Authors: Schätzing Frank
—Hay un vacío de diez años —constató Tu.
—¿El tal Mayé no se colocó a sí mismo en el gobierno mediante un golpe de Estado? —preguntó Yoyo—. Puede que Vogelaar lo ayudara en esa empresa.
—Puede ser —dijo Tu, torciendo el gesto—. África y sus reyes asesinos. Cuchillos en todas las espaldas. En algún momento se pierde la visión de conjunto. Me asombra que ellos mismos puedan ver todo el entramado.
Chen se aclaró la garganta.
—¿Puedo..., eh..., contribuir con algo?
—¡Por supuesto, Hongbing! Nuestras orejas son como embudos. Desahógate.
—Bueno. —Chen miró a Jericho—. Usted ha dicho que toda la pandilla del tal Mayé perdió la vida tras su derrocamiento, ¿no es así?
—Correcto.
—Yo traduzco «pandilla» en un sentido más amplio, como «gobierno».
—También es correcto.
—Un golpe de Estado sin muertos sería más bien una excepción. —De repente, Chen parecía de buen humor, adoptó un tono analítico—. O digamos que donde hay armas en juego existe un programa de daños colaterales. Pero si toda la pandilla del gobierno perdió la vida... Entonces ya no se puede casi hablar de un daño colateral, ¿no es así?
—¿Adonde quiere ir usted a parar?
—A que en el caso del golpe no se trataba tanto de sacar del cargo a Mayé y a sus hombres, sino de exterminarlos. A cada uno de ellos. Era algo planeado desde un inicio, por lo menos así me lo parece a mí. No fue sencillamente un golpe de Estado, sino un asesinato en toda regla.
—Oh, papá —dijo Yoyo en voz baja, y suspiró—. ¡Qué gran Guardián habrías sido!
—Hongbing tiene razón —dijo Tu rápidamente, antes de que Chen pudiera atragantarse con el comentario de su hija—. Y puesto que nosotros seguimos dando desenfadados palos de ciego en la niebla sin ningún rubor, debemos suponer lo peor de lo peor. El dragón ha comido. Nuestro país ha cometido esos horrores o, por lo menos, ha ayudado a que se cometieran. —Tu apoyó su doble mentón en la diestra—. Por otra parte, ¿qué razones tendría Pekín para borrar del mapa a una cleptocracia del África occidental?
Yoyo abrió los ojos, incrédula.
—¿Es que no los crees capaces de hacerlo? Oye, ¿qué pasa contigo?
—Modera tu ánimo, hija mía. Los creo capaces de todo, pero me gustaría saber el porqué.
—Ese... —La mano derecha de Chen efectuó un vago gesto, como para agarrar algo—. ¿Cómo se llama ese mercenario?
—Vogelaar. Jan Kees Vogelaar.
—Bien, pues él tendría que saberlo.
—Cierto, él...
Todos se miraron.
Y de repente a Jericho se le encendió la bombilla.
¡Por supuesto! Si Chen tenía razón y el gobierno de Mayé había sido víctima de un asesinato masivo, sólo podía haber dos razones. Podría ser que la cólera del pueblo se hubiera descargado contra ellos. No era la primera vez que una turba indignada había linchado a sus antiguos torturadores, si bien algo así sucedía casi siempre de manera espontánea; además, las formas de ejecución eran también diferentes: descuartizamiento con machetes, un neumático de coche ardiendo alrededor del cuello, palizas que provocaban la muerte. En tan poco tiempo, Jericho no había podido averiguar mucho sobre las circunstancias de aquel país del África occidental, siempre asolado por distintas crisis, pero la caída de Mayé parecía más bien el resultado de una operación planificada de manera impecable y llevada a cabo de forma simultánea. En cuestión de horas, la pesadilla había terminado, y todos los miembros del selecto círculo de allegados del dictador habían muerto. Era como si lo importante fuera hacer callar a todo el aparato. Mayé y seis de sus ministros se achicharraron debido a la explosión de un misil dirigido por control remoto; otros diez ministros y generales fueron fusilados.
Uno de ellos, en todo caso, había escapado. Jan Kees Vogelaar.
¿Por qué? ¿Acaso Vogelaar había llevado a cabo un doble juego? Un golpe de ese calibre sólo era realizable con contactos en el interior. ¿Era el jefe de seguridad de Mayé un traidor? En el caso de que eso fuera cierto, entonces...
—...Andre Donner es un testigo —murmuró Jericho.
—¿Cómo? —preguntó Tu.
Jericho miró al infinito.
«Liquidar a Donner...»
—¿Podrías, quizá, hacernos partícipes de lo que estás pensando? —propuso Yoyo.
—«Liquidar a Donner» —repitió Jericho, que miró a cada uno, por orden—. Sé que es un poco osado pretender interpretar algo así a partir de unos pocos fragmentos de texto, pero esta parte me parece inequívoca. No tengo ni idea de quién es Donner, pero supongamos que él conoce el verdadero trasfondo del golpe, que sabe quiénes tiraban de los hilos. En ese caso...
«... invariable un alto...»
¿Un alto qué? ¿Riesgo? ¿Existía algún riesgo de que Donner revelara lo que sabía después de haber desaparecido?
«...que él tiene conocimiento del...»
«...declaración haría del golpe gobierno chino...»
—¿En ese caso...? —repitió Yoyo.
—¡Presta atención! —exclamó Jericho, excitado—. Supongamos que Donner sabe que el gobierno chino está involucrado en el golpe de Estado. Y que sabe también el porqué. Él puede huir. Probablemente en Guinea Ecuatorial no se llame ni siquiera Donner, a lo mejor ocupa algún cargo... ¿en el gobierno? ¡Sí, en el gobierno! O es un militar de alto rango, un general o... Da igual. Sea quien sea, necesita una nueva identidad, de modo que se convierte en Donner, en Andre Donner. Si tuviéramos fotos de los antiguos gobernantes y una de él, ¡podríamos reconocerlo! Se marcha a Berlín, bien lejos, y se agencia una nueva existencia, una nueva vida. Nuevos documentos de identidad, una nueva biografía.
—Inaugura un restaurante —dijo Tu—. Y encuentran su rastro.
—Sí, Vogelaar tiene la misión de coordinar la liquidación simultánea de todo el clan de Mayé. Pero uno se le escabulle, alguien que podría echarlo todo a perder. Piensa en lo que han invertido en neutralizar a Yoyo, sólo porque ha capturado cierto material críptico e incompleto. Los hombres que están detrás de Vogelaar se preocupan. Mientras Donner esté vivo, todavía tiene la opción de revelarlo todo algún día.
—Por ejemplo, que un gobierno extranjero ha provocado el cambio de régimen.
—Lo que, en sí, no es nada nuevo —dijo Jericho—. Tengamos en cuenta todos los lugares en los que ha colaborado la CIA para ello: en 1961, intento de invasión a Cuba; a principios de los años setenta, derrocamiento del gobierno de Chile; en el año 2018, golpe al gobierno de Corea del Norte. Nadie duda de que Washington estaba mezclado en el atentado a Kim Jong-un. A su vez, hay voces que culpan a China de haber contribuido a lo sucedido en Arabia Saudí en 2015, ¿por qué no iba a hacerlo también en África occidental?
—Entiendo. Y ahora Vogelaar ha llegado a Berlín para liquidar a Donner, milagrosamente reaparecido. —Tu se rascó profusamente la nuca—. En efecto, es una teoría arriesgada.
—Pero posible —dijo Chen, tosiendo—. En lo que a mí respecta, puedo seguirla.
—Sí, claro —masculló Yoyo.
—¿Qué? —preguntó Jericho.
—¿Qué de qué? —ladró la joven—. ¡Tal y como he dicho, es el gobierno! ¡Tengo al Partido tras de mí!
—Sí —dijo Jericho, cansado—. Eso parece.
Yoyo se cubrió el rostro con las manos.
—Deberíamos saber más sobre ese país. Saber más sobre Vogelaar, sobre Donner. Cuanto más sepamos, tanto mejor podremos defendernos. En cualquier otro caso, ya puedo ir haciendo las maletas. Y vosotros también. Lo siento.
Tu contempló sus uñas, dio media vuelta y se alejó.
—Buena idea —dijo.
Yoyo descubrió su rostro.
—¿Qué?
—Lo de hacer las maletas e irse del país... Es una buena idea. Eso es precisamente lo que haremos.
—No te entiendo.
—¿Qué es lo que hay que entender? Iremos a visitar al tal Donner. ¡Ese hombre está en peligro de muerte! Lo alertaremos y, a cambio, él nos dirá lo que tenemos que saber.
—¿Pretendes...? —Jericho creyó haber oído mal—. Tian, ese hombre vive en Berlín. ¡Eso es Alemania!
—Además, hay que ver si nos dejan salir del país —añadió Yoyo.
—Despacio —dijo Tu, alzando las manos—. Planteáis más dudas que un puerco espín antes de fornicar. ¡Como si hubiera propuesto cruzar la frontera sobre un caballo! Pensad que acabamos de tener a la policía en casa. ¿Creéis en serio que todavía estaríamos aquí si hubieran querido detenernos? No. Pues entonces, nos iremos a hacer un pequeño viaje de un modo oficial. En mi jet privado, si me permitís la invitación.
—¿Y cuándo pretendes volar?
—Después de media noche.
Jericho lo miró fijamente, luego miró a Yoyo y después a Chen.
—¿Y no deberíamos, tal vez...?
—Por desgracia, no puede ser antes —dijo Tu en tono de disculpa—. Tengo una cena que no puedo eludir por mucho que quiera. Será dentro de una hora.
—¿Y no deberíamos llamar antes a Donner? ¿Cómo puedes saber si está ahora mismo en Berlín? Podría estar de viaje, haber cambiado de sitio.
—¿Pretendes alertarlo por teléfono?
—Sólo me parece que...
—Una idea estúpida, Owen. Imagínate que se pone al teléfono y te cree. Lo perderíamos. Desaparecería tan rápidamente que ni siquiera tendrías oportunidad de formularle una pregunta. Además, ¿qué otra cosa vas a hacer? En Pudong lo único que puedes hacer es desfondarme los asientos.
—¿Debemos irnos a Berlín, entonces? —graznó Hongbing—. ¿En plena madrugada?
—Tengo camas a bordo.
—Pero...
—De todos modos, tú no vendrás. Sólo la tropa de respuesta rápida: Owen, Yoyo y yo.
—¿Y por qué yo no? —preguntó Chen, indignado de repente.
—Demasiado agotador. ¡Y no hay réplica que valga! Una tropa pequeña y ágil es justo lo adecuado para esto. Ágil y móvil. Joanna te preparará baños de té y te dará masajes en los dedos de los Pies.
Jericho imaginó a Tu en el intento de mostrarse ágil y móvil.
—¿Y si no encontramos a Donner? —quiso saber el detective.
—Lo esperaremos.
—¿Y qué pasa si no viene?
—Regresamos.
—¿Y quién... —preguntó Jericho, movido por oscuras sospechas— será el piloto?
Tu alzó las cejas.
—Pues, ¿quién va a ser? Yo.
Unos pocos kilómetros más allá, desde varios metros de altura, Xin contempló la ciudad al anochecer.
Después de que un atasco de tráfico obligó a aquel maldito camión a reducir la velocidad a paso de marcha, Xin había conseguido saltar del vehículo, había cogido el metro en dirección a Pudong y, dado que no había logrado pillar ningún COD libre, tuvo que recorrer a pie los últimos centenares de metros que lo separaban de la torre Jin Mao. Una vez allí, atravesó el vestíbulo fuera de sí y entonces, de repente, sintió un apremiante antojo por comer algo dulce. En la planta baja del edificio, una
boutique
de chocolates presumía de sus bombones a precios de bisutería de lujo. Xin compró un paquete, que saqueó hasta la mitad durante el trayecto en el ascensor hasta las plantas superiores. Había comprobado que el chocolate lo ayudaba a pensar. Una vez llegado a su suite, arrojó la ropa que llevaba puesta, se precipitó en el enorme baño de mármol, abrió el grifo y a punto estuvo de arrancarse la piel del cuerpo mientras se restregaba, en un esfuerzo por quitarse la suciedad de Xaxus y de lavar la mancha de su derrota.
Yoyo se le había escapado de nuevo, y esta vez no tenía ni pajolera idea de dónde podría haberse ocultado. De Jericho sólo le salía el contestador automático. Arrastrado por una oleada de odio, Xin sopesó la posibilidad de volarle por los aires la agencia de detectives, pero luego descartó la idea. No podía darse el lujo de la venganza en una situación como la suya y, además, después de la catástrofe en Hongkou, tampoco contaba con el armamento adecuado. Por otra parte, y eso también lo tenía claro, no había razón alguna para castigar a alguien que había hecho uso de su legítimo derecho, otorgado por Dios, a defenderse.
Purificado, envuelto en el capullo de un albornoz de rizo, agradablemente lejos de la ciudad, Xin trató de poner orden en el avispero de sus pensamientos. En primer lugar, recogió las ropas esparcidas por el suelo y las metió en la bolsa de la lavandería. Luego echó una mirada a la saqueada caja de bombones. Acostumbrado como estaba a someter el consumo de cualquier alimento a un plan maestro que preveía preservar la simetría de lo ofrecido el mayor tiempo posible, Xin se estremeció ante lo que había hecho. La mayoría de las veces comía de afuera hacia adentro. Nada era diezmado más de lo debido, siempre se conservaba la proporción de los elementos entre sí. Era impensable en él que devorara sólo una parte del paquete. Sin embargo, era justamente lo que había hecho. Se había abalanzado sobre el chocolate como un animal, como una de esas criaturas desnaturalizadas de Quyu.
Entonces se dejó caer en el enorme sillón situado delante de la pared de cristales y contempló cómo el crepúsculo envolvía Shanghai. La ciudad salpicaba una luz multicolor, lo que, a pesar del mal tiempo, constituía un espectáculo impresionante; en cambio, Xin sólo veía la traición a sus principios estéticos. Jericho, Yoyo; Yoyo, Jericho. Era preciso corregir los errores en la caja de bombones. ¿Dónde estaba Yoyo? ¿Dónde estaba el detective? ¿Quién pilotaba aquel aeromóvil plateado? ¡La caja, la caja! Mientras no pusiera orden en ella, se encaminaría directamente hacia un estado de locura. Entonces comenzó a redistribuir los bombones restantes con la parsimonia de un test de Rorschach, una y otra vez, hasta que un eje central dividió la caja en dos, un elemento estable, de orden, a cuyos lados los chocolates restantes se organizaban en una disposición refleja. Sólo entonces Xin se sintió mejor e hizo un balance de la situación. Seguir a Yoyo y al detective ya no tenía ningún sentido. Al cabo de pocos días, todo habría acabado, y ya después podían hablar cuanto quisieran. Ellos dos no eran importantes. La prioridad la tenía la operación. Sólo una persona podía resultar peligrosa para el plan. Xin se preguntó qué conclusiones habría sacado Jericho de aquel fragmento de mensaje que él mismo, Kenny Xin, había enviado a la cabeza de la Hydra, después de haber rastreado el restaurante en Berlín de un tal Andre Donner y de recomendar su pronta liquidación. Desafortunadamente, había adjuntado al correo electrónico un programa de descodificación modificado, una versión mejorada y más rápida. Cada pocos meses se cambiaban las claves por otras nuevas. El hecho de que Yoyo hubiera interceptado precisamente ese e-mail había sido fruto de la más absoluta mala suerte.