre, a juzgar por la estatura. Estaba allí de pie sin más, y miraba en dirección a donde ella se encontraba.

Tenía que sorprenderla. Tal vez Shaw no supiera nada aún acerca de la intromisión en sus datos. Una cosa era dominar a Yoyo y apoderarse del ordenador. Luego quedaba Jericho, pero tal vez habría una manera de atraerlo hacia la planta superior. Suponiendo que ambos no hubieran puesto al corriente a Tu Tian de sus acciones, podría bastar con deshacerse de ellos dos y hacer desaparecer también el ordenador. A nadie se le ocurriría luego la idea de que...

¡Estupideces! No eran más que ilusiones, paralizadas por los «peros» y los «qué sería si...». ¿Cómo iba a explicar la muerte de esos dos? Los sistemas de vigilancia lo sacarían todo a la luz. ¿Para qué eliminar el ordenador de Jericho, si en él no había nada que no estuviera guardado en el sistema del Big O? Shaw podía acceder a sus datos cuando le diera la gana, y sin duda lo haría si se cometía un doble asesinato allí arriba. Eso, por no hablar de su incapacidad para hacerlo, ya que él, a diferencia de gente como Xin, Hanna, Lawrence y Gudmundsson, no era un asesino. Hydra aún no había perdido la partida, pero él sí. El hecho de huir era equivalente a una confesión; únicamente si se quedaba podría arrestarse a sí mismo y llevarse a prisión. Era algo obsoleto borrar cualquier clase de huellas. ¡Tenía que largarse, pasar a la clandestinidad!

El dinero que tenía le alcanzaría para empezar una nueva y cómoda existencia.

El gran despacho estaba sumido en una semipenumbra.

¿Cuánto sabrían esos dos? ¿Acaso con el ordenador de Jericho era posible visualizar y reconstruir sus correos electrónicos borrados?

¿Dónde estaba la chica?

Entre dos caballos desbocados —el de la curiosidad y el del instinto de fuga—, miró al frente, y entonces sus piernas se pusieron en movimiento como por sí solas. Entró en el despacho. Por lo visto, estaba vacío. La luz del techo estaba atenuada. En dos puestos de trabajo se veía aún el resplandor de los monitores, y allí vio la caja pequeña y poco llamativa a la que llamaban
Diana,
y a la que Yoyo había dejado sola. Tenía que examinar toda la oficina. En la zona donde estaban los puestos de trabajo había numerosas posibilidades de esconderse. Indeciso, se adentró un trecho en el recinto, dio un par de pasos a un lado, al otro, y miró el reloj. Entretanto, Xin ya debía de estar allí, tenía que largarse, pero las pantallas de los monitores brillaban como una promesa.

Con paso rápido, llegó al puesto de trabajo, se agachó y rodeó el pequeño ordenador con sus manos cuando, de pronto, el espacio situado a su alrededor pareció cobrar vida.

A pesar de toda su fragilidad, Yoyo podía presumir de tener una musculatura bien entrenada y eficaz, de modo que no sólo era capaz de mover una silla de peso medio, sino también de blandirla en el aire. El respaldo le pegó a Norrington en la cara cuando el subjefe de seguridad se volvió hacia ella; lo alcanzó en el pecho y en la cabeza, y lo lanzó con su impulso por encima del borde del escritorio frontal. El hombre soltó un gemido y buscó algo a lo que aferrarse. Entonces Yoyo le dejó caer el respaldo sobre un costado, y el hombre se desplomó. Mientras todavía yacía de espaldas junto a
Diana,
ella lanzó la silla en un amplio arco, se sacó del cinturón de sus vaqueros las tijeras que había encontrado en el cajón y aterrizó con sus dos rodillas sobre el pecho de Norrington.

Se oyó un crujido. Norrington soltó un jadeo ahogado. Y los ojos se le salieron de las órbitas. Yoyo rodeó su cuello con los dedos de su mano izquierda, se inclinó bien pegada a él y oprimió la punta de las tijeras contra sus testículos, tan firmemente que Norrington debió de sentir su pinchazo.

—Un movimiento en falso y el coro de chicos de la abadía de Westminster se alegrará de conocerte.

Norrington la miró fijamente. Rápido como el rayo, tomó impulso con el brazo. La joven vio su puño acercarse volando hacia ella, pero agachó la cabeza y apretó más la punta de las tijeras contra la entrepierna del subjefe de seguridad. Él se estremeció y dejó de moverse, pero continuó mirándola con fijeza.

—¿Qué quieres de mí, pequeña demente? —gimió.

—Quiero charlar contigo.

—Estás como una cabra. Vengo a ver cómo está todo por aquí, si te va bien, y tú...

—¡Andrew! ¡Eh, Andrew! —lo interrumpió la chica—. Eso es una estupidez. Y yo no quiero oír estupideces.

—Sólo quería...

—Querías llevarte el ordenador, y eso lo he visto claramente. No necesito más pruebas, así que habla. ¿Quiénes sois? ¿Qué os proponéis? ¿Teníamos razón con lo del cráter Peary? ¿Quiénes son los peces gordos, los que mueven los hilos?

—Por mucho que lo intente, no sé de qué diablos estás...

—Andrew, este juego se está volviendo peligroso.

—...hablando.

Algo se abrió paso, algo incandescente de color rojo oscuro, como si no existiera la menor posibilidad seria de que el hombre que estaba debajo de ella no tuviera nada que ver con la muerte de sus amigos, que se estuvieran equivocando en relación con él, y los terribles sufrimientos de Chen Hongbing al ser puesto por Xin delante de aquel cañón automático no recayeran sobre la responsabilidad cómplice de Norrington. Cada célula de su cuerpo hervía de odio. Yoyo quería un culpable, lo necesitaba, y lo quería ya, allí mismo, cualquiera, de lo contrario se volvería loca, o se convertiría en algún monstruo que viniera a sustituir a todas las bestias que hacían daño a la gente que ella amaba o por las que deseaba ser amada, cosas que hacían callar a cualquiera o transformaban sus rostros en máscaras deformes. Con los bíceps tensos, tomó impulso y le clavó las tijeras a Norrington en el muslo. Lo hizo con tal violencia que la doble hoja perforó la piel y la carne como si fuesen de mantequilla y penetró hasta el hueso. Norrington chilló como un cerdo ensartado en un asador. Alzó ambas manos y trató de quitarse a la joven de encima. Y Yoyo, cuyo interior hervía como una oleada de fuego, sacó la improvisada arma de la herida y hundió la punta de nuevo entre los genitales del hombre.

—Ahora sientes dolor en todas partes —le susurró—, pero la próxima vez las consecuencias serán más definitivas. ¿Teníamos razón con lo del Peary?

—Sí —lloriqueó él.

—¿Cuándo será? ¿Cuándo estallará la bomba?

—Eso no lo sé. —Norrington se retorció, sus ojos eran una cruz de dolor—. En algún momento. Ahora. Pronto. Hemos perdido el contacto.

—¿Y habéis iniciado la
botnet
vosotros?

—Sí.

—¿Puedes detenerla?

—Sí, pero suéltame. ¡Estás loca!

—¿El nombre de vuestra organización es Hydra? ¿Quiénes mueven los hilos?

De repente, la cabeza de Norrington se elevó, y Yoyo comprendió, demasiado tarde, que había sido un error inclinarse tanto sobre él. Con un ruido parecido al de dos trozos de madera que chocan el uno con el otro, la frente del hombre golpeó la suya. La joven salió disparada hacia atrás. En un acto reflejo, devolvió el golpe y oyó bramar a Norrington, pero en eso sintió que la agarraban y la lanzaban a un lado. Unos círculos empezaron a dar vueltas delante de sus ojos. Su cráneo retumbaba, la nariz parecía haber aumentado varias veces de tamaño. Rápidamente, rodó a un lado, fuera del alcance del hombre, sosteniendo las tijeras en ristre delante de ella, pero en lugar de arrojarse sobre la joven, Norrington salió huyendo, cojeando.

—¡No te vayas! —le gritó ella entre jadeos.

El subjefe de seguridad arrancó a correr todo lo de prisa que se lo permitía su pierna herida, saliendo de la oficina con grotescos saltos. Yoyo se incorporó, pero de inmediato cayó de nuevo. Se tocó la cara: le salía sangre por la nariz. Presa de un mareo, logró ponerse de pie, salió tambaleándose de la habitación, llegó a la galería y vio a Norrington que subía una escalera más allá del puente de cristal que unía el ala oeste del Big O con la sección este.

Aquel cabronazo se dirigía a la azotea.

Una voz mesurada le advirtió que controlara su odio, que tuviera en cuenta que allí arriba todo podría tornarse muy peligroso. Pero Yoyo no la escuchó. Del mismo modo que antes había tenido dudas sobre la culpabilidad de Norrington, en esos segundos no pudo pensar en otra cosa que no fuera no dejarlo escapar. Lo siguió, echó una breve ojeada al oscuro abismo de cristal bajo el puente, sintió un mareo y, de inmediato, notó cómo las náuseas subían por su esófago, y se obligó a retroceder.

Norrington subió entre tormentos los últimos peldaños.

Desapareció.

La joven se estremeció. Emprendió de nuevo la persecución, superó el puente, corrió escaleras arriba, abordando los escalones de dos en dos, en constante peligro de perder el equilibrio. Así, consiguió llegar arriba, y entonces vio cómo unas puertas de cristal se cerraban, las puertas que llevaban a la azotea.

Norrington estaba allí fuera.

Con las tijeras agarradas con firmeza, Yoyo marchó detrás de él, y las puertas de cristal se abrieron de nuevo. Ante sus ojos se extendió el aeródromo, con sus helicópteros y aeromóviles. Norrington cojeaba en dirección a algo, sin volverse, y entonces alzó la mano haciendo una señal.

—¡Aquí! —gritaba.

Yoyo aceleró el paso. Con moderada sorpresa, se dio cuenta de que allí arriba también había
airbikes,
o más bien una
airbike,
para ser exactos. No le había llamado la atención el día anterior, y de repente también supo por qué.

Porque no estaba allí.

Se detuvo. Su mirada recorrió la azotea y se quedó fija en las extremidades retorcidas de dos hombres del personal de guardia. Una figura bajó de la
airbike.
Norrington cayó un momento, pero volvió a incorporarse y se deslizó en dirección al aparato. La figura dirigió un arma contra él, y entonces el subjefe de seguridad se detuvo, con la mano apretando el muslo.

—Kenny, ¿a qué viene esto? —preguntó, inseguro.

—Lo consideramos un riesgo —dijo Xin—. Ha sido usted lo suficientemente estúpido para dejarse atrapar, y puede contar cosas que no deberían contarse.

—¡No! —gritó Norrington—. ¡No es así! Prometo que...

Su cuerpo se elevó en el aire un trecho, quedó suspendido en él como una marioneta y, a continuación, cayó de espaldas con los brazos extendidos ante los pies de Yoyo.

Donde antes había estado su rostro se extendía ahora una masa de color rojo.

La chica se quedó petrificada. Cayó de rodillas y soltó las tijeras. Xin caminó hacia ella y le apoyó el cañón del arma en la frente.

—Qué agradable sorpresa —susurró el asesino—. Ya había perdido toda esperanza.

Yoyo miraba hacia adelante. Pensó que, si lo ignoraba, tal vez él desaparecería, pero no fue así. Poco a poco, los ojos de la joven fueron llenándose de lágrimas, al pensar que todo había acabado. Definitivamente. Esa vez nadie acudiría en su auxilio. Nadie podía interponerse, nadie con quien Xin no hubiese contado.

En voz muy baja y ronca, en un tono que apenas le permitía oírse a sí misma, Yoyo dijo:

—Por favor.

Xin se agachó delante de ella. La joven alzó la mirada hacia la hermosa y bien cortada máscara de su rostro.

—¿Me estás pidiendo algo por favor?

Ella asintió. El cañón del arma se oprimió aún más contra su sien, como si quisiera abrir un agujero en ella.

—¿Y qué es ese algo? ¿Tu vida?

—La vida de todos —dijo ella sin aliento.

—Qué poco modesta.

—Lo sé. —Unas gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas; su labio inferior empezó a temblar.

Y de repente la joven experimentó algo muy curioso, sintió cómo el miedo, que entretanto se había convertido en su compañero, era arrastrado por las lágrimas, de modo que sólo quedaba aquella profunda y dolorosa tristeza al recordar que ahora ya nunca se enteraría de los sufrimientos por los que había tenido que pasar Hongbing, ni de por qué su vida había sido de ese modo y no de otro. Ya ningún Xin era capaz de asustarla. Faltaba muy poco para que se le echara al cuello a fin de desahogarse con él, llorando a moco tendido. ¿Y por qué no precisamente con él?

—¿Yoyo?

Alguien gritó su nombre desde lejos.

—¡Yoyo! ¿Dónde estás?

¿Jericho? ¿Era la voz de Owen?

Xin sonrió.

—Eres valiente, pequeña Yoyo. Admirable. Es una pena, me habría gustado charlar un ratito más contigo, pero ya ves, no hay un minuto de tranquilidad. Te buscan, y me temo que ahora tengo que dejarte.

Xin se puso de pie, pero el arma seguía apuntándole a la frente. Yoyo volvió hacia él su rostro. Era agradable sentir cómo el viento fresco de la mañana secaba sus lágrimas. Era como una caricia. Algo conciliador.

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