—¿Estáis bien? —murmuré. No sé por qué, pero tenía miedo a gritar.
—Más o menos… —me respondió don Diego—. Baja, rápido, necesitamos luz.
Descendí con cuidado y di un salto para cubrir el tramo final. La llama tembló, pero resistió encendida. La levanté en el aire. Estábamos en una zona más ancha, casi rectangular, húmeda y maloliente. Comprendí al instante que nos hallábamos justo debajo del cementerio.
—Bienvenidos.
La voz nos sobresaltó a todos. Don Diego sacó la espada y dio un paso al frente.
Una silueta emergió del fondo.
—Creo que estáis entrando en unos dominios que nos pertenecen.
Lo reconocí. Llevaba una vela encendida que iluminaba su rostro: era el mismo cura que había presenciado impasible la muerte del ciego.
—No sigas.
Vi entonces que don Diego se detenía. A ambos lados del sacerdote fueron apareciendo varias figuras, impasibles, cabizbajas.
—Creo que es mejor que os marchéis. —Su tono era amable, con un deje de ironía—. Dejadnos descansar en paz.
—Eso es lo que pretendemos —replicó don Diego—. Sois vosotros los que…
El cura hizo un gesto. Sus acompañantes dieron un paso al frente. Pude ver sus rostros: macilentos, lívidos, muertos.
—¿Qué quieres que hagan? Ellos no pidieron morir en vida, ellos no pidieron ser lo que son.
—¿Buscas nuestra compasión?
El cura se rió.
—¿Compasión? Creo que sois los vivos quienes tenéis que rogarla… ¿Crees que les asusta algo? ¿La muerte, quizá…?
Hizo una pausa.
—No queréis ver la verdad: no son unos malditos, sino los elegidos. Cristo resucitó, fue el primero, y ahora nos ha escogido a nosotros. Debéis plegaros a Su voluntad.
—¡Esto no es cosa de Dios sino del diablo!
—¿Qué más da cómo lo llames? Tal vez los dos sean uno. Hemos creído hasta ahora en los opuestos: ricos, pobres; Dios, diablo; cielo, infierno; muertos y vivos… Las cosas no son tan sencillas.
—¡Maldito seas! Convenciste a la reina…
—La aconsejé. Fui su confesor en sus momentos más duros, cuando su amado Felipe murió de repente… Tan joven, una tragedia tan imprevista… ¡No era justo para la pobre reina Juana! La llamáis loca, pero ella sabe lo que vio: sabe que su marido no estaba muerto. Que era uno de nosotros… Ella nos comprende.
—¡Maldito seas!
Don Diego no pudo contenerse y su espada atravesó el cuello del ser que se hallaba a la derecha del sacerdote. Los demás respondieron al ataque avanzando hacia nosotros. Supe que sólo teníamos una posibilidad: huir.
Di media vuelta y traté de subir por aquel resbaladizo terreno; me volví a tiempo de ver cómo aquellos seres dejaban atrás al sacerdote y se echaban sobre mis compañeros. Don Diego forcejeaba con uno de ellos, pero Miguel acudió en su ayuda: su espada rebanó el cuello del no muerto con precisión.
Oí entonces el grito ahogado del pelirrojo, que se debatía debajo de cuatro de aquellos monstruos. El ruido de mordiscos llenó la caverna. Como perros hambrientos, todos se lanzaron contra la presa. Les podía el hambre, y un hombre caído era mejor para ellos que tres en pie. Fue el horrendo gemido de Mateo lo que me impulsó hacia arriba; gateando, llegué al pasadizo sin pensar si los otros dos me seguían. Lo hicieron, sin embargo. No teníamos luz alguna, salvo la que entraba por el hueco del fondo desde la iglesia, y hacia ella dirigimos nuestros pasos. Cubierto de tierra, aterrado, llegué hasta la trampilla. Me di cuenta de que subir iba a ser difícil: no había donde agarrarse. La salida estaba cerca y a la vez era inalcanzable.
—¡Súbete a mis hombros! —gritó don Diego.
Oí su voz al tiempo que llegaban hasta mí los pasos de nuestros perseguidores que avanzaban por el pasadizo.
Recé para que tuviéramos tiempo para escapar antes de que llegaran. Mi amo se agachó, y me encaramé a sus hombros. Se puso en pie y mis manos agarraron el borde del agujero. Un impulso más y estaría fuera.
—¡Se acercan! —gritó Miguel—. ¡Malditos sean! Puedo oírlos…
Me quedé con las piernas colgando y medio cuerpo fuera mientras, con un último esfuerzo, conseguí izarme y salir de aquella trampa de ultratumba. Tenía que pensar en algo, o mis compañeros morirían. Con una inspiración súbita recordé las repugnantes hostias que el sacerdote había repartido la primera vez que estuve en esa iglesia; aquellos seres se habían lanzado sobre ellas como si fueran aire. Corrí hacia el altar: reposaban en un cuenco. Temblaban, como si algo vivo latiera en ellas. Venciendo las náuseas volví hacia el agujero.
—¡Lanzadles esto! ¡Los entretendrá!
Dejé caer el brazo con el cuenco y Miguel lo agarró de un salto.
—¿Qué demonios es?
—¡Tíraselo!
Lo hizo. Oí cómo el cuenco se estrellaba contra el suelo, y luego lo que desde arriba parecía una pelea de perros rabiosos. El hedor que despedían había atraído la atención de aquellos monstruos. El morisco se encaramó al borde con un salto prodigioso; lo ayudé a salir. Miguel tendió el brazo y, con toda la fuerza de su joven cuerpo, izó a don Diego mientras, abajo, los no muertos peleaban entre sí por aquella extraña comida.
Cerramos la trampilla sin pensarlo dos veces. La madera al caer sepultó el ruido de aquella pavorosa jauría.
Tendido en el suelo, intenté recobrar el aliento.
Me dolía todo el cuerpo. Pero don Diego no nos dejó tiempo para recuperarnos.
—¡Poned las baldosas! Tiene que haber otra salida, al otro lado del cementerio, en alguna de las tumbas. ¡No podemos dejar que salgan por allí! ¡Corred!
a
Y corrimos. Como alma que lleva el diablo seguí a los otros dos, que cruzaban la iglesia en dirección al camposanto. Teníamos un único y común objetivo: sellar la otra puerta, enterrar a aquellos muertos de una vez por todas en el fondo de la tierra. Rómulo y la niña seguían en la calle y hacia ellos corrió mi amo. Se arrodilló frente a la cría y preguntó, con voz tensa:
—¿Por dónde salen? Dímelo.
Ella titubeó unos instantes, pero algo en los ojos de mi amo la llevó a confiar en él. Lo cogió de la mano y juntos entraron en el cementerio, sortearon las tumbas y se dirigieron hacia una de ellas, situada en uno de los rincones más alejados. A su alrededor la tierra aparecía removida.
—Traed tablones, piedras, lo que sea… ¡Hay que sepultar a estos muertos de una vez por todas!
Nos apresuramos a hacer lo que decía. Poco rato después la tumba estaba firmemente atrancada. Empezamos a oír el ruido: los brazos que empujaban, desesperados, el suelo que temblaba. La niña nos miraba con los ojos llenos de lágrimas, pero no hizo el menor gesto para ayudar a quienes debían de haber estado a su lado hasta ese momento. Pensé que ahí abajo tal vez yaciera su familia… ¿Cómo podía haberse mantenido inmune a aquella peste? Advertí que don Diego pensaba lo mismo. Resistimos un rato más; mi amo quería asegurarse de que ni uno solo emergía de aquel abismo. Los golpes fueron haciéndose más débiles, el latido que parecía agitar la tierra del camposanto remitía. Horas después, cuando las sombras se habían apoderado ya del paisaje, el silencio era absoluto.
—Él ha salido —dijo la niña.
—Nadie ha podido salir —repliqué—. No nos hemos movido.
Ella meneó la cabeza; su cuerpo se tensó al tiempo que una fría corriente de aire levantaba el polvo. Luego se desmayó.
Cuando volvíamos a cruzar el puente, me detuve un momento y miré a mi espalda. Habíamos cumplido el último deseo que expresó el pelirrojo y de lo que había sido un pueblo sólo quedaba una nube de cenizas y un montón de escombros. Regresamos a galope tendido, deteniéndonos lo imprescindible para comer y descansar cuando nos faltaban las fuerzas. Rómulo sólo repetía que algo había pasado, que Lucrecia no estaba bien. Los demás no le hacían mucho caso, pero yo me fiaba de sus presentimientos. Y don Diego, aunque no intervenía, también parecía apesadumbrado. Llevaba a la niña con él y creo que intuí qué le pasaba: si lo que había dicho ella era cierto, aquel cura, que parecía ser la presa principal de mi amo, había huido por aquella puerta antes de que llegáramos, mientras sus secuaces de ultratumba nos perseguían por el pasadizo. Pedro también estaba taciturno, aunque su herida parecía haber mejorado, y en conjunto éramos un grupo mucho menos animoso que el que había partido hacía sólo dos días y medio. Llegamos a Toledo de noche y nos plantamos en casa de Brígida.
Nos miramos perplejos y preocupados. Allí no había nadie.
—Os lo dije —gritó Rómulo—. Os advertí que pasaba algo.
—Vayamos a mi casa —dijo don Diego—. Si tus presentimientos son ciertos y algo ha sucedido, se habrán refugiado allí.
Vimos luz en cuanto llegamos y eso nos tranquilizó. Inés nos abrió la puerta; su cara proclamaba claramente que los temores de Rómulo no eran infundados. Entramos y nos recibió un silencio sepulcral. El cojo Dámaso estaba frente al fuego, con una botella al lado. Vacía. María salió de uno de los cuartos en cuanto nos oyó llegar.
—¡Por fin! —exclamó.
No vi ni rastro de Lucrecia, ni de Brígida.
—Las han cogido —dijo Inés, con voz débil—. Nos esperaban a la salida del cementerio. Yo conseguí huir…
—Espera, espera… —la interrumpió mi amo—. Cuéntanoslo todo.
Y así lo hizo. Inés y las demás habían salido la noche anterior hacia el cementerio de uno de los pueblos vecinos. Brígida había insistido en acompañarlas, harta, según ella, de perderse toda la diversión. Al principio todo había salido bien: habían saltado la valla del camposanto, mientras Dámaso las esperaba fuera, dispuesto a dar la voz de alarma si se acercaba alguien. Y nadie se acercó porque ya estaban dentro. Ellas rociaban con agua bendita una tumba cuya tierra habían visto removida cuando de la noche surgieron voces que gritaban el alto. Inés y María, más ágiles, salieron corriendo y lograron saltar la valla; Lucrecia y Brígida se quedaron atrás…
—Están en los calabozos de la Inquisición —añadió María—. Acusadas de brujería, comercio con los muertos y no sé cuántas atrocidades más…
Rómulo soltó un grito de rabia.
—Tranquilo, amigo —intervino Dámaso. Su voz denotaba a las claras que el vino que faltaba en la botella estaba bien aposentado en su estómago—. Estoy seguro de que don Diego podrá sacarlas de allí enseguida.
Advertí cierta ironía en su tono de voz, aunque no habría sabido decir si era una provocación o un deje fruto del alcohol.
La cara de mi amo, sin embargo, expresaba cualquier cosa menos esperanza.
La noche transcurrió despacio. La inquietud era evidente en los rostros de los que allí estábamos. Pedro, que extrañamente no había mostrado reacción alguna, se había retirado a dormir a uno de los cuartos y Rómulo permanecía sentado en un rincón, tan triste que se me encogía el corazón al mirarlo. Dámaso siguió bebiendo sin hacer el menor caso al semblante severo de don Diego. María acostó a la niña y volvió con nosotros.
—Está bien… solo cansada y muy asustada.
—¡Pobrecilla! —exclamó don Diego—. ¿Cómo habrá sobrevivido rodeada de esos seres? ¿Por qué no han logrado convertirla en uno de ellos?
Ninguno de nosotros teníamos respuesta a esas preguntas.
—Se llama Teresa —añadió María—. Pero no ha querido decirme nada más.
Mi amo tenía la mirada fija en el fuego; las arrugas de su frente indicaban que su cerebro hacía enormes esfuerzos por hallar las respuestas a las múltiples preguntas que lo acosaban.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Inés.
Dámaso arrojó la botella vacía contra el fuego. Intentó levantarse pero casi no podía tenerse en pie, y volvió a caer donde estaba.
—Intentemos mantener la calma —replicó don Diego. Nunca le había visto tan serio. Me di cuenta de que Miguel también le observaba: el semblante del morisco era más impenetrable que nunca—. De poco les serviremos a Brígida y a Lucrecia si nos dejamos abatir por el desánimo.
Dámaso se rió. Fue una carcajada amarga, dura. Inés fue hacia él y apoyó la mano en su hombro. El fuego los iluminó a ambos, y en esa ocasión sí fui consciente del parecido: ambos poseían una belleza extraña, turbadora, de rasgos distintos, sí, pero que se combinaban formando la misma expresión. De su piel, de sus gestos, incluso de su inmovilidad, parecía emanar una sensualidad salvaje. Sin poder evitarlo, a pesar de todo lo que sucedía, sentí deseos de abrazar a Inés, de yacer con ella, de recorrer su cuerpo con mis manos.
—Tranquilo —susurró ella al oído de su hermano.
Él cerró los ojos mientras ella, de pie, a su espalda, atraía su cabeza contra su pecho.
—Mañana empezaré a mover los hilos —anunció don Diego con voz seca—. Sabéis que tengo amigos influyentes en la Corte: intentaré convencer a alguno para que interceda por ellas. También quiero ocuparme de esta niña… Hay que sacarla de Toledo. Vosotros no os mováis de aquí. No os alejéis mucho ni entréis en la ciudad. Y por lo que más queráis, que nadie vaya a casa de Brígida. No sabemos si están buscando cómplices…
El día amaneció triste, gris y frío. El invierno en toda su crudeza se abatía sobre nosotros. El aire cortaba. Al levantarme, la casa de don Diego me pareció más austera que nunca. Olía a cerrado, a humedad, a vacío.
Ensillé el caballo para mi amo a primera hora. Antes de partir, con la niña Teresa envuelta en una manta sentada delante de él, me habló sin mirarme a los ojos.
—Saldremos de ésta, Lázaro. Ten fe.
Volví a entrar en casa, aterido, y me senté junto a los restos del fuego. Alguien se dejó caer a mi lado.
—¿Estás bien?
Era Inés. Se la veía asustada, frágil, muy distinta a la fría y desafiante chiquilla que yo había conocido hasta entonces. Por primera vez me sentí fuerte. Ya no era el crío que la había conocido después de recibir un jarrazo de un ciego cascarrabias.
—Don Diego acaba de marcharse. Él lo arreglará todo —añadí, como si decirlo en voz alta sirviera para hacer realidad el deseo.
Asintió como si comprendiera.
—No puedo dejar de pensar en ellas —musitó—. ¿Sabes qué les hacen a las supuestas brujas?
Sus ojos expresaban temor y lástima. Y un destello de ira, no una furia pasajera sino una rabia sorda, fría. Perenne.
—Lo he oído. Pero don Diego las sacará de allí. Ya lo oíste… —Intentaba infundir a mis palabras una confianza que ni yo mismo sentía del todo—. ¿Cómo está Pedro?
—Duerme… —Se calló—. Sé que don Diego lo intentará, pero… tú no sabes lo que hay en juego, Lázaro.