Authors: Schätzing Frank
Indecisa, examinó los pasillos.
¿Qué era lo lógico?
¿Qué hacían las personas en épocas de amenaza nuclear? Construían búnkeres, zonas protegidas bajo la tierra. Porque una bomba atómica que explotara en la superficie lo destruía todo en un radio bastante amplio, pero las personas que estaban protegidas en sótanos reforzados tenían perspectivas de sobrevivir. Entonces, ¿debía mantenerse intacto el subsuelo de la base Peary?
DeLucas no lo creía así.
Miró el reloj. Eran las cinco y veinte.
«¡Piensa, Minnie!» Una bomba atómica era un monstruo que lo devoraba todo, pero incluso para un monstruo semejante había lugares óptimos y lugares menos apropiados para explotar. Las ciudades, las grandes ciudades, eran fenómenos de superficie, independientemente de sus muchos túneles, sótanos y canales de desagüe que cruzaban el subsuelo. Para destruir Nueva York por medio de una bomba atómica, lo mejor era arrojarla desde lo alto, pero la Luna
exigía
una mentalidad de topo cuando se vivía en ella durante muchos meses. Para destruir la base completa, de un modo absoluto, lo recomendable era una destrucción proveniente desde dentro. La bomba debía destruir las entrañas de la meseta para luego elevarse como una bola de fuego a través del cráter.
Tenía que estar en las catacumbas, entre los acuarios, los invernaderos, los alojamientos y los laboratorios.
Su mirada se desvió hacia la esclusa de aire.
Hum. No era necesario que buscara más allá. Detrás de eso no había nada.
¡Falso! Allí detrás empezaba la sección inutilizada del laberinto, y algunos de los pasadizos desembocaban en la gran depresión del terreno.
¿Cómo había conseguido Hanna llegar realmente al iglú? ¿A través de las esclusas de aire situadas en la superficie? Era posible. Pero, en ese caso, ¿no lo hubiera visto Wachowski a través de alguno de los monitores? Bien, tal vez lo hubiera visto. Tal vez Hanna había estado paseándose por allí de un modo totalmente oficial, pero entonces, ¿por qué no había cubierto a pie, sencillamente, el par de metros que separaban la planta baja de la primera, donde estaba la central? ¿Por qué, en lugar de ello, había cogido el ascensor?
Porque había llegado desde el subsuelo.
—Aquí no hay nada —oyó que decía una voz con tono tenso en su casco.
—Aquí tampoco —respondió Palmer.
¿Y cómo había llegado el canadiense a las catacumbas sin ser visto?
DeLucas se dirigió a la esclusa. A aquella sección no entraba nunca casi nadie. A partir de ahí, el laberinto serpenteaba infinitamente adentrándose en la pared del cráter. Para explorarlo en toda su extensión, sería necesario un ejército de astronautas ocupados durante semanas y meses, pero el raciocinio de DeLucas la apremiaba a buscar la bomba en los alrededores inmediatos, en un punto central situado directamente bajo los módulos habitacionales; ese punto era lo que llamaban la «sala» y su entorno más inmediato.
La doctora entró en la cámara de la esclusa, se puso el casco y extrajo el aire. Cuando la puerta de la esclusa se abrió al otro lado, encendió la linterna del casco y entró en el desolado pasillo situado detrás.
Casi al instante tropezó con el cadáver de Tommy Wachowski.
—Tommy —gimió la mujer—. ¡Oh, Dios mío!
Con las rodillas temblorosas, se agachó, examinó el cuerpo torcido y el rostro deforme con el cono de luz.
—¡Leland! —gritó—. ¡Leland, Tommy está aquí y...!
Entonces recordó que la radio interna no funcionaba más allá de la escotilla. Estaba en tierra de nadie, aislada de todo y de todos.
Sintió un intenso malestar.
Jadeando, se colocó a cuatro patas. Un sudor frío le salía por todos los poros de su cuerpo. Sólo con una fuerza de voluntad enorme, consiguió no vomitar en el casco y se arrastró como un animal, apartándose del muerto y adentrándose en el pasadizo. Cerró los ojos, respiró rápida y profundamente y, cuando se atrevió a abrirlos de nuevo, vio, un trecho más allá, bajo la luz del casco, una sombra.
Durante un segundo se le detuvo el corazón.
Entonces comprendió con claridad que allí no había nadie, sino que era sólo un paso estrecho que se abría en la pared de la caverna. DeLucas parpadeó, con los ojos llenos de lágrimas por las arcadas, estiró la nariz y reprimió el miedo que sentía. Como dirigida por un mando a distancia, se puso en pie, anduvo hasta aquel lugar y echó un vistazo dentro. No era un pasillo como tal, sino una grieta, como podía comprobar ahora. No era precisamente un lugar que invitara a entrar. Un sitio en el que uno se metiera por propia voluntad.
Y precisamente por eso, lo haría, pensó.
Encogió los hombros y se impulsó hacia adelante hasta que el techo fue demasiado bajo y tuvo que arrastrarse. Tenía dificultades para respirar; el miedo buscaba su válvula de escape. Al poco rato, ya no le bastó con arrastrarse a cuatro patas. Tuvo que pegar la barriga al suelo y sintió cómo su corazón, como un martillo de aire, golpeaba contra la roca. En ese instante sopesó la opción de dar media vuelta. Aquello no llevaba a ninguna parte. Era un callejón sin salida. En cualquier caso, avanzaría un metro más. Siguió adelante entre jadeos, acompañada de los rápidos rayos de luz. Se imaginó lo que sería quedar sepultada en vida allí abajo, y de repente el pasadizo se abrió y sus dedos tocaron unos cantos rodados apilados.
Eso era todo. Fin de trayecto.
¿O no? DeLucas se detuvo. Aquel montón de piedras tenía un aspecto raro. Parecía, de algún modo, artificial. La mujer cambió la posición del torso, la luz se desplazó por encima de las piedras y provocó un reflejo de algo que sobresalía de entre ellas. Con una mano, empezó a escarbar, y de inmediato pudo verse la superficie de un objeto macizo y metálico, algo liso y pulcro.
¿Qué otra cosa podía ser aquello sino una...?
Fuera de sí, fue apartando las piedras con las manos y dejó al descubierto aquel objeto con forma de portafolio. Lo atrajo hacia sí. No había duda, y fue entonces cuando vio la parpadeante pantalla, y un código de tiempo en rápida cuenta atrás, según el cual, apenas tenían...
—Oh, no —susurró Minnie DeLucas.
Tan poco tiempo. ¡Muy poco tiempo!
Confundida, con la bomba entre las manos, empezó a arrastrarse hacia atrás. Salir, tenía que salir de allí. Sin embargo, al instante siguiente, su mochila quedó trabada en el bajo techo, y no fue capaz de avanzar ni un centímetro más. Estaba atrapada.
El pánico se apoderó de ella.
—Está usted loco —dijo Shaw.
Su puesto de trabajo era una copia idéntica del despacho de Norrington, modesto y funcional, sólo que allí había indicios de una vida fuera del Big O: fotos que daban fe de que Shaw tenía un marido e hijos ya adultos, y que unas criaturitas más pequeñas la llamaban abuela. Con la diáspora de su propia existencia ante los ojos, a Jericho le resultaba difícil imaginar a la adusta responsable de seguridad como un ser guiado por añoranzas y secreciones hormonales, alguien que se acurrucaba junto a otro cuerpo, que suspiraba y emitía crescendos de placer. El detective se preguntaba si Shaw, la misma Jennifer Shaw sobre la que recaía todo el buen funcionamiento del mayor grupo empresarial del mundo, tendría algún apodo cariñoso. ¿Qué sería aquella mujer en el espacio abarcable del cosmos hogareño, entre la revista con la programación televisiva y el hilo dental: una ratoncita, una osita, una conejita? Rápidamente, Jericho echó una ojeada fuera, pero desde allí no podía verse el despacho de Norrington.
—¿Nada de esto le da que pensar? —preguntó.
—Pues me da que pensar que ha abusado usted de la confianza que le he dado —dijo sin tapujos la ratoncita, la osita o la conejita.
—No, está usted viendo las cosas del modo equivocado. Estamos intentando evitar que se abuse de
su
confianza. —Jericho acercó una silla y tomó asiento—. Jennifer, sé que nos estamos moviendo sobre una capa de hielo muy fina, pero Norrington ha mentido en lo que se refiere a su relación con Thorn. Por lo visto, lo conocía mejor de lo que asegura. ¿Por qué lo hace, si no tiene nada que ocultar? Puede que tenga motivos para proteger a Hanna, pero ¿cómo pudo suceder que, con todas las posibilidades que tiene a su disposición, no haya estado en condiciones de desenmascarar a un antiguo agente de la CIA? ¡Y eso,
antes
del viaje a la Luna! Y cuando se dio cuenta de que habíamos accedido a su ordenador... Bueno, lo que quiero preguntarle es: ¿qué habría hecho usted en su lugar?
Shaw lo examinó con sus ojos grises y azules.
—Yo lo habría clavado a usted a la pared.
—¡Pues precisamente! —exclamó Jericho, golpeando la mesa con la palma de la mano—. ¿Y él? Entra sigilosamente, escucha un rapapolvo de los hombres del MI6 y sale corriendo de nuevo. Usted me dijo que usted misma y Edda Hoff pusieron al corriente al servicio secreto acerca de mi teoría de que Thorn era el terrorista que había fracasado en la ocasión anterior. Es de suponer que también informó de ello a Norrington, ¿es así?
—Debió de hacerlo ella. Edda es extremadamente responsable.
—Pero cuando yo entré en el despacho de Norrington para abordarlo sobre el asunto, ¡fingió estar totalmente sorprendido! Sin embargo, ya en ese momento tenía que saber sobre qué pista estábamos trabajando. Y, por otro lado, ¿no tiene usted la impresión de que sus acciones ralentizan el ritmo de las investigaciones en el Big O en lugar de favorecerlo?
—Ya le he dicho que estamos luchando en varios frentes a la vez. —Shaw lo miró de forma repentina—. Y según su opinión, ¿qué debo hacer yo? ¿Retirarle todas sus competencias por un par de vagos momentos que resultan sospechosos? ¿Aprobar que se registren todos sus datos?
—Creo que sabe usted muy bien lo que tiene que hacer.
Shaw guardó silencio.
Dos despachos más allá, Norrington marcaba con dedos temblorosos un número en su teléfono móvil.
Había cometido errores. Había reaccionado sin reflexionar. El círculo se estaba cerrando en torno a él, pues ellos encontrarían pruebas, y cuando llegara el momento de que le echaran el guante, se perdería en la maleza de sus nervios sobreexcitados y empezaría a hablar hasta por los codos. Era un idiota por haberse metido en todo aquel asunto, lo había sido desde el mismo día en que le habían ofrecido dinero por proponer a Thorn para una segunda misión, pero era mucho dinero, muchísimo, y todavía podía esperar mucho más si la operación Montañas de la Luz Eterna quedaba consumada y el mundo tomaba un rumbo completamente nuevo. Estimulado en su talante corrupto, había ido escalando, finalmente, en la estructura de Hydra, había proporcionado al monstruo de varias cabezas un conocimiento detallado de la OSS, del Gaia y de la base Peary, y había concebido incluso aquella oscura red en que las ideas destructivas de los conjurados, camufladas como ruido blanco, volaban a la velocidad de la luz por todo el globo terráqueo. Había conocido la cabeza inmortal de Hydra, la inteligencia suprema que estaba detrás de todo, cuya identidad sólo conocían otras seis personas. En realidad, habían sido siete en su origen, pero uno de ellos la había palmado. En esa ocasión había aprendido que aquella Hydra era capaz, en caso de emergencia, de cortarse a sí misma las cabezas, en cuanto alguna de ellas mostraba tendencia a hablar demasiado.
No podía caer en las manos del servicio secreto.
Xin respondió al teléfono.
—¡Nos están descubriendo, Kenny! Tal y como había profetizado.
—Y yo le dije que conservara los nervios.
—¡Mire, váyase usted a la mierda con su petulancia! El MI6 ha desenmascarado a Gabriel. Jericho y la chica se han colado en mi ordenador. No sé cuándo intervendrá Shaw para echarme el guante, es posible que ya no consiga salir de este edificio. Así que sáqueme de aquí.
Xin guardó silencio por un momento.
—¿Qué hay de Ebola? —preguntó—. ¿También saben algo acerca de ella?
Norrington vaciló. Por alguna razón, no podía acostumbrarse al nombre que Dana Lawrence usaba como tapadera.
—De ella no saben nada, tampoco saben lo demás. Sólo están informados acerca de la bomba en el cráter Peary. Pero, claro, ahora se arrojarán sobre mis datos y leerán mis informes aprobatorios con otros ojos.
—¿Está seguro de que Jericho ha hablado ya con Shaw acerca de usted?
—No tengo ni idea —gimió Norrington—. Espero que no lo haya hecho aún. Pero en las circunstancias actuales no hay nada seguro.
Xin reflexionó.
—Bien. Dentro de cinco minutos estaré en la pista de aterrizaje de la azotea. Tal vez debería intentar sacar usted el ordenador de Jericho del edificio.
—Tal vez deberíamos borrar la Luna de la faz del cielo y luego pintar allí, en su lugar, una carita divertida y alegre —explotó Norrington—. No pueden atraparme, Kenny. ¿Entiende usted eso? ¡Tengo que salir de aquí!
—Está bien, está bien. —De repente, la voz de Xin cambió de tono, ahora era más suave, ladina—. Nadie va a atraparlo, Andrew. Le prometí que estaría allí, y cumpliré mi promesa.
—¡Pues dese prisa, joder!
Mientras las luces de Londres se iban apagando en la aureola de un amanecer impecable, Yoyo decidió llamar una vez más a Jericho. Ella y
Diana
se habían hecho, entretanto, muy buenas amigas. Nunca antes había trabajado con tan excelentes programas de búsqueda y selección.
—Tengo nuevas noticias —dijo la joven—. ¿Dónde estás?
—En el despacho de Jennifer. Podemos hablar con plena libertad. Espera. —Jericho bajó la voz y dijo—: Lo mejor es que me llames de nuevo, directamente a su número, ¿de acuerdo?
—Puedes decirle que...
—Se lo dirás tú misma.
Jericho colgó. Yoyo se removió en su asiento, inquieta. No le gustaba la manera en que él la apremiaba a hablarle a aquella gente acerca de los dosieres que Norrington había creado sobre los huéspedes y el personal del Gaia. En un rápido proceso,
Diana
había comparado las pesquisas del subjefe de seguridad con las biografías públicas sacadas de la red y no había encontrado ninguna diferencia relevante, salvo por la circunstancia, tal vez, de que la edad de Evelyn Chambers chirriaba bastante. En cuanto a los empleados del Gaia —dos alemanes, una india y un japonés—, habían sido contratados por una tal Dana Lawrence, la directora del hotel, quien, a su vez, había recibido el puesto sobre la base de un informe favorable de Norrington, con lo que había sacado de la competencia a otros candidatos de muchos quilates. Norrington no había rechazado a ninguno de los cuatro, por el contrario, sólo que el currículo profesional de Lawrence dejaba en la sombra a todos los demás. Lynn Orley, sobre quien recaía la decisión última, tendría que haber estado loca para negarle el puesto a Lawrence, con tales referencias. Sin embargo, si se miraba todo ello con mayor detenimiento, se ponía de manifiesto que el currículo oficial de Lawrence difería extrañamente del que aparecía en la red. Algunos de los puestos que se suponía había ocupado, que la cualificaban de forma especial para trabajar en el Gaia, no estaban registrados o podían interpretarse de otra manera. En general, surgía la imagen de una carrera seguida con un objetivo preciso, pero quien quisiera sospechar cosas malas podía llevarse la impresión de que Norrington había ayudado a Lynn a tomar su decisión con un alto grado de libertad poética, y Yoyo estaba firmemente decidida a suponer cosas malas.