Lazarillo Z (11 page)

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Authors: Lázaro González Pérez de Tormes

Tags: #Fantástico, Zombi

BOOK: Lazarillo Z
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Me atravesó con la mirada y esbozó una sonrisa torcida.

—Quieres que te hable de Inés —susurró—. ¿De verdad no sabes lo que son ella y su hermano? ¿No has visto cómo huyen del sol, no te dan que pensar sus salidas nocturnas? Son como murciélagos… seres de la noche. Cuando esto acabe desaparecerán y no volverás a verlos.

Me ofendió. Supongo que era su intención.

—Ya. Creo que eso mismo puede decirse de don Diego… Cuando esto acabe, volverá a la corte. No creo que en ella vivan muchos moriscos.

No lo vi venir: de un salto cruzó el fuego, como un felino, y cayó sobre mí. Tenía un cuchillo en la mano y noté el frío del acero acariciándome la garganta.

—Vuelve a repetir lo que has dicho antes y una mañana te encontrarán con el cuello rajado en dos.

Se incorporó. Me miraba con frialdad y creí en su amenaza a pies juntillas. Del ciego había aprendido que el miedo es el principio de la derrota, así que no lo dudé. Con toda la fuerza que me daban el vino y la mala leche le propiné una patada en la entrepierna que lo dobló y le arrancó un aullido de dolor. Aproveché que caía de rodillas para agarrar una rama encendida y se la acerqué a la cara.

—Amenázame otra vez y te ensartaré en ella como si fueras un cerdo. ¿Está claro?

Lo empujé y cayó como un saco, con la mano en los cojones. Me sentí tentado de darle otra patada, pero me contuve. Me miró desde el suelo, y, para mi sorpresa, se rió.

—Eres más duro de lo que creía —dijo. Pero algo en su tono había cambiado, así que le tendí la mano para ayudarle a ponerse en pie. La aceptó; temí que aprovechara el gesto para derribarme pero no lo hizo. Se incorporó soltando un suspiro y volvió, despacio, al lugar donde se hallaba sentado antes. Me miró entre las llamas y volvió a sumirse en su mutismo, aunque, por raro que parezca, tuve la impresión de que al final éramos más amigos de lo que habíamos sido antes.

Los demás regresaron poco después, animados porque habían encontrado un puente que vadeaba el río. Después de la cena, don Diego aprovechó que estábamos todos alrededor del fuego para tomar la palabra. Había algo en su voz que invitaba a la confianza y al respeto. Yo lo sabía bien, pero tuve ocasión de constatarlo una vez más.

Las indicaciones eran claras: al amanecer cruzaríamos a pie el puente, para no levantar sospechas, y nos acercaríamos al pueblo. La idea era llegar a la misma hora en que debimos de hacerlo el ciego y yo, para encontrarlos a todos en la iglesia. Era mejor luchar contra ellos si al menos estaban todos en un lugar, eso era obvio. Una vez dicho esto, bajó la voz, y tuve que esforzarme para oírlo.

—No olvidéis que ya están muertos. Por lo que nos contó Lázaro, todos parecían iguales: hombres, mujeres y niños. No los estamos asesinando, simplemente los devolvemos a sus tumbas para que descansen en paz de una vez por todas. Será duro, pero hay que hacerlo, ¿estamos de acuerdo?

Nadie dijo lo contrario.

—Al parecer el cura es quien manda. Tendremos que tener especial cuidado con él.

—¡Para variar! —replicó Pedro, y su boca sin dientes se abrió en una mueca.

—Es cierto —añadió don Diego—. Su trabajo les aproxima al reino de los muertos. Nos turnaremos para montar guardia esta noche. No quiero sorpresas. Si quien está de guardia oye algún ruido extraño, que dé la voz de alarma enseguida. No sabemos cómo se las gastan esos… seres. Que Dios nos acompañe.

Tal vez fuera el vino, tal vez la emoción de la batalla que se avecinaba, tal vez simple cansancio, pero lo cierto es que caí rendido poco después, ajeno a los rumores del bosque y a los ronquidos de mis compañeros. Soñé con Inés, con sus ojos de dos colores y con las palabras de Miguel. En mi sueño la seguía por los callejones de Toledo, incansable, manteniendo la distancia para no ser descubierto. La densa niebla me ayudaba a esconderme, pero a la vez también la ayudaba a ella a desaparecer. Inés caminaba decidida, como quien avanza con un propósito claro. Yo sólo veía su espalda a ratos, intuía sus formas delgadas bajo la gran capa que la cubría. De repente la perdí: me dije que habría entrado en uno de los portalones de aquella calleja oscura y, muy despacio, fui asomando la cabeza por todos. Ni rastro… pero la sensación de urgencia, de peligro, se acrecentaba en cada puerta. Sentía un nudo en el estómago, como quien sabe que va a descubrir algo aterrador pero no puede evitar seguir buscando. De repente, cuando salía de otro portal vacío a la calle brumosa, una mano se apoyó en mi hombro. Di un salto, pero la mano seguía sacudiéndome, y una voz repetía mi nombre. Tardé unos segundos en comprobar que sueño y realidad se habían fundido, y que era don Diego quien me llamaba, agachado a mi lado.

—¡Lázaro! ¡Lázaro!

Me incorporé de un salto. Por un instante no supe dónde estaba ni por qué me sacaban de ese sueño con tanta brusquedad. Parpadeé y comprendí.

—Tu turno, Lázaro —susurró mi amo—. Hasta ahora todo ha estado tranquilo. Voy a descansar un rato.

Asentí y me aposté donde nos había indicado don Diego. Aticé el fuego, que ya se extinguía. Envuelto en una manta, contemplé a los demás, dormidos. Luego clavé la vista en el río, que en ese momento se me apareció como la línea que separaba la vida de la muerte, la cordura de lo insano, lo normal de lo terrorífico. ¿Qué estarían haciendo esos seres al otro lado? ¿Dormir, como nosotros? Me estremecí y estreché la manta con más fuerza contra mi cuerpo. Entonces, solo durante un instante, distinguí el destello. Una luz intensa y fugaz había brillado desde la orilla opuesta, a unos treinta pies a mi izquierda. No me cabía duda. Pero el resplandor se apagó y no volvió a encenderse. Los caballos estaban inquietos. Me levanté; abrigado con la manta, caminé en línea recta, siguiendo el cauce del río. Me alejé sólo unos pasos, pero de repente una niebla, idéntica a la de mi sueño, se elevó del río y me envolvió por completo. Iba a dar la vuelta, cuando, a través de la densa bruma, la luz brilló de nuevo. Abrí la boca para dar la voz de aviso, pero una mano gélida, salida de la nada, me lo impidió. Noté un aliento frío en mi oído y otra mano en la garganta, oprimiéndola. Forcejeé, pero fue en vano: sólo conseguí que la manta que me cubría cayera al suelo. La garra seguía apretando sin compasión. Agité los brazos, boqueé; los pies se me elevaron del suelo. Quienquiera que fuese me sostenía en el aire, agarrado por la garganta como si fuera un cachorro rabioso. Empecé a cerrar los ojos. Ni siquiera me quedaban fuerzas para dar patadas. Y entonces caí al suelo. La mano me había soltado, y medio inconsciente distinguí rumores de lucha. La niebla se disipó unos instantes, lo bastante para ver a mi atacante ensartado por una lanza, que le había atravesado por la espalda y asomaba por el pecho, y a Miguel, el morisco, en pie a su lado. Tosí, intenté llenar los pulmones, pero sólo conseguí vomitar. Algo saltó sobre Miguel y lo derribó. Éste gritó, fue un gemido sordo. Ambos, él y su atacante, rodaron por la tierra. Seguí el ruido, ya que apenas podía verlos. Distinguí un bulto justo en la orilla del río y hacia allí me arrastré. Cuando llegué, aquel monstruo estaba hundiendo la cara del morisco en el agua. Cogí una gran piedra y la descargué con todas mis fuerzas contra el enemigo. Su cabeza se quebró y cayó al agua, sobre Miguel, quien consiguió zafarse de él y levantarse. Entonces vimos al resto: iban hacia nosotros. Sus movimientos eran torpes. Gritamos, despavoridos, para despertar al resto. Sus gritos de respuesta nos indicaron la dirección a seguir. Los encontramos en pie, espadas y lanzas en mano, mirándonos con expresión asustada. Si aquellos seres nos atacaban estábamos perdidos. Nuestra única opción era mantenernos juntos y defendernos en bloque.

—¡Coged ramas y encendedlas en la hoguera! —gritó don Diego.

Eso hicimos, y con las maderas en llamas formamos un círculo. Tensos, aguardamos a que se produjera el asalto. La niebla se hizo más espesa. Sólo conseguíamos oír rumores sordos. Creí que alguien se acercaba y sacudí el tronco encendido. Un gruñido confirmó mis sospechas.

—¡Cuidado! ¡Se acercan! —grité.No tuve ni tiempo de bajar la rama: algo me empujó y me derribó de espaldas. Ése fue el principio del ataque.

A partir de ese momento mis recuerdos se confunden. Sé que peleé con el brío de un gato montés. Ni siquiera sabía contra quién luchaba. Tuve la sensación de que caían sobre nosotros como una plaga de animales. Incansables, feroces, asesinos. La niebla, aliada con ellos, nos dejaba más indefensos si cabe. No sabía cuántos eran, ni cuántos de mis compañeros seguían vivos. Oía imprecaciones, gritos, insultos… y vi al pelirrojo que, espada en mano, repartía mandobles con la destreza de un soldado experto. Comprendí entonces que aquellos seres nos habían atacado sin más armas que sus manos y su fuerza bruta, y eso me infundió esperanza. La sangre me hervía, a pesar del frío y del miedo, y conseguí hacerme con una lanza que había caído al suelo a mi lado. Armado con ella acudí a cubrir a don Diego, pero antes de llegar hasta él oí un grito de dolor.

Me volví a tiempo para ver a Pedro, a quien dos de aquellos seres habían atacado por la espalda. Fui en su ayuda. La lanza quebró los huesos de uno. Era como si esos huesos ya estuvieran secos, porque no costaba nada atravesar sus cuerpos. El otro seguía sobre Pedro, mordiéndole en el estómago. Lo aparté de una patada y Rómulo, que también había acudido a los gritos del pobre Pedro, prendió fuego al cuerpo del atacante caído con un tronco encendido. Éste ardió como si fuera de papel, fundiéndose en apenas unos instantes. Ayudé a Pedro a levantarse, y él me lo agradeció con una sonrisa que era más bien una mueca de dolor. Con la mano apoyada en el vientre, me animó a dejarle solo y seguir luchando. Me volví hacia el resto. No había ni rastro de Miguel, pero don Diego y Mateo seguían batallando contra aquellos seres. Yo sentía la necesidad de matar. No sabría explicarlo: ya no luchaba por salvar la vida, ni por ayudar a mis amigos, ni por librar al país de aquella horda de monstruos. Lo hacía por el placer de verlos caer, de pisotearlos como arbustos secos, de reventar sus cuerpos podridos.

No podría decir cuánto duró. Sé que el amanecer nos descubrió exhaustos, rodeados de cuerpos caídos. Vi a don Diego en pie frente al río, con la mirada perdida en el pueblo que, a lo lejos, parecía dormido.

—Pedro está herido, señor —le dije, acercándome—. Los demás estamos sanos y salvos…

Asintió con la cabeza.

—Tenemos que ir a ese pueblo y acabar con esto —dijo con firmeza—. Cuanto antes. —Se volvió hacia los restos de la hoguera—. ¿Y Miguel?

—Aquí —gritó una voz. Ambos vimos al morisco, que se acercaba, cubierto de sangre negra pero al parecer ileso—. ¡Menuda matanza!

Apilamos los cadáveres. A la luz del día no parecían tantos, quizá una docena, aunque resultaba difícil saberlo, ya que todos estaban desmembrados. Buscamos un claro y les prendimos fuego. Una columna de humo negro y acre se elevó en el aire. Doloridos, agotados, emprendimos el camino hacia el puente. De nada habían servido las protestas de Pedro: don Diego le había ordenado quedarse atrás en aquel tono suyo que no admitía réplica. El resto avanzamos en dirección al pueblo. Intuí que mi amo sospechaba algo. No abrió la boca, pero su expresión era la de un derrotado a pesar de que, por el momento, no podíamos quejarnos. Habíamos acabado con unos cuantos de aquellos seres, habíamos sobrevivido… Pero algo en su ceño indicaba que no estaba satisfecho. Enseguida comprendí por qué.

El pueblo estaba desierto. Casas vacías, calles vacías, nuestras pisadas levantaban ecos sin respuesta. La iglesia, a la que me acerqué con cautela, era ahora un lugar inofensivo. El Cristo, colgado sobre el altar, posaba su triste mirada en un templo sin fieles.

—Han huido —afirmó mi amo—. Nos han entretenido al otro lado para poder escapar. ¡Dios sabe dónde estarán ahora!

—¡No pueden haber ido muy lejos! —protestó Mateo.

—¿No? ¿Eso crees? —Don Diego le miró, desafiante—. No creo que sigan todos juntos… se habrán separado, tomado distintos caminos… ¿Cómo vas a reconocerlos?

—Tenemos que volver —intervino Rómulo de repente. Había estado extrañamente callado durante toda la mañana—. Algo malo ha pasado en casa… Lo sé.

Cuando lo miré tenía los ojos arrugados llenos de lágrimas.

—Lo noto aquí dentro —añadió, al tiempo que posaba una mano en el corazón—. Lucrecia no está bien…

Mateo contestó con un suspiro de desdén.

—Volveremos —dijo—, pero antes pienso hacer que arda este maldito pueblo. ¡Y nadie va a impedírmelo!

—¡No servirá de nada! —replicó don Diego.

Algo salió de una de las casas al oír la mención del fuego. Todos nos volvimos con las armas en alto. Atónito, comprobé que era la misma niña que me había ayudado a escapar meses atrás. En silencio, señaló hacia la iglesia.

Mateo se dirigió hacia ella dispuesto a atacarla; lo detuve con firmeza.

—¡No! ¡No es una de ellos, lo sé!

Me miró con la duda dibujada en su hosco semblante.

Don Diego se llevó un dedo a los labios. Con un gesto ordenó a Rómulo que vigilara a la niña y a los demás que le siguiéramos. Obedecimos. Entramos de nuevo en la fría iglesia desierta. Nos miramos, perplejos. Recorrimos el pequeño templo, caminamos hacia el altar como cuatro fieles armados. Recordé el momento en que aquel cura siniestro había intentado introducirme en la boca aquella hostia macabra. Don Diego se había agachado y palpaba el suelo; de repente un sonido hueco llegó hasta nosotros. Retiró con cuidado una de las baldosas, y la contigua. Desde donde yo estaba pude ver que en el suelo había algo parecido a una trampilla.

—Que Dios nos ayude —murmuró, y levantó la pesada madera.

Miguel se acercó a él con un cirio encendido en la mano. Con suma cautela, don Diego asomó la cabeza por el agujero a la luz de la llama que sostenía el morisco. Sin decir nada más, y desoyendo nuestras advertencias, se dejó caer en el hueco y extendió el brazo para recibir el cirio.

—Aquí abajo hay un pasadizo —gritó.

Nos apresuramos a seguirle. Uno tras otro, los tres descendimos de un salto. Yo fui el último y antes de hacerlo entregué otro cirio encendido a Mateo, que me había precedido. Nos hallábamos en un angosto pasillo que cruzaba la iglesia por debajo. Nada se oía.

—¡Esto puede ser una trampa de esa maldita cría! —protestó Mateo, antes de darme de nuevo el cirio.

Pero don Diego no le hizo caso y siguió adelante. Abría la marcha, seguido por el morisco y el pelirrojo; yo caminaba el último. La tenue llama alumbraba apenas unos metros. Me dije que nos estábamos metiendo en la boca del lobo, pero nada ni nadie me habrían hecho dar media vuelta. El pasadizo proseguía en línea recta. A medida que nos adentrábamos, la oscuridad era mayor; el techo, más bajo; el camino, más estrecho. Noté que todos conteníamos la respiración. Entonces el pasillo comenzó a descender; nos dimos cuenta tarde, al menos Mateo, que resbaló. Con una imprecación, cayó hacia delante, empujando con él a Miguel y a don Diego, que encabezaba la marcha. Los vi deslizarse hacia el fondo, caer como bultos rodando, y, sin saber qué hacer, me quedé quieto.

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