La noticia de los muertos encontrados en la casa, junto con la de la bruja que se había desvanecido de las mazmorras, se convirtieron pronto en una leyenda, un cuento de misterio que se narraba a media voz y del que nadie conocía la respuesta. Yo mismo oí varias versiones del mismo: de algún modo, supongo que gracias a la aportación del buldero, el nombre de un tal Lázaro aparecía mezclado en el relato. Sonreí para mis adentros al escucharlo: según algunos, ese Lázaro había logrado salvar a una joven falsamente acusada de brujería; según otros, yo no era más que el brazo ejecutor del maligno, un ser abyecto y blasfemo que había rescatado a la bruja sólo para tener el placer de asesinarla, a ella y a sus seguidores, por haber traicionado a Satán, mi señor. La casa de las afueras se había convertido, gracias a la mitología popular, en un lugar maldito, por el que rondaban los fantasmas de brujas y otros seres de la noche. En cualquiera de los casos, Lázaro era un ser que inspiraba miedo y admiración por su audacia. La leyenda creció, como crecen las llamas cuando las aviva el aire… Poco sospechaba nadie que ese mismo personaje, ya fuera héroe o villano, rondaba por los campos de la provincia, asaltando los mataderos, alimentándose con fruición de la sangre de animales recién sacrificados. Que lloraba por las noches la ausencia de la única mujer a la que había querido. Que regresaba a la casa donde había sucedido la matanza, ya libre de cadáveres, y se apostaba a la espera de saciar su otra sed: la de venganza.
El afán de unir todos los cabos de la historia guiaba también mis pasos en otra dirección. Averiguar si, como dijo la niña Teresa, el sacerdote del pueblo maldito había logrado escapar antes de que selláramos su tumba para siempre. Lo busqué con la heroica idea de terminar con su vida y zanjar de una vez por todas mi lucha con un broche de oro, pero, si en verdad había huido, parecía haberse borrado de la faz de la tierra. Fueron inútiles mis esfuerzos, y acabé aceptando la realidad: si había huido, lo más probable era que hubiera embarcado hacia el Nuevo Mundo. Eran muchos los clérigos que partían hacia allí con la santa misión de evangelizar a aquellos pobres desgraciados. O tal vez aquella cría se había equivocado y el sacerdote, y su macabra doctrina, habían quedado enterrados en aquel pueblo sin nombre. ¡Qué iluso fui! Ahora sé que ni él ni sus acólitos desaparecieron del todo. Que regresan, cada cierto tiempo, con la intención de sembrar el caos, de confundir a muertos con vivos. Se aprovechan de la pobreza, del hambre, y generan el horror. No consiguen triunfar —quizá en su misma esencia de muertos esté implícito su fracaso contra los vivos—, pero siguen intentándolo. Y persiguiendo a quienes sabemos de su existencia. Mi lucha, que entonces creí acabada, ha proseguido durante los siglos y sé que, algún día, me tocará librar la batalla final. Pero entonces, quizá porque me consolaba pensar que quienes se habían sacrificado por esa causa no lo habían hecho en vano, quizá porque no conseguí hallar ninguna prueba de que el cura, y su mal, seguían vivos, cesé en esa persecución y encaucé mi odio hacia alguien a quien sí podía encontrar.
Don Diego regresó una noche, cuando yo casi había perdido la esperanza de volver a verlo. Mis visitas nocturnas a la casa, embrujada según la opinión popular, no habían hecho más que dar fuerza a la leyenda. «Una sombra ronda por allí», decían las madres a sus hijos. «No os acerquéis a la casa después de la puesta de sol.»
Lo vi avanzar hacia la puerta y reconocí su porte, sus ricos ropajes, el aire de seguridad que le había granjeado nuestra confianza. A través de la ventana vi cómo encendía el candil y lo depositaba sobre la mesa. Su silueta negra despertó mis peores instintos; apreté el puñal que siempre llevaba conmigo y caminé hacia la puerta. Entré en la casa. Vi que se había sentado frente a la mesa y que había hundido la cara entre las manos. El ruido de la puerta al cerrarse le hizo levantar la cabeza. Su mirada expresó un súbito temor, instintivo, seguido de algo que recordaba al alivio, a la resignación. Respiró hondo antes de hablar, y continuó inmóvil. Yo sostenía el puñal con firmeza.
—Los dos hemos vuelto —dijo con amargura.
—Sabía que un día u otro regresaríais. Os esperaba.
Asintió.
—No es tan fácil olvidar.
—Lo sé.
Me miró a los ojos.
—No voy a intentar disculparme. Sé que tal vez no lo comprendas, que no puedes comprenderlo, pero no había otra opción. A pesar nuestro, otros escriben los destinos de gente como tú y como yo. Podemos aceptarlo o luchar contra ello, pero eso no varía el resultado final.
—¿Estáis seguro?
Vi en sus ojos que no lo estaba, que lo que acababa de decir era el mensaje que se había repetido una y mil veces para sepultar su culpa.
—Vos sabéis que no es cierto, don Diego, o al menos sabéis que merece la pena luchar. Podríais… podríais habernos advertido. —Noté que un nudo de rabia y lágrimas me enmarañaba la voz—. Como avisasteis a Miguel… Quizá entonces podríamos haber escapado.
—Ya te he dicho que no voy a disculparme. Hice lo que hice, y estoy dispuesto a aceptar la penitencia.
Y supe, supe con absoluta certeza, que don Diego no opondría resistencia, que su cuerpo recibiría mis puñaladas como si en lugar de la muerte lo que le proporcionaran fuera el descanso.
—Has venido a matarme, Lázaro. Y tienes muchas razones para desear verme muerto. Acaba de una vez.
Cerró los ojos y esperó. Me acerqué a él y me situé a su lado. Clavé el puñal en la mesa con fuerza.
—¡Mataos vos! —le susurré al oído—. Tened la dignidad de poner fin a vuestra asquerosa y cobarde vida.
—¿Crees que no me gustaría? —Esbozó una sonrisa triste—. No puedo, Lázaro… Más de una vez he cogido una soga y la he anudado hasta hacer una horca. Incluso la he colgado de una viga y la he puesto alrededor de mi cuello; he apretado el nudo, he sentido el arañazo de la cuerda en la piel…
Me reí.
—¿Intentáis despertar mi compasión? Nadie se lo pensó dos veces antes de degollar a Inés…
—¿Por qué no os marchasteis? —En su voz había rabia—. Os dejé el dinero, os concedí un día de plazo, retuve a los soldados cuanto pude con la esperanza de que cuando llegaran estuvierais ya lejos…
Yo sabía por qué. Porque habíamos confiado en él… y porque yo, estúpido Lázaro, había querido jugar a ser un héroe para Inés. Comprendí entonces que ambos, por razones distintas, vivíamos sometidos al peso de nuestros errores. Y también que la muerte, esa muerte que don Diego anhelaba con la misma fuerza que yo, sería para los dos una liberación. Sonreí. No… no era ése el castigo que merecía don Diego, sino otro más cruel.
Le cogí del cabello y eché hacia atrás su cabeza. El gesto lo pilló por sorpresa y sus ojos, muy abiertos, se posaron en la daga que seguía clavada en la mesa.
—No vais a morir, don Diego… —susurré—. Al revés, os aguarda una vida eterna.
Se debatió, pero fue inútil. Mis dientes se clavaron en su cuello con una fuerza tal que un chorro de sangre salpicó la mesa. Se convulsionó, como un poseído por el diablo. Luego cayó hacia delante y se quedó inconsciente.
Saboreé la sangre humana, tan distinta a la que había probado hasta entonces. Tan dulce. Estaba tan absorto en esa sensación nueva, aquel poder total y absoluto que me hacía vibrar, que no oí la puerta. Sólo su voz.
—¿Te gusta la sangre humana? Sabe bien, ¿verdad?
Tardé unos instantes en reconocerle.
—Dámaso…
—Buenas noches, Lázaro.
—¿A qué has venido? —pregunté—. Huiste, te salvaste…
—También yo perdí mucho aquella noche.
—Lo sé.
Hubo una pausa tensa. Silencio. Me relamí los labios, apurando una última gota de sangre.
—Los dos la queríamos —dijo él.
—Los dos tenemos que vivir sin ella —repliqué.
Me miró. Sentí su desprecio y su lástima. Lo que compartíamos, el dolor que nos marcaba a fuego, era lo mismo que nos separaba.
—Quisiste ser un héroe —dijo con voz dura.
No contesté.
—Tu nombre se pronuncia en las tabernas, a media voz. Lázaro, el que salvó a la bruja; Lázaro… Te estás ganando toda una reputación.
—No he hecho nada para alimentar esos rumores.
—Lo sé. —Y sonrió—. Pero yo haré algo para acallarlos.
Supongo que ésa fue su triste venganza. Y que disfrutó llevándola a cabo. Igual que yo había condenado a don Diego a una eterna vida de pesar, él se dedicó a convertir a Lázaro de Tormes en un mozo ridículo y picaro, que acababa su relato cornudo y contento. Nada hay de heroico en el lazarillo, un pobre desgraciado que sobrevive gracias a sus trapicheos y que carece de la menor noción de honor… No se dio cuenta, sin embargo, de que su relato, ingenioso y pensado para humillarme, servía a la vez como respaldo de una mentira oficial. Cuando se lo dije, muchos años después, cuando el resentimiento perdió fuerza y nuestros largos caminos volvieron a cruzarse, tuvo que darme la razón. Los no muertos nunca existieron, la plaga que asoló España y que hizo tambalear la monarquía nunca tuvo lugar. Doña Juana murió loca, tal y como interesaba a todas las partes, y de su confesor no se ha sabido nunca el menor detalle. Su hijo Carlos fue coronado rey, y los que ordenaron la muerte de Inés ejercieron de consejeros de la Corona, cómodamente aposentados en sus lechos de plumas. Nada se ha dicho de los que luchamos contra la peste y los que murieron por ella. Dámaso acabó a propósito con la leyenda de ese falso héroe llamado Lázaro, pero a la vez sepultó en el olvido a quienes fueron de verdad mártires a su lado. No hay lugar en la versión oficial para el pueblo anónimo. Para los desechos de la Corona.
Mientras en el exterior la tormenta seguía sacudiendo sin tregua la ciudad dormida, Joaquín Arroyo realizaba el segundo descubrimiento extraño de la noche. Había llegado al final de la ronda y entrado en la habitación 1205, ocupada por Cristina M. S. y Rebeca T. G. Eran dos de sus pacientes preferidas, sobre todo la segunda. Hija de un ex banquero venido a menos, la joven Rebeca se había erigido en una líder entre las pacientes anoréxicas del hospital por sus constantes desafíos a las dietas y los escándalos que montaba en las terapias. A pesar de que su alarmante delgadez la había llevado a las puertas de la muerte en un par de ocasiones, Rebeca no se daba por vencida. Joaquín sabía que el doctor Torres y la doctora Bermejo se habían planteado incluso su traslado dada la influencia que ejercía sobre las demás pacientes, pero una rápida visita del padre de la joven, quien, aun venido a menos seguía teniendo más que la mayoría, los había persuadido de concederle un mes más de estancia en aquella institución. A Joaquín le gustaba Rebeca porque era descarada, pija hasta la exasperación, y porque combinaba un rostro angelical con una lengua endiablada. Su compañera, Cristina M. S., era un pálido reflejo de los talentos y defectos de Rebeca, una aprendiz de princesa que nunca pasaría de dama de compañía.
Joaquín asomó la cabeza hacia el interior de la 1205 con cuidado. No era la primera vez que Rebeca proclamaba, a voz en grito, que ese «gordo seboso se queda mirándome mientras duermo, el muy cabrón». Unos segundos después, abría la puerta de par en par y trataba de encender la luz. Trataba porque, como descubrió en ese mismo instante, la tormenta debía de haber provocado un corte en el suministro eléctrico. No sólo la habitación siguió a oscuras, sino que en el pasillo se encendieron esas luces mortecinas de emergencia que conferían al espacio el aspecto de un andén de metro mal iluminado. Con luz o sin ella, saltaba a la vista que las dos camas de la 1205 estaban vacías. El enfermero soltó un taco, maldiciendo su suerte de aquella noche. ¿Qué coño estaba pasando? Primero el chiflado de la 1525, ahora estas dos… A un paso más ligero del habitual se dirigió hacia su cubículo, situado al otro extremo del pasillo, dispuesto a avisar a seguridad.
Caminaba intranquilo cuando oyó un rumor a su espalda. Los pequeños fluorescentes grises parpadearon. El sudor, eterno enemigo del pobre Joaquín Arroyo, comenzó a empaparle la frente. El rumor se repitió. El enfermero se detuvo en mitad del pasillo; a ambos lados quedaban las puertas de las habitaciones. Muy despacio, como quien copia disimuladamente en un examen, fue volviendo la cabeza. Exhaló un suspiro de alivio cuando distinguió los dos camisones blancos que se habían parado en medio del sombrío pasillo.
—Ah, sois vosotras… —dijo, dando un paso hacia ellas—. ¿Qué hacéis aquí a estas horas? Venga, a la cama…
Al verlas de más cerca, Joaquín tuvo ocasión de comprobar dos cosas: que las dos pacientes no eran las ocupantes de la habitación 1205, y que a ellas, procedentes de las distintas habitaciones, se iba uniendo el resto de enfermos en una especie de desfile silencioso.
—¿Se puede saber qué…?
Un trueno ahogó el final de la pregunta del enfermero. Las débiles luces se apagaron solo un momento. Cuando regresaron, los pacientes habían avanzado unos metros y habían vuelto a detenerse.
—¿A qué coño estamos jugando?
Eran siluetas que reconocía bien, aunque se movían de forma extraña, como torpes robots de peli de serie B. Ni siquiera parecían respirar.
Llegado este momento, a Joaquín le sudaban hasta las cejas e, intentando no ahogarse y hacer gala de una serenidad que no sentía, se volvió hacia su cubículo, convertido en su mente en un refugio seguro, y dio dos pasos hacia él. Supo, sin necesidad de volver la cabeza, que la comitiva imitaba sus gestos. Dos pasos. En condiciones más normales habría jurado que le estaban gastando una broma, pero la semioscuridad del pasillo, la lluvia que flagelaba los cristales con renovado vigor y el silencio sepulcral que reinaba entre los pacientes conformaban una atmósfera opresiva. Cual rata en un laberinto, Joaquín comprendió, por puro instinto, que su única posibilidad era aprovechar la ventaja y correr hacia su blanco cubículo; encerrarse dentro a cal y canto y dar la voz de alarma.
Así que salió disparado como si un resorte le impulsara hacia delante. La puerta estaba cada vez más cerca e intentó ignorar los pasos ligeros que resonaban a su espalda. Consiguió alcanzar la puerta, pero no abrirla. Su mano húmeda resbaló sobre el pomo en un instante fatal. Luego sólo notó un fuerte golpe en la espalda que lo estampó contra la madera blanca, y unos dedos que le cogían del cuello de la camisa y tiraban de él hacia atrás.
El doctor Torres había abandonado la lectura del manuscrito en cuanto se fue la luz de su despacho y, según parecía, de todo el hospital. Intentó comunicarse mediante el interfono con seguridad, pero fue inútil. Así que, dado que era un hombre concienzudo que no dejaba nada a medias, decidió terminar de leer con la ayuda de una linterna que, hombre previsor, guardaba siempre en un cajón de su escritorio. El timbre del teléfono le sobresaltó. Era su mujer que, a esas horas, parecía presa de un ataque de pánico. La tormenta no la dejaba dormir (la tormenta y las siestas que te pegas cada tarde, cariño, pensó él) y para colmo su hijo menor no había vuelto aún a casa. El doctor aguantó el chorreo, que se sabía de memoria, y balbuceó las mismas respuestas de siempre. Hablaría con él. Sí. Esto no era un hotel. No. Había ciertas normas. Claro. Que me tienen ya muy harta, Quique. Tranquila. Y no me vengas con que son jóvenes… La comunicación se cortó de repente y el psiquiatra esbozó una sonrisa, ansioso de sumergirse de nuevo en la lectura. Un golpe sordo le distrajo durante un momento, pero, como ya estaba harto de interrupciones, no le hizo más caso y encaró la parte final del manuscrito de aquel chiflado.