El juez Ricardo Alonso llegó minutos más tarde. Tomás Herrera fue a su encuentro y le puso al corriente de lo sucedido. El juez estaba visiblemente molesto. La investigación de la muerte de Daniela Obando seguía estancada. No había pruebas que permitieran seguir ninguna línea de investigación fiable, y Tomás Herrera no se atrevía a considerar como algo serio aquella historia del
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. El médico forense se unió a ellos y dio cuenta de las primeras averiguaciones, que resultaron ser escalofriantes.
—A falta de que la autopsia revele más información, a esa mujer le han sacado parte de los intestinos por una herida tremenda practicada en el abdomen con un cuchillo u otro tipo de instrumento cortante de unos quince centímetros de longitud. A la vista del aspecto de los labios de la herida, yo diría que es un arma extremadamente afilada. —El doctor carraspeó antes de proseguir. A pesar de su experiencia, se le veía incómodo y tal vez un poco asustado—. Los intestinos fueron colocados sobre el hombro izquierdo de la mujer, no sé por qué razón. Y, aunque me gustaría estar más seguro, yo diría que le han extraído algunos órganos.
—¿Cómo ha dicho? —El juez había palidecido.
Diego Bedia dejó al doctor explicando que prefería hacer la autopsia para dar más detalles. Una vez fuera del patio, salió a la calle Marqueses de Valdecilla y respiró profundamente. Había infinidad de curiosos que se habían agolpado allí, mientras que, desde las ventanas situadas sobre el patio en el que había aparecido la mujer, se asomaban los vecinos como quien contempla desde un palco una representación teatral.
Diego enfocó la mirada y vio a Murillo, que se abría paso entre los curiosos.
—El hijo de puta del periodista está hablando con la testigo —anunció el policía.
—¿Qué?
Diego corrió hacia el portal número 11 y entró en casa de Socorro Sisniega como un ciclón. La mujer estaba sentada en la cocina en bata y camisón. Era delgada y estaba despeinada. Junto a ella, de pie, había un hombre que parecía mucho mayor. Debía de ser el marido, pensó Diego. Pero pronto solo tuvo ojos para Tomás Bullón, que estaba de espaldas, con la grabadora encendida y hablando despreocupadamente con Socorro. Diego se preguntó cómo diablos había llegado tan pronto. ¿Cómo se había enterado él del crimen?
—¿Qué coño está usted haciendo aquí? —dijo con brusquedad el policía.
Bullón se giró y lo contempló con un gesto torcido, pero parecía evidente que le divertía aquella situación.
—Mi trabajo —respondió—. Hago mi trabajo.
—¿Cómo es que ha llegado usted tan pronto? —preguntó Diego—. Es el único periodista que está aquí.
—Será que soy el que más trabaja, o el más listo —contestó Bullón con descaro.
Diego se volvió hacia Murillo y le hizo una seña.
—Haga el favor de sacar a este hombre de aquí.
Bullón alzó las manos y mostró las palmas.
—Calma, calma —dijo—. Salgo por mi propio pie. Después de todo —rio, mirando a Diego—, ya tengo todo lo que necesito. Esta vez no podrán ocultar nada a la prensa.
Diego apretó los dientes y se contuvo. Aquel cabrón se había aprovechado de la ingenuidad de los dos ancianos. Murillo se dio el placer de sacar a empellones con sus enormes brazos de culturista al obeso periodista.
—Tenga cuidado con lo que publica —gritó Diego.
—¿Me está amenazando? —replicó desde el portal Bullón—. Esta vez ha buscado un escenario similar —gritó aún más fuerte—. ¡Un nuevo Hanbury Street!
Murillo miró a Diego desconcertado.
—¿Qué ha querido decir? —preguntó a su superior.
—No lo sé —reconoció Diego—, pero me parece que va a tener que ver con toda esa historia de Jack el Destripador.
Socorro y Damián asistían a aquella conversación sin comprender nada de lo que aquellos dos hombres decían. En los ojos de la anciana solo tenía cabida la dantesca escena que el destino le había reservado cuando no le faltaba demasiado para doblar la última esquina de la vida.
—Creo que hay algo que debes saber —dijo Murillo.
Diego aguardó en silencio.
—La víctima responde a la descripción que teníamos de una mujer desaparecida desde hace tres días.
—¿Qué?
—Una mujer llamada… —Murillo consultó su cuaderno y pasó un par de hojas— Felisa Campo, que regenta un… —Murillo vio que Socorro y Damián lo miraban y decidió no decir club de putas— bar de alterne, denunció hace un par de días la desaparición de una de sus… empleadas.
Diego guardó silencio durante unos segundos, los necesarios para que una idea fuera madurando en su cabeza.
—¿Cuándo desapareció esa mujer?
—El martes, día 8, hizo una visita a… —Murillo advirtió que los ancianos seguían pendientes de sus palabras—, fue a un hotel para un trabajo. Cuando salió, llamó a su jefa y le dijo que se encontraba cansada. Pidió permiso para no ir a trabajar aquella noche, y ya no se la ha vuelto a ver. —Murillo hizo una pausa antes de añadir—: Hasta hoy.
Diego miró con dulzura a los dos ancianos
—Mi compañero les va a tomar declaración, ¿de acuerdo? No tengan miedo. —Luego se volvió hacia Murillo—: Busca a esa mujer, Felisa, para ver si reconoce el cuerpo. ¿Y Meruelo?
—Está en el quinto piso —explicó Murillo—. Él empieza desde arriba hacia abajo, y yo hablo con los vecinos de abajo hacia arriba.
—Dile a Tomás que me voy a la comisaría —dijo Diego.
—¿Qué pasa?
—Nada, pero quiero saber qué pasó en Hanbury Street.
Sábado, 12 de septiembre de 2009
D
iego entró en su despacho sin aliento. Lo dominaba un deseo irrefrenable por leer el informe sobre los crímenes de Jack que los hermanos Olmos y Guazo, el médico, le habían entregado. Pero al mismo tiempo tenía miedo a lo que pudiera encontrar en él.
Se sentó frente a su mesa y abrió el cajón donde guardaba el informe. Se reprochó a sí mismo haber leído solo lo que le sucedió a Mary Ann Nichols. Con manos temblorosas, buscó el segundo capítulo del dossier. El título le heló la sangre en las venas:
Patio trasero del n.° 29 de Hanbury Street. 8 de septiembre de 1888.
Diego echó una mirada apresurada a las primeras líneas del informe y descubrió que Hanbury Street era una de las calles de Whitechapel, el escenario de las correrías de Jack. En el patio trasero del número 29 de aquella calle fue encontrada muerta Eliza Annie Smith (Chapman, tras su matrimonio) el día 8 de septiembre de 1888.
Diego respiró profundamente y miró al techo del despacho. Luego cerró los ojos durante unos segundos, tratando de almacenar suficiente valor en su corazón para seguir leyendo.
La infortunada mujer era conocida como Dark
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Annie. Había nacido en 1841, de modo que tenía cuarenta y siete años cuando fue asesinada en aquel patio, al que se podía acceder entrando por el portal de Hanbury Street. Un par de peldaños permitían bajar desde el portal hasta el patio, que tenía unos quince pies
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por cada lado. Frente a las escaleras, había un cobertizo y a la derecha, una especie de armario.
El cuerpo de Annie fue encontrado en una posición que, tal y como había sospechado Diego, era exactamente la misma que la de la mujer que él mismo acababa de ver muerta. Por encima de la cabeza de Annie se encontraron manchas de sangre, posiblemente producidas por salpicaduras cuando su asesino le cortó la garganta. Diego leyó también que tres días después una niña del vecindario descubrió nuevas manchas de sangre en el patio adyacente al número 25 de Hanbury Street, a tan solo dos patios de distancia de donde se suponía que había sido asesinada Annie. Se trataba de sangre seca.
En el informe había una nota a pie de página realizada a mano recientemente por el doctor José Guazo. Diego lo supo porque Guazo había puesto su nombre a continuación de la nota. En ella, el médico recogía un dato aportado por la escritora Patricia Cornwell
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, que señalaba que el trazo de sangre tenía una longitud de entre metro cincuenta y metro ochenta.
La policía concluyó que el asesino había huido saltando la valla, pero iba tan cubierto de sangre que fue dejando un rastro a su paso. Se supuso que se quitó el abrigo y, para limpiarse, lo sacudió contra la pared trasera de la casa número 25. También se encontró un papel arrugado y manchado de sangre, y la policía imaginó que el asesino lo había usado para eliminar sangre de sus manos. Lamentablemente para los policías, y felizmente para el criminal, los medios científicos de Scotland Yard eran muy limitados como para sacar algo en claro de aquellas pistas que Diego veía como decisivas.
Jack, proseguía diciendo el informe, debía de haber llegado por aquellos patios traseros hasta el lugar del crimen. Y de igual modo salió de allí sin que, increíblemente, nadie lo hubiera visto. Sin duda, sus huellas dactilares debían de estar por todos los lados, pero la policía no tenía medios para estudiarlas.
Tras leer aquellas primeras líneas sobre la muerte de Annie Chapman, Diego comprendió lo que Tomás Bullón había querido decir: el asesino que estaba actuando en el barrio norte no se había limitado esta vez a buscar un callejón oscuro, como si fuera Buck's Row, sino que se tomó la molestia de encontrar un patio trasero que tuviera un cierto parecido con el de Hanbury Street. Accedió a él rompiendo el candado de la puerta y salió sin ser visto por nadie tras construir un escenario similar al que Scotland Yard se encontró en el asesinato de Dark Annie.
Pero lo más increíble es que ni en 1888 ni tampoco ahora haya un solo testigo. El informe era desalentador:
El inmueble estaba habitado por varias familias que alquilaban a la señora Richardson unas habitaciones de unos treinta metros cuadrados.
—Ático: John Davis con su mujer y sus tres hijos (miran hacia la puerta principal), Sarah Cox (mira hacia el patio), una anciana.
—Segunda planta: hacia la puerta principal: el matrimonio Thompson y una hija adoptada. Hacia el patio: las hermanas Copsey, que trabajaban en una fábrica de cigarros.
—Primera planta: la señora Richardson y su nieto de catorce años. Hacia el patio: el señor Walker y su hijo, un impedido psíquico.
—Planta baja: la señora Annie Harriet Hardiman y su hijo de dieciséis años. Vivían en la parte delantera. La parte trasera se había habilitado como cocina.
La secuencia aproximada de los hechos, según las diferentes investigaciones, pudiera ser la siguiente:
• Cinco menos cuarto: John Richardson, el hijo de la señora Richardson, que no vivía en el inmueble, iba de camino al mercado de Spitalfields. Había habido un robo de herramientas días antes y entró en el patio para ver si todo estaba en orden. No vio nada extraño. El delantal de cuero que sabía que era de la familia seguía en el mismo lugar donde lo habían dejado, junto a un grifo y una cuba de agua. Se detuvo porque algo en su bota lo molestaba. Se sentó y descubrió que era una protuberancia de cuero. La arrancó. Algunos informes dicen que lo hizo con un cuchillo de cocina de unos doce centímetros de largo. Estuvo sentado durante unos minutos en el umbral de acceso al patio, justo al lado de donde después apareció el cadáver de Annie. Pasado ese tiempo, Richardson se marchó. No vio ni oyó nada extraño.
• Cinco y media. Elisabeth Long dice haber visto a esa hora a Annie Chapman hablando con un hombre que no era mucho más alto que ella junto al 29 de Hanbury Street. Estaba segura de la hora porque escuchó el reloj de la Black Eagle Brewery, en Brick Lane. El hombre estaba de espaldas y lo describió como corpulento, cuarentón, vestido con un abrigo oscuro y una gorra de cazador de color marrón. No le pareció un trabajador. Por su aspecto, juzgó que era extranjero. Long dijo que escuchó al hombre preguntar a Annie: «¿Lo harás?». A lo que ella respondió: «Sí». Luego Long se alejó hacia Spitalfields y no oyó nada más.
• Albert Cadosch. Su testimonio fue tan esclarecedor como dudoso. Algunas fuentes, como el Daily News del 10 de septiembre de 1888, afirman que entró en el patio del número 27, separado solo del 29 por una frágil valla de madera cuyas tablas estaban deterioradas y existían huecos entre ellas, a las cinco y veinte. Otras fuentes dicen que a las cinco y media Cadosch aseguró haber escuchado un grito de mujer diciendo: «¡No!», y luego un golpe en la valla. Sin embargo, pensó que tal vez era una disputa doméstica.
¿Qué hacía Cadosch en el patio? The Times indicaba que el hombre se estaba recuperando de una enfermedad y no se encontraba bien. Había salido al patio porque iba al servicio, que estaba situado allí. Tal vez, se ha especulado, una vez dentro del retrete no escuchó la agresión que se producía al otro lado de la valla. Pero ¿cómo no vio el cuerpo tendido de Annie a través de los agujeros que tenía la empalizada? Se ha respondido que quizá desde el ángulo en el que él estaba no se vería, e incluso que su precaria salud y el hecho de que, a pesar de todo, tuviera que ir a trabajar (era carpintero) hicieran que no fuese aquella disputa su máxima prioridad en aquel momento, y ello a pesar de que la altura de la valla oscilaba solo entre un metro cincuenta y cinco y uno setenta de altura. No obstante, si realmente era aquella hora, ¿cómo es que Elisabeth Long pudo ver a Annie Chapman a las cinco y media en la parte exterior del edificio con el desconocido?
Otros testimonios retrasan la presencia de Cadosch en el patio hasta más tarde de las cinco y media.
Por otra parte, ¿no es extraño que Elisabeth Long fuera capaz de retener tantos detalles de la escena de Annie con su acompañante? Es cierto que el alba rompió aquel día a las cuatro cincuenta y uno y el sol salió a las cinco y veinticinco, pero ¿no es extraordinario que Long reconociera de inmediato a Chapman? Por otra parte, ¿no resulta extraña la precisión con la que los testigos afirmaban la hora en la ocurrieron aquellos hechos?
• Cinco cincuenta y cinco. John Davis, inquilino del ático del edificio, salió para ir al mercado y se encontró el cadáver de Annie tendido en el patio, entre la valla que separaba los patios 29 y 27 y los escalones que daban acceso al patio. En esos escalones había estado sentado Richardson una hora antes y allí no había cuerpo alguno, según declaró. La cabeza de Annie apuntaba al edificio. De inmediato, se dio aviso a la policía, personándose el agente Joseph Chadler, de la comisaría de Commercial Street.
La inquilina que vivía en la planta baja, la más próxima al patio, Harriet Hardiman, aseguró no haber escuchado nada durante toda la noche. Solo a las seis de la mañana notó un alboroto en el patio y envió a su hijo para ver qué sucedía. Él fue quien le contó que había aparecido una mujer muerta.