La puerta estaba en el centro del edificio: alguna vez había sido azul, pero el óxido y el deterioro la había convertido en gris. Colgaba fatigosamente de sus goznes. Katherina le dio un empujón. La puerta se abrió de mala gana, con un chirrido muy prolongado.
—¡Eh! —llamó ella—. ¿Hay alguien aquí?
Dio unos pasos hacia el interior, con Jon que le seguía inmediatamente detrás. El lugar no había sido usado como establo desde hacía mucho tiempo. Los comederos estaban llenos de basura, una parte se había derrumbado y había incluso cajas y muebles.
—Ahí —dijo Jon, adelantándose.
Al otro lado, al final del establo, el más cercano al edificio principal, una puerta se abrió y vieron una silueta salir corriendo, no sin antes volver a cerrarla de golpe. Jon se precipitó hacia esa puerta, y necesitó saltar sobre las cajas y chatarra que le bloqueaban el camino. Katherina, en cambio, dio un rodeo y corrió hacia el patio y luego a la casa principal. Alcanzó la esquina del edificio en el mismo momento en que Jon llegaba a la puerta. Juntos continuaron hasta el final y luego siguieron alrededor hasta el fondo de la casa. No vieron a nadie, pero volvieron a oír el golpe de una puerta cerrándose. El eco y los sonidos que llegaron a ellos revelaron que la puerta estaba siendo enérgicamente cerrada con cerrojo.
Redujeron la velocidad y se detuvieron ante una puerta oscura y sólida, con goznes metálicos negros.
—Sólo queremos hablar —gritó Jon sin aliento. Al otro lado no hubo respuesta.
—¿Tom? —aventuró Katherina—. Necesitamos su ayuda.
Jon golpeó la puerta.
—¿Tom Norreskov? Sabemos que está ahí dentro.
Permanecieron a la escucha, impacientes.
—Marchaos —se oyó de pronto detrás de la puerta—. No tenéis nada que hacer aquí —dijo una voz baja y ronca.
—Sólo queremos hablar con usted, Tom —dijo Katherina.
—No tengo nada que decir. Marchaos de aquí o llamaré a la policía.
—¿Al menos podría confirmar si su nombre es Tom Norreskov? —preguntó Jon.
—No hay ningún N0rreskov aquí. Mi nombre es Klausen. Está escrito en la puerta. Ahora, largaos.
—Sabemos que se cambió el nombre en 1986 —dijo Jon—. Sabemos que fue expulsado de la Sociedad, y también sabemos por qué.
Durante varios segundos no hubo reacción alguna detrás de la puerta, pero luego oyeron un refunfuño débil. Katherina y Jon se miraron.
—Me parece que ha repetido varias veces «expulsado». —susurró Jon.
—¿Por qué murmuráis? —gritó el hombre—. ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí?
—Sólo hablar —repitió Katherina—. Mi nombre es Katherina, y conmigo está Jon Campelli.
Nuevamente pasaron un par de segundos de silencio.
—¿Campelli?
—Jon Campelli —confirmó—. Soy el hijo de…
Fue interrumpido por el sonido de los cerrojos descorriéndose. La puerta se abrió lentamente y apareció una cabeza. El rostro estaba casi completamente oculto por el pelo y la barba. Un par de ojos azules abiertos de par en par escrutaron a Jon de arriba abajo.
—Campelli —repitió el hombre asintiendo.
—Sí, lo que queremos… —insistió Katherina, pero se detuvo cuando el hombre abrió la puerta de par en par y dio un paso atrás.
—Entra, Jon, entra. Tengo un mensaje de tu padre.
De golpe Jon notó los pies muy pesados. No podía levantarlos, de modo que sólo atinó a permanecer allí, de pie, mirando fijamente al hombre de la entrada. Llevaba una espesa barba con las puntas grises, que en varios sitios se veía enmarañada, confiriéndole un aspecto singular. En medio de aquella barba, la boca sonriente, de labios carnosos, parecía un agujero rojo. La complexión dejaba adivinar un cuerpo flaco, probablemente aún más de lo que permitían entrever el amplio jersey verde oscuro y los holgados pantalones de pana, y la espalda ligeramente inclinada hacia atrás.
—Entrad —repitió el hombre, haciéndoles impacientes señas con sus dedos huesudos.
Jon sintió la mano de Katherina sobre su hombro y, lentamente, dio un paso hacia el interior de la casa. Una vez dentro de un pequeño vestíbulo oscuro, Tom Norreskov cerró de golpe la puerta detrás de ellos. Inmóviles en la oscuridad, lo oyeron correr los cerrojos de nuevo. El aire era ácido y pesado.
—Disculpad —dijo Norreskov, pasando por delante de ellos como si se deslizara—. Permitidme que encienda la luz. —Una débil lamparilla que colgaba del techo cobró vida, arrojando una luz amarillenta sobre un vestíbulo estrecho y atiborrado con cajas de cartón de varios tamaños—. No la uso mucho… Me refiero a la luz.
Desapareció por un pasillo entre las cajas, que conducía a otra habitación, y también allí encendió una luz. Katherina y Jon lo siguieron hasta una estancia más grande. Las cuatro paredes estaban tapizadas con recortes de periódico, cuadros y una infinidad de pequeños papeles amarillos con apuntes escritos a mano. Hilos de lana multicolores estaban estirados entre pedazos de periódicos y anotaciones, dando la impresión de que todo era una gran red de informaciones, una versión de internet en papel. En el centro, exactamente debajo del resplandor de una bombilla desnuda, había un gran sillón de cuero, y por delante de él, una butaca marroquí que observaba todo con aire aburrido. En torno a la silla había montones de libros sin un orden aparente.
Tom Norreskov los condujo hasta la habitación contigua, cubierta por una gran cantidad de estanterías, en donde había también un gran sofá que, a juzgar por la ropa blanca, también era utilizado como cama. Delante del sofá había una mesita baja cubierta con innumerables volúmenes encuadernados en piel. Rápidamente, recogió la ropa de cama y la arrojó detrás del sofá. Después de sacudir los cojines superficialmente con la palma de la mano, hizo señas a Jon y Katherina para que se sentaran.
—Acomodaos —les dijo—. Tenemos mucho de que hablar.
Jon y Katherina se sentaron en el sofá mientras el anfitrión iba a buscar la butaca marroquí a la otra habitación; luego, la colocó frente a ellos. Mantuvo los ojos fijos en Jon durante un buen rato, sin abandonar ni por un momento una sonrisa satisfecha que jugaba sobre los carnosos labios rojos.
—¿Ha dicho que Luca me dejó un mensaje? —preguntó Jon.
Tom asintió con entusiasmo.
—Mira, tu padre presentía que ellos pronto entrarían en acción, y en caso de que le sucediese algo y tú aparecieras, como suponía, debía darte este mensaje.
—¿Qué dice…?
Tom sacudió la cabeza y estalló en una carcajada.
—Qué alegría verte de nuevo, Jon. Probablemente no me recuerdes, pero visitaba a menudo Libri di Luca cuando apenas eras un muchachito. —De pronto la sonrisa desapareció—. Quise mucho a tu padre. Éramos muy amigos, y él fue el único que me visitaba de vez en cuando en los últimos…, digamos, diez años.
—¿Él venía hasta aquí? —inquirió Katherina, asombrada.
—Una vez al mes, aproximadamente. Generalmente los domingos, cuando la librería estaba cerrada.
—Nunca lo mencionó —aseguró Katherina.
—No, desde luego que no —replicó Tom un poco molesto—. Formaba parte del plan.
Jon tenía tantas preguntas que no sabía por dónde empezar.
A pesar de no haber visto a su padre durante muchos años, aquel lugar y aquel hombre no coincidían en absoluto con la imagen que tenía de Luca. Y le resultaba todavía más inverosímil que el librero hubiese hecho proyectos con un miembro desterrado de la Sociedad Bibliófila, de la cual era un férreo defensor. Y que los dos hubiesen previsto su llegada, como una especie de resurrección, a Jon no terminaba de convencerlo.
—¿Cuál es el mensaje, Tom? —insistió Jon.
Tom lo contempló con sus claros ojos azules mientras movía los dedos huesudos. Ya no sonreía.
—No te inmiscuyas —dijo finalmente.
—¿Cómo? —gritaron a coro Jon y Katherina.
—Olvida todo aquello que crees saber, vende la tienda y retoma tu vida lo mejor que puedas —dijo Tom, entrelazando los dedos de las manos—. Sigue adelante sin mirar atrás.
—Pero… —Jon quiso protestar.
—Es por tu propio bien. Tu padre te quería más que a nada en el mundo. Estaba muy orgulloso de ti, de tu éxito en el colegio, tus viajes, tu carrera. Hablaba de ti durante horas, lo simpático que eras, y cómo habías logrado tener éxito en todo lo que emprendías. ¿Sabes que estuvo presente en la mayoría de tus juicios? —Sacudió la cabeza—. Probablemente no, pero lo hizo, y estaba tremendamente orgulloso.
—Si esto fue realmente así, tenía un extraño modo de demostrarlo —replicó Jon, cruzando los brazos—. ¿Por qué nunca me dijo nada?
—¿No lo has entendido? —dijo Tom con impaciencia—. Quería protegerte. Luca prefirió ser un pésimo padre antes que verte muerto.
Jon se levantó del sofá y se paseó alrededor de la habitación con los ojos fijos en el suelo y las manos sobre las caderas. Sintió náuseas, sin duda debido al aire viciado de la casa. ¿Cómo podía alguien vivir de aquella forma? En aquel aire irrespirable, resultaba imposible pensar. Las preguntas, que sólo unos momentos antes le quemaban por dentro para ser formuladas, habían desaparecido de golpe para ser sustituidas por otras, pero no estaba seguro de querer conocer las respuestas.
—Antes mencionó un plan —dijo Katherina, mientras Jon continuaba con su ir y venir.
—Lo siento —respondió Tom—, pero no puedo decir nada más. Le prometí a Luca comunicarle la recomendación a su hijo, pero pienso que no sería apropiado implicarlo más.
Jon se detuvo y se giró para encararse a Tom.
—¿Y qué pasa si decido no seguir su consejo? —preguntó, iracundo—. Ya estoy implicado. Hay gente que espera algo de y otra gente que ha tratado de amedrentarme. No puede decirme que me limite a darle la espalda a todo y continuar como si nada hubiese ocurrido, porque aunque quisiera hacerlo, no puedo.
—Comprendo perfectamente —admitió Tom—, pero pienso que deberías…
—Estoy harto de que insistan en mantenerme alejado. Dígale a Katherina lo que quiere saber. ¿En qué consistía el plan?
—Vale, vale —lo tranquilizó Tom, lanzándole una mirada preocupada, antes de girarse hacia Katherina—. El plan… Sí, bien —comenzó a decir, asintiendo—. El plan consistía en que nosotros los haríamos salir para que se descubriesen o, al menos, encontraríamos la prueba de su existencia.
—¿De quién? —preguntó Katherina, echando un vistazo a Jon, que había retomado su marcha por la habitación.
—Les llamamos la Organización Sombra —explicó Tom, sonriendo.
—Quizá sea mejor que comience desde el principio —sugirió Katherina.
Tom vaciló y miró de reojo a Jon.
—Continúe —ordenó éste.
Tom suspiró resignado.
—Todo empezó a partir de una rareza —dijo él—. Era casi un juego entre nosotros, entre Luca y yo. No recuerdo quién de los dos comenzó, pero un día se nos ocurrió que podría existir otra organización además de la Sociedad Bibliófila, un grupo que actuaba en secreto, como una sombra. Una organización diferente de la Sociedad Bibliófila, en la que sus miembros utilizaban sistemáticamente sus poderes para actividades criminales o, por lo menos, con fines egoístas. —Se aclaró la voz—. Era más que nada una especie de broma, un juego secreto entre nosotros dos. Al poco tiempo comenzamos a examinar los periódicos en busca de acontecimientos que pudieran apoyar nuestra teoría. Nos lo comunicábamos con un destello en los ojos: «La Organización Sombra ha golpeado de nuevo», solía decir Luca cuando presentaba triunfalmente un recorte de periódico sobre un político que de repente había cambiado de opinión, o un hombre de negocios que había hecho algo inesperado. —Tom sonrió—. Desde luego, no eran más que inventos. En aquella época aún éramos jóvenes, y nuestra imaginación todavía no estaba anquilosada. —Tom volvió a aclarar su voz, y Jon imaginó que no estaba muy acostumbrado a hablar—. Los ejemplos de hechos y coincidencias comenzaron a acumularse. Y llegado un cierto punto, ya no podíamos seguir ignorando la posibilidad de que aquello que habíamos inventado como una broma privada, como un juego entre nosotros, podía tener un fundamento real. Durante mucho tiempo desechamos la idea, pero nuestros ojos se fueron acostumbrando a ver conexiones posibles entre las diversas historias, y encontramos cada vez más sucesos que hacían pensar en la existencia de semejante organización.
—¿Qué dijeron los demás? —preguntó Katherina.
—Lo mantuvimos en secreto —respondió Tom con una pizca de amargura en la voz—. Supongo que nos vimos atrapados en una especie de manía persecutoria. Una de nuestras teorías era que, si tal organización se había mantenido oculta de la Sociedad, sólo cabía pensar una cosa: había espías entre nosotros.
—¿Quién? —preguntó Katherina.
Tom sacudió la cabeza.
—Había varios sospechosos, pero nunca encontramos una prueba concreta. Por eso inventamos «el plan», para obligarlos a salir de sus madrigueras.
Jon detuvo su paseo y volvió a sentarse en el sofá junto a Katherina. Torn lo miró. En sus ojos azules podía leerse una gran tristeza, como un soldado que evocase los tiempos pasados en el frente.
—La idea era que si uno de nosotros era expulsado de la Sociedad por motivos suficientemente desagradables, con toda seguridad esa persona terminaría por ser reclutada por la Organización Sombra poco después. —Tom suspiró—. Tan sencillo como beber un vaso de agua.
Desvió la mirada de Jon y comenzó a inspeccionar la estancia. Sus ojos vagaron por el techo, descendieron por las estanterías y luego por el entarimado. Era como si necesitara reorientarse tras un brusco despertar. Bajó la vista y se observó las manos.
—La primera parte del plan fue un éxito clamoroso —continuó, esbozando una sonrisa—. Mi supuesto crimen era tan repulsivo que todos se alejaron de mí, y pienso que en lo más hondo de su ser agradecieron que fuera Luca el responsable de mi expulsión. Nadie puso en duda la autenticidad de nuestro señuelo, porque ¿a quién se le ocurriría inventar algo así? —Dejó que la pregunta flotara en el aire durante un momento—. Entonces, no cabía más que esperar —continuó diciendo, mientras estiraba los brazos—. Y eso fue lo que hicimos. Pero algo sucedió, y no pudimos hacer nada, ni apelando a nuestra más salvaje imaginación hubiésemos podido…
Katherina y Tom se pusieron de pie a la vez, en el mismo instante. Inclinaron las cabezas y alzaron la vista al techo, como esforzándose por escuchar sonidos sobre el tejado.