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Authors: Schätzing Frank

Límite (49 page)

BOOK: Límite
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Desde que la superficie de la Luna había dejado de tener imágenes para ofrecerles, las cámaras del exterior transmitían las vistas del cielo estrellado hacia el interior del
Charon;
O'Keefe, por su parte, sintió un inesperado asomo de familiaridad. Cuando estaban en la OSS, había sentido ganas de regresar a la Tierra al instante. Pero ahora lo invadía una vaga añoranza. Tal vez porque las miríadas de luces allí fuera no diferían mucho de la visión de lejanos edificios y calles iluminadas, o porque ese animal acuático llamado hombre, según su origen real, era un hijo del cosmos, formado a partir de sus elementos. La contradicción de sus sentimientos lo irritaba, como un niño que siempre quiere coger el brazo que no se está balanceando. Intentó reprimir aquel pensamiento, pero luego, durante una hora, pensó y pensó sin cesar en lo que en realidad quería y en el sitio adonde pertenecía.

Su mirada vagó hasta encontrar a Heidrun. Dos filas por delante de él, la mujer escuchaba a Ögi, que le contaba algo en voz baja. O'Keefe arrugó la nariz y miró fijamente el monitor. La imagen cambió. En un primer momento no supo qué significaban aquellas manchas luminosas, pero luego vio con claridad que estaba viendo unas cumbres iluminadas por el Sol que descollaban en medio de aquella tinta de sombras. Una exhalación de alivio recorrió el
Charon.
Volaban de nuevo hacia la luz, rumbo al polo norte.

—Sólo acoplaremos el módulo de alunizaje —dijo Black—. La nave matriz permanecerá en órbita hasta que atraquemos allí dentro de una semana. Nina los ayudará a ponerse los cascos. Puede que a ustedes no se lo parezca, pero seguimos volando a una velocidad cinco veces superior a la del sonido, así que prepárense para la siguiente maniobra de frenado total.

—Eh, Momoka —susurró O'Keefe.

La japonesa volvió la cabeza con gesto apático.

—¿Qué pasa? —¿Va todo bien?

—Claro.

O'Keefe sonrió.

—Pues entonces no vayas a mojar el traje.

Locatelli dejó escapar una ronca carcajada de camaradería. Pero antes de que Omura pudiera reprenderlo, apareció Hedegaard y le colocó el casco en la cabeza. Al cabo de pocos minutos, ya sentados con idénticas cabezas esféricas, oyeron un siseo cuando se cerró la escotilla de conexión entre la nave matriz y la unidad de alunizaje, y luego un sonido seco. El módulo de alunizaje se separó y se alejó flotando lentamente. Todavía no se sentía nada de la anunciada acción de frenado total. El paisaje estaba cambiando nuevamente. Las sombras se alargaban otra vez, un indicio de que se estaban acercando a la región polar. Llanuras de lava alternaban con cráteres y crestas montañosas. O'Keefe creyó ver una nube de polvo muy a lo lejos, una nube achatada que se cernía sobre el terreno; entonces llegó aquella presión, el ya casi familiar maltrato del tórax y los pulmones, sólo que esta vez los motores sonaron con mucho mayor estruendo que dos horas antes. Inquieto, el actor se preguntó si habría problemas, hasta que comprendió que hasta ese momento las que estaban encendidas eran las toberas de la unidad habitacional, situadas muy atrás, al fondo del todo. Por primera vez el módulo de aterrizaje maniobraba por su cuenta, con sus propios motores, situados directamente debajo de ellos.

«Black nos está pegando fuego en el culo», pensó.

Con un infernal impulso en contra, la unidad de alunizaje continuó reduciendo velocidad mientras se despeñaba rápidamente contra el suelo, muy rápidamente. Un anuncio en la pantalla iba descontando kilómetro a kilómetro. ¿Qué estaba sucediendo? Si no aminoraban pronto, abrirían su propio cráter. O'Keefe pensó en la explicación dada por Julian sobre la transformación de la energía cinética en calor, sintió cómo su pecho se comprimía e intentó concentrarse en el monitor. ¿Le temblaban los globos oculares? ¿Qué les habían dicho en los cursos? No se era apto para ser astronauta si uno no era capaz de controlar sus ojos, ya que el temblor de las pupilas provocaba falta de nitidez y doble visión. Debían fijarse en los instrumentos de a bordo. En los instrumentos correctos, de eso se trataba. ¿Cómo podía uno pulsar los botones relevantes si los veía dobles?

¿Le temblaban los globos oculares a Peter Black?

Al instante siguiente, Finn O'Keefe se avergonzó y sintió rabia de sí mismo. ¡Era un pedazo de idiota! En la centrífuga del pabellón de ejercicios, durante el despegue del ascensor, cuando frenaron en la órbita lunar, en cada una de esas ocasiones la sobrecarga, más elevada incluso, había ejercido su efecto sobre él. Era para que ahora se convirtiera en la calma personificada, pero el nerviosismo se apoderaba de él con dedos cargados de electricidad, y tuvo que admitir que su falta de aire no era resultado de la presión, sino simplemente del miedo de estrellarse contra la Luna.

Otros cinco kilómetros, cuatro...

El segundo anuncio le explicó que estaban disminuyendo la velocidad paulatinamente; entonces Finn respiró aliviado. Toda aquella preocupación por nada. Faltaban todavía tres kilómetros para alunizar. Una cresta montañosa entró en la imagen, era una alta meseta, divisó luces que segmentaban un aeródromo enmarcado entre unos muros de protección. Se vieron tubos y cúpulas agazapados entre la roca como cochinillas al acecho de una presa inocente; bajo la luz rasante del sol centelleaban campos de paneles solares, mástiles y antenas, una construcción con forma de bidón coronaba una colina cercana. A mayor distancia podían identificarse unas estructuras abiertas parecidas a hangares y enormes máquinas que se deslizaban por una especie de mina a cielo abierto. Un sistema de raíles conectaba los distintos entornos con el puerto espacial y desembocaba en una plataforma; luego se ramificaba y se iba alejando en una amplia curva. O'Keefe vio escalerillas, plataformas elevadoras y brazos manipuladores que señalaban hacia un puesto de carga; también vio algo blanco desplazarse por una calle y dirigirse hacia un puente: era un aparato con altas y anchas ruedas, tal vez un vehículo tripulado, o tal vez un robot. El
Charon
se sacudió y descendió en dirección al suelo. Por un breve instante se vio un paisaje urbano de imponentes torres, con grandes y macizos aparatos de vuelo en medio de ellas, tanques y contenedores, cosas enigmáticas. Un chisme que parecía una mantis religiosa sobre ruedas trotaba lentamente por el aeródromo, cuyas dimensiones se hacían ahora evidentes, unos tres o cuatro campos de fútbol; los terrenos adyacentes y las construcciones desaparecían tras las vallas en forma de muro, y entonces la nave espacial en la que viajaban se posó en el suelo con cuidado, casi con la elegancia de una pluma, se balanceó un poco, de un modo casi imperceptible, y se quedó quieta.

Algo tiró con fuerza de O'Keefe. Primero no fue capaz de clasificar el efecto, por eso le sorprendió ver lo simple que era la explicación. ¡La fuerza de gravedad! Por primera vez desde el despegue en la Isla de las Estrellas, sin contar las maniobras de aceleración y de frenado, no estaba en la ingravidez. Su cuerpo volvía a tener peso, si bien tan sólo una sexta parte de su peso en la

Tierra, pero era algo maravilloso pesar algo, ¡era una liberación después de todos aquellos días flotando por ahí! «Hasta la vista, Miranda —pensó—. Se acabó la acrobacia, ya no habrá más volteretas ni ataques con codazos.» Una racha de ruido disminuía en sus conductos auditivos, un rescoldo sináptico, ya que los motores habían estado apagados durante mucho tiempo, sólo que él aún no había podido creerlo.

—Ladies and gentlemen
—dijo Black, no sin cierto patetismo—. ¡Los felicito! Lo han conseguido. Nina y yo sólo los ayudaremos a ponerse los sistemas de soporte vital, a regular el oxígeno, el aire acondicionado y la presión, y luego activaremos sus conexiones para que puedan hablar. Más tarde haremos algunas pruebas de estanqueidad, es algo que ya conocen por la salida al exterior en la OSS, pero en caso de que no lo conozcan, no hay motivos para inquietarse. Estaremos atentos a cada uno de sus pasos. En cuanto acabemos con las pruebas, bombearé aire de la cabina y fijaremos el orden por el que bajarán. No tomen como un gesto poco galante que sea yo el primero en bajar, pues sólo tiene como fin preservar su hazaña, ya que filmaré el momento en que abandonen el
Charon;
además, guardaremos sus palabras por radio para la posteridad. ¿Entendido todo? ¡Bienvenidos a la Luna!

A la Luna.

Estaban en la Luna.

Realmente habían aterrizado en la maldita Luna, y la sexta parte de la gravedad del satélite tiraba de O'Keefe con la suavidad de una amante; tiraba de sus miembros, de su cabeza, de sus órganos internos y sus fluidos corporales; ah, sí, los fluidos corporales: algo le salía de dentro y llegaba afuera antes de que pudiera comprimir las nalgas. Cálido y feliz, el líquido fluyó hacia la bolsa prevista para tales menesteres, un surtidor de alegría, un hurra a la fuerza de gravedad, un regalo de visitante para aquella chica gris y arrugada, cuya superficie podrían habitar ahora durante una semana. Finn dirigió una mirada furtiva a Momoka Omura, como si cupiera la posibilidad de que ella se volviera, lo mirara a los ojos y lo supiera.

Luego se encogió de hombros. ¿Quién, estando fuera de la Tierra, no habría mojado los pantalones? La compañía, sin embargo, podía ser peor.

BASE PEARY, POLO NORTE

Dejar huellas de botas formaba parte de los privilegios de los pioneros, lo que dejaba opciones bastante cómodas para ese tipo humano clasificado como administrador. Este último conocía los riesgos, pero no estaba expuesto a ellos. Estaba familiarizado con los fenómenos naturales, con el apetito y el armamento de la flora y la fauna autóctona, sabía adaptarse a la reticencia de los nativos, pero debía sus conocimientos a una curiosidad febril y potencialmente asesina, la que posee ese otro tipo de hombre, el descubridor, ese que no puede ni quiere otra cosa más que pasar su vida sobre la cuerda floja que se tensa entre el triunfo y la muerte. Ya en el caso del modelo antecesor, el del
Homo erectus
—y de eso estaban seguros los antropósofos—, la humanidad había mostrado cierta tendencia a la escisión entre una mayoría administradora y un pequeño grupo, el de los hombres incapaces de permanecer de brazos cruzados. Estos últimos poseían un gen especial, conocido como gen de Colón,
Novelty-seeking-gene
(«gen buscador de novedades») o, simplemente, el gen D4DR en versión prolongada, lo cual era un código de la extraordinaria disposición a traspasar límites y asumir riesgos. Por naturaleza, aquel puñado de atrevidos era menos apropiado para cultivar los territorios conquistados. Preferían explorar cualquier territorio ignoto, se dejaban picar por cualquier bicho desconocido y creaban, en definitiva, las premisas para que la parte conservadora continuara avanzando. Eran los eternos exploradores, para quienes una huella en
terra incógnita
lo significaba todo. De modo inverso, formaba parte de la naturaleza del administrador someter todo cuanto existiera en términos de cosas desconocidas y amorfas —el barro, los pantanos, la arena, los guijarros y el légamo— a los dictados de las superficies allanadas. Así, cuando Evelyn Chambers bajó por la pasarela del
Charon
y, presa de un profundo respeto, pisó por primera vez el suelo lunar, no pudo dejar ninguna huella duradera, pues se encontró de nuevo sobre una superficie de sólido hormigón.

Por espacio de un segundo se sintió decepcionada. También hubo otros que, en un acto reflejo, miraron hacia abajo, como si poner un pie en la Luna estuviera indefectiblemente asociado a apisonar el regolito.

—Dejaréis vuestras huellas bastante pronto —dijo la voz de Julian, que estaba conectado con todos los cascos.

Algunos rieron. El momento de las expectativas insatisfechas pasó y dejó sitio a un asombro incrédulo. Evelyn dio un paso vacilante, otro más, amortiguó y..., entonces, gracias a la musculatura de sus pantorrillas, se elevó más de un metro.

«¡Increíble! ¡Absolutamente increíble!»

Después de más de cinco días en la ingravidez, sentía de nuevo el familiar peso de su cuerpo, pero, al mismo tiempo, no lo sentía del todo. Era como si un dudoso rayo salido de una revista de cómics la hubiese dotado de fuerzas superiores. Por todas partes a su alrededor la gente daba saltitos. Black iba de uno a otro, haciéndoles la pelota y tomando imágenes con su cámara.

—¿Dónde está la bandera de las barras y las estrellas? —tronó Donoghue—. ¡Quiero clavarla en el suelo!

—Llega usted con cincuenta y seis años de retraso —rió Ögi—. Sin embargo, la bandera suiza...

—Imperialistas —suspiró Heidrun.

—Ninguno de los dos tendría oportunidad alguna —dijo Julian—. A menos que queráis clavar vuestras banderas dinamitando antes el suelo.

—Eh, mirad eso —exclamó Rebecca Hsu.

Su figura rellenita salió disparada por encima de las cabezas de los demás y movió los brazos como si éstos fuesen las aspas de un molino. Si es que aquella persona era Hsu. Lo cierto es que no era posible determinarlo con exactitud. A través de los visores de espejos apenas podían identificarse los rostros, sólo la forma marcada sobre el blindaje del pecho desvelaba la identidad del portador.

—Adelante —rió Julian—. ¡Atreveos!

Chambers tomó impulso, realizó una serie de torpes saltos, salió disparada de nuevo hacia lo alto y giró sobre sí misma, ebria de alegría. Pero el giro le hizo perder el equilibro y cayó al suelo en una especie de vuelo de descenso meditabundo. No supo hacer otra cosa más que romper a reír tontamente, mientras caía con suavidad sentada sobre el trasero. Maravillada, permaneció allí, dispuesta a disfrutar de aquel espectáculo surrealista que se ofrecía a sus ojos. Al cabo de unos pocos segundos, todo el grupo de recién llegados se había transformado en una horda de chicos de primaria, compañeros de colegio en medio de un enorme alboroto. Evelyn Chambers se puso en pie por sí misma.

—Bien, muy bien —los alabó Julian—. El ballet Bolshói no es más que un hatajo de torpes en comparación con vosotros, pero ahora tenemos que interrumpir temporalmente la sesión de ejercicios. Tenemos que irnos al hotel, así que prestad atención a Nina y a Peter.

Fue como si hubiera emitido por una frecuencia equivocada. Con la terquedad de unos críos a los que acaban de llamar para comer, se hicieron bastante de rogar, fueron acercándose con cuentagotas y agrupándose en torno a sus guías. La algarabía dio paso a una imagen de secta secreta; tal y como se los veía allí, parecían buscadores del Grial ante el panorama de unos castillos voladores. Chambers dejó vagar la mirada. De la base no había ni rastro. Sólo la plataforma de la estación descollaba, imponente, hacia el interior del aeródromo, erigida sobre unos pilares de quince metros de altura, tal y como les había explicado Hedegaard. Unas escaleras de metal y un ascensor abierto llevaban hasta los andenes, los tanques esféricos se apilaban por todas partes. Se veían dos manipuladores agazapados como aves jurásicas y unas máquinas semejantes a abejorros que estaban situadas de cara a las plataformas de carga. Chambers supuso que su tarea consistía en recoger la carga que les entregaban los manipuladores y viceversa, según si las mercancías debían ser despachadas o colocadas sobre las vías.

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