Lazarillo Z (13 page)

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Authors: Lázaro González Pérez de Tormes

Tags: #Fantástico, Zombi

BOOK: Lazarillo Z
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—Sé más cosas de las que te imaginas —protesté—. Oí hablar a don Diego y a su amigo… —No dije nada de la reina y de su confesor; algo me hacía pensar que era mejor no hablar de ello.

—¿Escuchando a escondidas de nuevo? —preguntó sonriendo con una mezcla de orgullo y amargura.

—¿Qué más da? Oí que cuentan con el beneplácito de alguien importante de la Corte. Alguien con poder para hacer y deshacer sin dar más explicaciones.

Inés suspiró.

—No sé qué pensar… Sospecho de todos.

—¿Qué?

—Lázaro, ¡nos esperaban en el cementerio! No pudo ser mala suerte. Sabían que alguien iría esa noche. Ni siquiera fingieron sorpresa.

—¿Quieres decir que alguien los advirtió?

Su silencio no negaba nada.

—Pero ¿por qué? No hacemos nada malo, bien al contrario.

—No lo sé, no lo sé. Quizá sean sólo imaginaciones mías.

Estaba nerviosa. Temblaba. La abracé, y por una vez se dejó llevar.

Permanecimos un rato inmóviles, mis brazos rodeaban su espalda. Ella levantó la cabeza hacia mí.

—Tengo frío —susurró.

La hice callar con un beso. Un simple roce de labios. Se apretó contra mi pecho con más fuerza. Sentía su calor, comprendí su petición muda. La besé otra vez, con toda mi torpeza y todas mis ganas, pero no se quejó. Mi lengua recorrió sus labios y bajó hasta su cuello como si estuviera siguiendo una línea invisible. Mis manos olvidaron su espalda y acariciaron sus pechos. Gemí al notar su suavidad. Inés no se movía, su cuerpo respondía a mis besos, al tacto de mis manos. Se estremecía. Por eso, no pude entender su reacción cuando empecé a desnudarla. Se apartó de un salto, me miró con ojos de animalillo herido.

—¿Qué pasa? —pregunté, creo que en tono bastante brusco. La excitación me salía por la voz.

Se había puesto de pie y retrocedió un par de pasos. Sus dedos abrochaban el corpiño y me dio la espalda. Insistí, claro que insistí. Fui hacia ella y la atraje hacia mí, rodeando su cintura con los brazos. No sirvió de nada. Su cuerpo, antes flexible, parecía ahora de piedra.

—Déjame… Es mejor que me vaya.

—¡Basta! —grité, y me temo que con voz de muchacho malcriado. Me sentía a punto de estallar. Le di la vuelta y la obligué a mirarme a los ojos—. Tú lo deseas, Inés, no finjas lo contrario.

Se rió. Podría haber hecho cualquier otra cosa, pero se rió.

—¿Qué sabes tú de deseos? ¿Qué sabes tú de mí? ¡No eres más que un mozo, el criado de cualquier amo que te dé techo y comida, aunque sea tan despreciable como el clérigo al que servías en Maqueda!

Me mordí el labio hasta hacerme sangre y apreté el puño para no abofetearla, aunque en el fondo sabía que tenía razón. Ella llevó un dedo hasta mi boca y recogió la gota roja que descendía por mi barbilla. Entrecerró los ojos y acercó su dedo manchado hasta sus labios emitiendo un gemido de placer. Antes de que pudiera lamer esa gota que parecía anhelar con todo su ser, le agarré la muñeca y se la retorcí.

—¿Es eso lo que quieres? —dije con voz ronca—. ¿Mi sangre? ¿Quién eres, Inés? ¿
Qué
eres?

Abrió los ojos, me miró a través de un velo de lágrimas.

—¡Enternecedor! —La voz de Dámaso, fría y tajante como el aire de la mañana—. ¿Por qué no le cuentas la verdad, hermanita? ¿Por qué no le dices quiénes somos? Grítalo a los cuatro vientos, que se entere todo el mundo.

Inés se apartó de mí y, despacio, cabizbaja, fue hacia su hermano.

—No quieres saber lo que soy —musitó sin mirarme—. Te aseguro que es mejor que no lo sepas.

Los dos juntos se dirigieron hacia la puerta. Antes de salir, Dámaso me dirigió una mirada triunfal. Había ganado, o al menos eso creía.

Deambulé por la casa sin saber qué hacer. Las palabras de Inés me habían herido y sentía la necesidad de actuar, de demostrarle que podía confiar en mí. Llevado por un impulso entré en el cuarto de don Diego. Una bolsa de piel, dispuesta sobre la cama, me llamó la atención. Estaba llena de dinero: monedas de oro, una pequeña fortuna. La apreté entre los dedos. Sentí la tentación de apoderarme de ese dinero y huir, alejarme de aquella casa y de sus habitantes. Con eso podía irme lejos, muy lejos… olvidarme de todo y empezar una nueva vida. La metí en el bolsillo del pantalón y paseé por la casa: Rómulo dormía, Pedro y María también. No vi a Miguel, y eso me extrañó. ¿Y si Inés tenía razón? ¿Y si alguien las había vendido a los justicias? El morisco no parecía sentir el menor aprecio por ninguno de ellos… Meneé la cabeza: las ideas se me agolpaban sin tregua. Estaba confundido. La casa se me caía encima y decidí salir; a pesar de las advertencias de mi amo, mi cuerpo me pedía hacer algo, no quedarme parado a la espera de que vinieran a sacarnos las castañas del fuego. Haría algo que borraría esa sonrisa estúpida de los labios de Dámaso, que demostraría a Inés que no era un simple criado. ¡Podía lograrlo! ¡Podía ser un héroe y quedarme con la doncella!

El frío me bajó la calentura y la confianza de un plumazo. Deambulé sin rumbo durante un buen rato. Mis pasos parecían empeñados en dirigirme a casa de Brígida, pero me negué a obedecerlos. Seguí caminando por la ciudad durante horas, inquieto, maldiciéndome a mí mismo por haber salido de casa. ¿Cómo podía yo, un mozo sin más, acercarme a las mazmorras de la Inquisición? Mi empeño flaqueaba a medida que pasaba el día, aunque me dije que tal vez no fuera desánimo, sino falta de comida. Entré en una taberna, un mesón próximo a la plaza en el que reinaba un cierto bullicio y, poniendo buen cuidado en no mostrar la cantidad de monedas que llevaba, pedí algo de comer y una jarra de vino. El rumor de conversaciones y el alcohol me hicieron reaccionar. No pude evitar prestar atención a una charla que se desarrollaba cerca de mí: hablaban de las brujas que los justicias habían detenido en el camposanto vecino.

—Dicen que vivían aquí cerca…

—¡Claro que sí! No finjas que no las conocías…

—Que saqueaban a los pobres difuntos y usaban sus huesos podridos para sus pócimas.

—¡Arderán en la hoguera, ya lo veréis! Hay que librarse de esas rameras del diablo.

Intervino un hombretón recio y malcarado.

—¡Arrepentios, pecadores que habéis convivido con esas brujas endemoniadas! ¿Cuántos habéis retozado entre sus sábanas? ¿Cuántos habéis fornicado con esas concubinas del diablo?

Se hizo un silencio sepulcral. Por las caras de los hombres deduje que más de uno había acudido a la casa de Brígida.

—¿Lo veis? De nada sirve decir que desconocíais en qué andaban metidas esas putas. ¡Tomad la bula que os perdonará vuestros pecados! El Señor es misericordioso y os garantiza el perdón si os arrepentís de corazón…

Sonreí para mis adentros. No era la primera vez que me topaba con un vendedor de indulgencias. Paga y serás perdonado; no lo hagas y arderás en el infierno.

—¿No queréis reconocer vuestros pecados, canallas? —insistió el buldero—. Bien, que Dios os proteja entonces… Pero, por si alguno reflexiona, me encontraréis al atardecer a las puertas de la catedral. Pensad que esas brujas arderán en la hoguera, pero Dios conoce sus pecados… y con quién los cometieron.

Y, dicho esto, dio media vuelta y se marchó. Por las caras de los parroquianos supe que más de uno sacaría sus ahorros para comprar la bula que ofrecía aquel supuesto perdonador de pecados.

Pensar en las mujeres ardiendo en la hoguera hizo que me temblaran las piernas. El vino me sabía a veneno. Intenté alejarme de los hombres por miedo a que notaran mi cara de preocupación. Paseé la mirada por la vieja taberna. Y entonces lo vi.

Era Pedro, sin duda alguna. De pie en un rincón me observaba fijamente. Su mirada tenía algo extraño, algo inhumano… y comprendí. Supe que era uno de ellos, que había dejado de ser el Pedro que conocíamos, que me acechaba con intenciones peligrosas y desconocidas. Apuré el vino de un trago y me escabullí hacia la puerta. Cuando me volví, antes de salir, él ya no estaba. Ni rastro de él. Corrí… corrí como una bestia aterrada, aunque en el fondo sabía que era inútil: Pedro sabía bien adonde iba. Me esperaría en la casa de don Diego…

Parado, con el corazón tembloroso y las rodillas a punto de ceder, me dije que no podía volver a la que había sido mi casa. Un arrebato de furia me dominó. ¿Quién me mandaba a mí, a Lázaro González, que había nacido en el río Tormes, mezclarme con aquel hatajo de locos?

Era la hora del lubricán y no le vi llegar. Surgió de la sombra, cual criatura del averno. Avanzaba despacio hacia mí, con su sonrisa desdentada. Su aliento emanaba un olor agrio, a muerto. Di media vuelta e intenté huir; él me siguió con la constancia de un perro fiel. Huí sin saber hacia dónde iba; doblé una calle y me adentré en la judería. Sus pasos firmes, lentos, seguían resonando a mi espalda. Corrí hasta chocar contra una reja y solté un grito de desánimo: me había metido en un callejón sin salida. Ni me atrevía a volver la cabeza. Sabía que caminaba hacia mí. Cerré los ojos y me volví despacio. Pedro estaba muy cerca, con los brazos extendidos, como quien va a saludar a un viejo amigo. Mi espalda habría perforado la pared de haber sido posible. No tenía escapatoria. Mis días, pensé, terminarían en aquel callejón desierto a manos de un muerto vivo. Le miré, intentando buscar en él un rasgo de humanidad, sacar de él un atisbo de compasión. Pero sus ojos continuaban apagados, turbios, como poseídos por una violencia gris.

Cuando ya me veía devorado por aquel ser, algo, alguien, le rebanó la cabeza desde detrás. Fue un tajo limpio. La cabeza de Pedro cayó a un lado mientras su cuerpo se detenía, como si de repente hubiera perdido el norte.

—¡Corre, Lázaro!

Era la voz de Miguel. Salté por encima de la cabeza sanguinolenta y dejé atrás el cuerpo, que por fin se dobló y se desplomó contra el suelo.

—Te ha ido de bien poco… —dijo el morisco.

Asentí.

—¿Qué…? ¿Qué le ha pasado? Era… era uno de ellos.

—Eso me temí. Lo encontré por la ciudad, vagando como un alma en pena. Parecía buscar a alguien… —Sonrió—. Ahora que lo pienso, era a ti a quien amenacé con rebanarle el pescuezo…

Sacudí la cabeza, pensando en las sospechas que había albergado contra el joven morisco.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

—Lo mismo podría decirte yo… Creo que… Creo que ha llegado la hora de poner tierra de por medio —añadió—. Al menos por lo que se refiere a mí… Los de mi pueblo solemos ser buenos cabezas de turco. No voy a quedarme esperando.

—Pero… Don Diego volverá… Estoy seguro.

Me miró con sus ojos oscuros. Intenté leer en ellos lo que pasaba por su cabeza, pero no pude. Sólo añadió una frase más:

—Ésta ya no es mi guerra.

Al verle partir, el desánimo se apoderó de mí: había sido un día largo y duro. Sólo quería dormir, olvidarme de todo, pero las imágenes volvían a mi mente con fuerza: Pedro decapitado, Inés en mis brazos, y Lucrecia y Brígida encerradas a la espera de un destino que no auguraba nada bueno.

TRATADO QUINTO

Cómo Lázaro se asoció con un buldero y lo que le sucedió con él

Me quedé en la calle, solo; una sensación de peligro indefinido me acechaba.

Me decidí de sopetón. No tenía ni mucho menos un plan claro, pero no podía permanecer impasible, al menos mientras Lucrecia y la pobre Brígida estaban presas. Con paso resuelto me dirigí a las puertas de la catedral: buscaba al buldero que había visto en la taberna. Tal vez no lograra nada, pero si alguien podía acercarme hasta las mazmorras de la Inquisición sin peligro era él. El ciego me había contado que los bulderos repartían sus ganancias con frailes y alguaciles. La gente, crédula, otorgaba sus dineros a esos falsos perdones al tiempo que confesaba sus faltas, lo que convertía a los bulderos sin escrúpulos en una buena fuente de información para las autoridades de las villas.

Me planté frente a la catedral y tardé poco en ver a quien buscaba. Allí estaba, con cara de haber hecho poco negocio. Me dije que su estrategia no había dado los frutos deseados: los hombres temían más a la ira de sus esposas que a la de Dios, seguramente porque ellas estaban más cerca; ninguno querría reconocer que había frecuentado la casa de Brígida, ya que si algún diablo los había llevado hasta ella era el que enciende la entrepierna, no las calderas del averno.

—¿Se te ofrece algo, muchacho? —me preguntó al ver que lo miraba de reojo—. No creo que puedas pagarte el perdón de tus pecados —añadió con una carcajada.

Negué con la cabeza y le hice una señal de complicidad.

—Os oí antes, en la taberna, cuando hablabais de las brujas. Muchos de los que están ahora sentados en misa o paseando por la ciudad pasaron por sus sábanas, pero no van a reconocerlo.

—¡Eso me temo!

—Yo puedo ayudaros, señor… Las conocí… y también a algunos de sus clientes.

—¿Y eso lo haces porque quieres salvarlos del infierno?

Sonreí.

—Y porque quiero cenar caliente esta noche.

Soltó una carcajada.

—Creo que con tu ayuda rescataremos más de un alma extraviada…

—¡Amén! —concluí, guiñándole un ojo.

Y así me dediqué a señalar con un leve gesto, casi imperceptible, a cualquier hombre que me pareció haber visto salir o entrar de la casa de Brígida. No debí de equivocarme mucho porque, al acercarme a ellos con la bula en la mano, ellos fingían darme unas monedas por caridad y se la guardaban discretamente. Cuando se hizo de noche, el buldero había vendido una docena de bulas gracias a mí, más alguna otra por cuenta propia, y estaba de excelente talante. Más aún en cuanto comprobó que yo no aprovechaba para sisarle alguna moneda.

El buldero se sentía agradecido y me llevó a cenar con él. Mientras dábamos buena cuenta de la sopa, le pregunté qué pasaría con las mujeres presas.

—Te daré un consejo, muchacho, olvida que las conociste. Se comenta que un inquisidor especial se hará cargo de su caso, dada la gravedad de las acusaciones. Se espera su llegada hoy mismo, y se rumorea que el proceso será rápido. Los cargos son tan claros que requieren de un castigo inmediato; sólo se espera a que las brujas confiesen quiénes las ayudaban en sus andanzas.

Tragué saliva.

—Jamás anduve con ellas por las noches, señor —me apresuré a decir—. Soy demasiado joven… y demasiado pobre.

Se rió.

—No importa. Cualquier nombre que salga de boca de esas brujas será sospechoso al instante, así que… ándate con ojo. Yo de ti —añadió bajando la voz— me esfumaría de la ciudad una temporada.

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