Aproveché que mi siniestro amo cerraba los ojos y aspiraba el olor del cabello de la chiquilla. Ella intentó apartarse un poco, pero el hombre, mucho más fuerte, la mantenía firmemente agarrada.
—Chist… —le dijo—. Tranquila…
Yo me preparé para atacar: despacio me acerqué a ellos, dispuesto a descargar la tabla con todas mis fuerzas contra el cráneo del maldito clérigo. Oí sus jadeos entrecortados que se convirtieron, un instante después, en un aullido de dolor. Ella se apartó. Un río de sangre manaba de la entrepierna de mi amo, que cayó de rodillas. La luz de la vela iluminó el cuchillo con el que, de un tajo certero, ella le rebanó la garganta. El borboteo de sangre fue seguido de un chillido intenso. Una mancha roja se derramó sobre el suelo, y del techo, cual murciélago, saltó una de las ratas, atraída por su vivo color.
Yo seguía con el tablón en el aire, atónito. La niña se puso de pie y saltó del colchón, alejándose así de las ratas. Se volvió para mirarme.
—¿Qué haces ahí parado? ¿Quién demonios eres?
Me dije que era a mí a quien correspondía hacer esa última pregunta, pero el rumor de dientes de los roedores me quitó las ganas de hablar. Ella tampoco esperó respuesta; la vi correr escalera arriba, sólo para chocar contra la puerta cerrada. Se volvió hacia mí con expresión de impaciencia. La seguí y saqué la llave. Cuando ya había abierto la puerta eché un último vistazo al sótano: el cuerpo de mi amo había quedado sepultado bajo un sudario de ratas voraces.
Juntos salimos de la casa. Aún era de noche, pero una leve línea de luz se insinuaba en el horizonte. Anduvimos en silencio hacia las afueras del pueblo. Ella ni me miraba: sus extraños ojos parecían fijos en el camino, se movía deprisa. Sólo se detuvo un momento, al principio, para secar el cuchillo con su falda, muy ancha y larga hasta los tobillos, y luego guardarlo con cuidado en la bolsa que formaba uno de sus pliegues. Cuando llevábamos al menos media hora andando, de repente se volvió hacia mí y me dijo:
—¿Se puede saber adonde vas?
Había una nota de impaciencia en su pregunta, y a mi pesar bajé la cabeza, avergonzado. Balbuceé una respuesta.
—¿Qué? —Ella seguía andando a buen paso. En sus gestos se leía que habría preferido continuar sola, pero yo no estaba dispuesto a quedarme atrás.
—Había bajado al sótano para ayudarte —repetí, intentando dar un aire de dignidad a la frase.
Ella sonrió, desdeñosa.
—Pues te lo agradezco, pero ya ves que no hacía falta. —Apretó el paso, decidida a perderme de vista. Llevado por un impulso, la agarré del brazo. Se revolvió como un gato furioso: su ojo azul lanzaba destellos de ira—. ¡Suelta! —murmuró en voz baja; en el susurro viajaban todas las amenazas del mundo.
—Es… espera… No tengo a donde ir. —Dejé caer los brazos y me obligué a mirarla a la cara—. No… no…
Y entonces, para mi más absoluta desdicha, todo lo que había pasado en los últimos meses cayó sobre mí. La fuerza de los recuerdos, de las noches en vela, del horror adivinado y finalmente visto, me sacudió en el peor momento y me derribó al suelo. Caí de rodillas en medio del camino, haciendo esfuerzos por no llorar. Me ardían los ojos y me mordí los labios para reprimir un sollozo. No conseguí levantar la mirada del suelo: deseaba que el suelo me tragara en ese mismo instante. Yo, que me había imaginado en el papel de caballero salvador, representaba ahora el de doncella asustada.
Ella se había parado y me contemplaba con los brazos en jarras.
—Olvídate de esto —me dijo, y aunque su voz seguía siendo fría, percibí un atisbo de compasión—. Búscate otro amo más decente y sigue con tu vida.
—¡No! —La indignación ante aquel tono displicente me hizo ponerme de pie, como impulsado por un resorte—. ¿Qué diablos está pasando? ¿Quién era esa gente de la iglesia que acabó con la vida del ciego? ¿De dónde han salido esas ratas infames y asesinas?
Di un paso hacia ella. No sabía por qué estaba tan enojado de repente contra esa niña, pero presentía que ella podía dar respuesta a todas mis preguntas, y yo no tenía la menor intención de quedarme allí y seguir intentando descifrar ese misterio a solas.
Ella miró hacia el horizonte y soltó un suspiro de exasperación.
—No lo sé. Tampoco es quien yo creía que era, pero estoy segura de que el mundo estará mejor sin él.
Asentí sin comprender: mi cerebro funcionaba a toda velocidad. No quería que se fuera, no quería estar solo. Levanté la cabeza e intenté lanzarle una mirada dura. Luego, muy despacio, me arañé con fuerza el antebrazo. Una leve sombra de sangre se deslizó por él. Ella bajó la cabeza y todo su cuerpo se tensó. Su lengua acarició sus labios, salivaba como un perro famélico; sus ojos parecían seguir aquella gota roja que serpenteaba sobre mi piel blanca. Inclinó la cabeza a un lado y avanzó un paso. Yo sonreía, con el brazo en alto, mostrándole el cebo de mi herida.
—¡Imbécil! —me espetó ella. Mi sonrisa se desvaneció al ver su expresión de desprecio. Fue sólo un instante, porque, tras lanzar un profundo suspiro, la niña dio media vuelta y salió corriendo bosque a través.
La maldije en voz alta y la seguí a distancia. No sé por qué: tal vez porque, de un modo extraño, cerca de ella me sentía seguro.
Cuando empezaba a amanecer la perdí de vista. Sucedió de repente, así que me dije que no podía estar muy lejos. Corría a través del bosque y al instante siguiente no quedaba ni rastro de ella. Desconcertado barrí el suelo con la mirada: nada. Tardé un buen rato en dar con su escondrijo y de hecho lo descubrí por casualidad. Unas ramas secas cubrían algo que parecía un agujero y al apoyar el pie éstas cedieron; resbalé y mis nalgas fueron a chocar contra el duro suelo. Entonces la vi: estaba tumbada en el fondo, acurrucada como una niña pequeña y con el dedo pulgar en la boca. Parecía la viva imagen del candor y la inocencia; dormía como sólo lo hacen los ingenuos, entregándose al sueño profundamente y con una sonrisa en los labios. Algo en su postura me conmovió y, para que la naciente luz no la despertara, volví a colocar las ramas en su sitio y me senté al borde del hoyo. Allí me quedé, solo y cansado, esperando sin saber muy bien qué esperaba.
El sol descendía ya cuando despertó y salió del agujero. Pareció sorprendida al verme allí.
—¿Aún no te has ido? —me preguntó de mal humor. Sentí una irritación instantánea: la ternura que me había inspirado dormida se transformó en ira al oír su voz. La habría empujado al fondo del hoyo de buena gana.
—No me iré hasta que me cuentes qué es lo que pasa —repliqué, enfurruñado.
—¿No has oído nunca que la curiosidad mató al gato?
—¿Y tú que el gato, aunque lo maten, tiene siete vidas? Creo que me quedan unas cuantas…
Se rió, a su pesar. Se sacudió la larga falda y se pasó la mano por sus enmarañados cabellos rizados. Me miró de arriba a abajo, como si estuviera decidiendo qué hacer conmigo. Por fin suspiró y, escondiendo una sonrisa que pugnaba por aflorar en sus labios, dijo:
—Está bien. Ven conmigo. Prefiero llevarte al lado que agazapado de árbol en árbol detrás de mí; me inquieta que me sigan… —Me recorrió con la mirada—. Has crecido desde la última vez que te vi.
Me erguí cuanto pude; ella meneó la cabeza y emprendió el camino.
Así pues, juntos, como dos mendigos sucios y desarrapados, entramos en la insigne ciudad de Toledo días más tarde. No averigüé muchas cosas más durante esos días; sólo su nombre, Inés. De nada sirvieron mis esfuerzos por sonsacarle algo de su pasado, o sobre qué la había llevado hasta el hogar del depravado clérigo. Inés hacía oídos sordos y, para mi exasperación, respondía con vaguedades o callaba directamente. Al final me dijo con voz firme que satisfaría mi interés en cuanto llegáramos a Toledo. Su tono no admitía réplica, así que contuve las ganas de zarandearla y opté por no insistir. Durante las dos jornadas que duró el viaje a pie anduvimos desde el atardecer hasta que salía el sol; luego Inés buscaba algún lugar donde refugiarse de la luz. Con voz trémula, impropia de ella, me pidió que vigilara que el sol no le diera en la cara mientras dormía. La miré sin comprender, pero, como empezaba a acostumbrarme a sus caprichos y cambios de humor, asentí. La verdad era que me gustaba verla dormida.
Inés parecía conocer bien aquellas intrincadas calles y se dirigió sin vacilar hasta una casa vieja, situada en una de las callejas que daban al río. Llamó tres veces a la puerta, y ésta fue abierta por otra mujer, de aspecto avejentado y ojos perspicaces.
—Empezaba a preocuparme —dijo cuando ambos entramos dirigiéndose a Inés—. ¿Cómo te ha ido por Maqueda?
Inés sonrió.
—Bien y mal. El clérigo está muerto, pero no es quien sospechábamos.
La vieja soltó un bufido que sofocaba una carcajada. Entonces me miró por primera vez.
—¿Y éste?
Fui a presentarme cuando Inés me interrumpió.
—Me lo encontré por el camino —mintió.
La mujer me observó con mala cara.
Inés se encogió de hombros, y sin añadir nada más se dirigió hacia uno de los cuartos de la casa. Me quedé junto a la puerta, de pie, y vi cómo la otra mujer la seguía. Las oí murmurar: la vieja decía que no podía quedarme allí, que ya no había espacio para nadie más; Inés respondió algo que no entendí. En cualquier caso, como tardaban en salir, me dediqué a observar el austero interior. Una mesa vieja y carcomida con cuatro sillas desvencijadas; un fuego débil en la chimenea de piedra y un caldero humeante lleno de una sustancia espesa que no olía a nada eran los únicos muebles de la pieza. Acerqué una silla al fuego y me calenté las manos. La luz de las velas dibujaba sombras en las paredes. Tenía la vista fija en las tenues llamas cuando noté que una mano se apoyaba en mi hombro y oí un susurro que parecía proceder de la nada.
—¿Tú quién eres?
Me sobresalté y busqué el origen de la voz. Lo descubrí al bajar la cabeza: procedía de un enano que me miraba con desconfianza.
—Me llamo Lázaro —me presenté.
—¿Has venido con Inés?
Asentí, y pareció satisfecho con la explicación. Entonces alguien chasqueó los dedos y el enano salió trotando como un cachorro. Lo seguí con los ojos y le vi saltar sobre el regazo de otra mujer, distinta a la que nos había abierto la puerta, más joven y excelentemente dotada. Observé el tamaño de sus senos: eran los más grandes que había visto nunca, blancos y mullidos, parecían estar a punto de reventar el estrecho corpiño. El enano hundió la cara en ellos y la mujer sonrió satisfecha. Al verla supe al instante dónde me hallaba: aquélla no era una casa corriente. Inés me había llevado a uno de esos lugares donde, según dice la gente, habitan mujeres de mala vida. Los conocía de mi vida junto al ciego, pero lo cierto era que nunca había estado solo en uno de ellos.
—No te asustes, mozo —dijo la mujer.
—Se llama Lázaro —explicó el enano, apartando por un momento los labios de los inmensos pechos—. Lo ha traído Inés.
Ella le acarició la cabeza, casi desprovista de pelo. Formaban una extraña pareja, pero resultaba evidente que se querían. Tragué saliva. Antes de que pudiera responder, Inés apareció en el umbral. Se la veía tranquila, satisfecha. Caminó hacia el fuego y se sentó a mi lado tras brindar una sonrisa a los otros a modo de saludo.
—Los demás han salido de caza —dijo el enano—. Volverán al amanecer, como siempre.
La mujer le hizo callar con un gesto y miró a Inés. La expresión de duda de su rostro era evidente: quería saber qué podían decir delante de mí. Inés desvió la mirada y la posó en el fuego. Parecía pensativa, como si estuviera a punto de hacer algo que podía acarrearle problemas. Pensé que había llegado el momento de insistir de nuevo.
—Dijiste que responderías a mis preguntas en cuanto llegáramos a Toledo… —dije, dejando la frase en el aire.
Atizó el fuego hasta que las llamas cobraron más vida y luego volvió hacia mí su cara de niña; sus ojos brillaban más que nunca.
—Hay preguntas que es mejor no responder —susurró—. Hay respuestas que es mejor no saber.
No moví ni un músculo. Intuí que, a pesar de sus palabras, estaba a punto de ceder. No me equivocaba.
—Está bien —exclamó con un deje de hastío—. Bienvenido a nuestra casa, Lázaro. ¿Quieres unirte a nosotros? ¿Quieres saber más de los seres de la noche? Entonces calla y escucha, y aunque lo que vas a oír te confunda no hagas preguntas. Tampoco tenemos todas las respuestas. Sólo sabemos lo que nos ha tocado vivir…
Miré a mi alrededor. La vieja había salido del cuarto y rezongaba algo al oído de la mujer que estaba sentada, que se rió. Su risa agitó sus enormes senos y movió la cabeza del enano, que se apartó un poco, molesto.
—¡Te vas a ahogar, Rómulo! —advirtió la vieja.
Él le hizo un gesto desdeñoso y le sacó la lengua. La que lo tenía en brazos lo acercó hacia sus pechos de nuevo sin decir nada. Otro hombre surgió de la oscuridad: estaba muy flaco, la camisa abierta dejaba entrever sus huesos. Caminaba apoyado en una especie de muleta y vi que le faltaba una pierna.
—¡Los seres de la noche! —dijo la más vieja con voz cascada, riendo—. Esta niña nos ha salido poeta.
Pensé que Inés se enojaría, pero sonrió. Al parecer se enfurecía sólo conmigo, me dije, pero más raro fue que eso me hiciera sentir bien.
—Míranos —empezó—, los desechos de la Corona. Te presento a Brígida, es la puta vieja y la dueña de esta casa, así que trátala bien o te echará a la calle; a su lado está Lucrecia: sus tetas han amamantado a la mayoría de los hombres de Castilla, y no precisamente durante su infancia… En sus rodillas está Rómulo, al que echaron de un grupo de cómicos por aburrido: al parecer creían que los enanos tienen que ser graciosos, pero el pobre Rómulo no haría reír ni a una hiena, ¿verdad, chiquitín? Y luego tenemos a Dámaso… —Se detuvo y su voz se volvió más tierna—. Es mi hermano.
Lo miré: nunca habría adivinado el parentesco a primera vista. Mucho más moreno, y con largos cabellos, podría haber pasado por un trovador o un poeta. Sus ojos, de un negro intenso, miraban a Inés con un fervor inusual.
Hizo una pausa antes de continuar:
—Luego conocerás a los demás; están a punto de regresar. Pero será mejor que te contemos qué nos ha agrupado a todos bajo este mismo techo roto. Así podrás irte antes de que te vean los otros. Pero prométeme una cosa: cualquiera que sea tu decisión, mantendrás esa boca de bobo cerrada. No nos gustan los chivatos.