—Lo siento —balbuceé cuando estuve cerca—. Me asusté…
Callé al ver su rostro: sus ojos inertes, las profundas ojeras, la frente arrugada y la nariz prominente. Si ya lo conocí viejo, aquella noche, teñido por el resplandor rojizo de la lumbre, su cara era la de un anciano decrépito… decrépito y aterrado.
Su voz, sin embargo, era la misma.
—Hiciste bien en asustarte, Lázaro —replicó, y sus palabras me desasosegaron más que una sarta de bastonazos—. Algo pasa… Los muertos andan revueltos.
Le miré sin comprender.
—No es el primer lugar donde oigo historias macabras sobre muertos que salen de sus tumbas —prosiguió, aunque tuve la impresión de que hablaba más para sí mismo que para que yo le oyera—.De hecho siempre ha habido cadáveres que no aceptaban su sino, que buscaban la manera de volver con los vivos. Pero ahora…
Le agitaba un temblor parecido al que yo había sufrido horas antes. De repente se volvió hacia mí y me agarró del brazo con fuerza.
—Escucha, Lázaro —me apremió, y había tal desesperación en sus ojos ciegos que me quedé quieto: era la mirada de un demente, de alguien que se halla al borde de un pozo insondable y oye en él los gruñidos de una bestia desconocida—. Algo terrible está sucediendo, algo nuevo y aterrador… Los reconocerás por el olor y por el tacto: parecen vivos, como tú y como yo, pero no lo están. Despiden un hedor a podrido, porque sus vísceras se deshacen, la sangre se les corrompe y su piel es fría como la de una culebra; pero aparte de eso hablan, se mueven y respiran como los demás. ¡Aléjate de ellos! No sé de dónde han salido, pero sí sé que no traen nada bueno.
Yo ignoraba de qué estaba hablando pero noté la urgencia en su tono e intenté averiguar más.
—¿Entrasteis… entrasteis en el cementerio?
—¡Calla! —Me zarandeó—. Mañana nos iremos. No quiero seguir aquí. Ahora duerme. No, no te apartes —ordenó, atrayéndome hacia él—. Acuéstate a mi lado… —Y añadió—: Curioso mundo este en que los vivos mueren de hambre y los muertos buscan comida.
Fue la primera vez que advertí en su tono que me necesitaba cerca. Al día siguiente, sin embargo, justo cuando nos preparábamos para partir, encontró una excusa para darme la somanta de palos que yo había esperado la noche anterior. Puede parecer raro, pero a pesar del dolor tuve la impresión de que no era a mí a quien golpeaba sino a sus propios fantasmas.
A partir de ese día fuimos de pueblo en pueblo en un peregrinar frenético y constante. Apenas si parábamos una noche en cada uno, y cuando lo hacíamos el viejo se mostraba intranquilo, más huraño de lo habitual. Dormía poco; sus oraciones en la iglesia, pronunciadas deprisa y sin convencimiento, no despertaban la generosidad de los feligreses, y aunque las mujeres seguían acudiendo a él con sus cuitas, el viejo las despachaba rápidamente y sin prestarles mucha atención. Como es de esperar, nuestras ganancias menguaron de manera sustancial. Debo decir aquí que fue a partir de esos días cuando comencé a pasar hambre, y no antes. Lo poco que ganábamos se lo gastaba en vino, que al parecer era lo único que lograba sosegarlo cuando se ponía el sol. Era tanta su necesidad que se acostaba abrazado a la jarra mientras yo rondaba en busca de algo que llevarme a la boca. Él apenas comía, lo justo y necesario para no morirse, pero yo era un muchacho que estaba creciendo y mi estómago parecía un gran pez que boquea en busca de aire. Mendigué y robé a escondidas del viejo; no porque a él le pareciera mal, sino porque se quedaba con todo cuanto yo conseguía para trocarlo por el ansiado vino. Su irascibilidad se traducía en constantes bofetones y pellizcos, e incluso la gente que se cruzaba en nuestro camino le reprochaba de vez en cuando el maltrato que me daba. El ciego, que no había perdido su habilidad de tergiversar la verdad, les relataba cómo yo le había dejado abandonado una vez en plena noche —¡Un pobre tullido a merced de salteadores y bestias nocturnas! ¡Después de haberlo cuidado y alimentado como a un hijo!—, y era tal el desvalimiento de su voz que en más de una ocasión el que había intervenido en mi defensa acababa dándole a él la razón y a mí unos zurriagazos por desagradecido y negligente.
¿Por qué no le abandoné?, os preguntaréis. Es cierto que poco ganaba a su lado, y que la mayoría de las noches me acostaba con la barriga vacía y las orejas calientes, pero hasta eso era mejor que deambular solo por esos campos y pueblos inhóspitos en los que mi hambre parecía ser el mal común. Una terrible sequía se había extendido por tierras castellanas como una plaga devastadora e imparable, y sus efectos eran visibles en los campos yermos, en los ojos hundidos de los niños; los percibías en las reyertas entre hombres, en los pechos caídos de las mujeres y en la flaqueza de los animales. Un manto amarillento cubría rostros y paisajes, dibujando en ellos surcos de ansiedad. Todos vivíamos, o mejor dicho sobrevivíamos, bajo ese yugo. Los curas rezaban pidiendo lluvia y, ¿cómo no?, culpaban a los pecadores de las nubes secas. Dios estaba enojado, Dios nos castigaba; debíamos arrepentimos e implorar su perdón que, milagrosamente, caería en forma de gotas de agua cuando El lo considerara justo. Sus sermones sólo servían para alentar suspicacias y acusaciones: ¿quién había pecado tanto que había ofendido al Todopoderoso?, ¿quién había cometido falta tan ignominiosa? No yo, desde luego, sino el vecino… Pero había algo más: tal y como había dicho el ciego, sucedían ciertas cosas que tenían que ver con los muertos. Raro era el pueblo en el que no se nos hablaba de algún espectro salido de las profundidades del camposanto; eran comentarios hechos en voz baja, ya que se consideraban blasfemos, y que achacaban los males comunes (los animales muertos, las cosechas malogradas, los niños que enfermaban de repente) a esas presencias fantasmales.
Lo cierto era que la falta de comida encendía los ánimos, y a eso no era yo ajeno. Mi odio hacia el viejo ciego, que cada día se hundía más en algo parecido a la locura, creció a medida que escaseaba el yantar. Por ello, y al principio más por venganza que por afición, me empeñé en quitarle lo único que parecía anhelar. He contado ya que en esos días mi amo vivía por y para el vino que guardaba en una jarra de la que daba frecuentes sorbos sin compartirlo jamás. Se me ocurrió una estratagema que, estaba seguro, me habría valido los elogios del ciego si no hubiera sido a él a quien pretendía engañar: aprovechando un descuido hice un orificio en la base de la jarra, minúsculo, casi imperceptible, y lo tapé con una capa de cera. Así, por las noches, cuando el viejo, con la jarra entre las manos, reclamaba mi cercanía, aterrado por cosas que desde luego mis ojos no veían (y los suyos menos aún), yo me acurrucaba entre sus piernas frente al fuego; el calor deshacía la cera y el vino me caía directamente a la boca. Los primeros días no me gustaba mucho, pero poco a poco fui apreciando su efecto reconfortante. La satisfacción de engañar al ciego unida al calor que me procuraba el vino hacían las noches más llevaderas, y el ayuno más soportable.
Era obvio, luego caí en la cuenta, que cualquier truco, por bueno que sea, se gasta con el uso. Ya dicen que tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe, y en mi caso lo malo fue que el cántaro se me partió en plenos morros. El ciego, que aunque por las noches casi enloquecía al amanecer recobraba la cordura, se percató de que el vino le duraba cada vez menos. Intenté convencerle de que bebía sin darse cuenta y fingió creerme, pero un buen día, harto ya de encontrar el jarro vacío, se dedicó a palparlo y, claro está, encontró el agujero cubierto de cera. Siguiendo su costumbre no dijo nada; aquella noche me llamó como solía y yo, que ya no podía vivir sin el vino, me apresuré a refugiarme entre sus flacas piernas. Esperé un rato a que la cera se derritiera y, cerrando los ojos, me dispuse a recibir aquel líquido que caía entre mis labios cual maná celestial. Así estaba yo, extasiado, ajeno a todo, cuando aquel delicioso néctar que me regaba la boca se transformó en una pedrada seca y cortante. El viejo había alzado el jarro y lo había descargado sobre mi cara con todas sus fuerzas. La vasija se rompió en mil pedazos contra mi piel. Fue tal el golpe que perdí el sentido, y tantos los cortes que la sangre brotó de ellos en abundancia. Aún hoy conservo cicatrices del maldito jarrazo…
Cuando recobré la conciencia me palpé la cara. El ciego dormía a unos pasos. Fui arrancándome los trocitos de loza que tenía incrustados en la piel. Cada uno de ellos dejaba escapar un pequeño chorro de sangre. Me dolía tanto la boca que apenas si podía moverla sin retorcerme. Mi saliva sabía a sangre y a vino agrio. Maldecía al viejo entre dientes por malvado, y a mí mismo por idiota, cuando oí un rumor a mi lado. Sobresaltado, intenté ponerme de pie, pero algo se arrastró hacia mí y me retuvo en el suelo agarrándome de la pierna. Intenté zafarme de su mano a patadas, aunque me dolían tanto los cortes que apenas tenía fuerza. Entonces el bulto levantó la cabeza y me enseñó la cara. Y esa cara era tan extraña, tan bella y a la vez inquietante, que me quedé inmóvil, hechizado.
Era la cara de una niña de piel blanca, muy blanca, aunque manchada de suciedad y medio cubierta por una maraña de cabellos oscuros. Cuando los apartó me encontré con un rostro infantil y viejo a la vez. No, pensaréis que estoy loco, que el jarrazo me había perturbado el entendimiento. Era la cara de una niña, sí, pero ni sus labios, que se entreabrían mostrando la punta sonrosada de su lengua, ni sus ojos, que lanzaban una mirada turbia, eran los de una chiquilla. Para colmo, estos últimos presentaban una rara cualidad: uno era azul intenso y el otro de color miel. El efecto, incluso en la oscuridad, era tal que uno no podía dejar de mirarlos, como si temiera que de repente ambos pudieran adoptar el mismo tono y perder así su magia. Paralizado, dejé que la extraña niña me acariciara las heridas. Lo hacía con una mezcla de ternura y fruición, primero con las puntas de los dedos y luego con la lengua. Me tumbó en el suelo y me lamió la cara, absorbiendo cada gota de sangre. Si encontraba algún fragmento del jarro lo arrancaba dulcemente con los dedos y paseaba sus labios por el corte. Me invadían sensaciones desconocidas y placenteras, y la dejé hacer, hasta que de repente noté que sus labios, hasta entonces suaves como la seda, se endurecían. La sangre que brotaba parecía no bastarle y la lengua dio paso a los dientes, que intentaban agrandar la herida. Supe instintivamente que estaba en peligro y, haciendo acopio de mis fuerzas, la empujé. Su grito fue el de una fiera rabiosa. Nos miramos desafiantes, ambos agachados; se relamió la última gota roja que le caía del labio. Temí que saltara sobre mí, cual gato enfurecido, y que sus garras me destrozaran aún más las mejillas. Pero no lo hizo. De ella salía un rumor ronco, no del todo humano, pero sus ojos de dos colores me miraban con una tristeza infinita. Desapareció como había llegado, sin ruido y en un instante. Y yo, a pesar del golpe, de la sangre derramada, del dolor y del hambre, me dejé caer al suelo con una sonrisa boba en los labios.
A la mañana siguiente el viejo se levantó como si nada hubiera pasado y, llevado por un súbito arranque de arrepentimiento, me lavó las heridas con vino. Se sorprendió al notar que algunas habían cicatrizado ya, lo que atribuyó a las cualidades benéficas del vino.—¿Lo ves, Lázaro? —me decía sonriendo—. Lo mismo que te ha enfermado ahora te devuelve la salud.
A mí no me hizo la menor gracia. En realidad, en ese momento ya había decidido abandonar al ciego en cuanto tuviera ocasión. Pero antes, me decía para mis adentros, tenía que hacerle pagar el jarrazo.
No hay como tener un objetivo en la vida. Una idea clara que defina tus pasos. A pesar de que dicen que el tiempo lo cura todo, el deseo de venganza contra el ciego duró más que el escozor de los cortes. Él debió de notarlo aunque yo me esforzaba en disimular y en comportarme igual que siempre: incluso compartió conmigo una cesta de comida, el inesperado pago que le dio una labriega que gracias a él había concebido un hijo el año anterior. En ella había una longaniza que se molestó en asar para mí (y que por tanto nunca sustituí por un nabo) y el famoso racimo de uvas que dio pie a la anécdota. Cierto es que lo puso ante mí y me dijo que ambos nos turnaríamos para comer una uva cada vez; cierto es también que cuando llevábamos un rato empezó a comerlas de dos en dos, y que yo, ya harto de sus trucos, seguí su ejemplo corregido y aumentado, y las cogí de tres en tres. También es cierto que me descubrió, pero para entonces creo que ya le desafiaba en todo.
En otra ocasión él habría añadido una penitencia, pero esta vez sólo se rió, casi complacido. Sus reacciones ya no me importaban, la verdad, y lo que es peor, cuanto más amable se volvía el viejo, más crecía mi desprecio. Lo que había comenzado como rencor se convirtió con el paso de los días en franca repugnancia; no soportaba sus cuentos, esa letanía de borracho sobre muertos y tumbas, esos miedos nocturnos que se iniciaban al anochecer y le tenían temblando hasta que el vino le echaba encima el manto del sueño, ese continuo vagabundear sin rumbo huyendo de la gente. El sabor a sangre, a mi sangre, no me había abandonado del todo, y a ratos me descubría relamiéndome los labios cortados y sacando de ellos unas gotas de ese rojo y salado néctar.
Por fin, tras días de vagabundear, llegamos a un pequeño pueblo situado a la orilla de un río. Me callaré el nombre por prudencia, ya que los que ahora vivan allí, si es que hay alguien, tienen poca culpa de sus siniestros antepasados. Como era nuestra costumbre, nos dirigimos a la plaza, a la salida de la iglesia. Era domingo, y llegamos a media misa, con lo que el ciego se sentó en los escalones de piedra que había junto a la puerta. Unas nubes negras cubrían el cielo, amenazando lluvia; nos acurrucamos contra las paredes cuando gruesas gotas empezaron a mojar el suelo. Aunque odiaba mojarme, no pude por menos que alegrarme al ver que el cielo se mostraba generoso por fin y soltaba el agua retenida durante meses. Unos instantes después las gotas se habían convertido en una densa cortina húmeda, tan espesa que no permitía ver a dos palmos de distancia. El cielo rugía y escupía un torrente enojado, furioso, casi brutal. Calados hasta los huesos nos apretamos aún más contra las paredes intentando ponernos a cubierto de aquella paliza de agua. Fue entonces cuando la puerta se abrió, y una voz estentórea nos invitó a entrar en el templo.
Agarré al ciego del brazo y lo arrastré hacia dentro. Nuestras ropas dejaban charcos en el suelo de piedra. En silencio, para no molestar, nos quedamos junto a la puerta. A través del velo húmedo que cubría mis ojos observé el interior. Los feligreses se hallaban en pie, los hombres detrás, las mujeres y los niños más cerca del altar. Todos parecían vestir de negro. Lo único que llamó mi atención a primera vista fue que la pila del agua bendita estaba seca: las únicas gotas que la llenaban eran las que cayeron de mi frente y mis cabellos al inclinarme. Me santigüé igualmente, mientras el ciego seguía en pie, con expresión de sorpresa, husmeando el aire.