Expuse todo esto en voz alta y clara, y añadí:
—Tan sólo digo que esperemos un día más. Si mañana al atardecer seguimos sin tener noticias suyas, nos iremos. Mirad, ya casi amanece… En cualquier caso siempre será mejor escapar de noche que cuando despunta el día.
Me gustaría decir que estaba totalmente seguro de haber tomado la decisión correcta, pero no puedo. Incluso entonces, mientras pronunciaba esas palabras, sentía que mi confianza flaqueaba, y que, en el fondo, era el deseo (irracional por definición) y no la cabeza lo que me llevaba a hablar como lo hice. Pero los demás parecieron estar de acuerdo. Dámaso lo intentó una vez más; sus ojos negros se clavaron en Inés.
—Yo me marcho. ¿Vienes conmigo?
Ella sostuvo su mirada. Fui yo quien entonces apretó su mano, y solté un suspiro de alivio al oírla:
—No.
Nadie dijo una palabra más. Dámaso nos lanzó una mirada cargada de conmiseración y, cojeando, fue hacia la puerta. Inés cerró los ojos al sentir el portazo.
Todos dormían. Tumbado en mi estrecho jergón, con Inés desnuda a mi lado, me impregné de su olor. Su piel acariciaba la mía, su boca me susurraba al oído cosas que no voy a repetir porque pertenecen al idioma que comparten los amantes. Allí, en aquel cuarto austero y frío, en una casa que no era nuestra, nos entregamos el uno al otro. Mi boca recorrió su cuerpecillo frágil mientras ella jadeaba de placer; besé aquellos senos pequeños y firmes, y sentí que iba a explotar. Anhelaba poseerla.
Mi cuerpo se movía sobre el suyo, obedeciendo al más puro instinto, venciendo las débiles barreras con caricias y besos. Nuestras caras estaban tan cerca que su aliento se fundía con el mío en una mez- cla que olía a vino y a ansiedad. Deseé prolongar el momento, eternizar aquellos instantes, pero no pude. La penetré con el ardor y la fuerza de un aprendiz de amante, y caí a su lado. Seguíamos entrelazados, ambos cuerpos unidos de tal modo que pensé que nada podría desasirnos. La miré a los ojos. Lloraba.
Sequé sus lágrimas con la yema de mi dedo. Algo en su cuerpo, en la fuerza con que seguía agarrándome, me decía que no estaba satisfecha.
—Sé lo que eres —musité—, y no me importa.
Sus ojos despedían una tristeza absoluta. Habría dado cualquier cosa por iluminarlos. Hasta mi alma.
—No sabes lo que dices —susurró—. Nadie puede saber…
—Yo te he hecho mía. Hazme tuyo.
Vi la tentación en su mirada.
—Esta noche, en la mazmorra, maté a Brígida. —Noté que su cuerpo se tensaba—. Estaba malherida, sus ojos me lo pedían… coloqué una tela sobre su rostro y apreté hasta que dejó de respirar.
—¿Por qué me cuentas esto?
—No lo sé… tenía que decírtelo. Sé que es lo que debía hacer, lo que ella quería, pero me duele de todos modos.
Seguimos en silencio. Su respiración se aceleraba.
—Ahora también tú sabes lo que debes hacer, lo que yo quiero. Quiero estar contigo, ser como tú.
—No sabes lo que estás pidiendo.
—Tampoco lo sabía Brígida. Hay momentos en que simplemente no nos queda otra opción.
La estreché con fuerza entre mis brazos.
—Te he dado cuanto tenía pero sé que no es bastante. Y mi vida no tiene sentido si no te satisface.
—¿Estás seguro?
Asentí.
No lo estaba, ¿cómo iba a estarlo? He tenido siglos para pensar en ese momento. En esa decisión. En lo que sucedió después. En mi vida a partir del instante en que sus dientes ávidos se clavaron en mi cuello. Ahora, pasados muchos años, puedo decir con honestidad que me arrepiento y, a la vez, con la misma sinceridad, afirmar que estoy seguro de que, si mi vida se repitiera, volvería a pedir lo mismo. Nada habría podido evitarlo, y creo que ambos lo sabíamos desde hacía tiempo: desde que ella probó mi sangre y yo sentí sus ansias. ¿Queréis saber cómo fue? Hubo dolor, un dolor intenso, y al mismo tiempo, una oleada de placer que jamás he vuelto a experimentar. Dolor. Placer. Vida. Muerte.
Respiré hondo mientras sus dientes agujereaban mi piel y absorbían mi sangre, mientras mi cuerpo se arqueaba poseído por un escalofrío gélido. Luego llegó la nada… Paralizado, con los ojos abiertos, comprendí que no podía moverme: mis piernas parecían de plomo; mis brazos, ramas secas; el cuello no me respondía. Veía y oía, como en medio de una noche de niebla, a retazos, pero mis labios se habían sellado. Fui consciente de que mi corazón latía cada vez más despacio. A mi lado, Inés me acariciaba. La veía, sabía que su mano me secaba la frente, pero no notaba el tacto. Nada. Ella lloraba. Comprendí, a pesar del embotamiento que invadía mi cerebro, que se arrepentía de haberlo hecho. Habría deseado tranquilizarla, decirle que todo saldría bien, que no se culpara de nada. Que, como Brígida, yo había escogido. Pero no pude, no podía hacer ni decir. Mi corazón se paraba. Cada latido era más débil que el anterior. Pensé que eso era la muerte. Detenerse. Observar el mundo pero no participar en él… Cerré los ojos. Mi mente se pobló de recuerdos, de imágenes: mi madre, caminando derrotada; mi hermano negro lleno de gusanos; el ciego, las ratas del sótano, don Diego. Inés. La despedida de Miguel. Las monedas encontradas en la cama de mi amo. Una pequeña fortuna que nos habría permitido huir. Huir… Abrí los ojos: era lo único que podía hacer. Ninguna otra parte del cuerpo me respondía. Sólo ésa. Veía. Y pensaba: con una lucidez exenta de prejuicios, de afectos y de pasiones. Supe que don Diego había dejado ese dinero para que escapásemos, que ése había sido su último intento de salvarnos. Porque estábamos condenados desde el principio. Porque, como aquellos a los que perseguíamos, éramos unos muertos sin saberlo. Muertos porque no podían dejarnos vivos. Los desechos de la Corona, usados a conveniencia y eliminados cuando ya no son útiles, cuando saben demasiado. Habría sentido odio por don Diego de haber podido sentir algo.
Paralizado, intenté con todas mis fuerzas advertir a Inés del peligro. Concentré toda mi energía en los ojos y traté, desesperadamente, de transmitir ese mensaje —corre, vete, huye—, pero no conseguí nada. Ella dormía a mi lado.
Debo contarlo, pero no puedo. Ahora, siglos después, otra parálisis distinta, tan intensa como aquélla, me impide actuar. Permitidme que sea breve. Es lo único que os pido. No puedo enfrentarme al relato de los detalles cruentos, me falla el pulso, se me corta el aliento…
Inmóvil, los oí llegar. Supe quiénes eran: soldados del rey, ejecutores con una misión. Irrumpieron en mi cuarto, y con ellos llegaron hasta mí los gritos de los otros. Noté la ausencia de Inés. Sentí que alguien la apartaba de mí. Vi, sin poder apartar la mirada, cómo un soldado la sujetaba por los cabellos y la decapitaba. El mismo soldado se inclinó sobre mí. Vio la profunda herida de mi cuello y mi cuerpo inerte. Otro me habría rematado, pero éste no lo creyó necesario. Me dejó allí. Solo, rodeado de muerte. Rogando que el corazón se detuviera de una puta vez, y para siempre.
Tardé horas en recuperar la consciencia. Extrañamente el corazón seguía sin latir, pero la inmovilidad fue desapareciendo, mis manos y pies empezaron a reaccionar de nuevo. Sin embargo, no quise levantarme. Intenté cerrar los ojos de nuevo y olvidar. ¡Vano empeño en alguien que disponía de todo el tiempo del mundo para sufrir por esos recuerdos!
¿Qué más puedo decir? Que antes de partir me obligué a ver los cadáveres de mis amigos: de Lucrecia y Rómulo, que pasaron sus últimos minutos de vida abrazados y así entraron en el otro mundo; de María, que murió sola, seguramente tal y como había vivido; de Inés, degollada a mi lado sin que yo pudiera hacer un solo gesto por detener la masacre. Pues sí, los vi todos, y retuve esa imagen en el rincón de la memoria donde van a parar los recuerdos que queman. Podría deciros también que salí de la casa y anduve sin rumbo; que, a pesar del dolor, mi cuerpo albergaba un ansia nueva, un hambre bien distinta a la sufrida en otros momentos de mi corta vida. Pero ahora sabía también, sin necesidad de que nadie me lo dijera, que el alimento que debía saciarme no se compraba, ni dependía de nadie más que de uno mismo. Una sonrisa amarga se dibujó en mis labios… Por fin era libre.
Cómo Lázaro se transformó en personaje de leyenda
He tenido mucho tiempo para reconstruir las piezas, para ordenar la secuencia de hechos que culminó con la terrible matanza de cuatro inocentes ordenada desde la corte. Durante un tiempo me obsesionó comprender, seguir el hilo y atar los cabos sueltos; luego la vida me llevó hacia otras luchas y abrió ante mí otros secretos. Un viejo marinero me habló un día de la epidemia que vino de ese Nuevo Mundo, la que él calificó como la «venganza de los indios». La muerte que no lo era, así lo definió. Ignorábamos, e ignoro aún, cinco siglos después, cómo se propagaba aquella peste inmunda: por qué algunos morían de manera absoluta para luego despertar y por qué otros seguían pareciendo vivos aunque en su interior estuvieran muertos. En cualquier caso me consta que, en mayor o menor grado, eso ha seguido sucediendo durante siglos. La iglesia habla de exorcismos y poseídos; los psiquiatras de psicópatas; los sociólogos de olas de crímenes… Son sólo muertos. Muertos en vida. Existen, igual que existimos nosotros, los ahora célebres vampiros. Tenemos, mal que nos pese, ciertos rasgos comunes: una vida eterna, un hambre voraz… Pero nosotros, los que nos alimentamos de sangre, seguimos amando y odiando: sentimos, podemos ser buenos o malos, crueles asesinos o simples adictos a la sangre que satisfacen su necesidad con la de los animales. Nos reconocemos, claro está, como los buenos ladrones se identifican entre sí, y, salvo raras excepciones, solemos ayudarnos. Quizá tampoco nos haga falta competir: la sangre, lo que necesitamos para sobrevivir, abunda en este mundo y se derrama con facilidad. Si hay algo a lo que tememos es precisamente a la cercanía de los no muertos: su sangre es veneno. Un simple mordisco a uno de ellos y nuestra vida eterna se esfuma en cuestión de segundos: no es una muerte agradable, la he visto, y es como si nuestras venas se llenaran de ácido y estallaran en llamas.
Pero dejad que siga hablándoos de ese momento, de los albores del siglo xvi, de cuando esa peste empezaba a hacer estragos en los muertos de España. Mientras los afectados fueron gente del pueblo, poco se hizo al respecto. El miedo a la Inquisición callaba las bocas de los parientes: cualquier sospecha de tener tratos con los muertos podía llevar a alguien a la hoguera… El problema, el gran problema para nuestra corte, fue que la peste llamó a sus puertas y se llevó al rey Hermoso; y que su esposa, la amante y apasionada reina Juana, empezó a proclamar a voz en grito que su marido, que en vida le había sido infiel con las damas de media corte y las putas de medio país, la visitaba a ratos por las noches, metía el cuerpo frío entre sus sábanas y el miembro gélido en su interior. Cualquier otra habría sido tachada de hereje, y la pobre Juana tuvo que soportar otro sambenito: el de la locura. Encerrada por su padre en un castillo inexpugnable, aislada del mundo, sólo tenía a su confesor: el «fiel» sacerdote que la acompañaba en sus horas de dolor, que reconfortaba su alma y escuchaba sus confidencias. El mismo que, intrigado por las vividas descripciones de la reina, empezó a investigar por su cuenta y a decir, en voz demasiado alta, que doña Juana no era una loca, sino una santa, y que los resucitados eran los elegidos de Dios.
En esos momentos la situación amenazaba con descontrolarse, algo que al poder, ya sean reyes o cardenales, no le gusta en absoluto. El confesor huyó de palacio y se dedicó a reclutar a sus muertos. ¿Su intención? Lo ignoro; tal vez creyera honestamente que eran los elegidos… los herederos de Cristo. Da lo mismo: se puso precio a su cabeza, se removió cielo y tierra, y se envió a varios hombres de confianza a distintos rincones del país. Su misión: purificar a los muertos; su objetivo final: capturar al confesor que sabía la verdadera causa del encierro de Juana.
Don Diego fue uno de ellos, y, como los demás, se rodeó de un grupo de fieles a los que sedujo con su carisma: gente del pueblo que había sufrido la peste de cerca… y un par de chupadores de sangre que tenían más interés que nadie en que los no muertos no anduvieran campando por las calles. Don Diego sabía que, una vez limpiados los camposantos, y sobre todo una vez capturado el confesor de la reina, no podían quedar testigos. Por eso lo mejor era rodearse de desgraciados a los que nadie echaría de menos. Cuando llegó el momento, cuando supo que la justicia había intervenido en el camposanto deteniendo a las mujeres, comprendió que la misión había llegado al final. Por lo que él sabía, el confesor al que buscaban había quedado sepultado en aquel pueblo que luego hicimos arder. Por ello, antes de partir ordenó a Miguel que desapareciera, tal y como el propio morisco me confirmó meses más tarde; así que, llevado por un último impulso, dejó el dinero, con la esperanza de que la codicia salvara a alguno de nosotros, a mí, supongo; y por eso mismo se llevó a aquella pobre cría de la que nadie sabía nada a casa de unos amigos de Ávila. Los Cepeda cuidaron de la niña Teresa como si fuera su hija, y nada dijeron nunca de su origen, pero no pudieron evitar las pesadillas y las convulsiones, las visiones y los sueños. ¿Por qué Teresa había resultado inmune al contagio? Tal vez tuvieran razón quienes luego, años después, la calificaron de santa.
Supongo que, visto en perspectiva, don Diego hizo lo que pudo, como todos; más cuando contra él tenían algo vergonzoso, algo que podía haberle enviado a la muerte en cuanto alguien abriera la boca y soltara la verdad. Eso no me consoló entonces, ni me consuela a día de hoy, pero ahora sé que no era él el auténtico traidor: era todo un mundo el que afirmaba que nosotros nada valíamos y que nuestro silencio era necesario. Unas cuantas putas, unos cuantos buscavidas que por unos meses se creyeron héroes.
Sé que esperáis que os diga que le busqué y le di muerte. Que vengué a Inés y a los demás. Que hundí una espada en su vientre y le vi desangrarse hasta que no le quedó ni un hálito de vida. Lo deseaba, sí, y durante días y semanas albergué el sueño de matarlo. Pregunté por él, con discreción, a criados de palacio, quienes me dijeron que había partido lejos, que de él nada se sabía, y que no era yo el único que se interesaba por su regreso.
Así que esperé. Regresé varias veces a la casa donde había vivido mis mejores momentos y mi más atroz pesadilla. Sabía que algún día don Diego volvería a ella, empujado por el peso de la culpa.